Authors: Christian Cameron
Zotikós se disculpaba siempre cada vez que me daba.
—¡Lo siento, chico! —gruñía—. No soy bueno en esta mierda.
Estaba pálido de miedo, pero empujaba.
Ahora sé lo que ocurrió en la primera línea, pero entonces no sabía nada, excepto que
pater
estaba vivo, porque podía ver sus penachos y oír su voz. Y tendríamos que haber logrado una victoria fácil: éramos la única tropa formada en el campo, y los tebanos eran inferiores en número.
Quizá fueran beocios testarudos, como nosotros.
Quizá la falange no sea tan importante como creen los hombres. Para ser sincero, he visto varias veces cómo unas muchedumbres informes detenían una falange. Solo Ares lo sabe. Avanzamos y nuestra gente de primera línea hería con sus lanzas; los atenienses se concentraban a nuestra derecha y los tebanos se esfumaban, y después, de repente, nos paramos.
Calcas tenía razón: los matadores eran los peligrosos. El resto de la guerra es como un deporte, como hacer fuerza empujando o tirando y la esgrima con lanza. Pero, cuando los matadores entran en escena, nada es como un deporte.
No sé quiénes eran, ¿Una hermandad, algunos hombres que se habían entrenado juntos de chicos o, más probablemente, una banda de aristócratas? Tenían una buena armadura y conocían su oficio. Quizá fueran mercenarios. En todo caso, atacaron nuestra falange cuando estábamos cansados, flojos y confiados en que nada se nos opondría. Epicteto cayó y, cuando levanté la cabeza para mirar, Dionisio recibió un golpe en el casco y se derrumbó.
Y justo así me encontré en primera línea, enfrentándome a un matador. Tuve todo el tiempo que le llevó derribar a Dionisio para ver que estaba cubierto de bronce de la cabeza a los pies, con protecciones en los muslos, los brazos y los nudillos, como un profesional, y llevaba un escudo de bronce, una pesada espada y un doble penacho rojo.
«Tienes que trabar tu escudo con el de tu vecino, mete la cabeza y no corras riesgos», Eso es lo que decía Calcas.
Cuando te encuentres con un matador en la tormenta de bronce, estarás tentado de hacer dos cosas. Una es correr. Supone la muerte instantánea. Cuando tengas al hombre de bronce en la punta de tu lanza, el momento de correr ha pasado hace ya tiempo. La otra tentación es atacar. Es la otra cara de la moneda: el miedo. Atacas para demostrarte a ti mismo que no tienes miedo y porque no tienes ninguna esperanza real. O para terminar de una vez. He visto a hombres más pequeños matar a otros más grandes, pero no ocurre con frecuencia, por lo que la segunda opción es tan desesperada como la primera, aunque la historia que contar a tu madre sea mejor… porque estarás muerto.
La forma de actuar de Calcas es la que pone cuidado, y requiere tiempo y disciplina. Pero, cuando cayó Dionisio, su
aspis
enganchó la lanza del matador y me dio un respiro para pensar.
Di un paso atrás y puse
en alto
mi
aspis
, pegado al del hombre que tenía a mi lado. Era Eutikós, un joven de una buena familia. Más tarde, nos hicimos amigos y amé a su hermana. Por supuesto, me había encontrado con ella en fiestas y era muy guapa… pero, a los trece años, uno no mira a las chicas tanto como debería. ¡Ah!
Por tanto, trabé mi escudo con el de Eutikós y la
doru
del matador se estrelló contra mi
aspis
, levantado. Iba a por mi casco, pero yo había escondido la cabeza, de modo que solo la parte superior del casco sobresalía del borde de mi
aspis
. El intentó alcanzarme de nuevo y su
doru
rebotó en mi casco, pero yo no tenía ningún penacho en el que engancharse, perdió el equilibrio y chocó contra mí, pecho contra pecho.
El viejo Zotikós aguantó. Me empujó con su hombro por la espalda y me sostuvo contra el empellón del matador, ¡bendito sea! Y lo hizo aun mejor. Mientras el matador descargaba una lluvia de golpes de su lanza sobre mi cabeza y mi
aspis
, Zotikós clavó su lanza en el escudo del matador, con todas sus fuerzas.
Conseguí respirar.
Eutikós también le atizó.
A mi izquierda, Stratón, el hijo mayor de Mirón, trabó su
aspis
con el mío.
Solo entonces me di cuenta de que la voz que gritaba «¡Cerrad!» era la mía.
Ahora, el matador se enfrentaba a tres hombres… en realidad, seis, porque ninguno de los que nos seguían retrocedió, y las puntas de las lanzas iban a por él.
Trabados y seguros, empezamos a matarlo. No tengo ni idea de quién lo mató. Más tarde, la punta de mi lanza estaba manchada de sangre y esta resbalaba por el astil y sobre mi mano. Pero Zotikós también tenía sangre en la suya, igual que Stratón. Quizá acabamos con él entre todos. No importa. Ningún hombre, ningún hombre nacido de mujer, puede hacer frente a seis hoplitas bien dispuestos, aunque estén tan asustados que la mierda corra por sus piernas.
