Salvajes (22 page)

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Authors: Don Winslow

Tags: #Intriga

BOOK: Salvajes
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«¿Y no sabes que se va a poner cada vez peor?»

179

«Concentración, concentración», se exige Ben a sí mismo.

Tienen que concentrarse en salvar a O.

«Han matado a uno de los suyos, de modo que el cartel de Baja se verá obligado a hacer algo al respecto y, si sospecharan que nosotros tenemos algo que ver con el robo, se lo podrían hacer a O. Hay que proporcionarles otro sospechoso.»

Es una lástima —el valor de la droga asciende a medio millón—, pero se tienen que deshacer de ella. Tienen que echar la droga a la basura y achacarle la culpa a otro.

Es feo, está mal, pero...

Llevan la furgoneta a Dana Point.

Dana Point es una vieja ciudad surfera y poco convencional que todavía conserva parte de su originalidad. Solía ser famosa entre los surfistas como «Killer Dana», por una ola inmensa que rompió justo en la punta de Dana Point, pero después construyeron el puerto deportivo y las olas se fueron a hacer puñetas. Lo único que queda de Killer Dana es su epónimo...

... Bonita palabra. Chon postula que Alcohólicos Anónimos sea también Alcohólicos Epónimos...

... una tienda de surf que mantiene la leyenda, vamos.

Dana Point también tiene un barrio pequeño, pero bien diferenciado, con un problema pequeño, pero creciente, de pandillas. A Ben se le ha ocurrido proporcionar a ese pequeño problema con las pandillas un problema mayor. Chon introduce la furgoneta en el
barrio
, encuentra una bonita calle sin salida y la abandona allí.

Él y Ben se marchan a pie.

180

Por el camino, Ben se somete a sí mismo a una serie de repreguntas socráticas internas.

«Has mandado a un ser humano al otro barrio.»

«Pues sí, pero ha sido en defensa propia.»

«No exactamente: tú le estabas robando. El que actuó en defensa propia fue él.»

«Pero él me robó primero.»

«¿O sea que dos malas acciones dan como resultado una buena?»

«Claro que no pero, cuando sacó el arma, no me quedó otra alternativa.»

«Por supuesto que sí. ¿No te parece que lo que tendrías que haber hecho es dejar que te matara, en lugar de cometer un asesinato tú?»

«Supongo que sí, pero me limité a reaccionar.»

«Exacto. Sin pensar.»

«No tuve tiempo para pensar; sólo para reaccionar.»

«Pero te pusiste tú mismo en esa situación. Cometiste un robo, llevabas un arma. Fueron decisiones tuyas.»

«Me habría matado.»

«Ahora sólo te estás repitiendo.»

«Habría matado a mis amigos.»

«Entonces, ¿los estabas salvando a ellos, en lugar de a ti mismo?»

«¡No sé qué coño estaba haciendo!, ¿vale? No me reconozco. Ya no sé quién soy.»

«Es la repanocha hasta que se jode el invento...»

181

Al ver que la furgoneta con la droga no llegaba, Héctor y sus muchachos siguieron la ruta y encontraron a dos de sus hombres sentados en la calle junto a un cadáver.

Todavía tenía la pistola en la mano.

Lado lo hizo envolver cuidadosamente en lonas y lo depositó con todo respeto en la parte trasera de la furgoneta.

—Enterradlo como a un hombre —ordenó—, porque ha muerto cumpliendo su trabajo, y enviad dinero a su familia.

Después se marchó a buscar a los asesinos.

182

Mientras tanto, en Dana Point, dos aspirantes a pandilleros descubrieron la furgoneta desconocida y tardaron como quince segundos en choricearla.

Se la llevaron hasta Doheny Beach, donde miraron lo que contenía. ¡Increíble! ¡Qué potra!

¡Toda aquella
yerba
!

Boquiabierto, Sal mira a Jumpy y le pregunta:

—¿Cuánto te parece que puede valer?

—Mucho dinero.

No pueden evitar probar un poquito. Abren una punta del envoltorio de uno de los paquetes...

—¿Eso es sangre,
hermano
?


Mierdita
, ¿eso es cabello?

Fuman un porrito.

—Increíble,
cabrón
.

Con una calada se habrían puesto por las nubes, pero ellos le dan tres cada uno. En menos de cinco minutos se ponen a cien.

—Somos ricos —dice Jumpy.

—¿Dónde la podemos vender? —pregunta Sal.

—¿Esta mierda? —dice Jumpy—. En cualquier parte.

La idea los pone en éxtasis durante unos minutos, hasta que Sal se entusiasma de verdad.

—Piensa un poco —dice, aunque resulta muy difícil—. Esto podría ser justo lo que necesitamos.

Hace rato que intentan entrar. Aquello podría equivaler al sello de la mano que controla las entradas y salidas del club.

Y también las de la sala VIP.

183

Ben y Chon regresan a la casa, porque lo contrario despertaría sospechas.

