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Authors: Francesc Montaner

Tags: #Intriga, #Policíaco

Seis aciertos y un cadáver (23 page)

BOOK: Seis aciertos y un cadáver
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Tampoco Ferrer les devolvió el saludo cuando se sentaron a la mesa. Amador y Rocky repararon en la mirada cargada de odio con la que les fulminaba Loli desde detrás de la barra. Todos, excepto Moisés, habían ya adivinado que ellos no estaban allí en condición de solucionadores de fuera cual fuese el problema, sino como causantes del mismo.

—¿Qué es lo que va mal? —preguntó Rocky sin dilación.

—Todo va mal —contestó Ferrer con semblante muy serio.

—Mira la parte buena —dijo Moisés en un vano intento por rebajar la tensión—: Sea lo que sea lo que va mal, hoy es viernes.

—Hay otra parte mejor —dijo Ferrer—: Podría tener tu cerebro y no el mío.

—No creo que para confeccionar el menú del día se precise un cerebro privilegiado —replicó Moisés.

—No, para eso no, por eso delego la confección del menú en mi mujer. Pero yo tengo un negocio y tú eres un empleado, yo conduzco un Mercedes y tú vas en autobús, mis hijos van a una escuela privada y a ti no te llega ni para apadrinar a una niña india, yo tengo la hipoteca medio pagada y tú vives de alquiler, y en las timbas de póquer eres siempre el primero al que desplumamos. Acepto que yo no tengo un cerebro privilegiado, Moisés, pero he demostrado con creces ser bastante más listo que tú.

—¿Nos has llamado para bajarnos la autoestima a todos o solo a Moisés? —preguntó Rocky con ironía.

—Si tenías pensado en que yo fuera el siguiente, no hace falta que te molestes —dijo Álex, tirando también de ironía para acudir en defensa de Moisés—. Excepto en lo del póquer, soy un calco de Moisés: un empleado sin Mercedes que no puede apadrinar a una niña india.

—Pero tú ganas casi siempre al póquer, Álex —dijo Ferrer en un tono que apestaba a acusación—. Una noche es un farol, una noche una buena mano, una noche… no sé… ¿Algún as bajo la manga?

—Sería difícil; juego con la camisa arremangada. —Como no era un tipo acostumbrado a aguantar, Solsona pasó al ataque—: Manolo, puede que yo sí sea más listo que tú. Yo no tengo un negocio, pero para nada querría uno que pusiera mi humor en manos de la puntualidad del repartidor de Coca-Cola. Tampoco pago una hipoteca, lo cual no me convierte en una marioneta de mi banco. Tampoco tengo hijos, lo cual me ahorra la posibilidad de que me salgan como los tuyos, y no tengo un Mercedes al que no sacaría demasiado partido porque no vivo en el extrarradio como tú, sino a diez minutos del Paseo de Gracia, en un piso que comparto con una mujer cuya belleza y encanto me ahorra todo el dinero que tú derrochas en putas y que, créeme, entiendo perfectamente cada vez que veo a la foca de tu mujer.

—Ese episodio fue la chispa que hizo arder la mecha en dirección al triste final de Solsona —nos diría el detective Tomás Ariza a Dani Ramos y a mí—. Se enzarzaron en lo personal. Lo cierto es que si hubiéramos encontrado el dinero en manos de alguien que no fuera Solsona, hubiera quedado en Ferrer un poso de frustración por no haber podido ir a por Solsona de la manera en que lo hizo.

Solsona esquivó de milagro el servilletero metálico que le arrojó Ferrer a la cara y que, tras la demostración de reflejos de Álex, siguió su trayectoria hasta la mesa de al lado, donde impactó contra otro servilletero idéntico, cayendo ambos al suelo. Rocky, Amador y Moisés se emplearon a fondo para sujetar a un enfurecido Ferrer, que, con la cara enrojecida por la rabia y la yugular a punto de salírsele del cuello, pedía a gritos que le soltaran para poder dejar marcados sus nudillos en la cara de Solsona.

