—¿Mortola? ¿No era ese el nombre de la vieja que vivía con los incendiarios? —al titiritero que preguntó eso le faltaba la mano derecha. Un ladrón; por un pan perdías la izquierda, por un trozo de carne, la derecha.
—Sí. ¡Cuentan que ha envenenado a más hombres que pelos tiene Cabeza de Víbora en la cabeza! —Bailanubes devolvió un leño al fuego—. Y fue por entonces cuando Basta rajó la cara a Dedo Polvoriento. No le gustará oír esos dos nombres.
—¡Pero Basta está muerto! —intervino el titiritero desdentado—. Y otro tanto dicen de la vieja.
—Eso se lo cuentan a los niños —repuso uno que daba la espalda a Resa— para que duerman mejor. Una mujer como Mortola no muere, sino que provoca muertes.
«¡No me ayudarán!», pensó Resa. «No después de haber oído esos dos nombres.» El único que la miraba con cierta amabilidad era un hombre que vestía el negro y rojo de los traga-fuegos. Bailanubes seguía mirándola como si no supiera qué pensar de ella y de su mensaje. Aunque finalmente le quitó la nota de entre los dedos y la deslizó en la bolsa que colgaba de su cinturón.
—De acuerdo, transmitiré tu recado a Dedo Polvoriento —dijo—. Sé dónde está.
Iba a ayudarla. Resa apenas podía creerlo.
—Te lo agradezco —se levantó tambaleándose de cansancio—. ¿Cuándo crees que recibirá la noticia?
Bailanubes se acarició la rodilla.
—Primero tiene que mejorar mi pierna.
—Sin duda —Resa se tragó las palabras que ansiaban suplicar prisa. «Ante todo no lo apremies, o seguramente cambiará de idea, y ¿quién buscaría entonces a Dedo Polvoriento?» Un trozo de madera estalló entre las llamas y escupió chispas incandescentes ante sus pies—. No tengo nada con que pagarte —se disculpó ella—, pero quizá quieras aceptar esto —y sacándose del dedo su anillo de casada se lo ofreció a Bailanubes.
El desdentado contempló el anillo de oro con avidez, como si ansiara alargar su mano hacia él, pero Bailanubes negó con la cabeza.
—No, olvídalo —repuso—. Tu marido está enfermo y regalar entonces el anillo de boda trae desgracia, ¿no?
Desgracia. Resa volvió a colocarse deprisa el anillo en el dedo.
—Sí —murmuró—. Sí, tienes razón. Gracias. Te lo agradezco mucho, de veras.
Ella se volvió.
—¡Eh, tú! —el juglar que había estado de espaldas a ella, la miró. Sólo tenía dos dedos en la mano derecha—. Tu marido… tiene el cabello oscuro. Oscuro como la piel de un topo. Y es alto, muy alto.
Resa lo miró confundida.
—¿Sí?
—Y después, la cicatriz. Justo allí donde dicen las canciones. Yo la he visto. Todos saben cómo se la hizo: los perros de Cabeza de Víbora le mordieron mientras practicaba la caza furtiva cerca del Castillo de la Noche y abatió a uno de los ciervos, al ciervo blanco que sólo puede cazar Cabeza de Víbora en persona.
¿De qué hablaba? Resa recordó las palabras de Ortiga:
Y si eres Usía, no dejarás que contemplen la cicatriz de su brazo.
El desdentado rió.
—Escuchad a Dosdedos. Cree que Arrendajo yace en la cueva. ¿Desde cuándo crees en los cuentos infantiles? ¿Por casualidad llevaba también puesta su máscara de plumas?
—¿Cómo voy a saberlo? —respondió enfurecido Dosdedos—. ¿Acaso lo he traído yo aquí? ¡Pero os digo que es él!
Resa notó que el tragafuego la contemplaba meditabundo.
—No sé de qué habláis —dijo—. No conozco a ningún Arrendajo.
