Sangre guerrera (51 page)

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Authors: Christian Cameron

BOOK: Sangre guerrera
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Estábamos demasiado alocados con el
daimon
del combate para preocuparnos. Nuestro espolón había entrado en otro enemigo fustigado junto al que habíamos roto como un juguete viejo, y pasamos nuestro impulso restante rasgando su costado y abarloándonos, quedando costado contra costado y bancada contra bancada.

Salté sobre el costado de nuestro barco y Nearco, a mi lado; Idomeneo y Lejtes estaban a mi espalda y las bancadas de remeros se estaban vaciando.

Guardé el equilibrio sobre la borda y oscilé sobre la cubierta del fenicio.

—¡Después de ti, señor! —dije.

El sonrió y saltamos.

Fue aquel un gran día y aquella una gran hora. El enemigo ya sabía que estaba condenado, y los hombres condenados rara vez combaten bien. Limpiamos aquel primer buque en menos que canta un gallo, matando a sus marineros; todos sus infantes de marina estaban en otra parte, abordando los barcos lesbios. Descargué un tajo sobre el capitán, que estaba al lado de su piloto, y Nearco destripó al piloto, y después corrimos a la borda y pasamos al barco siguiente —otro trirreme— y ahora estábamos llegando detrás de donde los infantes de marina fenicios estaban combatiendo, escudo contra escudo, contra los lesbios, los quianos y los efesios exilados.

Detrás de mí, los cretenses estaban limpiando las cubiertas fenicias, de bancada en bancada. Un buque cretense es un tanto temible, porque cada bancada la ocupa otro guerrero. Eramos unos infantes de marina de cuidado de cinco barcos de cuidado.

No tenía ya mis lanzas y llevaba en la mano mi buena espada. Estaba de pie en la borda de un buque lesbio —había veinte barcos trabados en una única masa de muerte— y mantuve allí el equilibrio unos segundos mientras buscaba a Arquílogos.

Entonces lo vi, un relámpago de azul y oro, todavía en pie, con el brazo derecho cubierto de sangre y su
aspis
convertido en una masa ondulante de madera astillada y bronce destrozado. Algunos hombres combaten
mejor
cuando están condenados.

Y benditos sean los dioses por haberme dado el momento de cumplir mi juramento.

¡Ah! Maté como la guadaña de Hades. No quiero aburrirte con la historia… ¡Oh!, ¿quieres que te aburra?

Fue uno de mis mejores días.

Me abandonó toda duda. Dejaron de preocuparme sus esposas y sus hijos y sus mediocres vidas. Tan raudo como se movía mi brazo, morían. Si se volvían, les asestaba el tajo y, si no se volvían, les metía la espada en gargantas y muslos. Podría haber limpiado un barco yo solo, pero tenía a Nearco a mi lado y su espada era tan rápida como la mía, y la de Lejtes brillaba de vez en cuando sobre mi cabeza cuando estaba en apuros y ellos
morían
. Nosotros cuatro fuimos el filo cortante del hacha viviente de los cretenses, y nos deslizamos por sus cubiertas con la celeridad con la que los hombres pueden pasar de bancada en bancada. Mi brazo derecho estaba rojo hasta el hombro con la sangre de hombres menos valiosos, chorreándome por dentro de mi armadura, y sentía el olor del cobre en la nariz, como una oferta al dios de los herreros, y seguí matándolos.

Después de limpiar nuestro segundo barco, recuperé la voz y lo llamé:

—¡Arquílogos!

Él se volvió. Porque si él muriera sin mí, nunca me lo perdonaría. Él tenía que saber que yo estaba acercándome.

Otro barco, el último antes del de Arqui, y, de repente, me encontré, espada contra espada, con un gigante. Para empeorar las cosas, él estaba sobre la plataforma de mando y yo, en las bancadas. Era un oficial de algún tipo, porque llevaba un grupo de infantes de marina y les ordenó que hiciesen frente a nuestro ataque.

Yo me detuve. Era enorme, y sentí en los músculos la sangre y el fuego.

—Lanza —dije, echando la mano atrás, y Lejtes me la puso en ella.

Así está bien, cariño. Él acabaría matando a un noble, y sus hijas juegan contigo. Creo que reconocerás el nombre… lo he mencionado un montón de veces.

El gigante levantó su escudo, preparándose para cuando yo tirara mi lanza.

Pero, en cambio, yo cargué contra él. Levantar el escudo le llevó un segundo; yo puse el pie en la plataforma y mi escudo dio con el suyo y, antes de que levantara el otro pie, le di un fuerte golpe con la punta de la lanza en su casco, un cuenco ancho, con las piezas protectoras de las mejillas remachadas en el medio. Los fenicios son maestros de muchas cosas, pero el trabajo en bronce no es una de ellas.

Él tropezó. Me sonaba su cara. Después, lanzó un tajo contra mis piernas, pero yo bajé el escudo beocio y metí en su espada la base de bronce. Después, estampé mi lanza en su casco, una vez más.

En el mismo sitio.

Él tropezó hacia atrás y yo rugí. Ese momento es el que mejor recuerdo, porque este gigante de hombre estaba
asustado
y ese miedo fue como el olor de la sangre para un tiburón.

