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Authors: Antonio Muñoz Molina

Sefarad (22 page)

BOOK: Sefarad
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De niño obedecía con placer a mis padres y a mis profesores, y obtener notas excelentes y considerado un alumno ejemplar me llenaba de orgullo. Era la envidia de las madres de mis amigos, y si algún profesor me favorecía con una señal de preferencia literalmente me sentía embargado de satisfacción. No fingía, como he inventado después, no me empeñaba en sacar buenas notas por la vocación de escapar a la vida estrecha y al trabajo en el campo que predestinaba mi origen. Estudia porque eso era lo que debía hacerse, y porque el cumplimiento de esa obligación me complacía tanto como el de los preceptos religiosos. Hasta los quince años fui escrupulosamente a misa y confesé y comulgué sin sentir nunca que acataba un ritual ajeno a mí, y durante un cierto tiempo alimenté un principio de vocación sacerdotal.

Viéndome a mí mismo tan rebelde, lo cierto es que he tenido a lo largo de mi vida muy pocos arrebatos de verdadera rebeldía, de ruptura y coraje, y muchos de ellos han sido tan torpes, tan insensatos en su temeridad, que sólo me han dejado un recuerdo de vejación y fracaso. Lo abandoné todo una vez a los veintidós años, mi novia y mi vida respetable y la consideración de mis padres y de los padres de ella, que ya me habían aceptado como hijo ejemplar. Me enamoré de esa mujer y cuando ella se marchó a Madrid no pude resistir su ausencia ni regresar a la normalidad de mi noviazgo. Lo dejé todo, novia y exámenes, a final de curso, subí una noche al expreso y a primera hora de la mañana me presenté en el supermercado que pertenecía a la familia de mi amada, porque ni siquiera sabía su dirección en Madrid. Por el modo en que me miró me di cuenta, a pesar de mi trastorno, de que lo sucedido entre nosotros ya había terminado para ella, o simplemente no había tenido mucha importancia, no había llegado a existir plenamente. Volví en el expreso esa misma noche, con una desagradable sensación de escarmiento y ridículo. Me reconcilié con mi novia, y en el momento en que se abrazó a mí llorando y diciendo me que siempre había estado segura de que yo iba a volver con ella pensé con un atisbo de sórdida lucidez que estaba equivocándome, pero no hice nada, no volví a hacer nada en muchos años, dejarme llevar, cumplir con cada cosa que se esperaba o se exigía de mí.

Durante mucho tiempo, mientras trabajaba en aquella oficina, en la ciudad de provincias donde me había asentado, me acordaba de una frase de William Blake que había leído no recordaba dónde, y que sin duda ahora cito de manera inexacta: «Quien desea y no actúa engendra la peste», era una suma de deseos sin actos, de imaginaciones tan irreales como las que solían hacerme compañía en las soledades mansas de la infancia. Siempre queriendo irme, culo de mal asiento que no acaba nunca de encontrarse a gusto, y de pronto me encontraba instalado, paralizado, sedentario, a los veintisiete años, pagando letras de un piso, viviendo un tiempo sedimentado de trienios, de casa a la oficina, de la oficina a casa, imaginando viajes, soñando despierto sin ver apenas la realidad, escapándome a los libros, borrosamente rodeado por familiares y compañeros de trabajo, compartiendo con mi amigo Juan cada mañana, de nueve y media a diez, en la media hora del desayuno, la mansedumbre exterior y la rebeldía secreta, la fidelidad conyugal y los desvaríos sexuales y novelescos sobre las mujeres desconocidas que se nos cruzaban en la calle, las dependientas de las tiendas de ropa, las modelos de las revistas en color o las heroínas satinadas y ya del todo impalpables del cine en blanco y negro.

