Sangre guerrera (65 page)

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Authors: Christian Cameron

BOOK: Sangre guerrera
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La guarnición de la frontera, si existía, era tan descuidada que pasamos sin pagar un solo impuesto de carretera, casi sin comentario. Subimos el paso a Eleutera, una pronunciada cuesta arriba en zigzag; nuestro carro ocupaba toda la carretera, por lo que el tráfico más rápido de caminantes y de hombres con bultos montados en burros terminó convirtiéndose en una larga cola detrás de nosotros, como el tren de bagajes de un ejército. Los hombres charlaban con Idomeneo o con Hermógenes. Yo caminaba en silencio.

Encontramos el cuerpo cerca de la cima del paso, El cadáver era de un chico, probablemente un esclavo, de unos doce años, Lo habían asesinado de mala manera, con una serie de tajos en la cara y el cuello hechos con un cuchillo embotado y pesado. Yacía en un charco de su propia sangre en medio de un espacio amplio, cercano a la cima, en el que los carros giraban para iniciar el descenso, donde los hombres educados se echan a un lado para dejar pasar el tráfico más rápido. Había surcos profundos en la roca, donde los antiguos cortaron una carretera para sus carros, y yacía atravesado sobre los surcos de piedra a modo de un sacrificio chapucero.

Era muy lamentable. Tenía la edad que yo cuando estuve por primera vez en la falange. Francamente, desde la madura edad de veintidós años, parecía demasiado pequeño para haber muerto violentamente. ¿Habría tratado de luchar? Yo lo habría hecho.

Yo ya estaba deprimido, y la visión del muchacho muerto casi hizo que se me saltaran las lágrimas. Me arrodillé a su lado y maldije porque su sangre pegajosa manchó mi quitón. Pero estaba decidido a enterrarlo sin saber por qué. En general, dejo los cadáveres a los cuervos.

Lo recogí en mi capa naval, que había contemplado cosas peores que la sangre, y los hombres del resto de la caravana que venían detrás de nuestro lento carro se unieron a mí espontáneamente. De hecho, allí mismo, mi opinión sobre los hombres ganó bastante. Me recordó por qué los griegos
son
buenos hombres. Limpiamos un espacio y todos los hombres, esclavos o libres, recogieron piedras y levantamos un túmulo en un instante. Le puse monedas en los ojos y otro hombre vertió vino sobre la tumba. Venían cada vez más —debieron de haber estado maldiciendo mi carro durante todo el camino hacia el paso— y todos se unían a nosotros.

Había un hombre pequeño, un calderero que arreglaba ollas, y llevaba un par de burros y a un esclavo joven. Llegó cuando el túmulo estaba medio terminado. Parecía más enfadado que triste. Me llamó la atención y él desvió la mirada.

—¿Lo conoces? —le pregunté.

Había una pareja de
korai
de Tebas que viajaban al templo de Artemisa de Atenas; estaban lavándose la cara bajo la dirección de su madre. Eran buenas chicas, conscientes de que había muchos hombres alrededor y, sin embargo, sin olvidar sus deberes como mujeres.

El se encogió de hombros.

—Parece el
pais
de Empédocles, el sacerdote principal del dios herrero —dijo, e hizo el signo automáticamente; incluso un calderero remendón es, al menos, un iniciado.

Le hice mi signo: era una versión cretense y, probablemente, algo diferente, pero él se dio cuenta de que yo era un iniciado y algo más, y se acercó.

—Conozco a Empédocles —dije. Era como recordar otra vida. Empédocles, el sacerdote, y su lente mágica. Miré al calderero—. ¿Estás seguro? —le pregunté.

El asintió y tragó saliva. Pero no tenía miedo de mí ni mucho menos —ningún viajero puede permitirse el lujo de asustarse en la carretera— y llamó a los otros hombres.

—¿Alguien ha oído hablar de ladrones en este paso?

Otros hombres asintieron: un labrador, un comerciante de lanas y un hombre que llevaba una carga de buen vino, todavía en ánforas baratas de las que se utilizan en el mar, cuidadosamente estibadas en un gran carro.

—Hay una banda de ellos —dijo él—, hacia el este.

—¿Secuestraron al sacerdote para pedir rescate? —pregunté.

El esclavo escupió.

—¿Quién sabe lo que quieren? Son matadores de hombres. Son como animales.

Un viejo buhonero, que llevaba un saco de cuero lleno de cosas para vender, puso el costal en el suelo y se frotó la barbilla.

—He oído que estaban al oeste de Eleutera —dijo—. Siempre es mejor darles el dinero —continuó, sin dirigirse a nadie en particular.

Terminamos de levantar el túmulo, cubrimos el rostro del muchacho y cantamos un himno a Deméter; las voces de las chicas sonaban dulces y altas. Lloré de nuevo, aunque no estaba seguro de por qué. Después, dejamos que pasaran los demás hombres y esperamos mientras otra caravana, procedente de Beocia, subía hasta el espacio de giro. El calderero y el buhonero esperaron con nosotros. El calderero se llamaba Tireo, su mirada era huidiza y no se lavaba mucho, pero creo que no era un mal hombre. El buhonero se llamaba Laertes.

