Salamina (59 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Aventuras, Histórico

BOOK: Salamina
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—Bonita farsa.

Por el otro lado se presentaron diez lanceros persas de la guardia real, melóforos ataviados con caftanes púrpura de amplias mangas, tan largos y ceñidos a las piernas que apenas dejaban ver sus pantalones. Aunque los miembros de ese cuerpo iban a la batalla con arcos, en esta ocasión tan sólo traían lanzas y escudos en forma de ocho.

Los espartanos dejaron caer las capas al suelo. Para asombro de Artemisia, no llevaban coraza.

Tan sólo vestían unos sucintos taparrabos de cuero tan apretados que apenas dejaban lugar a la imaginación. Los diez eran especímenes soberbios, con los pectorales y abdominales tallados a cincel y untados de aceite para que su relieve resaltara más bajo la luz. Artemisia se descubrió imaginando que acariciaba aquellos músculos brillantes y, sin saber muy bien por qué, miró a la reina. Amestris también había puesto unos ojos como platos.

Cuando la música dio la señal para empezar, los diez hoplitas trabaron sus escudos, levantaron las lanzas por encima de los brocales y desafiaron a los melóforos al unísono con un gruñido gutural.

Los persas atacaron primero. Artemisia comprendió al instante que esos supuestos espartanos no debían ser tan siquiera griegos, pues la pequeña falange que habían improvisado se deshizo enseguida. El combate se libró en duelos singulares, entre las aclamaciones y rugidos de los comensales. Por la forma en que las lanzas persas resonaban en los escudos, Artemisia se dio cuenta de que no eran de madera, sino de bronce macizo. Debían de pesar el doble o el triple que un escudo normal, por lo que los espartanos los movían con torpeza y no podían evitar que las puntas romas de las armas persas golpearan una y otra vez sus cuerpos aceitados, ante el júbilo de los invitados.

La pelea estaba coreografiada con la perfección de una danza ritual. Cada ataque, cada finta y cada defensa se habían ensayado con precisión, y los combatientes se dejaban caer muertos cuando recibían cierto número de golpes o un lanzazo alcanzaba un órgano vital. Al final sólo quedó en pie un espartano contra siete persas. Cuando éstos hicieron ademán de abalanzarse sobre él, el superviviente arrojó el escudo y huyó. El arma era tan pesada que, a pesar de la alfombra, su caída resonó con estrépito.

Los comensales aplaudieron a rabiar y vitorearon a los lanceros, que formaron ante el rey Jerjes y le presentaron armas. A una señal del rey, diez hermosas jóvenes ofrecieron otras tantas torques de oro a los guerreros victoriosos.

—¿Te ha gustado la representación, Damarato? —preguntó el rey a su invitado cuando los lanceros y los espartanos abandonaron la tienda.

—Ha sido espectacular sin duda, majestad.

—Más espectacular será cuando los Diez Mil pongan en fuga a todos los espartanos —intervino Hidarnes, el jefe de aquel cuerpo.

—Tengo la impresión de que Damarato no está de acuerdo —dijo Jerjes—. Quizá quiera explicarnos por qué.

—¿Puedo hablar con sinceridad, majestad?

—Es lo menos que espero de un buen amigo como tú —respondió el monarca, en tono relajado.

—Esos hombres que han representado a los espartanos eran sin duda grandes guerreros. Pero no han combatido a la manera lacedemonia. De lo contrario, no habrían sido derrotados con tanta facilidad.

Al decir eso estaba siendo bastante cortés. Era evidente que si los supuestos espartanos habían perdido el simulacro de batalla era porque les correspondía ese papel en la pantomima. Aun así, Artemisia entendió lo que quería decir.

—Parece que te escuece la derrota de los tuyos, Damarato —volvió a intervenir Hidarnes. El jefe de los Diez Mil era un hombre jovial y algo zumbón, y además saltaba a la vista que había bebido ya unas cuantas copas de vino.

—Ya podéis imaginar cuánto aprecio siento por los espartanos. Me arrebataron el trono, me quitaron los privilegios que todos mis antepasados habían disfrutado y me convirtieron en un apátrida. Por suerte —añadió, dirigiéndose a Jerjes—, tu padre me acogió en su reino y en su generosidad me facilitó una hacienda de la que ahora vivo. Por eso mismo podéis confiar en que, cuando hablo de mis antiguos compatriotas, lo hago con objetividad. Os aseguro que en combate singular no son inferiores a nadie. Pero cuando cierran escudos en la falange, son los mejores guerreros que existen sobre la Tierra.

Aquella afirmación, cuando la tradujo el intérprete, provocó protestas y abucheos entre los comensales de la mesa real. Pero Jerjes levantó una mano, y todas las voces callaron.

—La razón para ello —prosiguió Damarato— es que combaten por la libertad de la que disfrutan y que les ha costado tanto conquistar. Y, sin embargo, aunque parezca paradójico, no son libres por completo. Pues todo su destino está supeditado a un dueño supremo.

—¿Y cuál es ese dueño? —preguntó Jerjes. Las palabras de Damarato habían despertado su interés.

