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Authors: Belinda Alexandra

Tags: #Drama

Secreto de hermanas (52 page)

BOOK: Secreto de hermanas
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—Sí —murmuró—. Eso es lo que te he oído decirle a Robert en la planta de abajo. El salón está justo debajo de esta habitación, y me han llegado vuestras voces hasta aquí.

Me acerqué a ella.

—Klára, si Milos estuviera planeando asesinarnos, ¿por qué hubiera asistido a tu concierto dejando patente su presencia?

—Se había disfrazado con un bigote falso y una peluca.

—Y entonces, si iba disfrazado, ¿cómo supiste que era él?

Klára suspiró.

—Muy bien, acepto lo que me dices de que yo estaba equivocada y haré lo que tú desees.

Su voz sonaba tan débil y desconsolada que percibí que en lugar de animarse, tal y como yo había pretendido, se estaba preguntando por la estabilidad de su propia mente.

Cuando regresé abajo, Robert y Freddy se encontraban en la sala de estar. Robert se puso en pie.

—¿Cómo está?

Comprendí por su mirada suplicante que deseaba que le diera un rayo de esperanza de que Klára había mejorado, aunque no físicamente, sí de ánimo. Me desplomé en la silla más cercana. Robert me siguió con la mirada. Freddy alargó la mano y me acarició la rodilla. Yo le puse la mano sobre la suya.

—Hemos llamado a Philip Page —anunció Robert—. Va a venir a ver a Klára.

Las implicaciones de lo que Robert acababa de decir apenas me afectaron. Mi hermana estaba enferma. Necesitaba la mejor ayuda posible.

Philip llegó poco después, al mismo tiempo que tío Ota, que venía a enterarse de cómo evolucionaba la salud de su sobrina. Philip me contempló fijamente cuando la sirvienta lo hizo pasar a la sala de estar, y después se volvió hacia Robert.

—¿Dónde está?

Mary y yo llevamos a Klára al saloncito de la segunda planta. Que Philip la examinara en su dormitorio sin la presencia de un miembro femenino de la familia podría considerarse indecoroso, pero yo temía que si alguno de nosotros nos encontrábamos presentes, ella se cohibiría y no se sinceraría con él. Los hombres me miraron; parecía que había recaído en mí la tarea de conducir a Philip hasta Klára.

—Por aquí —le indiqué, señalando las escaleras.

Comencé a subir antes que él y mi mirada se cruzó con la suya en el espejo del último rellano. Ambos nos sonrojamos. ¿Íbamos a pasarnos el resto de nuestras vidas así, deseándonos, pero teniendo que mirar siempre para otro lado?

Philip habló con Klára durante una hora. Cuando regresó a la planta baja, los Swan, tío Ota, Freddy y yo lo estábamos esperando.

—La muerte de la madre de Klára fue, cuando menos, espantosa —nos dijo—. Ahora que se ha casado y va a tener su primer hijo sin su madre presente, es posible que esté rememorando aquello. —Philip no me miró cuando habló, pero me percaté de que su cuerpo estaba orientado en mi dirección. Se detuvo y añadió—: Eso no significa que no debamos tomarnos en serio su afirmación. Sin embargo, Robert me ha contado que el asunto del paradero del padrastro ha sido confirmado. Mi consejo es que sigáis haciendo lo mismo que hasta ahora para aseguraros de que Klára, y debo añadir que Adéla también, pues Klára está igualmente preocupada por ella, no se queden solas. Cuando su padrastro no haga acto de presencia, ella se calmará y podrá pensar en otras cosas.

—Es una situación muy poco satisfactoria —comentó Freddy—. Dos hombres y una mujer que se encuentran en Europa asesinaron a la madre de mi esposa y de mi cuñada. De hecho, también intentaron acabar con sus vidas. Hasta que ese hombre y sus cómplices no respondan ante la justicia, ¿cómo va a estar tranquila ninguna de las dos?

