Salamina (65 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Aventuras, Histórico

BOOK: Salamina
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Temístocles se quedó pensativo un rato. Apolonia apenas podía verle el rostro, pues ella misma bloqueaba la luz de la lámpara con su cuerpo. Pero sentía su respiración, y el ritmo de su aliento le hablaba de cuál era el compás de sus pensamientos.

—Tengo la impresión de que mi momento ha pasado antes de llegar —dijo por fin.

—Eso no es cierto. Lo único que ocurre es que te lo han puesto más difícil. Pero tu momento llegará.

—¿Cómo estás tan segura?

—Se lo oí a tu madre. Y ella nunca se equivoca.

—Nunca se
equivocaba
.

—Es verdad. Lo siento.

—No te preocupes.

Hablaron un rato de Euterpe, comparando con pena lo que había sido y la ruina en que se estaba convirtiendo. Después, Temístocles le contó cosas sobre su padre, y también sobre su propia niñez. Apolonia nunca lo había visto con la lengua tan suelta, ni siquiera las pocas veces en que bebía de más y se achispaba. Pensó que debía aprovechar la ocasión, pues sólo en un momento de debilidad podía llegar al corazón de un hombre tan frío y controlado. Se le antojó que Temístocles era como un lobo herido, lamiéndose las llagas en su guarida, y le dejó hablar y hablar.

Por primera vez, él le relató la historia de su humillación en la escuela de Fénix, y Apolonia comprendió a qué se refería Euterpe antes cuando le dijo que sentía haberle pegado. Pero, aunque era evidente que para Temístocles se trataba de un recuerdo doloroso, ella no pudo evitar reírse.

—¿Es que no te indigna?

—¿Cómo va a indignarme? ¡Te dieron una zurra bien merecida! De todos modos, me habría encantado estar ahí para ver cómo a tu maestro le asomaba el rabo de la salamanquesa por la boca. ¡Menudo trasto estabas hecho! Está claro que Neocles es igual que tú.

En ese momento se dio cuenta y se mordió la lengua. Era la segunda vez que utilizaba el presente de un verbo en lugar del pasado. Pero él le dijo que no tenía importancia.

—Sé que tú también lo echas de menos.

Temístocles sorprendió a Apolonia con otra confesión. Sí, Neocles se parecía a él en lo inquieto, pero en nada más. De hecho, añadió, ninguno de los hijos que había tenido con Arquipa había heredado su inteligencia, ni tampoco su férrea voluntad.

—Creo que nuestras hijas van a ser mucho más espabiladas.

Ella pensaba lo mismo. Pero le sorprendía la frialdad con que Temístocles hablaba de sus vástagos varones. Cuando su mirada se posaba sobre alguien o sobre algo, era tan certera y analítica que a menudo resultaba cruel.

Después guardaron silencio durante un rato. Temístocles contuvo el aliento varias veces, como si estuviera a punto de decirle algo, pero no acababa de arrancar. Por fin se decidió.

—Estoy sopesando la idea de casarme contigo.

—¿Cómo?

—Voy a divorciarme de Arquipa. Ya sé que no tiene dote. No pienso mandarla a vivir con su hermano. No, voy a entregarle la casa de la ciudad, y le pasaré una renta suficiente para que viva con dignidad.

¿Y a mí qué me importa lo que le pase a Arquipa?
, pensó Apolonia. Pero se lo calló, y dijo en su lugar:

—No tienes por qué casarte conmigo, Temístocles.

—No te entiendo...

¿Qué esperaba, que se pusiera a dar brincos y a gritar como una ménade en las fiestas de Dioniso? «Sopesando la idea». Seguro que eso no lo había sacado de un poema amoroso de Safo.

—No sé si quiero ser una esposa ateniense. Me gusta cómo vivo ahora.

Temístocles se quedó desconcertado. Pero, cuando Apolonia le explicó que no quería renunciar a la libertad que le otorgaba el hecho de ser extranjera y concubina, le prometió que nada cambiaría entre ellos.