—¿Ah, no? —Dosdedos cogió el laúd depositado a su lado en la hierba; Resa nunca había oído la canción que él entonó con voz queda:
Luminosa esperanza viene del bosque espeso
Que a los príncipes irritará.
Oscuros cual piel de topo son sus cabellos
Y a los poderosos hará temblar.
Oculta su rostro con plumas
Al arrendajo robadas,
Y con los criminales toma cumplida venganza.
A los espías de los príncipes burla.
Abate su caza,
Les roba su oro,
Mas cuando ellos lo maldicen,
Se desvanece como una sombra
Que ellos buscan en vano.
Cómo la miraron todos. Resa retrocedió.
—He de volver con mi marido —dijo—. Esa canción… no guarda relación con él, creedme.
Sintió sus miradas en su espalda cuando regresaba a la cueva. «¡Olvídalos, Resa!», pensó. «Dedo Polvoriento recibirá tu recado, eso es lo único que cuenta.»
La mujer que había ocupado su puesto se levantó en silencio y se tendió junto a los demás. Resa estaba tan extenuada que al arrodillarse en el suelo cubierto de hojas se tambaleó. Las lágrimas afloraron de nuevo. Se las limpió con la manga, ocultó el rostro en la tela que desprendía un olor tan familiar… a la casa de Elinor… al viejo sofá donde se sentaba con Meggie y le hablaba de este mundo. Empezó a sollozar, tan fuerte que temió haber despertado a uno de los durmientes. Asustada, se tapó la boca con la mano.
—¿Resa? —apenas fue un susurro.
Levantó la cabeza. Mo la miraba. La miraba.
—He escuchado tu voz —musitó él.
Ella no sabía si reír o llorar. Inclinándose sobre él, le cubrió la cara de besos. E hizo ambas cosas.
Sólo necesito un trozo de papel y útiles para escribir, para sacar de quicio al mundo.
Friedrich Nietzsche
Dos días habían transcurrido desde la fiesta en el castillo, durante los cuales Fenoglio había enseñado a Meggie todos los rincones de Umbra.
—Pero hoy —dijo antes de ponerse en marcha tras desayunar en casa de Minerva—, hoy te enseñaré el río. Es un descenso muy empinado, algo desagradable para mis viejos huesos, pero no existe lugar mejor para hablar sin estorbos. Además, si tenemos suerte, podrás contemplar unas cuantas ondinas.
A Meggie le habría encantado ver una ondina. En el Bosque Impenetrable sólo había visto una en una turbia charca, pero en cuanto el reflejo de Meggie cayó sobre el agua, huyó rápidamente. ¿De qué querría hablar a solas Fenoglio? Desconocía la respuesta.
¿Qué tendría que traer leyendo esta vez? ¿A quién tendría que traer con la lectura… y de dónde? ¿De otra historia, escrita también por Fenoglio? El camino por el que él la conducía cuesta abajo serpenteaba junto a campos empinados donde los campesinos trabajaban agachados bajo el sol de la mañana. Qué duro debía ser arrancarle al suelo pedregoso el sustento para pasar el invierno. Y después estaban todos los comensales clandestinos que se abalanzaban sobre las escasas provisiones: ratones, gusanos de la harina, larvas y cochinillas. La vida era mucho más difícil en el mundo de Fenoglio, y sin embargo a Meggie se le antojaba que con el nacimiento de cada nuevo día su historia tejía un embrujo alrededor de su corazón, pegajoso como una telaraña y al mismo tiempo de una belleza fascinadora…
De momento todo cuanto la rodeaba parecía tan real… Su nostalgia casi se había desvanecido.
—Ven —la voz de Fenoglio la sobresaltó, arrancándola de sus pensamientos.
Ante ellos se extendía el río, brillando al sol, sus orillas bordeadas de flores mustias que arrastraba la corriente. Fenoglio la cogió de la mano y la condujo entre las grandes piedras de la orilla. Meggie se inclinó esperanzada sobre el agua que fluía perezosamente, pero no logró descubrir ninguna ondina.
