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Authors: John Verdon

Tags: #Intriga, Policíaco

Sé lo que estás pensando (11 page)

BOOK: Sé lo que estás pensando
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Sonó el teléfono. Lo sintió como una moratoria, un permiso para darse un respiro de la batalla.

Se levantó del sofá y fue al estudio a responder.

—Davey, soy Mark.

—¿Sí?

—He estado hablando con Caddy. Me ha dicho que se ha encontrado contigo hoy, en el jardín de meditación.

—Sí.

—Ah…, bueno…, la cuestión es… Me siento avergonzado, ¿sabes?, por no habértela presentado. —Hizo una pausa, como si esperara respuesta, pero Gurney no dijo nada.

—¿Dave?

—Estoy aquí.

—Bueno…, en fin, quería pedirte disculpas por no presentarte. Ha sido irreflexivo por mi parte.

—No hay problema.

—¿Estás seguro?

—Seguro.

—No pareces contento.

—No estoy descontento, sólo un poco sorprendido de que no la mencionaras.

—Ah…, sí…, supongo que tenía tantas cosas en la cabeza que no se me ocurrió. ¿Sigues ahí?

—Estoy aquí.

—Tienes razón, debe parecer peculiar que no la mencionara. No se me ocurrió. —Hizo una pausa, luego añadió con una risa extraña. —Supongo que a un psicólogo le parecería interesante que alguien olvide mencionar que está casado.

—Mark, deja que te pregunte algo. ¿Me estás diciendo la verdad?

—¿Qué? ¿Por qué me preguntas esto?

—Me estás haciendo perder el tiempo.

Hubo un prolongado silencio.

—Mira —dijo Mellery con un suspiro—, es una larga historia. No quería involucrar a Caddy en este…, en este lío.

—¿De qué lío estamos hablando exactamente?

—Las amenazas, las insinuaciones.

—¿No sabe nada de las cartas?

—¿Para qué? Sólo se asustaría.

—Ha de conocer tu pasado. Está en tus libros.

—Hasta cierto punto. Pero estas amenazas son otra historia. Sólo quería ahorrarle la preocupación.

Eso le sonó casi plausible. Casi.

—¿Hay algún elemento en concreto de tu pasado que estés especialmente ansioso de ocultar a Caddy, a la Policía o a mí?

Esta vez la indecisión, antes de que Mellery dijera que no, contradecía de un modo tan evidente la negativa que Gurney se rió.

—¿Qué tiene tanta gracia?

—No sé si eres el peor mentiroso que he conocido, Mark, pero estás entre los elegidos.

Después de otro largo silencio, Mellery empezó a reír también: una risa suave, compungida, que sonó más como un sollozo ahogado. Dijo con voz desinflada:

—Cuando todo lo demás falla, es el momento de decir la verdad. La verdad es que, poco antes de que Caddy y yo nos casáramos, tuve una breve aventura con una mujer que se alojaba aquí. Pura locura por mi parte. Salió mal, como cualquier persona cuerda podría haber predicho.

—¿Y?

—Y eso fue todo. Sólo de pensarlo… Me recuerda a todo el ego subido, a la lujuria y al pésimo juicio de mi pasado.

—Quizá me estoy perdiendo algo —dijo Gurney—. ¿Qué tiene eso que ver con no decirme que estabas casado?

—Vas a pensar que estoy paranoico. Pero llegué a pensar que la aventura podría estar relacionada en cierto modo con este asunto de Charybdis. Temía que si sabías de Caddy, querrías hablar con ella, y… la última cosa en el mundo que quiero es que ella quede expuesta a lo que podría estar relacionado con mi ridícula e hipócrita aventura.

—Ya veo. Por cierto, ¿quién es el dueño del instituto?

—¿El dueño? ¿En qué sentido?

—¿Cuántos sentidos hay?

—En espíritu, yo soy el dueño del instituto. El programa está basado en mis libros y cintas.

—¿En espíritu?

—Legalmente, Caddy es la dueña de todo: de la propiedad inmobiliaria y de otros activos tangibles.

—Interesante. Así que tú eres el artista del trapecio, pero Caddy es la dueña del circo.

—Podrías decirlo así —replicó Mellery con frialdad—. Ahora he de colgar. Puedo recibir la llamada de Charybdis en cualquier momento.

Y la llamada llegó justo tres horas después.

14

Compromiso

Madeleine había llevado su bolsa de tejer al sofá y estaba absorta en uno de los tres proyectos que mantenía en distintos estados de finalización. Gurney se había acomodado en un sillón contiguo y estaba hojeando las seiscientas páginas del manual del usuario del
software
de manipulación fotográfica, pero le costaba concentrarse en ello. Los troncos de la estufa de leña se habían reducido a brasas, de las cuales se alzaban llamitas rosas que temblaban y desaparecían.

Cuando sonó el teléfono, Gurney se apresuró a ir al estudio y levantó el aparato. La voz de Mellery sonaba baja y nerviosa.

—¿Dave?

—Estoy aquí.

—Está en la otra línea. La grabadora está en marcha. Voy a conectarte. ¿Preparado?

—Adelante.