Para mí, esa lucha fue toda la batalla. Estoy seguro de que otros hombres hicieron grandes hazañas, y estoy seguro de que el premio de honor fue para Milcíades el Joven, que se abrió un rojo camino a través de los tebanos y destrozó su centro. Su espada era como un rayo, decían los hombres.
Yo no lo vi. ¡Por Ares, ni siquiera vi a
pater
, y podría haberlo tocado con la punta de mi lanza!
Pero vi al matador de hombres y no cedí un palmo.
Cariño, todavía me hace sonreír.
Y después, los tebanos escaparon y los agotamos.
Maté a algún pobre cabrón exhausto, que me rogó que lo perdonara. Pero no tiró su espada y yo estaba demasiado cansado para arriesgarme. Es difícil decir lo que pasaba por mi cabeza. El día siguiente, pedí perdón a su alma. Creo que, si hubiese tirado la espada o hubiera dejado de blandiría, lo habría dejado con vida. Cuando empieza la persecución, el muro de escudos cae, ganador o perdedor, y cada hombre lucha por su cuenta. Eutikós no me abandonó, pero a ninguno de mis otros compañeros de fila pude verlos, e hicimos prisioneros y entablamos nuestro último combate en medio de mil agricultores áticos que gritaban. Algún aristócrata de brillante armadura me golpeó de lleno y otro gritó:
—¿No ves que el paleto es un plateo? —Y salió corriendo hacia otra parte.
No tuvimos muertos. Dionisio estaba profundamente inconsciente; estuvo arrastrando las palabras durante diez días y no pudo participar en la tercera batalla, pero vivió para agradecerme que cubriera su cuerpo. Eso es lo que su padre creyó que hice, y eso me salvó la vida más adelante.
Recogimos a nuestros heridos y los tratamos lo mejor que pudimos. A los atenienses les había ido mucho peor. Tuvieron centenares de muertos.
Los tebanos tuvieron más. El extremo norte del valle estaba tapizado de muertos tebanos. Los despojamos con entusiasmo. Su mensajero vino y presentaron su sumisión; Mirón salió cojeando
pater
ni siquiera podía andar, estaba agotado y en aquel mismo momento, en la orilla sur del Asopo, entre los arcontes, los mensajeros y una delegación de los corintios —hombres neutrales y honestos— se establecieron las fronteras de la Platea libre, zanjando la cuestión y garantizando su cumplimiento.
Mirón no era tonto: estableciendo las fronteras, sin hacer demandas excesivas, se aseguraba de que el tratado tuviera una duración larga y de salir elegido arconte. Y, al conseguir el arbitraje de los corintios, ganaba para nosotros otro aliado.
Como te he dicho, despojamos a sus muertos. Nuestros muchachos y nuestros esclavos removieron el campamento y nosotros cargamos los carros con el mobiliario del campamento y las armaduras tebanas.
Pater
consiguió bastante botín: era estratego.
Un tribunal procesó a Simón y debatió sobre él. No era el único hombre que había evitado la lucha, pero él no era amigo de nadie y su cobardía era una desgracia pública. Incluso otros hombres que habían desertado de la batalla —demasiado agotados para quedarse, dijeron— se quejaron de él.
Simón habló bastante bien en su defensa. Y él sabía, como lo sabíamos todos, que aún teníamos que luchar contra los eubeos. Por eso pidió que le permitieran combatir en primera línea.
Los
filarcas
discutieron el asunto y rechazaron la petición, pero lo pusieron en la segunda fila, detrás de Bion. Dos hombres delante de mí. Para ganarme el respeto de los demás hombres.
Después del juicio,
pater
me dijo que había pedido que yo ocupara ese sitio. Y así nos hablaron los dioses,
zugater
. Si me hubiera opuesto… bueno, sería herrero en Beocia y tú nunca hubieses nacido.
Yo estaba cansado tras el combate y me dormí antes de que anocheciera, pero al día siguiente estaba lleno de energía. Eso es lo que les pasa a los jóvenes, cariño. Te recuperas rápidamente. A
pater
, a Epicteto y a Mirón les costó mucho más tiempo.
Enviamos el botín a casa por el Citerón y marchamos al este, hacia el sol naciente, para luchar contra los eubeos. Era una locura: tres batallas en una semana. ¡Ah!, te animas; has
oído
hablar de la «semana de las tres batallas», ¿no?
Yo estuve allí, cariño. Y, después de las dos primeras, los plateas creían que eran dioses. Y los atenienses, igual. Yo decía que el ejército tiene corazón, alma, ojos y oídos. Después de los tebanos, el ejército era
como un solo hombre
. Seguíamos siendo áticos y beocios, atenienses y píateos, pero compartíamos el agua, el vino y las bromas.
Ninguno de nosotros dudaba que derrotaríamos a los eubeos.
Ellos eran blandos. Sus días de grandeza habían pasado y esperaban subirse a un carro de guerra conducido por Tebas y Esparta. Ahora, sus poderosos aliados habían desaparecido y su ejército marchaba para alejarse de Beocia, por el puente de Calcis, y se detuvieron para esperarnos.