De nuevo, lanzó un tajo a mis piernas, pero lo bloqueé, di un paso adelante y le metí la punta de la lanza en su casco por tercera vez, donde el arco superciliar da con el casco, y por tercera vez, el remache saltó y la punta pasó bajo la deficiente soldadura, atravesando la parte superior de su cráneo.

Avancé sobre él y una lanza me dio en el costado, ¡Por Ares, aquello era dolor! Las escamas aguantaron, pero la costilla se rompió, y caí de rodillas.

No vi el golpe que me dio, y eso encierra una lección.

Nearco lo abatió.

Yo quedé allí de rodillas, casi muerto, sin poder levantar la cabeza… ¡Ares, el dolor! ¡Todavía me duele cuando lo pienso! Y Lejtes e Idomeneo se adelantaron, bañando la danza, y los hombres cayeron ante ellos. Limpiaron la plataforma y yo pude respirar, aunque no estaba bien, y conseguí apoyarme en una pierna y después en la otra.

Después, el resto de los hombres tiraron sus armas.

Los cretenses llegaban de todas direcciones. Yo había llevado al heredero de Aquiles al centro del caos y su padre había venido con todos sus guerreros a salvarlo.

En aquel momento, Nearco tenía la talla de un titán.

Me las arreglé para caminar hacia delante.

Aquiles me miró, pero abrazó a su hijo. Yo pasé detrás de él y conduje a mis hombres a través del trirreme de Arqui.

La mitad de sus remeros habían muerto, así como todos sus infantes de marina excepto dos. El mismo estaba cubierto de sangre y una flecha le atravesaba la pantorrilla, pero, de alguna manera, seguía de pie.

Subí a la tabla central desde la proa; el astil de la lanza que llevaba en la mano tenía un zarcillo de sangre que corría hacia abajo desde la cabeza. Los infantes de marina fenicios trataban de rendirse, pero entonces no había cuartel, y mis cretenses cayeron sobre ellos como la ola que barre el castillo de arena de un niño en la playa, y murieron mientras su sangre caía a la mar, y yo estaba tan cerca de Arqui que pude alcanzarlo y tocarlo.

—¡Arqui! —dije, y me quité el casco.

—Sal de mi barco —dijo él, y se desmayó.

Lo vendamos. Le habían alcanzado once veces, lo recuerdo. Y la flecha de su pantorrilla. Cuando vino en sí, me maldijo y exigió que fuese ejecutado. Nadie le hizo caso, pero mis sueños de que nuestra amistad se restauraría cuando lo salvara corrieron la suerte de muchos sueños.

Yo tenía un par de costillas rotas y seis cortes que no presentaban buen aspecto. El brazo de la espada estaba muy dañado; los hombres desesperados te asestan tajos en el brazo en vez de defenderse, y mueren mientras lo hacen. La muerte les roba fuerzas, pero siempre lo he entendido como que hay que comprar avambrazos, y ahora sé por qué.

Me senté en la cubierta de otro buque y dejé que Lejtes me vendara. Habíamos tomado cuatro barcos, o eso me dijo Idomeneo, y eso estaba muy bien, porque el nuestro se había hundido, Se hundió vacío, pero se hundió, con la proa abierta como una panza rajada.

Nearco vino y me hizo algo de sombra, con Troas.

—Mi padre está muy enfadado —dijo Nearco, como si eso le encantase.

—Sospecho que cree que debería haberte protegido mejor —dije yo. Creo que me las arreglé para esbozar una sonrisa.

—Escoge alguno de los barcos y es tuyo —me dijo—. Podemos reunir la dotación de entre los supervivientes. Yo me quedo con este… a menos que lo quieras tú.

Levanté la cabeza.

—¿Me llevo a Troas? ¿Qué demonios voy a hacer yo con un barco? ¿Y cómo está Arquílogos de Efeso?

Nearco negó con la cabeza.

—Has estado un poco fuera de juego, amigo. Hemos perdido la batalla.

Eso me sacudió de tal manera que me despertó, perdiera sangre o no.

—¿Qué?

—¡Oh, ganamos la batalla naval! —dijo Nearco. ¡Parecía un dios… y sin una señal! Se encogió de hombros—. Los chipriotas se hicieron añicos como cristal, y la mitad de sus nobles cambiaron de chaqueta en plena acción. Onesilo ha muerto. Chipre se ha perdido.

—¡Ares! —murmuré.

—Aristágoras nos ha ordenado que permanezcamos juntos y luchemos por Lesbos —dijo, y se encogió de hombros—.
Pater
dice que te dotaremos de un barco y tú irás por todos nosotros. El resto, volvemos a casa —añadió, y puso mala cara.

—Tu padre es un gran hombre —dije—. Troas, vuelve a casa, Que tengas un centenar de nietos.

Se echó a reír.

—Nunca pensé otra cosa. Pero te escogeré una buena tripulación. Si me juras que los mandarás de vuelta a casa.

Me levanté. Me sentía como una mierda, pero había algo, un peso, que ya no tenía en mi espalda, y no solo mi coraza de escamas, cumpliría mi juramento, Podía notarlo.