—¡Sal a la calle, si tienes cojones! —le desafiaba Solsona, enfureciendo aún más a Ferrer y, por ende, obligando a sus compañeros de trabajo a esforzarse más para placarle.

Al final, Ferrer, la mesa y dos sillas cayeron al suelo, y sobre el jefe del bar cayeron Rocky y Moisés, que lograron inmovilizarle. Amador se fue hacia Álex, lo cogió del brazo y lo llevó hacia la salida sin que Solsona opusiera la más mínima resistencia. Al pasar junto a la barra, Loli le gritó:

—¡Ladrón!

Solsona se giró hacia ella, pero Amador no permitió que se quedara dentro del bar ni un segundo más. Ya en la calle, bañada por la cálida luz del sol primaveral, Amador le soltó el brazo ante la curiosa mirada de algunos ciudadanos que no llegaron a detenerse, no les fuera a caer una hostia, pero sí aminoraron el paso y aguzaron el oído para llevarse los máximos detalles posibles a casa o a la oficina.

—Vete a casa, Álex. Se acabó tu trabajo. Pásate a final de mes por el despacho y te daré lo que se te deba.

—¿Por qué me ha llamado ladrón?

—Yo no he oído nada. La gente de este bar son mis amigos y parece que tienen un problema gordo. No hace falta que nos ayudes, ya lo arreglaremos nosotros. Ahora, lárgate.

Amador volvió a entrar a El Rincón de Manolo y Loli. Solsona echó un último vistazo a través de la cristalera. El ecuatoriano cabezón recogía la mesa, las sillas y los servilleteros. Ferrer se sentó en una silla, todavía con la cara enrojecida pero ya en vías de volver a su estado normal. Apoyaba el dorso de su mano sobre el ojo derecho; cuando la apartó, dejó al descubierto un corte en la ceja del que brotaba mucha sangre. Amador, Rocky y Moisés permanecían a su lado. Solsona ya no vio más. Emprendió el camino hacia casa. Estaba cruzando un semáforo cuando su móvil empezó a vibrar en el bolsillo de su pantalón. Era su novia.

—Te invito a comer —le dijo—. Tenemos algo que celebrar.

—Si estás embarazada, dímelo ahora; seguro que todavía quedan asientos libres en algún vuelo con destino a Río de Janeiro para esta misma tarde.

—¿Dijo Río de Janeiro? —le pregunté a Sara Mir el día que Ramos y yo charlamos con ella.

—Eso dijo, inspector Prats —contestó.

Finalmente, sus lagrimales cedieron a la tristeza y soltaron las primeras lágrimas. Los polis estamos acostumbrados a ver llorar a gente y, aunque la costumbre hace que las lágrimas no nos inmuten lo más mínimo, tenemos que forzar algún gesto para que el que llora nos sienta más cercano a él. El gesto de Ramos fue negar con la cabeza, bajar la mirada al suelo y resoplar. El mío fue algo más teatral: me palpé los bolsillos de la chaqueta y de los pantalones esperando encontrar un pañuelo que bien sabía que no llevaba. La generación de mis padres fue la última que salía de casa con un pañuelo en el bolsillo.

—Vaya, no llevo ningún pañuelo. ¿Tienes algún pañuelo, Ramos?

Ramos empezó a palparse para acabar diciendo que no tenía ninguno, como bien sabíamos los dos.

—No se preocupen —dijo Sara. Luego sacó de uno de los cajones de su mesa de trabajo un paquete de Kleenex por estrenar.

Solsona dijo Río de Janeiro, convirtiendo en toda una premonición lo que no debiera haber sido más que una salida ingeniosa. Su novia le citó en una marisquería muy conocida a la que oficinistas y currantes solo acuden cuando les ocurre algo que vale mucho la pena celebrar.