—Si no —discurre Ben—, ya no podremos volver más. Sabrán que hemos sido nosotros.

De modo que vuelven a Table Rock y se pertrechan para la invasión prevista. Escopetas, pistolas, rifles, ametralladoras: Chon prepara todo su arsenal, aunque saben que ni los mexicanos van a empezar un tiroteo en una casa en la playa de Laguna a plena luz del día.

«Si nos buscan —Chon lo sabe—, esperarán por lo menos hasta que anochezca.»

Lo más probable es que sean más pacientes aún: que envíen a unos profesionales a esperar hasta que se cansen, para liquidarlos cuando se presente la oportunidad. Lo que tenga que pasar pasará.

En lugar de una invasión, reciben un mensaje de texto.

Convocan a Ben a un encuentro.

«Ven tú solo.»

—Te van a trincar —dice Chon.

—O a darme el pasaporte en el camino de ida o en el de vuelta —dice Ben.

—No lo creo —sugiere Chon—. Primero querrán torturarte y es probable que lo graben, para que sirva de ejemplo.

—Gracias.

De todos modos, acude.

184

Pero da la vuelta a la situación y toma la ofensiva.

Se reúne con Lado y con Álex en un lugar público —el paseo entarimado a lo largo de la playa de Town Beach— y, cuando le comunican la noticia del robo sangriento y la insinuación de culpabilidad, se le cruzan los cables.

—¡A ver si tomáis cartas en este asunto de una puta vez! —le dice a Lado—. En los ocho años que llevo en este negocio, nadie ha recibido jamás ni siquiera un rasguño ¡y basta que me enganche con vosotros para que me roben y ahora me decís que ha habido un muerto!

—Tómatelo...

—Sois vosotros los que os lo tomáis con calma —dice Ben, clavando un dedo en el pecho de Álex—. Pensé que erais el puto cartel de Baja y que brindabais protección, pero parece que sois muy buenos secuestrando a niñas por la calle, pero cuando se trata de...

—Ya está bien —interrumpe Lado.

Ben cierra el pico, pero sacude la cabeza y se pone a andar delante de ellos.

Hace buen tiempo en Town Beach.

Hay gente bañándose.

Algunas mujeres altas, elegantes y musculosas juegan al voleibol. Sus músculos abdominales, a la vista, están tensos como tambores.

Los chicos juegan al baloncesto. Los homosexuales de mediana edad observan desde los bancos.

El sol brilla para todos.

Un día más en el Paraíso.

Álex lo alcanza.

—Quieres decir que no habéis tenido nada que ver...

—Lo que digo —dice Ben— es que, si esto sigue así, no quiero tener nada que ver con vosotros. Aunque hayamos hecho un trato, no voy a poner a mi gente en peligro. Si queréis lo que produzco, tenéis que garantizar nuestra seguridad; de lo contrario, se acabó. Y ya puedes llamar a la Reina para decírselo o, mejor aún, ponme con ella y se lo digo yo mismo.

—No creo que te convenga, Ben —dice Álex—. Recuerda que...

—Ya sé, lo recuerdo perfectamente —dice Ben y mira a Lado—. En cuanto a ponernos en entredicho, a vuestras necias acusaciones de que tenemos algo que ver con esta gilipollada, idos a la mierda, tú y la cabrona que te da de comer. Tampoco estoy dispuesto a aguantar más chuminadas de ésas.

—Tendrás que aguantar lo que nosotros digamos —dice Lado.

—Limítate a resolver tus propios problemas, ¿vale? —advierte Ben—. No te preocupes por mí. Yo me estoy ocupando del negocio.

Se aleja, cruza la autopista de la costa del Pacífico y los deja allí de pie.

185

Sal acude a Jesús.

De acuerdo en que es un chiste fácil, pero —¿qué le vamos a hacer?— así se llama.

Lo encuentran donde siempre: en el aparcamiento que hay detrás de la tienda de vinos y licores, cerca del túnel de lavado de coches, pasando el rato con otros cinco tíos de los 94, bebiendo cerveza y fumando
yerba
.

Son las once de la mañana y acaban de salir.

Ya hace tres años que Sal y Jumpy intentan entrar en los 94, pero los han dejado fuera. Jesús les dijo que no era como en los viejos tiempos, cuando, si vivías en el barrio, te hacían entrar; ahora tienes que llevar algo a la mesa,
m'hijo
. Tienes que aportar —¿cómo lo llamó Jesús?— activo.

—Hola, Jesús.

—Hola, hola, m'hijo.

186

Tiene veintitrés años, de los cuales ha pasado ocho entre rejas y tiene suerte de que no fueran más, después de toda su participación en las pandillas. Él y los demás miembros de los 94 defienden su territorio de otras pandillas mexicanas.