—Ya tengo un juramento que cumplir —dije—. Haré todo lo que pueda, pero eso es todo lo que puedo prometer.

17

E
ra el segundo día después de lo de Chipre e íbamos por el profundo azul navegando a vela, costeando Asia, por aguas conocidas, hacia el norte, y, con cada ascenso de la proa, el corazón se me ponía en la garganta. Las heridas de los brazos dolían más a causa del aire salino y había una tormenta que se estaba formando al este. Tenía una baza de mando; no iba a demostrar mi miedo a Lejtes ni a Idomeneo, por lo que ellos daban por supuesto que todo iba bien y transmitían esa confianza por las cubiertas inferiores.

Pero iba cayendo la oscuridad. Yo sabía que la había jodido —perdónenme, queridas damas y, ¡por Afrodita,
despoina
!, te ruborizas como una niña de doce años—, quiero decir que sabía que había esperado demasiado durante el día, y sabía que no llevábamos un auténtico rumbo norte y que eso significaba que todavía estábamos en la mar cuando deberíamos haber estado preparando la cena. Y no se avistaba tierra por ningún sitio.

Los remeros iban sentados en sus bancadas disfrutando del descanso y, sin duda, planeando cómo hacerse de nuevo con el barco. Llamé a mis dos hombres y les dije directamente:

—Vamos a pasar la noche en la mar. Y la dotación tratará de eliminarnos cuando se haga demasiado oscuro para ver.

Lejtes se estremeció. Idomeneo sonrió con una expresión maníaca. El combate naval lo había cambiado. Con sus débiles muñecas y exagerados hábitos de niño bonito, estaba haciéndose un hombre duro. Y él lo sabía y le gustaba.

—Dejémosles que vengan —dijo—. No hay diez hombres entre ellos.

Yo negué con la cabeza.

—Los diez hombres que mates son los mismos que necesitamos para llegar vivos a Lesbos —dije yo.

Lejtes movió la cabeza.

—¿Qué hacemos, entonces?

—Hagamos que los cretenses se levanten y vayan armados. Después, iremos de acá para allá, confiadamente, y veremos si merece la pena tener a algunos de los griegos. Si encontráis a un hombre que os guste, enviadlo a popa mientras haya luz todavía.

Los dos hombres se retiraron, armaron a la dotación cretense y empezaron a recorrer el barco. Estoy seguro de que ninguna de vos, damas bien alimentadas, habéis estado nunca en un buque de guerra, por lo que os diré cómo es en la mar. Un trirreme tiene tres cubiertas de remeros; en realidad, no son cubiertas, sino tres niveles de bancadas con un espacio para arrastrarse entre ellos. A los hombres les lleva tiempo llegar a las bancadas y salir de ellas. Hay un único pasillo, del ancho de los hombros de un hombre, que va de proa a popa del barco. En un buque ateniense, hay una plataforma de mando en medio de la nave. Algunos orientales hacen lo mismo y otros construyen un pequeño puente a popa, para el piloto. Con independencia de esto, el piloto se sienta en la popa entre sus dos timones de espadilla, que, en un buque moderno, están unidos con una tira de bronce o hierro. El es el auténtico comandante del barco, y la voz del piloto es la que obedecen los demás oficiales, la tripulación del puente. A las órdenes del piloto están el jefe de remeros, que mantiene el orden y cuenta el tiempo, y el maestre de navegación, que se encarga de los dos mástiles, el palo mayor y el trinquete, que está más adelante, a proa, y de sus velas. El resto de la tripulación del puente controla las velas, mantiene a raya a los remeros y constituye una reserva de mano de obra. En los barcos cretenses, sirven también como infantes de marina extra. Después están los infantes de marina, por regla general, ciudadanos hoplitas.

El noble Aquiles no me envió a ningún infante de marina. Tenía a doce de sus hombres como tripulación de puente, ninguno de los cuales era oficial. Rara vez había visto un grupo menos de fiar, y Troas se había vengado de mí por «corromper» a su hija —¡por los dioses, juré que me vengaría de él si alguna vez lo atrapaba!—: entre los timones, no había ningún hombre en quien se pudiera confiar. Probablemente, Nearco hubiese querido conseguirme los mejores hombres, pero los que llevaba eran los desechos, aquellos que nadie necesitaba, desperdicios humanos.

En todo caso, los prisioneros eran los mejores hombres. Tenía, al menos, a cuarenta fenicios y el doble de griegos capturados, Ni siquiera contaba con una dotación completa de remeros; no tenía hombres suficientes para la hilera inferior. Con buen tiempo habría sido suficiente, pero se acercaba una tormenta y al noble Aquiles le importaba un rábano que este barco superara la tormenta o no.

Bueno, había acumulado una pequeña fortuna con él y no pensaba morir en la mar. Y sin embargo, recuerdo haber pensado que, al menos en parte, había cumplido mi juramento y que eso significaba que, en cierto modo, podía morir tranquilo. Para ser sincero, ese pensamiento me relajó. Yo era de nuevo un hombre honorable.

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