Eso soñábamos en vano mi amigo y yo, mujeres y viajes, lugares en los que no era probable que estuviéramos nunca y mujeres que no se acostarían con nosotros y que ni siquiera llegaban a mirarnos o a reparar en nosotros cuando se nos cruzaban por las calles próximas a mi oficina, los callejones de los comercios del centro, los cafés en los que entrábamos a desayunar, cada mañana a la misma hora, las nueve y media, las diez menos veinticinco, el periódico bajo el brazo comprado todas las mañanas en el mismo kiosco, el café con leche y la media tostada y el vaso de agua de seltz que el camarero nos servía sin que se lo pidiéramos, nosotros también convertidos en presencias y hábitos de la rutina matinal de otras personas, figuras repetidas circularmente como los muñecos mecánicos que desfilan al dar la hora en los relojes de las plazas alemanas.

Pasábamos todas las mañanas junto al escaparate de una agencia de viajes en el que había un gran cartel de Nueva York. Nos gustaba esa agencia por sus carteles de lugares lejanos y porque en ella trabajaba una mujer muy guapa, a la que nunca vimos por la calle ni en ningún otro lugar que no fuera su mesa de trabajo. Era rubia, delgada, con un perfil extraordinario, que nosotros veíamos cada mañana desde el escaparate: hablaba por teléfono o escribía a máquina, la espalda recta, casi siempre con un jersey de cuello vuelto que le llegaba a la altura de la barbilla, un perfil a la vez muy vertical y un poco inclinado hacia delante, como el de esa talla en madera de Nefertiti, que yo vi muchos años después, cuando ya si viajaba, en el museo egipcio de Berlín. Tenía la cara delgada, la boca grande, los ojos grandes y rasgados, la nariz con ese punto de exceso que tienen ciertas admirables narices italianas. Hablaba por teléfono haciendo gestos con la mano esbelta que sostenía un lápiz, inclinando la cara para sostener el auricular mientras pasaba las páginas de una agenda o de un catálogo, y nosotros la veíamos con nuestra avidez furtiva, quedándonos apenas un minuto cada mañana junto al escaparate, por miedo a que nuestra presencia le llamara la atención. La veíamos doblemente, porque frente a ella, en el despacho de la agencia, había un gran espejo de pared. Cada mañana nos gustaba observar alguna innovación en su belleza, si llevaba el pelo suelto o se lo había recogido en una cola de caballo que resaltaba la pureza de su perfil, o en un moño que revelaba la línea espléndida de su cuello y su nuca. Pertenecía, detrás del cristal del escaparate, frente al espejo en el que se multiplicaban las plantas que adornaban su mesa y los carteles de ciudades extranjeras y paisajes de playas o desiertos, a la vez a la vida cotidiana de la ciudad y al exotismo de los lugares a los que la vinculaba su trabajo, y una parte del hechizo que tenían para nosotros los nombres de otros países y ciudades y la gran foto en color de Nueva York que había en el escaparate relumbraba también en ella, que tal vez no era menos sedentaria que nosotros, pero que al hablar por teléfono y concertar horarios y reservas de hoteles anotando cosas en su agenda nos parecía dotada de un dinamismo exótico que era el reverso de nuestra lentitud de funcionarios, y que sin moverse de su mesa de la agencia había adquirido la tonalidad dorada de las playas del Índico y la desenvoltura de las mujeres más hermosas de la Vía Veneto, de Portobello Road, de la calle Corrientes, de la Quinta Avenida. Fantaseábamos sobre la posibilidad de entrar una mañana en la agencia y pedirle con toda naturalidad un folleto, alguna información sobre hoteles o reservas de vuelos. Pero no entramos nunca, desde luego, y nunca la vimos a ella entrar o salir de su oficina o nos la cruzamos por las calles que frecuentábamos todos los días. Estaba en el interior de la agencia de viajes, detrás del escaparate y en el cristal del espejo, igual que Ingrid Bergman o Marilyn Monroe o Rita Hayworth estaban en el blanco y negro de las películas, tan inalterable y ajena como ellas, y nosotros la mirábamos unos instantes cada mañana y luego continuábamos nuestro breve paseo de media hora, el kiosco de periódicos, el café con leche y la media tostada en el café Suizo o en el Regina, acaso una parada en Correos, donde Juan echaba una carta, y enseguida el regreso a la oficina, antes de que en el reloj digital donde teníamos que introducir nuestra tarjeta fuesen, como máximo, las diez y cinco.