—La ley. Una ley que ellos mismos se han otorgado desde hace generaciones, que todos aceptan libremente y a la que, en sus corazones, temen aún más de lo que tus súbditos te temen a ti.

Damarato se había enardecido hablando. Artemisia comprendió el porqué de su anterior gesto de amargura. En el fondo de su alma, por más que hubiera prosperado en Persia, seguía siendo un espartano que añoraba su patria.

—Por eso siempre cumplen lo que les manda la ley, y sobre todo este precepto, el más importante: no pueden huir jamás del campo de batalla, por fuertes y numerosos que sean los enemigos, sino que han de permanecer en sus puestos hasta vencer o morir. ¿Me permites ilustrar lo que digo con una breve historia, majestad?

—Será un gran placer, amigo —dijo Jerjes. A los persas les gustaba oír un buen relato tanto o más que a los griegos.

Lo que ahora iba a contar, explicó Damarato, sucedió muchos años antes, cuando él no había nacido. Pero era una historia de heroísmo que se narraba en los campamentos donde los niños espartanos empezaban a entrenarse a los siete años bajo la brutal disciplina instituida por Licurgo.

Él incluso la había oído a una edad más tierna, de labios de su madre. Pues las espartanas no educaban a sus niños con cuentos de terror sobre criaturas espantosas como Gorgo o Lamia, la mujer serpiente que chupa la sangre de sus víctimas. Ellas preferían inculcarles la disciplina narrándoles al calor del hogar ejemplos verdaderos de virtud y valor.

Esparta y Argos disputaban desde hacía tiempo por Tirea, un lugar de la comarca cerealística de Cinuria, vital para la subsistencia de las dos ciudades. Para evitar más muertes —por aquel entonces, Argos era una ciudad casi tan poderosa como Esparta—, se pactó que dirimirían el litigio haciendo combatir por cada bando a trescientos campeones escogidos. Además, lo harían lejos de ambas ciudades, en un paraje solitario; con ello impedirían que cualquiera de los dos ejércitos cayera en la tentación de auxiliar a los suyos si los veía derrotados.

Así pues, los paladines espartanos y argivos formaron frente a frente el día estipulado, y ambas falanges cargaron la una contra la otra. Cuando chocaron, el terrible momento del othismós en que, trabados los escudos, los hoplitas se alanceaban sobre los brocales mientras sus compañeros los empujaban desde atrás, se alargó durante horas sin que ningún bando cediera un palmo de terreno.

Los hombres morían en el sitio, los supervivientes pasaban por encima de sus cadáveres y, rotas las lanzas, acuchillaban a sus enemigos con las espadas, los golpeaban con piedras o les daban dentelladas cuando se quedaban sin armas.

—Por fin —prosiguió Damarato—, cuando cayó la noche, sólo quedaban en pie dos hombres, los argivos Alcenor y Cromio. Al verse dueños del campo, se retiraron de entre los cadáveres y marcharon a su ciudad a proclamar la victoria. Al día siguiente se presentaron los ejércitos de ambos bandos para conocer el resultado del duelo. Los argivos venían muy ufanos con sus dos supervivientes. Pero cuando llegaron, descubrieron que en el centro del campo de batalla se erigía un trofeo construido durante la noche con las corazas y los yelmos de sus hombres. Delante de él había una losa blanca, y uno de nuestros hoplitas aguardaba sentado y con la espalda recostada en ella. Cuando los heraldos se acercaron, comprobaron que el soldado estaba muerto. Había recibido múltiples heridas en las piernas y en el cuerpo; mas, pese a ellas, aún había tenido fuerzas para despojar varios cadáveres enemigos y levantar un trofeo que proclamaba la victoria de Esparta.

—Después de muerto —continuó Damarato—, el hoplita espartano seguía embrazando el escudo y conservaba la lanza, apoyada en las rodillas.

Tenía la mano derecha empapada en sangre, su propia sangre, con la que había escrito en la losa:

Otríadas, hijo de Alcidas, dice a sus camaradas lacedemonios: Obedeciendo vuestra ley, sin abandonar mi puesto ni arrojar mi escudo, erijo este trofeo con las armas despojadas a los enemigos muertos y se lo consagro a Ártemis y a Heracles victorioso.

Los de Argos sostenían que ellos eran los vencedores, puesto que habían sobrevivido dos de sus guerreros, mientras que los espartanos alegaban que Otríadas, aun malherido, había quedado dueño del campo de batalla y despojado de sus armas a los cadáveres argivos. Como no se pusieron de acuerdo, ambos ejércitos se enzarzaron en una segunda batalla, ahora general.

—Los dioses, como era de esperar, nos concedieron la victoria, pues nuestra causa era justa.

Aquel día cayeron más de tres mil argivos. Y, gracias al ejemplo de valor y disciplina de Otríadas, Argos jamás volvió a derrotar a Esparta. Por eso, majestad —añadió Damarato, señalando al broquel que el último superviviente de la pelea fingida había dejado caer sobre la alfombra—, nunca verás un escudo espartano en el suelo si no es al lado del cadáver de su dueño.