Al cabo de un momento, Gurney oyó una extraña voz a media frase.

… lejos durante cierto tiempo. Pero quiero que sepas quién soy.

El tono de voz era alto y tenso; el ritmo del habla, extraño y artificial. Había un acento, parecía extranjero, pero no específico, como si las palabras se pronunciaran mal con el objeto de disfrazar la voz.

—Esta tarde te he dejado algo. ¿Lo tienes?

—¿Qué? —La voz de Mellery sonó quebradiza.

—¿Todavía no lo tienes? Lo recibirás. ¿Sabes quién soy?

—¿Quién eres?

—¿De verdad quieres saberlo?

—Por supuesto. ¿De qué te conozco?

—¿El número seiscientos cincuenta y ocho no te dice quién soy?

—No tiene ningún sentido para mí.

—¿En serio? Pero lo elegiste, de entre todos los números que podrías haber elegido.

—¿Quién demonios eres?

—Hay un número más.

—¿Qué? —La voz de Mellery se elevó a causa del miedo y la exasperación.

—He dicho que hay un número más. —La voz parecía divertida, sádica.

—No lo entiendo.

—Piensa en otro número, que no sea el seiscientos cincuenta y ocho.

—¿Por qué?

—Piensa en un número, que no sea el seiscientos cincuenta y ocho.

—De acuerdo. He pensado un número.

—Bien. Estamos haciendo progresos. Ahora, susurra el número.

—Lo siento, ¿qué?

—Susurra el número.

—¿Que lo susurre?

—Sí.

—Diecinueve. —El susurro de Mellery sonó alto y áspero.

Fue recibido con una larga risa carente de humor.

—Bien, muy bien.

—¿Quién eres?

—¿Aún no lo sabes? Tanto dolor y no tienes ni idea. Pensaba que esto podría ocurrir. He dejado algo para ti antes. Una notita. ¿Seguro que no la tienes?

—No sé de qué estás hablando.

—Ah, pero sabías que el número era el diecinueve.

—Me has dicho que piense en un número.

—Pero era el número correcto, ¿no?

—No lo entiendo.

—¿Cuándo has mirado el buzón?

—¿Mi buzón? No lo sé. Esta tarde.

—Será mejor que mires otra vez. Recuerda, te veré en noviembre o, si no, en diciembre. —Las palabras fueron seguidas por un sonido suave de desconexión.

—Hola —gritó Mellery—. ¿Estás ahí? ¿Estás ahí? —Cuando habló otra vez, parecía estar exhausto—. ¿Dave?

—Estoy aquí —dijo Gurney—. Cuelga, mira el correo y vuelve a llamarme.

En cuanto Gurney colgó, el teléfono volvió a sonar. Lo levantó.

—¿Sí?

—¿Papá?

—¿Perdón?

—¿Eres tú?

—¿Kyle?

—Sí. ¿Estás bien?

—Bien. Es que estoy en medio de algo.

—¿Va todo bien?

—Sí. Perdona que sea tan brusco. Estoy esperando una llamada que he de recibir dentro de un minuto. ¿Puedo llamarte luego?

—Claro. Sólo quería ponerte al día de algunas cosas, cosas que me han pasado, cosas que estoy haciendo. No hemos hablado desde hace mucho tiempo.

—Te llamaré en cuanto pueda.

—Claro, de acuerdo.

—Perdón. Gracias. Te llamo enseguida.

Gurney cerró los ojos y respiró hondo varias veces. Dios, las cosas tenían una curiosa manera de apilarse. Por supuesto, era culpa suya, por dejar que sucediera tal cosa. Su relación con Kyle era un desastre, fría y distante.

Kyle era fruto de su primer matrimonio, su breve historia con Karen; recordar aquella relación, veintidós años después del divorcio, todavía le inquietaba. Su incompatibilidad resultó obvia desde el principio para cualquiera que los conociera, pero una determinación rebelde (o incapacidad emocional, tal como pensaba a altas horas de la madrugada en las noches de insomnio) los había conducido a una unión desafortunada.

Kyle se parecía a su madre, tenía sus mismos instintos manipuladores y su ambición material, y, por supuesto, el nombre que ella había insistido en ponerle: Kyle. Gurney nunca había logrado sentirse a gusto con eso. A pesar de la inteligencia del joven y de su precoz éxito en el mundo financiero, Kyle aún le parecía como un nombre ensimismado de niño bonito de culebrón. Además, la existencia de su hijo era un recordatorio constante del matrimonio, le recordaba que había allí una parte poderosa de sí mismo que no lograba entender: la parte que había querido casarse con Karen.

Cerró los ojos, deprimido por no entender qué le impulsó a todo aquello y por haber reaccionado negativamente ante su propio hijo.

Sonó el teléfono. Levantó el auricular, temeroso de que fuera otra vez Kyle, pero era Mellery.

—¿Davey?

—Sí.

—Había un sobre en el correo. Mi nombre y mi dirección están escritos en él, pero no hay sello ni matasellos. Deben de haberlo dejado en mano. ¿He de abrirlo?

—¿Parece que haya algo que no sea papel?

—¿Como qué?

—Lo que sea, cualquier cosa que no sea una carta.