—Seguiremos siendo amantes.

A ella le gustó que utilizara esa palabra, a pesar de que llevaban varios años acostándose juntos y tenían dos hijas. Temístocles le pasó la mano por el vientre y las caderas. Mientras él la acariciaba, Apolonia pensó que había engordado un poco. En cambio, él seguía casi igual que cuando lo conoció. Claro que Temístocles no había tenido que parir. Después de los embarazos, la cintura de Apolonia ya no era tan estrecha como antes y se le habían quedado unas estrías blanquecinas en la piel. Pero procuraba cuidarse, y por eso daba esos largos paseos por la playa de Falero mientras Sicino la seguía cargando a las niñas sobre sus enormes hombros.

—¿Por qué quieres casarte conmigo? Soy extranjera, y además sólo sé parir niñas.

Apolonia quería escuchar algo que él jamás le había dicho.
Te amo.
Pero tampoco había concebido demasiadas esperanzas de oírlo, así que cuando él empezó a hablarle de la gratitud que sentía por cómo se estaba comportando con su madre tampoco la decepcionó demasiado.

—Cada uno es hijo de sus actos. Y los tuyos son nobles y desinteresados, Apolonia. Por eso quiero que tengas el reconocimiento que mereces como esposa legal. Pero te prometo que no controlaré tu vida ni te encerraré en el gineceo. Seguirás siendo la dueña de la casa.

Vista así, la oferta era tentadora. Sin embargo, Apolonia se negaba a dar su brazo a torcer tan pronto. No quería que Temístocles hablara de lo que ella se merecía ni de las ventajas que obtendría, sino de lo que sentía él.
Dime, por lo menos, que me necesitas.

Pero Temístocles volvió a sorprenderla. Se incorporó, se soltó la cadena del cuello y le enseñó el dije que colgaba de ella. Apolonia había observado que lo llevaba desde hacía un tiempo y que no se lo quitaba ni siquiera para bañarse.

—Acerca la lámpara. Quiero que lo veas bien.

Era una lámina de oro doblada por la mitad. Temístocles la abrió y le mostró la inscripción de su superficie. Apolonia sabía leer, pero los caracteres eran tan diminutos que apenas podía distinguirlos.

—¿Qué es?

Temístocles le explicó que aquella especie de amuleto estaba grabado en oro porque ese metal era el más noble, duradero e incorruptible, y también el antagonista del plomo que se usaba en las tablillas de maldiciones. Ya que el texto de la inscripción era precisamente lo contrario: una bendición para el más allá.

—¿Te acuerdas de mi último viaje a Italia?

Ella asintió. Temístocles había partido con una flota de trirremes para hacer maniobras, adiestrar a los remeros y, al mismo tiempo, concertar alianzas para la guerra inminente. En esto último no había tenido éxito, pues sólo había conseguido buenas palabras y vagas promesas de las ciudades griegas del sur de Italia. Pero durante su estancia conoció a un viejo anciano de Síbaris en cuyo honor había decidido ponerle el nombre de la ciudad a su hija pequeña. Ese hombre, llamado Zeuxis, lo había iniciado en sus misterios.

A Apolonia le sorprendió la convicción y seguridad que emanaban de las palabras de Temístocles. A veces ambos habían hablado de los misterios de Eleusis, un ritual en honor de Deméter y Perséfone que prometía un destino mejor para después de la muerte a quienes se iniciaran en ellos, hombres y mujeres de toda condición. Temístocles se mostraba más bien escéptico, y por eso no le había sugerido a Apolonia peregrinar a Eleusis como habían hecho muchas personas que conocían, empezando por Euforión el Nervios. Pero tal vez la enfermedad de Euterpe le había hecho cambiar de opinión: mientras le hablaba de aquel anciano se refería constantemente al olvido y la memoria, y Apolonia comprendió que temía sufrir el mismo mal que su madre.