El rey aplaudió, sin asomo de ironía.

—¡Bravo, Damarato! Ojalá tus espartanos sean como los pintas, porque así resultarán unos enemigos dignos de mis hombres.

—No te decepcionarán, majestad.

—No dudo de que tus compatriotas combatirán con valor —intervino Mardonio—. Pero me temo que, cuando termine la batalla, no quedará ninguno para levantar un trofeo con nuestras armas.

—Puede que tengas razón, Mardonio. Pero eso, como todo, lo decidirán los dioses —respondió Damarato, y no añadió nada más.

Tras esta conversación, el rey se retiró, seguido por su esposa. El banquete continuó con una nueva tanda de manjares, aunque los estómagos estaban ya repletos y los paladares ahítos. Unas danzarinas ligeras de ropa empezaron a cimbrearse en el espacio que antes había servido de palestra y luego, sin dejar de bailar, se repartieron entre las mesas al son de flautas, crótalos y panderetas.

Ahora que ya no estaban ni Jerjes ni Amestris, Artemisia decidió que era un buen momento para retirarse. No estaba muy segura de en qué podía degenerar un festín persa, pero por la forma en que movían las caderas las bailarinas imaginaba que no sería muy distinto a un simposio griego.

Además, por debajo de la coraza tenía la túnica empapada de sudor. Una gota le acababa de resbalar, había llegado a sus riñones y estaba a punto de colarse justo entre sus nalgas. Por tarde que fuera, estaba deseando llegar a su propia tienda para desnudarse y darse un baño.

Cuando salió de la tienda, sus soldados la siguieron a regañadientes. Pensando que se merecían un poco de holganza, le dijo a Alexias:

—Elige a tres soldados para que vengan conmigo. Los demás pueden quedarse.

El joven tenía las mejillas coloradas y los ojos brillantes, pero conocía bien cuál era su deber.

Señaló a dos hombres, los que menos habían bebido, y se escogió a sí mismo como el tercero.

Fuera ya era de noche. Artemisia se volvió y miró hacia la tienda. Las luces del interior se traslucían a través de la gruesa lona y la hacían parecer una inmensa jaula llena de luciérnagas.

En ese momento, vio que Esquines salía por la puerta, casi corriendo.

—¡Espera, Artemisia! Artemisia suspiró y dijo a sus hombres:

—Alejaos un poco.

—¿Cuánto es un poco, señora? —preguntó Alexias.

¡Ah, cuánto tienes que aprender de tu padre!
, pensó Artemisia.

—Lo suficiente para que no oigáis lo que hablo.

—¡Entendido, señora! Cuando Esquines llegó a su altura, se compuso con cuidado los pliegues de la túnica y dijo:

—¿Por qué te marchas tan pronto, hermosa Artemisia? La parte más interesante del banquete está a punto de empezar.

—¿De veras? En ese caso deberías entrar de nuevo cuanto antes, para no perderte nada.

—Por placentera que sea la fiesta, prefiero disfrutar de tu compañía.

—Pues siento que va a ser por poco tiempo. Tengo sueño y me duele la cabeza.

—No mentía del todo. El poco vino que había bebido le estaba levantando algo de jaqueca.

Esquines se acercó más a ella. Olía a esencia de rosas y estaba masticando almáciga que no acababa de disimular su aliento a vino.

—¿Por qué te empeñas en rehuir mi compañía, Artemisia? Estás soltera, y sólo tienes un hijo. Te vendría bien un marido como yo, del que engendrar hermosos niños que se parezcan a los dos y nos acompañen en nuestra vejez.

—La compañía de los niños me aturulla. Con uno solo tengo más que de sobra. Y una cosa puedo asegurarte, Esquines: Artemisia de Halicarnaso jamás se volverá a casar. Ahora, si me disculpas...

Cuando se dio la vuelta para retirarse, él la agarró del codo. La primera tentación de Artemisia fue revolverse y darle un puñetazo, pero se contuvo.

—Escúchame un momento, Artemisia. Tengo una historia que contarte. Es breve, no tardaré mucho.

—Dime.

—Sabes que tengo buenas fuentes de información. Siempre me entero de todo lo que pasa a ambos lados del Egeo.

—¿De todo? —preguntó ella, enarcando una ceja.

—Bueno, tal vez de todo no, pero sí de lo más importante. Por ejemplo, a través de conductos bastante sinuosos ha llegado a mis oídos que la noche anterior a la batalla de Maratón, los atenienses recibieron la visita de un desertor jonio que les avisó de que la caballería ya no estaba en el campo. Eso les decidió a atacar a nuestros amigos los persas. Todos sabemos con qué resultados.

A pesar del calor, Artemisia empezó a notar los pies fríos.

—No sé por qué me...

—Ten paciencia, Artemisia. Al parecer, según mis informantes, una o dos noches antes ese mismo desertor había visitado ya el campamento ateniense. Pero esta vez no lo hizo como espía, sino como alcahuete, para concertar una cita sexual entre su jefe y, pásmate, nada menos que un general ateniense.

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