Lugares comunes, estereotipos, todo eso que se ve en las películas, las chorradas del ojo por ojo. A los doce años, Jesús ya tenía antecedentes penales. Molió a palos a otro chaval y el juez le vio los ojos impenitentes —¿arrepentirse, para qué?— y lo envió al correccional de menores de Vista, donde los chicos mayores lo obligaban a hacerles pajas y a mamársela, hasta que un día la rabia pudo más que el miedo y agarró a uno por los pelos, le golpeó la cabeza contra el muro de hormigón y se la dejó hecha un asco.

Sale, a golpes consigue entrar en los 94 —otra vez los lugares comunes, los estereotipos y todo eso que se ve en las películas—, a los trece años vende droga en la esquina, folla con
chuchas
de catorce años encima de colchones, en las casas donde se compra y se vende
crack
, lo pillan con
crack
en la mano, pero no delata a nadie y vuelve al correccional; lo que pasa es que para entonces él ya es uno de los chicos mayores —tiene antebrazos fornidos, manos grandes y ha aumentado de peso—, de modo que es uno de los que obligan a los menores a hacerle pajas y a mamársela; los mira con aquellos ojos sin vida y ellos le obedecen, hacen lo que él les dice.

Vuelve a salir, las guerras entre pandillas continúan, se limitan a liarse a tiros entre ellas —por el territorio de la droga, por venganza, por cualquier gilipollez— y un coche que pasa le clava una bala. Está pasando el rato en el jardín, fumando
yerba
, bebiendo cerveza, preparándose para mojar su
pitón
en el chochete dulce que tiene a su lado, cuando, ¡bang!, siente un dolor en el muslo y el chochete se pone a berrear, pero no como a él le gusta, y ve que le chorrea sangre por la pierna. Se acaba la cerveza antes de ir al hospital.

Cuando sale, dos semanas después y todavía con bastón, para vengarse hace que sus muchachos lo lleven delante de una casa del barrio de Los Treinta, saca el AK por la ventanilla y empieza a disparar. Le da a un Treinta, pero también alcanza, de rebote, a una
niña
de cuatro años, aunque eso a Jesús le importa un pimiento.

Los
prole
no lo pillan por eso, pero la tienen tomada con él, porque ahora es un
jefe
, y buscan la manera de empaquetarlo. Él la caga y les brinda la oportunidad: un
lambioso
se queda mirando a su chavala y Jesús pierde la chaveta y le revienta la cara, así que lo meten seis años en chirona.

Salvo por la comida y la falta de
chuchas
, a Jesús le gustaba la cárcel.

Hacía pesas, pasaba el rato con los mismos tíos con los que solía encontrarse en la esquina, luchaba contra los arios y los negratas, fumaba
yerba
, se pinchaba, se follaba a los mocosos y se hacía tatuajes. En chirona mató a dos tíos más, pero nunca le dijeron nada por eso. ¿Quién le iba a decir algo a Jesús? Desde su celda dirigía a los 94 o lo que quedaba de ellos. Ordenó tres asesinatos más en la calle y sus órdenes se cumplieron.

Volvió a salir, buscó a los 94 y vio que no quedaba gran cosa de ellos. Muchos de sus miembros habían muerto, había unos cuantos en el trullo y algunos eran
craquedos
y yonquis. El tema de las pandillas estaba acabado,
finito
.

Además, ya no es tan joven.

Los años pasan sin que uno se dé cuenta.

La gente no.

A la gente la machacan, la joden, y eso se nota.

De todos modos, ya ha cumplido su condena y ahora está fuera y ha regresado y dicen que la época de las pandillas se ha acabado, que ya nos hemos liquidado entre nosotros; hay algo de verdad en eso, pero también un poco de falsedad. Las pandillas vuelven —como bien dicen, el buen gusto nunca pasa de moda—, pero de otra forma.

Con más seriedad.

De forma comercial.

Ganando dinero.

Los abogados de la cárcel siempre pegaban la hebra con eso de «tomar las decisiones adecuadas». Cuando uno sale tiene que tomar las decisiones adecuadas para que no lo vuelvan a meter entre rejas.

Las decisiones adecuadas.

De modo que uno puede elegir entre matar por orgullo, por lealtad a una pandilla de mierda, por el territorio en general, por el territorio para vender droga o puede elegir matar por dinero.

Jesús elige matar por dinero.

Como dice el dicho: «Si haces lo que te gusta, no tendrás que trabajar ni un solo día de tu vida».

187

—¿Qué puedo hacer por vosotros, chavales? —pregunta Jesús.

Jesús es el
jefe
de los 94; les consiguió una pequeña
plaza
en Dana Point, con la idea de trasladarse al gran barrio mexicano de San Juan Capistrano.

Pero San Juan Capistrano es territorio de Los Treinta, de modo que Jesús busca apoyo en otra parte. Se ha puesto en contacto con un representante del mismísimo Azul, porque todo el mundo sabe que él va a salir ganando, y entonces Jesús quiere subir con el ganador. Trabaja para el Azul, para que así, cuando él se haga con el poder, conceda San Juan Capistrano a los 94.

Sal quiere jugar fuerte:

—En realidad, vamos a ver lo que podemos hacer el uno por el otro.

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