Temístocles le reveló los misterios de Orfeo tal como se los había confiado a él Zeuxis. Apolonia se acurrucó contra su cuerpo, entrelazó sus piernas con las de él y se dejó arrullar por su voz. Él le contó cómo el músico tracio había bajado al Hades por amor, buscando a su esposa Eurídice, y cómo, gracias a su arte, había descubierto las fórmulas secretas para aplacar a los dioses infernales. Las horas fueron pasando. Apolonia estaba familiarizada con el mito de Orfeo, pero Temístocles se lo narró en todos sus pormenores, algunos de los cuales eran secretos sólo al alcance de los iniciados. Así conoció la verdadera geografía del inframundo: el prado de asfódelos donde se congregaban las almas de los muertos, el ciprés blanco, el río del Olvido, las aguas inflamadas en fuego del río Piriflegetón. Sobre todo, Temístocles hizo hincapié al explicarle lo que ocurría al cruzar las aguas en la barca del viejo Caronte y encontrarse ante los jueces infernales.

—Tienes que aprenderte bien estos versos —le dijo.

—¿Por qué?

—Si los pronuncias, te dejarán pasar por el sendero más escondido y angosto, que es el que lleva al Elíseo. Vamos, repítelos conmigo.

Insistieron varias veces, porque Apolonia no tenía tan buena memoria como él. No pudo evitar reírse un par de veces, sobre todo al repetir los absurdos versos finales:

Sálvame Brimó, ¡oh gran Brimó!

Andricepedotirso, Andricepedotirso, ¡oh gran Brimó!

—Tómatelo en serio. Es importante —la regañó Temístocles—. Sin esa contraseña final no podrás pasar. Tienes que aprenderlos ahora, por si no vuelvo vivo de Artemisio.

—¡No digas eso!

—En la guerra, la gente muere. No es nada extraordinario. Venga, quiero que te lo aprendas.

Por fin, ella consiguió repetir tres veces seguidas y sin equivocarse aquella especie de conjuro. Temístocles le prometió que, cuando tuvieran más tiempo, la llevaría a Italia para purificarla e iniciarla en los misterios de la forma apropiada. Pero de momento, mientras él partía hacia el norte, tendría que bastarles con eso.

Apolonia se dio cuenta de que Temístocles, sin reconocer de forma explícita que la amaba, se lo estaba demostrando. Lo que le ofrecía era un don muy valioso: vivir después de la muerte en un rincón selecto del reino lóbrego y gris gobernado por Hades.

Pero, sobre todo, lo que le ofrecía era vivir después de la muerte junto a él.

Cuando quisieron darse cuenta, el aceite de la lámpara se había apagado, pero el claror gris que precedía al amanecer empezaba a colarse en su escondrijo. Se levantaron y se vistieron, y bajaron de la nave. El hombre que vigilaba el brasero no era el mismo que estaba allí cuando subieron al trirreme. Pero el camarada que le había dado el relevo debía de haberlo puesto en antecedentes, porque los saludó disimulando a duras penas una sonrisilla. Salieron del cobertizo intentando mantener la compostura y se dirigieron hacia la puerta de la empalizada.

Antes de llegar a ella se toparon con Cimón. Venía acompañado por los mismos hombres con los que la noche anterior había aparecido en su casa para devolverle a Temístocles los diez talentos. El hijo de Milcíades puso gesto de sorpresa al verlos a ambos juntos en aquel lugar y a aquella hora tan temprana. Pero fue Temístocles quien le preguntó primero a él qué hacía allí.

—Obedecer tus órdenes —respondió Cimón—. ¿No querías que supervisara los trabajos de la flota? Vengo todas las mañanas.

—Ignoraba que mis órdenes te importaran tanto.