—¿Ya podremos pagar esto? —preguntó Solsona, consultando la carta—. Porque no tengo ninguna cucaracha en el bolsillo…

—Conozco bien el local. Me invitaba a cenar a menudo un cliente fijo de mis tiempos de puta. Al lado de la puerta del lavabo de caballeros hay otra en la que un cartel advierte que solo puede entrar el personal. Es un almacén. Al fondo de este almacén, a la derecha, hay una puerta metálica, un poco pequeña, metro ochenta, tal vez; da a la calle de detrás. Solo se puede abrir por dentro. La suelen tener abierta porque el pinche sale varias veces a tirar los sacos de basura a los contenedores.

—En ese caso, quiero el vino blanco gran reserva, el de 160 euros —dijo Álex, cerrando la carta.

—¿Se fueron sin pagar de la marisquería? —le preguntó Ramos a Sara Mir.

En un primer momento, la pregunta la desconcertó, pero solo un instante después sus labios dibujaron una tímida sonrisa. Cogió entonces el portarretratos que tenía sobre la mesa y se lo tendió a Ramos. Mi compañero y yo pensamos que nos iba a enseñar una foto de Álex. Erramos. Lo que se mostraba tras el cristal de aquel marco era demasiado para nuestras intuiciones: la cuenta de la marisquería, con fecha 9 de abril de 2004. El importe a pagar, impuestos incluidos, era de 430 euros. Habían pedido el gran reserva sugerido por Álex.

—Cenaron bien… —dije.

—El vino no estaba mal. La compañía era inmejorable. ¿Piensan detenerme por no haber pagado esta cuenta? —preguntó en broma Sara Mir.

El motivo por el que Sara Mir citó a Solsona en la marisquería era que, tras muchos años jugando al ascenso en la multinacional donde trabajaba, aquel abril de 2004 pasó de ser una administrativa más a responsable de un departamento en el que tenía a veinte empleados a su cargo.

—¡Caray! —exclamó Solsona tras brindar por el ascenso—. Y traducido en dinero, ¿este ascenso cómo se pronuncia?

—Cinco veces mi sueldo de hasta ahora, Álex.

—Entonces no hará falta salir corriendo del restaurante.

—Pero será más divertido si lo hacemos.

—Yo ya le he comunicado a mi jefe que dejo el trabajo —le dijo Álex.

—Esto sí merece un brindis —dijo Sara, alzando la copa.

Ramos y yo salimos del rascacielos, que albergaba cientos de despachos, muchos de ellos de compañías multinacionales, como en la que trabajaba Sara Mir, que fue quien nos aclaró que ella y Cassandra habían sido la misma persona, y que Álex Solsona solía llamarla Cassandra.

—Está buenísima —me comentó Ramos—. Ese Solsona tenía que ser un picha de oro. ¿La novia de Río estaba igual de buena?

—Era mona —le dije—, pero muy pija, no es nuestro estilo. Sara Mir es más atractiva. Me pregunto si la mirada triste es de nacimiento o a raíz del asesinato en Río.

—¿Un café?

Mi tocayo Dani Ramos me invitó a un café y a un trozo de tarta en una cafetería-pastelería (desde que las pizzerías parecen empresas de mensajería se llevan los híbridos). Nos sentamos junto a la cristalera. Un cielo gris amenazaba con descargar en cualquier momento. Llevábamos varios días con el cielo manchado de nubes grises, pero el nivel de los pantanos seguía bajando y, en la tele, los anuncios del gobierno catalán nos aconsejaban no tirar de la cadena del váter más veces de las que fueran estrictamente necesarias. Cuando Ramos volvió precisamente del lavabo, me vio observando con cierta atención la hilera de alumnos que descendía de un autobús escolar con las mochilas a su espalda.

—¿No estarás preguntándote si alguno de estos puede ser tu hijo? —me preguntó Ramos.

—Pudiera serlo. Deben de tener su edad…

Mi compañero y yo observamos en silencio cómo los niños, de dos en dos, iban formando una fila en la acera. Una joven profesora se puso a la cabeza de la fila. Tras una señal con la mano, los niños empezaron a caminar detrás de ella. Cerraba la fila otra maestra, ya no tan joven.