Miró con melancolía mi séquito.

—Eres un hombre rico —me dijo.

—Mmmm… —dije yo, de un modo que se parecía mucho al de
pater
, para mi propia paz mental. Llevaba el collar de lapislázuli y oro de Sardes al cuello y un cinturón de pesados eslabones de oro alrededor de la cintura, bajo el quitón… por mi experiencia, ese es el lugar más seguro para llevar una fortuna—. Tengo dinero —dije.

Él se encogió de hombros.

—A mí nunca se me pega —dijo él—. Gracias por el vino.

El buhonero envalentonó a Tireo, el calderero.

—¿Eres herrero? —preguntó de repente—. No pareces un herrero —dijo—. Perdón, maestro. Demasiado a menudo digo lo que se me viene a la cabeza.

Yo me encogí de hombros.

—Puedo martillear una buena plancha —dije—. Sé reparar un casco. Hago una copa bonita y sencilla —añadí, y sonreí, pensando en mi última tentativa con un casco en el taller de Hefestión, en Creta… mi primera sonrisa en un día, creo.

—¿Busca un aprendiz? —preguntó, entusiasmado, confundiendo mi declaración fáctica con falsa modestia.

—No —dije—. Pero si me ayudáis a bajar el paso con el carro, os gratificaré a los dos con una buena comida.

El se encogió de hombros. Laertes dibujó una sonrisa lobuna. Ya me había dado cuenta de que vivía al día.

—¡Hecho! —dijo.

Y le dimos la vuelta al carro, uncimos la yunta al revés y comenzamos a bajar, frenando entre los seis el carro y dejando la nueva tumba bajo el sol de la tarde.

El trabajo de frenar un carro en una bajada te hace sudar, pero muchas manos lo hacen más liviano, y mi humor había cambiado. Por eso, hice bromas, elogié el trabajo de los dos tracios y, en definitiva, éramos una tripulación diferente cuando entramos en Eleutera que al salir de Pedeis. También íbamos más deprisa y había mucha luz en el cielo. Eleutera está en Beocia, cariño. Allí, los hombres hablan como hay que hablar, las mujeres tienen el aspecto que tienen que tener y la cebada es más dulce. ¿Qué puedo decir? Soy beocio, cariño. En Eleutera me sentí como en casa y mi estado de ánimo se elevó de nuevo. Los hombres nos dijeron que Eleutera se llamaba así porque los esclavos fugitivos de Beocia eran libres cuando llegaban allí y me sentí como un hombre más libre, bebiendo el vino. Si hubiese sido esclavo cerca de casa, en vez de al otro lado del océano, en Asia, me gusta pensar que habría huido la primera noche en la que no me hubieran vigilado.

Entramos los siete en la mayor taberna, llamamos al propietario y puse un darico de oro encima de la mesa. Después, utilicé la espada para partirlo en dos y darle la mitad.

—Quiero una comida —dije—, una comida realmente buena, y un vino que no sea como la meada de vaca, y almendras dulces con miel. Quiero paja limpia, comida para mis animales y nada de mierda.

Con la mitad de un darico de oro tendría que haber comprado toda su aldea, pero nos proporcionó una comida pasable y una bonita niña para atendernos y prestamos un servicio descaradamente servil. Y el vino era el vino de casa, no la maravilla del vino quiano, pero un vino bueno y fuerte. El calderero estaba agradecido y agradable, pero el buhonero se mostraba huraño. No me gustaba.

Mi medio darico de oro atrajo al
basileus
por la mañana. Era un hombre mayor y no realmente el poder de la ciudad; los atenienses eran entonces los amos de Eleutera a todos los efectos y él era una marioneta.

Era un viejo aristócrata y estaba esperándonos en el patio de la taberna. Me miró de arriba abajo, vio las manchas de sangre en mi quitón y sacó unas conclusiones erróneas.

—¿De dónde venís? —inquirió. Estaban dos hombres con él y llevaban espadas.

Yo me encogí de hombros.

—De aquí y de allí, señor —dije.

—Responde —exigió.

Hizo que me enfadase y me gustó, porque la oscuridad había sido muy pesada.

—Sirvo a Milcíades —dije—. ¿Os dice algo eso?

Desde luego que le decía. Todo su comportamiento cambió por completo. Se adelantó y me ofreció su mano, y nos las estrechamos.

—Os presento mis disculpas, señor —dijo—. Tengo que enfrentarme a una plaga de bandidos —añadió, señalando las manchas de sangre de mi quitón—. Yo pensé…

Asentí.

—Ayer, los bandidos asesinaron a un chico en el paso —dije yo, y le conté lo que sabía. Tireo añadió lo que sabía él y el
basileus
sacudió la cabeza.

—Son mala gente —dijo—. Antiguos soldados, o eso me han dicho. —Miró a mis hombres; después, a los otros dos viajeros, y después, mi collar… Veía cómo lo asimilaba todo—. ¿Sois de la zona, señor? —preguntó educadamente.

