Abatido y distante, sirvió la comida. Emma y Carl contemplaron con disgusto y desinterés el desayuno que les plantó delante, ya que ninguno de los dos se sentía especialmente hambriento. Cada plato contenía una gran ración de alubias, una cucharada de indigestos huevos revueltos preparados a partir de una mezcla deshidratada que utilizaban habitualmente los montañeros y una salchicha cocida en agua con sal. Emma consiguió mostrar una media sonrisa de agradecimiento. Carl olisqueó la comida y se la quedó mirando, sintiéndose cansado y con ligeras náuseas.
Todos ellos parecían estar intentando no hacer nada que pudiera llevarlos a tener que hablar o mirarse. Aunque ansiaban la seguridad y el alivio de la conversación, sabían que hablar los llevaría inevitablemente a pensar en cosas que estaban intentando olvidar y sacarse de la cabeza. A medida que pasaban los minutos, Emma fue perdiendo la paciencia. Finalmente, no aguantó más.
—Mirad —suspiró—, ¿nos vamos a quedar aquí sentados o vamos a pensar en hacer algo constructivo?
Finalmente, Carl empezó a comer. Llenarse la boca con alubias quemadas, salchicha medio cruda y huevos en polvo le dio la excusa para no tener que hablar.
—¿Y bien? —presionó Emma, enojada por la falta de respuesta.
—Vamos a hacer algo —asintió Michael—. No sé qué, pero vamos a hacer algo...
—Para empezar necesitamos comida decente —recalcó Emma mientras apartaba el desayuno, que no había tocado.
—Hay un montón de otras cosas que también necesitamos.
—¿Como qué?
—Ropa, herramientas, gasolina... todo lo básico.
—Probablemente ya tengamos aquí algunas de esas cosas.
Carl contemplaba a Emma y a Michael mientras hablaban, siguiendo la conversación, mirando de una cara a la otra.
—Tienes razón. Lo primero que deberíamos hacer es revisar la casa de arriba abajo y averiguar exactamente qué tenemos aquí. —Michael se detuvo para tomar aliento—. Carl, ¿sabes lo que necesitas para el generador?
Sorprendido por la repentina mención de su nombre, Carl dejó caer el tenedor.
—¿Qué?
Michael frunció el ceño.
—¿Sabes lo que vas a necesitar para arreglar el generador? —repitió, molesto porque no le hubiera estado escuchando.
Carl negó con la cabeza y recogió el tenedor.
—No, aún no. Después le echaré un vistazo y lo sabré.
—Lo deberíamos hacer inmediatamente después del desayuno —sugirió Emma—. Creo que deberíamos revisar la casa de arriba abajo y después salir, conseguir lo que necesitemos y regresar lo más rápido que podamos.
—Cuanto antes empecemos —añadió Michael—, antes estaremos de vuelta.
Emma ya se había levantado de su asiento. Al verla ponerse en acción, Michael también se levantó y salió de la cocina. Carl no tenía prisa por ir a ninguna parte. Se quedó sentado, jugueteando con la comida tibia de su plato.
* * *
Ya habían tomado la decisión de quedarse en Penn Farm, pero hasta que no registraron la casa, Emma y Michael no se percataron del potencial del lugar. Carl también lo reconoció, pero estaba menos seguro. Tampoco estaba convencido de que pudieran estar a salvo en ninguna parte.
Emma empezó por arriba y fue bajando. Comenzó por el dormitorio de la buhardilla, que tenía una forma extraña y que Carl había reclamado para sí la noche anterior. La habitación sólo estaba iluminada por la luz que penetraba por una ventana pequeña que daba a la fachada principal de la casa. Excepto por una cama, un armario y un par de muebles, poco más se podía encontrar allí.
Michael revisó las habitaciones de la primera planta, tres dormitorios de un tamaño más razonable y un baño anticuado pero práctico. Descubrió pocas cosas que no se esperara: prendas de ropa demasiado viejas, grandes y desgastadas como para que cualquiera de ellos se decidiera a usarlas, objetos personales, baratijas y trastos. Al sentarse al borde de la gran cama de matrimonio en la que había dormido Emma la noche anterior y revisar un joyero antiguo, se sintió fascinado por el valor de los objetos que contenía. Menos de un mes antes, los anillos, pendientes, collares, brazaletes y broches que suponía que habrían pertenecido a la señora Jones, (¿qué habría pasado con ella?) debían de haber valido una pequeña fortuna. En ese momento no tenían ningún valor. Por el contrario, a sus ojos, la comodidad de la cama de sólida madera en la que estaba sentado hacía que valiera millones. Sus ensoñaciones fueron interrumpidas por los gritos de Carl desde las escaleras.
—¿Alguno de vosotros ha visto esto?
Michael encontró a Carl en la pequeña oficina de la planta baja. Había movido pilas de papeles del escritorio. Emma apareció unos instantes después.
—¿Qué es?
Carl la miró y frunció el ceño. ¿Cómo era posible que no supiera lo que era? Michael trató de disimular que él tampoco estaba seguro. ¿Se trataba de un amplificador? ¿De una alarma?