Había también una dulzura en esa repetición diaria, en la familiaridad asidua con esquinas y plazas, la claridad solar de Bibrrambla y la umbría de los callejones que conducen a ella, y las caras repetidas, las presencias sincronizadas, la misma chica de gafas oscuras acudiendo cada mañana a la misma hora a levantar el cierre de una tienda con maniquíes y espejos, las funcionarias y las dependientas, la mujer de la agencia de viajes Olimpia, a la que llamábamos Olympia, con la y griega de la Olympia de Manet, los vendedores de lotería, hasta los mendigos y los vagabundos estaban repetidos, se ajustaban a una rutina laboral parecida a la mía, cada uno con su vida, con su novela secreta y trivial, figuras de fondo en la otra novela que yo vivía o que me inventaba para mí mismo, no la novela de mis actos, sino la de las cosas que no me sucedían, la de los viajes que no llegaba a hacer y las ambiciones que mi amigo Juan y yo postergábamos para un futuro en el que ninguno de los dos creía mucho, pero que era una disculpa aceptable para nuestra pusilanimidad del presente.

La amistad era también repetición y hábito: encontrarse cada mañana en el mismo lugar, ir paseando hacia el café, las manos en los bolsillos y el periódico bajo el brazo, conversando sin ninguna obligación de novedad ni de confidencia excesiva. Estábamos quemados, los dos en una medida semejante, agobiados por las consecuencias de una idéntica docilidad y poltronería, los dos deseando cosas que estaban más allá de nuestro alcance, vidas que no iban a llegar o que habíamos dejado que se nos fueran de las manos, que se malograran por culpa de nuestra timidez o nuestra cobardía, de nuestra falta de empuje. Parte de nuestra amistad estaba hecha seguramente de esa materia abotargada y triste, y no nos costaba nada compartir el sentimiento de una confortable capitulación y el sarcasmo forzado con que cada uno de los dos miraba la mediocridad emocional de su vida y el deterioro lento de sus ambiciones. Cada uno veía en el otro espejo de su propia insuficiencia. Nos unía más que lo que éramos, lo que no éramos, lo que ninguno de los dos nos atrevíamos a ser.

Cumplíamos con idéntica corrección nuestras obligaciones exteriores, nuestros deberes como empleados, maridos y padres, y sólo de vez en cuando abandonábamos el tono de sarcasmo neutral de nuestras conversaciones para permitirnos el impudor de una queja, el reconocimiento de una infelicidad obstinada y rutinaria, despojada de melodramatismo, pero también de cualquier esperanza de alivio que no consistiera en un perfeccionamiento de la claudicación. Muchas mañanas, durante el paseo del desayuno, Juan iba a echar una carta en los buzones de la central de Correos que hay en los soportales de la calle Ganivet. Como todas las personas muy atentas a su propia melancolía yo era entonces muy poco observador. Suponía vagamente que una esas cartas eran de la oficina, hasta que me fijé una vez en que tenían sellos de correo internacional. Juan no hacía ademán de ocultármelas, pero había algo en su actitud que me disuadía de preguntarle por ellas. Una vez, mientras desayunábamos, fue a los servicios, dejando el periódico sobre la barra del Suizo. Fui a abrirlo, y de su interior se deslizaron dos cartas. Una de ellas venía de Nueva York y estaba dirigida a él, pero la dirección que había en el sobre era la de la oficina, no la de su casa. La otra la había escrito Juan, y su destinataria era la misma mujer que le escribía desde Nueva York. En unos segundos volví a dejar los dos sobres en el interior del periódico doblado, y cuando volvió Juan no le pregunté nada, y pensé, con cierta desolación, que en la vida de mi amigo, que yo había creído transparente para mí, había una parte escondida que él prefería no confiarme.