De repente, pensé que sabía dónde estarían los bandidos. Pero contuve mi lengua, mirando solo a los dos viajeros con repentino interés. Y el viejo
basileus
me desconcertó. Había estado fuera diez años y, en mi primer día en Beocia, un aristócrata me confundía con uno de los suyos.

—De Platea —dije.

—¡Ah! —dijo él, como si se hubiera resuelto algún misterio—. Y estos bandidos están operando desde el sur de Platea. ¿Vais a enfrentarse con ellos? ¿Os envía Milcíades? —preguntó. Su alivio era palpable. Un problema trasladado es un problema resuelto y ya está.

Idomeneo se animó. La perspectiva de la violencia restauraba su fe en el logos, o lo que se tomara por el logos en el mundo de Creta.

Ya sabes,
zugater
, a veces el destino habla en voz alta, y a veces tenemos que ser los hombres que otros hombres esperan que seamos. Y el viejo Empédocles, si en realidad era él, se merecía algo de mi parte.

Francamente, era bueno tener una misión sencilla. Me permitía posponer la vuelta a casa otro día o dos.

Incluso Hermógenes asintió. Los bandidos eran los bandidos.

—Sí —dije—. Es decir, no es el motivo por el que estoy aquí, pero me ocuparé de los bandidos.

Todos sonrieron, excepto el calderero, que parecía confuso, y el buhonero, aunque aparentemente su porte huraño era habitual en él.

Sacamos uncidos nuestros bueyes e iniciamos el largo camino a Platea. Había una carretera corta, por el valle del Asopo, y una larga por la falda de la montaña. La vía larga pasaba por la ermita del héroe y bajaba por las tierras de mí padre. La vía corta era más rápida. Sin embargo, no me sorprendió cuando los otros dos viajeros siguieron con nosotros en la bifurcación hacia la montaña. No me sorprendió nada en absoluto.

—¡Dijiste que eras herrero! —dijo el calderero después de dejar Eleutera.

—Sí —dije.

—Pero él cree que eres una especie de aristócrata —dijo el buhonero, como si estuviese engañándolo intencionadamente.

—Mmmm… —dije.

Cruzamos el Asopo en silencio y emprendimos la larga subida hacia la ermita del héroe. Cuando llegamos al primer bosquecillo de grandes robles, aparté el carro a un lado.

—Arma —les dije a Idomeneo y a Hermógenes.

El calderero nos miraba como si estuviésemos representando un drama religioso, con ojos como platos, como los de una chica. Los dos tracios eran esclavos, por supuesto. Pero los llevé a mi lado, llevando cada uno de ellos un machete y una jabalina.

—Apoyadme y estaréis mucho más cerca de ser libres —les dije. Con los tracios es fácil: ellos arman a sus propios esclavos, y un esclavo audaz puede ser liberado mucho antes que el que se queda atrás. Cogieron las armas como si fuesen a una fiesta.

—Espadas al cinto, lanzas sobre el carro y una capa sobre todo —dije.

Me acerqué al buhonero y al calderero.

—Vosotros dos quizá queráis marcharos —dije. Miré fijamente al buhonero—. Especialmente tú.

El desvió la vista para no cruzarla con la mía.

—¡Oh.,, sé cuidar de mí mismo! —dijo.

—Mmmm… —dije, y me volví a Tireo, el calderero.

El miró alrededor.

—¿Dejarás… que me vaya?

Recuerdo que me eché a reír. Debíamos de ser una banda lúgubre cuando nos pusimos nuestras armaduras, porque estaba aterrorizado.

—Nosotros no somos los ladrones —dije. Y después, eso mismo me impactó… no éramos los ladrones
allí
. En realidad, me cortó la respiración. Estos ladrones, estos hombres del Citerón que robaban a los viajeros, solo estaban haciendo lo que nosotros estuvimos haciéndoles a los barcos fenicios durante años.

Excepto que ellos tomaban presas por su cuenta, y no lo hacían muy bien.

Tireo me miró.

Debí de hacer alguna mueca, porque él se estremeció. Pero después abrí las manos.

—Intento rescatar al viejo sacerdote y dejar el paso libre de ladrones —dije.

El buhonero hizo un ruido.

Tireo abrió su clámide y dejó ver una espada corta o un machete.

—Soy servidor del dios —dijo—. Y quizá eso cambie mi suerte.

Quizá pensara que, siguiéndome, podría conseguir un trabajo.

—¿Todo el mundo está preparado? —dije.

Subimos por la carretera, con los bueyes tirando trabajosamente. El cielo pasó del azul a un gris plomizo en el tiempo que nos llevó subir la mitad de la cuesta y empezó a llover, una lluvia lenta y fría.

—¿Qué hacemos si tienen arcos? —preguntó Idomeneo—. Tendría que explorar el terreno.

Yo negué con la cabeza.

—No tienen arcos —dije—. A aquel muchacho lo mataron con un
kopis
—añadí, y me encogí de hombros—. Son mercenarios. Están utilizando la antigua ermita como guarida, porque todos los hombres duros solían ir allí cuando Calcas era el sacerdote.

En mi cabeza, se estaban reafirmando el imperio de la ley y los mismos dioses, y pensaba que debía de haber pasado demasiado tiempo desde que el héroe había tenido su sacrificio.

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