—No. Parece completamente plano, como si no hubiera nada dentro. No hay ningún objeto extraño, si es a eso a lo que te refieres. ¿He de abrirlo?

—Adelante, pero detente si ves algo que no sea papel.

—Vale. Lo he abierto. Sólo una hoja. Mecanografiada. Blanca, sin encabezamiento. Hubo unos segundos de silencio. —¿Qué? ¿Qué demonios…?

—¿Qué es?

—Es imposible. No hay forma…

—Léemela.

Mellery la leyó con voz incrédula.

«Te dejo esta nota por si

te pierdes mi llamada.

Si aún no sabes quién soy,

sólo piensa en el número diecinueve.

¿Te recuerda a alguien?

Y recuerda: te veré en

noviembre, o si no,

en diciembre.»

—¿Nada más?

—Nada más. Es lo que dice: «sólo piensa en el número diecinueve». ¿Cómo diablos podía saberlo? ¡No es posible!

—Pero ¿es lo que dice?

—Sí. Pero lo que estoy diciendo es… No sé lo que estoy diciendo… Quiero decir…, no es posible… Dios, Davey, ¿qué demonios está pasando?

—No lo sé. Todavía no. Pero vamos a averiguarlo.

Algo había encajado: no la solución, todavía se hallaba lejos de eso, pero algo dentro de él se había movido. Ahora estaba comprometido completamente con aquel caso.

Madeleine estaba de pie en el umbral del estudio, y lo vio. Vio el brillo en los ojos de su marido el fuego de esa mente incomparable y, como siempre, eso la llenó de asombro y soledad.

* * *

El reto intelectual que presentaba el nuevo misterio del número y la inyección de adrenalina que generó mantuvo a Gurney despierto hasta bien pasada la medianoche, pese a que se había acostado a las diez. Dio vueltas, inquieto, hacia uno y otro lado de la cama. Su mente no conseguía evadirse de aquel problema, como el hombre que sueña que no puede encontrar la llave de su casa, y que la rodea y trata repetidamente de abrir cada puerta y ventana cerradas.

Entonces empezó a volver a notar el gusto de la nuez moscada de la sopa de calabaza que habían tomado para cenar, y que se añadía a esa sensación de pesadilla.

«Si aún no sabes quién soy, piensa en el número diecinueve.» Y ése era el número en el que pensó Mellery. El número que pensó antes de abrir la carta. Imposible. Pero había ocurrido.

El problema de la nuez moscada seguía empeorando. Se levantó tres veces a beber agua, pero la nuez moscada se resistía a ceder. Y entonces la mantequilla también se convirtió en un problema. Mantequilla y nuez moscada. Madeleine usaba mucho esas dos cosas para preparar su sopa de calabaza. Ya se lo había mencionado al terapeuta de ambos. Su antiguo terapeuta. En realidad, un terapeuta al que sólo habían visto dos veces, cuando estaban discutiendo acerca de si David debería retirarse y pensaron (incorrectamente, como resultó) que una tercera parte podría aportar mayor claridad a sus deliberaciones. David trató de recordar ahora cómo había surgido la cuestión de la sopa, cuál era el contexto, por qué se había sentido dispuesto a mencionar algo tan nimio.

Fue la sesión en que Madeleine había hablado de él como si no estuviera en la sala. Había empezado hablando de cómo dormía. Le había contado al terapeuta que una vez que se dormía, rara vez se despertaba hasta la mañana. Ah, sí, eso era. Fue entonces cuando él dijo que la única excepción eran las noches en que ella hacía sopa de calabaza y él no dejaba de notar en la boca el gusto de la mantequilla y la nuez moscada. Sin embargo, ella continuó, sin hacer caso de la estúpida interrupción, dirigiendo sus comentarios al terapeuta, como si fueran adultos discutiendo ante un niño.

Madeleine repitió que en cuanto se dormía, rara vez se despertaba hasta la mañana, y que eso no le sorprendía porque sólo ser quién era parecía implicar un esfuerzo diario extenuante. Nunca se sentía cómodo ni a gusto. Era un hombre tan bueno, tan decente y, sin embargo, tan cargado de culpa por ser humano… Tan torturado por sus errores e imperfecciones. El registro sin par de éxitos en su profesión quedaba oscurecido en su mente por un puñado de fracasos. Siempre estaba pensando. Pensando sin tregua en los problemas uno detrás de otro, como Sísifo mientras empujaba la roca montaña arriba, una y otra vez. Se aferraba a la vida como si ésta fuera un extraño enigma por resolver. Pero no todo en la vida era un enigma, había dicho ella, mirándolo, dirigiéndose por fin a él en lugar de al terapeuta. Había cosas que se abordaban de otras maneras. Misterios, no enigmas. Cosas que amar, no que descifrar.

Recordar los comentarios de Madeleine mientras yacía en la cama tuvo un extraño efecto en él. Estaba completamente absorto por el recuerdo, al mismo tiempo inquieto y exhausto por ello. Al final, el recuerdo se desvaneció junto con el sabor de la mantequilla y la nuez moscada, y David se deslizó a un sueño inquieto.

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