—Espero que tu hijo no sea ninguno de estos, Prats. Salvo el pelirrojo de la tercera fila, son todos muy poco agraciados.

Dani Ramos tomó un sorbo de café con la mirada puesta en los niños del autocar. Era la única persona que estaba al día de la carta escrita a Elena y la conversación mantenida con Damián en el Boadas. Él no veía tan claro que Damián mereciera el crédito que yo le estaba dando, además de considerar antinatural que se estuviera anteponiendo el buen rendimiento escolar de mi hijo a que conociera a su padre.

—¿A qué me dijiste que se dedicaba el marido de tu ex? —me preguntó Ramos con la boca llena de tarta.

—Asesor financiero. Viste muy bien.

Esbozó una mueca de asco que nada tenía que ver con la tarta, sino con la imagen de
yuppie
que se estaba haciendo mentalmente de Damián.

—A los ojos de un niño —dijo, tras engullir—, ser policía es mucho más atractivo que ser asesor financiero. Los niños no saben de nóminas ni de rentas, lo suyo es la imaginación. Óscar alucinará cuando sepa que su padre es poli. Serás su héroe, inspector Prats, y nos lo llevaremos a trabajar con nosotros algún día. Le enseñaremos la comisaría, las placas, las pistolas, y verá cómo tratamos a un sospechoso que intenta marearnos mintiendo en un interrogatorio.

—No creo que sea buena idea mostrarle cómo su padre es capaz de vulnerar los derechos humanos.

Ramos se inclinó hacia mí y, bajando el tono de voz, acertó de lleno al decir:

—Este papel de la película no lo llevas bien. Te conozco más de lo que crees, Prats, son ya algunos años trabajando juntos, muchas horas conversando, y a mí no me engañas, sé bien que no lo estás pasando bien con este tema. Eres su padre, no un ángel de la guarda con un teléfono de emergencia al que llamarte si, de pronto, tu hijo se tuerce en los estudios o se junta con malas compañías. Debes solucionarlo.

Ramos parecía tener más ganas que yo de conocer a mi hijo. Costó, pero logré cambiar de tema hablándole de una idea que me corría por la cabeza: pedirme un año de excedencia.

—¿Para hacer qué? —preguntó Ramos.

—Para no hacer lo mismo de siempre, simplemente. Para parar. Para pensar.

Tras consumir unos minutos preciosos charlando de banalidades varias, volvimos al caso Solsona. Ya sabíamos que Ferrer, Rocky, Amador y Moisés habían estado en Río la noche que Solsona fue asesinado. Sus movimientos estaban siendo vigilados por agentes noveles. En cuanto yo diera la orden, serían detenidos para proceder a los interrogatorios. Estaba a punto de dar esa orden, pero todavía quedaban cabos por atar. Salvo sorpresa de última hora, podíamos afirmar que esos cuatro habían participado, de manera directa o indirecta, en el asesinato de Solsona. Habíamos hablado con la novia de Solsona en Brasil, con la novia de Solsona en Barcelona y con el negro que le pegó una paliza la misma noche que le mataron. Aquel pobre proxeneta seguía en una cárcel de Río por algo que no había hecho y sin el sosiego de saber que Ramos y yo estábamos trabajando a miles de kilómetros de su celda compartida para esclarecer el caso.

Antes de detener a nadie, Ramos y yo teníamos que hablar con el tipo más siniestro de toda aquella historia: Tomás Ariza, el detective de las elevadas provisiones de fondos.

Ariza entra en juego

Me pone de mal humor la mera existencia de los detectives privados. Carentes de toda ética, los sabuesos nunca se posicionan de parte de la verdad, sino exclusivamente de quien les paga. Inventan pruebas y fuerzan situaciones con el fin de construir la realidad paralela en la que sus clientes quieren vivir. La minuta justifica cualquier medio.

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