—Tienes bastante razón —respondió Philip—. Parte del problema para Klára es que el asunto todavía no se ha resuelto. El asesino de su madre aún anda suelto, independientemente de su ubicación geográfica.

Tío Ota y yo intercambiamos una mirada.

—Esperaremos hasta que Klára tenga veintiún años —afirmó tío Ota—. Después, cambiaremos los beneficiarios del testamento. Más tarde, ya veremos qué podemos hacer con Milos y sus cómplices.

Philip vino a ver a Klára todos los días durante las dos semanas siguientes. En ocasiones se quedaba a almorzar a petición de la señora Swan, pero la mayor parte de las veces se disculpaba diciendo que tenía que visitar a sus pacientes. Había algo sobreentendido entre nosotros y, aunque no habláramos de ello, flotaba pesadamente en el aire siempre que nos cruzábamos por el pasillo o nos encontrábamos en las escaleras.

Cada vez que Philip se marchaba, me invadía la sensación de que un momento precioso se nos había escapado de las manos. Me sorprendía que nadie más notara la agitación de mi corazón, salvo Klára.

Un día, después de que Philip se hubiera marchado, fui a llevarle el almuerzo y la encontré vestida leyendo junto a la ventana. Me pregunté si mi hermana estaría enfadada conmigo por no haber creído que hubiera visto a Milos, pero aquella tarde, con la suave luz del sol otoñal iluminándole la cara, lucía mejor aspecto que el que había tenido en la última época. Me sonrió.

—¿Has terminado de reescribir tu guion? —preguntó.

Coloqué la bandeja en la mesilla de noche y me senté junto a ella.

—Me faltan unas pocas escenas. Freddy dice que podemos rodarlas en las Montañas Azules aunque eso haga que el presupuesto se dispare.

Klára echó hacia atrás la cabeza y se rio.

—Ese hombre te ama, Adéla. Haría cualquier cosa por ti.

—Yo también lo amo.

Klára percibió la amargura en mi voz.

—¿Qué sucede?

Le conté la historia de Philip y el engaño de Beatrice, escogiendo las palabras con cautela. Yo había tenido tiempo para digerir aquella revelación, pero era la primera vez que ella escuchaba la historia. Se quedó demasiado conmocionada como para hablar durante unos instantes. Entonces, sacudió la cabeza.

—Desde el principio hubo algo en Beatrice que no me inspiró confianza —observó—. Era demasiado..., demasiado optimista todo el tiempo. Pero no dije nada. Me preguntaba si es que yo estaba celosa. —Frunció el ceño con mirada afligida mientras recomponía sus pensamientos—. ¿Y tú? —me preguntó, mirándome con la compasión pintada en los ojos—. Sigues amando a Philip, ¿no es cierto?

No me hacía falta contestar. No había respuesta posible. ¿Qué podía decirse para arreglar la situación? En realidad, nada en absoluto.

Durante una de las visitas de Philip, me quedé sola en casa con Klára, excepto por las sirvientas, que estaban limpiando las ventanas. Después de hablar con mi hermana, Philip entró en el salón, donde yo me encontraba tratando de concentrarme en una novela.

—He hecho todo lo que he podido por Klára —me anunció—. Ahora necesita poner de su parte si quiere recuperarse. El doctor Fitzgerald será capaz de asistirla durante el parto.

El pensamiento de que aquella podría ser la última vez que viera a Philip hizo que me levantara rápidamente.

—¡Pero Klára confía en ti! —protesté—. Después de todas las cosas por las que ha pasado...

Philip apartó la vista.

—Se lo he dicho a ella, y lo comprende. Lo único que me ha pedido es que te lo explique a ti.

Le temblaban las manos. Vacilé antes de hablar y después corrí el riesgo.

—Acepto que nunca vamos a poder ser marido y mujer, pero no puedo imaginarme no tenerte en mi vida. Al menos, ¿podemos ser amigos?