A la salida del callejón donde estaba entonces el Club Taurino nos encontrábamos algunas mañanas a nuestro compañero Gregorio Puga, que trabajaba de subdirector interino de la banda de música, después de haber perdido una plaza de mucho más brillo en la banda de otra ciudad, y que a esa hora tan temprana ya estaba un poco borracho, oliendo a alcohol agrio y a saliva nicotínica, a pesar de los granos de café tostados que chupaba en la creencia de que le limpiarían el aliento. Gregorio fue el primer amigo que yo tuve al entrar en la oficina, quizás porque todo el mundo le daba ya de lado y tenía que arrimarse a los empleados nuevos en busca de compañía para desayunar o tomar cervezas y vasos de vino en las tabernas recónditas de aquel barrio del centro. De Gregorio se contaba que habría sido una eminencia de la composición y la dirección musical si no fuera por su afición a la bebida. La suya era una versión diferente, que enunciaba con monotonía quejumbrosa de borracho: no había fracasado porque bebía, bebía porque entre unos y otros le habían empujado al fracaso, le habían hecho abandonar su carrera tan prometedora, empezada bajo los mejores auspicios en Viena, y todo a cambio de qué, de una triste nómina, de la seguridad mezquina de una plaza fija. Se acodaba en la barra, el vaso en una mano, el cigarrillo en la otra, sostenido entre las puntas amarillas de los dedos índice y corazón, los dedos lacios y blandos de funcionario envejecido, aunque no creo que entonces tuviera más de cuarenta y cinco años: te ceban con la nómina y te acostumbras a ese poco dinero seguro, y ya no tienes voluntad para seguir estudiando, y menos si tu mujer te ha cargado enseguida de hijos y está siempre repitiéndote que eres un inútil, que a ver si te dejas de tonterías y sueños y haces por ascender en la oficina, o te buscas un trabajo por las tardes. Al principio no quieres, claro, tus tardes son sagradas, tienes que seguir componiendo, ensayando con los otros músicos hasta sacarles lo que ni ellos mismos saben que guardan dentro, y no quieres dirigir una banda municipal, sino una orquesta, ése era el sueño de su vida, pero te entra la desgana, y además es verdad que te hace falta el dinero, así que aceptas dar unas clases particulares, o te colocas en una academia, y antes de que te paguen a fin de mes ya tienes el dinero gastado y comprometido, que si la ropa de los niños, que si los libros y los uniformes del colegio, porque teníamos que llevarlos a colegio de curas. Sales de la oficina a mediodía y con la desgana de volver a casa te quedas tomando unos vasillos de vino, picas cualquier cosa y te vas al trabajo de la tarde, y luego, al terminar, pues lo de siempre, Gregorio, vamos a tomarnos algo, y al principio dices que no, y luego que bueno, que una caña y nada más, que la parienta estará enfadada por no haberme visto el pelo a la hora de comer, te tomas dos cañas y luego pides una copa de vino para despedirte, o para afrontar la bronca que te espera en casa, y entre unas cosas y otras se te olvida mirar el reloj y cuando sales a la plaza del Carmen están dando las campanadas de las once, qué barbaridad, compro tabaco y me voy derecho a recogerme, pero no tienes monedas para echar en la máquina y te da fatiga pedir que te cambien un billete, así que pides un vasillo de vino, y a lo mejor entonces te encuentras a un amigo que estaba solo en la barra, y te invita a la próxima, o es el camarero el que te invita, pues lleva toda la vida viéndote entrar y salir, y te ha servido los cafés y los carajillos de primera hora de la mañana y las cañas del aperitivo, y los cafés y las copas de después de comer, aunque tú en realidad no hayas comido, con cualquier cosa que piques se te llena el estómago.

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