—Es una radio.
—¿Y sabes cómo utilizarla?
—Aún no —respondió mientras quitaba el polvo que había sobre el equipo—, pero lo averiguaré. Primero conseguiremos electricidad y después le echaré un vistazo. Las instrucciones tienen que estar por aquí en alguna parte.
Michael se lo quedó mirando mientras Carl contemplaba la radio, intentando encontrar algún sentido a los numerosos botones y diales de su frontal de metal negro. Quizá lo consiguiera. Serviría para darle algo en lo que centrarse, algo a lo que se pudiera dedicar. Pero en el fondo sabía que era un ejercicio inútil. Aunque consiguieran tener electricidad, y Carl descubriera cómo utilizar la radio, ¿de qué les iba a servir? ¿Realmente esperaba oír algo? Con tan pocas personas vivas, ¿de verdad iba a estar alguien sentado junto a una radio como ésa, esperando que otro alguien se pusiera en contacto?
El plan de Michael para el resto del día era sencillo. Ir a alguna parte, llenar la furgoneta de provisiones, volver, ponerse a salvo y después conseguir que funcionara el generador. Por mucho que le despertase dolorosos recuerdos de todo lo que había perdido, su objetivo final era tener un televisor o un estéreo en funcionamiento para cuando cayese la noche. Quería llevar cerveza a la casa para poder beber y olvidar. Sabía que eso sería una triste imitación de la normalidad, pero no importaba. Los tres estaban mental y físicamente exhaustos. Si no paraban pronto, sólo sería cuestión de tiempo antes que uno de ellos perdiera la cabeza. Él había sobrevivido hasta el momento y estaba condenadamente seguro de que no iba a hundirse.
Menos de una hora después, Michael, Carl y Emma estaban listos para salir de la granja. Envueltos en tantas capas de ropa como habían podido encontrar, los tres estaban junto a la furgoneta y se estremecían bajo las ráfagas del frío viento del otoño que barría el patio. La conversación se limitaba a un ocasional gruñido o un monosílabo murmurado. Michael subió a la furgoneta, giró la llave y encendió el motor. El ruido resonó a través del paisaje desolado.
—¿Alguna idea de adónde vamos? —preguntó Emma detrás de él. Se acomodó en su asiento y se metió la llave de la casa en el bolsillo de sus ajustados tejanos. Habían cerrado la puerta con llave, aunque no quedaba nadie que pudiera entrar en ella.
—No —contestó Michael con una honestidad admirable—. ¿La tienes tú?
—No.
—De puta madre —maldijo Carl mientras Michael ponía en marcha la furgoneta.
Avanzaron lentamente por el sendero largo y desigual que conducía a la carretera.
—Estoy seguro que de joven solía venir por aquí de vacaciones con mis padres —comentó Michael.
—Entonces, ¿te puedes orientar por la zona? —preguntó Emma esperanzada.
Él negó con la cabeza.
—No. Sin embargo, lo que sí recuerdo es que había un montón de pueblecitos y aldeas, todos ellos unidos por carreteras como ésta. Si vamos en cualquier dirección, seguro que encontraremos algo en alguna parte.
Carl no estaba impresionado, pero se calló su opinión, mientras Michael empezaba a acelerar, forzando la furgoneta por las curvas del sendero a una velocidad cada vez más peligrosa.
—Espero que seamos capaces de recordar el camino de regreso después de esto —comentó Emma, que no parecía nada segura.
—Por supuesto que sí —contestó Michael con confianza—. Hoy sólo vamos a ir en una dirección. Llegaremos a un pueblo, cogeremos lo que necesitemos, daremos la vuelta y regresaremos a casa.
Casa. Carl pensó que había utilizado una palabra bien curiosa, porque él no se sentía en absoluto como en casa. Su casa se encontraba a unos centenares de kilómetros. Su casa era una modesta casita pareada de tres habitaciones en un barrio de viviendas de protección oficial en Northwich. Su casa estaba donde había dejado a Sarah y a Gemma. En definitiva, su casa no era una granja vacía en medio de ninguna parte. Cerró los ojos, apoyó la cabeza en el cristal e intentó concentrarse en el sonido del motor de la furgoneta. Concentrarse en el ruido le permitió dejar de pensar en cualquier otra cosa.
* * *
Michael tenía razón. A los quince minutos de abandonar la granja, se encontraron con el pueblecito de Pennmyre. Al aproximarse vieron que no era ni siquiera una aldea, sino más bien una corta fila de modestas tiendas con unos cuantos espacios para aparcar coches. La silenciosa aldea era tan pequeña que la señal que decía «Bienvenidos a Pennmyre - Por favor conduzca con precaución» se hallaba a menos de cuatrocientos metros de la que decía «Gracias por visitar Pennmyre - Buen viaje». Pero ese tamaño resultaba tranquilizador. Lo podían ver todo desde la carretera principal. No había rincones oscuros o callejones ocultos por los que tuvieran que preocuparse.