Philip hizo una mueca.

—¿A quién haría eso bien, Adéla —me respondió—, si simplemente verte me resulta tan doloroso? No quiero visitarte y tomar el té contigo. Quiero cuidarte. Quiero estar ahí cuando me necesites, pero no como tu médico, sino como tu amante y tu marido.

Philip había expresado los deseos que yo misma albergaba en mi fuero interno. Si yo daba un paso más hacia él, nuestras defensas se vendrían abajo. Pensé en aquel terrible momento en los jardines de Broughton Hall, cuando nos miramos a los ojos sabiendo que debíamos separarnos para siempre.

—¿No te das cuenta, Adéla? —me rogó Philip—. No puedo amarte a menos que renuncie a ti. Tú hiciste eso por mí en el pasado, ¿te acuerdas?

—Yo me equivocaba —repuse—. Mira cómo estás ahora.

—Pero Freddy es un buen hombre, ¿verdad? ¿Te ama y es honrado contigo?

Contuve la respiración, transida de dolor. Cuando estaba con Freddy, lo amaba con todo mi corazón. Pero en presencia de Philip, mi alma se llenaba de nostalgia. Philip tenía razón. Era imposible que él y yo fuéramos amigos.

—¿Cómo ha podido suceder esto? —le pregunté—. ¿Cómo pude encontrarte y luego perderte?

Philip avanzó hacia mí y me cogió entre sus brazos. Mi cuerpo se despertó a la vida cuando presionó sus labios contra los míos. Volví a rememorar aquel día en la playa de Wattamolla; deseaba a Philip ahora tanto como entonces.

Se apartó de mí. Al perder el contacto con su cuerpo sentí como si me estuviera hundiendo en agua helada.

—Será mejor que me marche —me dijo, y se dirigió a toda prisa hacia el recibidor.

Las sirvientas seguían ocupadas con las ventanas, por lo que Philip recogió él mismo su sombrero del armario y se encaminó hacia la puerta. Cuando llegó hasta ella, se dio la vuelta y me dedicó una última mirada de despedida.

El sonido de la puerta cerrándose me resultó tan triste como el ruido sordo de la tierra cayendo sobre un ataúd. «Esta vez se ha ido para siempre», pensé. Me llevé la mano a los labios y los rocé con la punta de los dedos. Todavía conservaban la calidez del beso que Philip me había dado.

Salí al jardín y paseé por el laberinto. Me senté en el banco del centro, con los ojos fijos en el estanque y traté de pensar, pero me resultaba demasiado doloroso. «No puede ser de otra manera», me dije a mí misma. Mi corazón no quería creerlo. Pero no podía estar con Philip sin darles la espalda a las personas que me querían. Y eso, por supuesto, era imposible.

Cuando regresé a la casa descubrí que la señora Swan y Mary ya estaban allí.

—Adéla, pareces cansada —me dijo la señora Swan—. No queremos que tú también te pongas enferma. ¿Por qué no te tomas el día libre? Hoy es tu día de jardinería, ¿verdad?

—Hace tiempo que no hago jardinería —le contesté, sintiéndome avergonzada porque todo el mundo pareciera saber cómo pasaba los miércoles—. He estado demasiado preocupada por Klára.

—Ahora se encuentra mucho mejor, y Mary y yo podemos vigilarla mañana. Puedes venir el martes con Esther. A tu hermana no le hará ningún bien que tú también caigas enferma.

Me sentí agradecida por la amabilidad de la señora Swan. La verdad era que me sentía agotada y necesitaba pasar tiempo a solas.

—Entretente en el jardín, relájate —me dijo Freddy, agachándose para besarme la frente antes de irse a la oficina al día siguiente—. Has estado sometida a una enorme presión.

—Lo haré —le aseguré, poniéndome de puntillas para devolverle el beso.