Cimón ordenó a sus sirvientes que se alejaran, y bajando la voz para que nadie pudiera oírlos, dijo:

—Vamos, Temístocles. Olvídate de la asamblea de una vez. Eso ya es trigo molido. Ahora hay que pensar en cómo vamos a combatir a los persas.

—¿Que me olvide? Va a ser difícil. Tu aparición en la asamblea será recordada durante muchos años.

Cimón se ruborizó un poco.

—Si te refieres a lo del remo, lo hice de corazón, Temístocles. Creo en la flota tanto como tú.

—Si es así, no debiste hacer caso a Calias. No sé qué trato te habrá ofrecido ese hombre para que le sirvas de vocero, pero no...

—Él no tiene nada que ver. Ya soy mayor para tomar mis propias iniciativas.

—Pues la primera iniciativa que has elegido es desastrosa. Por quitarme poder a mí, se lo has arrebatado a Atenas. Has cometido un error que acarreará consecuencias imprevisibles.

—No exageres, Temístocles. Más de la mitad de los barcos de la flota aliada son nuestros. Y esos barcos harán lo que tú digas.

—Esos barcos harán lo que nos deje hacer Euribíades.

—No creo que sea tan complicado. Tú sabes manipular a la gente mejor que nadie.

—Pues acabo de descubrir que tengo un discípulo aventajado.

—¡Vamos, sabes de sobra que en cuanto se reúna la flota aliada, se planteará la cuestión del mando! ¿Crees que los peloponesios consentirán que mandemos nosotros en vez de los espartanos? Imagínate lo que dirán, sobre todo los corintios. Es mejor ceder de buen grado. Cuando vean que hemos sido tan generosos, estarán más dispuestos a recibir tus sugerencias.

—No está mal. Al final me convencerás de que me has hecho un favor. Me imagino que si has propuesto el regreso de Arístides, también es para tenerme contento, ¿verdad?

—Tú me enseñaste que hay que tener a los enemigos cerca, ¿recuerdas? Y es imposible que tú odies a Arístides más de lo que yo odio a Jantipo.

Apolonia llevaba un rato atónita. Allí estaba Cimón, tratando de enredar con palabras al mismo hombre al que había traicionado, a su benefactor. Por fin, no pudo contenerse más.

—¿Por qué no te callas de una vez, Cimón? ¿A quién quieres engañar con esos argumentos?

—Es mejor que tú no intervengas —respondió él—. Puedes oír cosas que no te gusten.

Una patrulla se acercaba a ellos dando un sospechoso rodeo en su ronda de vigilancia. Temístocles les ordenó que se alejaran. Después se dirigió a Apolonia bajando la voz.

—Déjalo, Apolonia. Esto no es asunto tuyo.

—¡Quien es ingrato contigo, lo es también conmigo! Este hombre ha estado bajo nuestro techo y ha compartido nuestro pan. ¡Mira cómo nos paga!

—Tú no entiendes el juego de la política, mujer —dijo Cimón—. Ahí no existen la gratitud ni la ingratitud, sólo la conveniencia.

—¿Y la traición tampoco existe? ¿Es que en tu política apuñalar por la espalda es una acción loable?

—Apolonia... —insistió Temístocles.

—¡Déjame hablar! Este hombre es un traidor como su padre, que vendió a los eretrios. ¡Es capaz de hacer lo mismo con sus propios compatriotas! Cimón puso cara de asombro.

—¡Ah! ¿De modo que él te lo contó así? ¿Él te dijo que mi padre traicionó a Eretria? ¡Qué desfachatez!

—Dejadlo —dijo Temístocles, agarrando del brazo a Apolonia para apartarla de allí. Pero ella se lo sacudió de encima y se encaró de nuevo con Cimón.

—¿Qué quieres decir? ¿Qué estás insinuando?

—Vamos, Temístocles, dile de una vez la verdad.

—Es mejor que nos vayamos —respondió él, mirando a los lados—. Estamos dando un espectáculo.

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