Michael detuvo la furgoneta a medio camino de la calle principal, se bajó y dejó el motor en marcha como precaución. A primera vista, el panorama que les dio la bienvenida era tristemente familiar. Era justo lo que se habían esperado encontrar: unos pocos cuerpos dispersos por el pavimento, un par de coches accidentados y algún que otro cadáver andante, tropezando y vagando sin rumbo.
—Mirad sus caras —dijo Carl al bajar del vehículo y salir al frío aire de la mañana. Era la primera vez que pronunciaba más de dos palabras seguidas desde que habían salido de la granja. Estaba de pie sobre la línea discontinua de la carretera con los brazos en jarras y miraba con incredulidad a las lastimosas criaturas que pasaban a su lado sin percibirlo—. Dios santo, tienen un aspecto horrible...
Emma pasó por delante del morro de la furgoneta y se puso a su lado.
—¿Cuáles? ¿Los que están en el suelo o los que están andando?
Carl pensó durante unos segundos y se encogió de hombros.
—Ambos —contestó—. No parece que haya ninguna diferencia entre ellos, ¿no crees?
Emma negó con la cabeza y miró hacia el cuerpo que se encontraba a sus pies en la cuneta. El rostro sin vida de la pobre cosa mostraba una fría expresión de ahogado dolor y miedo. Tenía la piel muy estirada; las mejillas y los ojos, hundidos y vacíos, y Emma se fijó en que su fría carne tenía un peculiar tinte verdoso. Las primeras señales visibles de la descomposición. Los otros cuerpos, los que seguían moviéndose a su alrededor, también tenían el mismo tono antinatural en la piel.
De repente se oyó un golpe sordo detrás de Carl, que se dio la vuelta inquieto y vio que uno de los cuerpos andantes había chocado contra la furgoneta. Con dolorosa lentitud, el cuerpo fue dando la vuelta sobre unas piernas rígidas, y entonces, por casualidad, empezó a andar hacia Carl. Durante unos largos segundos, Carl no reaccionó. Se quedó allí, mirando directamente a los ojos vacíos, sintiendo cómo un helado escalofrío le recorría todo el cuerpo.
—Maldita sea. Mirad sus ojos. Sólo mirad sus ojos...
Emma reculó ante la visión de la lastimosa criatura. Se trataba de un hombre que debía de haber tenido unos cincuenta años al morir, aunque el color y el brillo de la piel hacían difícil estimarlo con alguna seguridad. El cuerpo siguió adelante con movimientos torpes, descoordinados y faltos de voluntad.
Carl estaba paralizado, hipnotizado por una combinación mortal de curiosidad morbosa y temor. Al aproximarse el cadáver, pudo ver que las pupilas se le habían dilatado hasta tal punto que el iris opaco de los ojos parecía haber desaparecido casi por completo, dejando sólo dos grandes círculos negros. Los ojos se movían continuamente, sin centrarse en ningún objeto, y sin embargo, parecía que cualquier información que enviasen al cerebro muerto de la criatura no se registraba en absoluto. El cuerpo se acercó aún más a Carl, mirando a través de él, sin saber que estaba allí.
—Por el amor de Dios —gritó Michael—, ten cuidado.
—Está todo controlado. Esta maldita cosa ni siquiera me puede ver.
Levantó los brazos y puso una mano en cada hombro del hombre muerto. El cuerpo se paró al instante. En vez de resistirse o de reaccionar, sólo se dejó ir hacia adelante. Carl pudo notar el peso de todo su cuerpo, inesperadamente ligero y escuálido, apoyado en sus manos.
—Están vacíos, ¿verdad? —comentó Emma, conteniendo el aliento.
Dio unos cautelosos pasos hacia el cadáver y lo miró a la cara. De tan cerca pudo ver que una capa blanca como la leche le cubría los ojos. Tenía llagas abiertas en la piel, sobre todo alrededor de la boca y la nariz, y el cabello grasiento le caía lacio y pegado al cráneo. La camisa estaba abierta y Emma le miró el delgado torso, buscando en vano en la caja torácica cualquier señal de respiración.
Michael la estaba contemplando tan fijamente y casi con tanta fascinación como con la que ella miraba el cuerpo.
—¿Qué quieres decir con vacío? —le preguntó.
—Sólo lo que he dicho —contestó Emma, que seguía mirando al hombre muerto—. No hay nada en ellos. Se mueven, pero no saben por qué. Es como si hubieran muerto, pero nadie les hubiera dicho que paren y se queden tendidos.
Carl dejó caer los brazos y soltó al cadáver. En el mismo instante que relajó las manos, éste empezó a avanzar tambaleante.
—Entonces, si no piensan, ¿por qué cambian de dirección? —preguntó.
—Sencillo —contestó Emma—, no lo hacen conscientemente. Si los observas, sólo cambian de dirección cuando no pueden seguir en línea recta.
Carl se quedó mirando cómo otro cuerpo vacilante se estrellaba cómicamente contra el aparador de una tienda, se daba la vuelta y se alejaba en otra dirección.
—Pero ¿por qué? ¿Cómo es posible que ése supiera que debía dar la vuelta? ¿Por qué no se ha quedado parado?