Justo a los siete días desde que los espartanos enviaran a su mensajero a
pater
, marchamos sobre el puente alrededor de mediodía. Lo hicimos bien —habíamos estado juntos durante dos semanas y, según las normas griegas, nos habíamos convertido en veteranos—. Yo estaba en mi
segundo
combate como hoplita y todavía tenía herida la espinilla a causa de la pedrada de una semana antes. Y pude ver a Simón, dos posiciones delante de mí, cuando cerramos filas a la derecha.
Los eubeos formaban muy cerrados y permanecían con sus escudos solapados, a la espera de nuestra carga. No avanzaban y, a mis trece años, no me parecieron en absoluto blandos.
Marchamos en orden abierto, fácil, hasta que estuvimos a un tiro de piedra de ellos. Sí tenían algunos
psiloi
, no salieron. Tampoco los nuestros.
Después cerramos filas doblando nuestras columnas desde retaguardia, de manera que los hombres de la séptima fila pasaron a primera línea: jefes de medias columnas. Este era el orden más cerrado. Yo permanecí en la cuarta fila y Zotikós estaba ahora en la primera. Cuando cerramos, maldijo, se quejó y refunfuñó, pero Bion le dijo que, por los dioses, dejara de rezongar; Zotikós dijo algo por lo bajo y los más viejos se echaron a reír.
Ahora estábamos a un tiro de lanza de ellos, trabados en el mismo orden cerrado. Nos encontrábamos a la izquierda y, una vez más, nos enfrentábamos a la flor y nata de sus guerreros, los hombres con mejores armaduras, la derecha de su línea.
Pater
se mantuvo fuera de nuestra línea. Fue la única vez que le oí hablar antes de un combate, al menos durante mucho tiempo.
—Vamos a avanzar al paso del peán, como hicimos en Parnés. Cuando topemos con su muro de escudos, empujaremos directamente. Emplead los hombros. Su línea es delgada y ya están muertos de miedo. Nos hemos enfrentado a Esparta. No tenemos nada que temer aquí.
Los hombres golpearon con las lanzas sus escudos, Milcíades llegó pasando revista a la primera línea del ejército. Cuando estuvo frente a los atenienses que estaban más a la izquierda, levantó su lanza.
—¡Cantad! —ordenó, aunque un eubeo inquieto le tirara una lanza.
Nos insultaron. Los ignoramos, aunque estaban tan cerca que podíamos ver las caras, los dispositivos de protección, los dientes malos y los dientes buenos.
Pater
empezó la canción y todas las voces lo siguieron. Cantamos el primer verso a pie quieto y después todo el ejército —atenienses y píateos— avanzó.
Quizá nuestra línea no fuese perfecta, pero yo la recuerdo perfecta. Y cuando estuvimos a la distancia de una lanza de los eubeos, supe que venceríamos. Como veterano de trece años, sabía con tanta seguridad como que Atenea se sentaba en un hombro y Ares en el otro que los hombres de Eubea huirían cuando nuestros escudos chocaran con los suyos.
Debíamos de tener alguna curva en nuestra línea, porque
pater
y Bion chocaron con ellos un instante antes que el resto, o quizá la línea eubea tuviera alguna curvatura. Chocamos y el frente se abrió como una puerta. El casco de
pater
relampagueó a la brillante luz del sol de mediodía, y sus penachos destacaban como las alas de alguna ave enviada por dios, y dimos un gran grito cuando chocaron los
aspis
y su línea se rompió como se rompe una olla de barro cuando se tira sobre una baldosa desde cierta altura.
Aunque la línea de los eubeos se rompiera, vi caer a
pater
. Vi cómo daba la vuelta su cabeza, vi que caía hacia delante como si lo empujasen, y ahora sé cuándo vi que Simón lo había apuñalado por la espalda, bajo el espaldar de su armadura. Pero no pude verlo, y la batalla priva a un hombre de gran parte de su agudeza. En aquel momento, solo pensé que
pater
había caído, aunque la batalla ya estuviese ganada.
Pater
había caído. De algún modo, mis piernas quedaron a cada lado de su pecho y allí me quedé, porque los eubeos estaban vencidos. Sus líneas del frente habían sucumbido, pero después se reforzaron, como las nuestras debieron de haber hecho contra los espartanos, y volvieron hacia nosotros como hombres. Vi a Simón con una espada corta en la mano, chorreando sangre. Estaba verde, tenía los labios blancos de miedo y su mirada se cruzó con la mía.
No lo vi… ¡oh!, te lo diré en su lugar. Pero eso fue cuando los eubeos contraatacaron, y yo ya no estaba en la cuarta fila, porque no abandonaría el cuerpo de
pater
. No tenía ni idea de si estaba vivo o muerto, pero me quedé allí como un loco y después, en aquel momento, descubrí por qué los ancianos y los poetas lo llaman la
tormenta de bronce
. Levanté el
aspis
de mi hermano muerto y los golpes me derribaron sobre
pater
… Yo era demasiado pequeño para aguantar la presión de diez o quince armas golpeando mi escudo.