—Sí, son asustadizas. ¡Demasiados humanos! —Fenoglio señaló con desaprobación a las mujeres que lavaban la ropa apenas a unos pasos de distancia.
Indicó a Meggie que siguiera andando hasta que sus voces se extinguieron y sólo se oyó el rumor del agua. Tras ellos se erguían hacia el cielo azul los tejados y torres de Umbra. Las casas se apiñaban entre las murallas como pájaros en un nido demasiado estrecho, y por encima ondeaban los pendones negros del castillo como si quisieran escribir en el cielo el dolor del Príncipe Orondo.
Meggie trepó a una piedra plana que se adentraba en el agua. El río no era ancho, pero parecía profundo, el agua era más oscura que las sombras de la orilla de enfrente.
—¿Ves alguna? —Fenoglio casi resbaló de la piedra húmeda cuando se puso a su lado. Meggie negó con la cabeza—. ¿Qué te pasa? —Fenoglio la conocía bien después de los días y noches que habían pasado juntos en casa de Capricornio—. ¿Vuelves a sentir nostalgia?
—No, no —Meggie se arrodilló e introdujo los dedos en el agua fría—. Es sólo que he vuelto a tener ese sueño.
El día anterior Fenoglio le había enseñado la calle de los panaderos, las casas donde habitaban los ricos comerciantes en especias y paños, y cada máscara, cada flor, cada friso ricamente ornamentado con el que los diestros canteros de Umbra habían adornado las casas de la ciudad. Fenoglio parecía considerarlo todo obra suya, a juzgar por el orgullo con el condujo a Meggie por los rincones más recónditos de la ciudad.
—Bueno, todo, no —reconoció cuando Meggie intentó llevarle a una calle que aún no habían visitado—. Como es natural, Umbra también tiene sus facetas feas, pero ¿para qué agobiar con ello tu bonita cabeza?
Ya había oscurecido cuando regresaron al desván de Minerva. Fenoglio discutió con Cuarzo Rosa porque el hombrecillo de cristal había salpicado de tinta a las hadas. A pesar de que las voces de ambos habían subido de tono, Meggie se quedó dormida en el saco de paja situado bajo la ventana, que Minerva había mandado subir para ella por las empinadas escaleras. Y de pronto apareció allí aquel rojo, un rojo mate, irisado, húmedo, y su corazón había empezado a latir cada vez más deprisa, hasta que su violento palpitar la arrancó, sobresaltada, de su sueño.
—¡Fíjate! —Fenoglio le agarró el brazo.
Unas escamas de colores resplandecían bajo la húmeda piel del río. En el primer momento a Meggie le parecieron hojas, pero después vio los ojos, unos ojos que los miraban, semejantes a los humanos y sin embargo tan diferentes, porque carecían del blanco de los ojos. Los brazos de la ondina eran delicados y frágiles, casi transparentes. Una mirada más y la cola cubierta de escamas batió el agua y desapareció. Una bandada de peces pasó deslizándose, plateada como baba de caracol, y un enjambre de elfos de fuego como los que había visto con Farid en el bosque. Farid… él había hecho florecer a sus pies una flor de fuego, exclusivamente para ella. La verdad es que Dedo Polvoriento le había enseñado cosas maravillosas…
—Creo que siempre me asalta el mismo sueño, pero no logro recordarlo. Sólo el miedo… ¡como si hubiera sucedido algo etoso! —se volvió hacia Fenoglio—. ¿Crees que puede ser posible?
—¡Qué disparate! —Fenoglio desechó la idea como a un insecto molesto—. Cuarzo Rosa tiene la culpa de tu pesadilla. Seguro que las hadas se posaron en tu frente durante la noche, porque él las enfadó. Son unos seres diminutos y vengativos, y por desgracia les da completamente igual en quién vengarse.
—Ah, ya —Meggie volvió a sumergir los dedos en el agua.
Estaba tan fría que sintió escalofríos. Oyó reír a las lavanderas, y un elfo de fuego se posó en su brazo. Unos ojos de insecto la miraron desde un rostro humano. Meggie ahuyentó deprisa a la minúscula criatura.