Era el día libre de Rex, y Regina había salido a hacer la compra. Disfruté de la quietud de la casa mientras me tomaba una taza de té y luego me cambié, poniéndome una falda y una blusa de algodón. Deseaba plantar los bulbos que me había dado la señora Swan antes de que se secaran, y también quería trasplantar unos ciclámenes.

Rex guardaba las herramientas de jardinería en un cobertizo que había detrás del garaje. Mis pisadas hicieron crujir la gravilla del camino a medida que avanzaba por él. El sol se encontraba tras una nube, pero la temperatura era agradable y estaba deseando pasar unas horas entre árboles y flores. Me sorprendió encontrar la puerta del cobertizo abierta. Miré hacia el interior. Las herramientas estaban colgadas de sus ganchos y las macetas se hallaban ordenadas y colocadas unas dentro de otras. Había esperado que un pósum se hubiera colado allí para hacer su nido en uno de los estantes: echaba de menos a Ángeles y a Querubina. Pero no tuve esa suerte.

«Quizá el viento de la noche anterior haya sido el que ha abierto la puerta», pensé.

Fui hasta el armario para sacar el delantal y miré el estante en busca de mis guantes de jardinería. Me sorprendió encontrarlos metidos uno dentro de otro hechos una bola, igual que como le gustaba a Freddy que le enrollaran los calcetines. Yo nunca hacía aquello a mis guantes. Siempre los limpiaba con un cepillo después de usarlos y los dejaba extendidos. Me los metí en el bolsillo, cogí una paleta, una pala pequeña y un cubo, y me dirigí hacia los parterres que se encontraban al final del jardín.

Dejé mis herramientas sobre la hierba y jugueteé con los guantes que llevaba en el bolsillo mientras inspeccionaba los parterres en busca de malas hierbas. El frío había mantenido a la mayoría de las plantas en buen estado, pero había zonas en las que el césped había crecido dentro del parterre. Me saqué los guantes del bolsillo y me cosquillearon los dedos. Tuve la sensación de que alguien me estaba observando. Miré a mi alrededor, pero no había nadie.

—¿Madre? —dije, pues acababa de oler claramente una fragancia a lirios del valle y sabía que no había ninguno en todo el jardín.

Me sobrevino la sensación más extraña del mundo. Era una mezcla de paz envolvente y terror paralizante. Pero tan pronto como la sentí, desapareció y volví a percibir que estaba de nuevo sola en el jardín.

Un fantasma se había parado de pie junto a mí, de eso estaba segura. Normalmente solía ser capaz de verlos, pero la sensación que había experimentado no me dejaba ninguna duda sobre ello: había recibido una advertencia. Pensé en Klára y me pregunté si algo iría mal. Miré los guantes que tenía en la mano. En uno de ellos había un bulto dentro del tamaño de una nuez. Lo contemplé y me di cuenta de que se movía. ¿Un ratón se había metido dentro de mis guantes?

Comencé a desenrollarlos, pero noté un cosquilleo en la columna vertebral y los tiré al suelo. Recogí la paleta y la pala, y con ayuda de ambas separé los guantes. Al principio no pasó nada y el bulto del interior permaneció en el mismo lugar. Cuando estaba a punto de recogerlos, surgieron del interior dos patas negras. A continuación salieron un par de colmillos, más patas y me encontré ante una enorme araña negra. Yo no padecía aracnofobia, admiraba las telarañas que las arañas de seda de oro tejían en el jardín y las franjas de las arañas cruz de san Andrés que colgaban de los árboles de lili pili; de hecho, ni siquiera me importaba la presencia de la peluda araña de la madera que corría por las puertas del garaje cada vez que las abría. Pero conocía aquella especie. Rex me había advertido sobre ella.

—La araña embudo de Sídney es la más mortífera del mundo, señora Rockcliffe —me había asegurado—. Con una mordedura puede usted morir en cuestión de horas.

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