—Muy sabia —afirmó Fenoglio—. Debes guardarte de los elfos de fuego. Queman la piel.
—Lo sé, Resa me habló de ellos —Meggie siguió al elfo con la vista. Su brazo ostentaba una mancha roja en el lugar donde se había posado, que le escocía.
—Son invención mía —declaró Fenoglio, henchido de orgullo—. Producen una miel que te permite hablar con el fuego. Muy codiciada por los comefuegos, pero los elfos atacan a cualquiera que se aproxime a sus nidos, y apenas nadie sabe cómo robar la miel sin sufrir atroces quemaduras. Ahora que lo pienso, Dedo Polvoriento es el único.
Meggie asintió. Apenas había escuchado.
—¿De qué querías hablarme? ¿Quieres que lea algo, verdad?
Unas mustias flores rojas se deslizaron por el agua, rojas como la sangre seca, y el corazón de Meggie comenzó de nuevo a latir con tanta violencia que se apretó la mano contra el pecho. ¿Qué le estaba ocurriendo?
Fenoglio desató la bolsa que colgaba de su cinturón y exhibió una piedra roja y plana en su mano.
—¿No es magnífica? —preguntó—. La he comprado esta misma mañana, tú aún dormías. Es un berilo, una piedra para leer. Se usa a modo de gafa.
—Ya lo sé, ¿y qué? —Meggie acarició la piedra lisa con las puntas de sus dedos. Mo poseía varias. Estaban sobre la repisa de la ventana de su taller.
—¿Y qué? ¡No seas tan impaciente, caramba! Violante está más ciega que un topo, y su encantador hijito le ha escondido su vieja piedra de leer. Así que he comprado una nueva, aunque casi me he arruinado. A cambio seguramente me estará tan agradecida que nos contará algunas cosas de su esposo fallecido. Sé que inventé a Cósimo, pero hace mucho tiempo que escribí de él. Para ser sincero, no me acuerdo demasiado bien… Además, ¡quién sabe cómo habrá cambiado, desde que esta historia se empeñó en seguir su propio rumbo!
Un mal presentimiento se agitó dentro de Meggie. No, él no podía proponerse nada parecido. ¡Ni siquiera a Fenoglio se le ocurriría semejante idea! ¿O sí?
—Presta atención, Meggie —bajó la voz como si las mujeres que lavaban la ropa río arriba pudieran oírlo—. ¡Nosotros dos traeremos de vuelta a Cósimo!
Meggie se incorporó con tal brusquedad que estuvo a punto de resbalar y caer al río.
—¡Estás loco! ¡Loco de remate! ¡Cósimo ha muerto!
—¿Hay alguien que pueda demostrarlo? —la sonrisa de Fenoglio no le gustó ni pizca—. Ya te lo dije… su cadáver se quemó hasta quedar irreconocible. Ni siquiera su padre tenía la seguridad de que fuera realmente Cósimo. Sólo al cabo de medio año hizo enterrar al muerto en el sarcófago destinado a su hijo.
—Pero era Cósimo, ¿no?
—¿Y eso quién lo dice? Fue una carnicería etosa. Se dice que los incendiarios habían almacenado en su fortaleza polvos de los alquimistas. Zorro Incendiario le prendió fuego para escapar. Las llamas cercaron a Cósimo y a la mayoría de sus hombres, las murallas se desplomaron sobre ellos y más tarde nadie pudo decir quiénes eran los muertos que se encontraron bajo las ruinas.
Meggie sentía escalofríos. A Fenoglio, sin embargo, parecía encantarle todo aquello. Ella casi no daba crédito a la satisfacción que parecía sentir.
—¡Era él, y lo sabes! —susurró Meggie—. ¡Fenoglio, no podemos traer de vuelta a los muertos!
—Lo sé, lo sé, seguramente no —su voz traslucía la más honda pena—. No obstante… ¿los muertos tampoco regresaron cuando tú llamaste a la Sombra?