Salamina (2 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Aventuras, Histórico

BOOK: Salamina
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—¡Menuda tontería! Siéntate ahora mismo y no vuelvas a interrumpirme.

Fénix prosiguió con la clase. Aquellos días estaban aprendiendo de carrerilla los versos que narraban cómo Polifemo iba devorando uno por uno a los compañeros de Ulises, hasta que éste lo emborrachaba con vino puro y aprovechaba que el cíclope dormía la cogorza para dejarlo ciego.

Temístocles ya se sabía aquella historia, y de propina había memorizado las aventuras de Circe, Escila y Caribdis, las Sirenas y las vacas del Sol. Le gustaban mucho más los viajes y correrías de la
Odisea
que los combates de la
Ilíada
. Ya desde niño soñaba con recorrer el vasto mar, arribar a países desconocidos y escuchar las mil y una lenguas que se hablaban por el mundo. Y también admiraba más la astucia de Ulises que la ira ciega y brutal de Aquiles.

En un descanso del recitado, Fénix, sin levantarse de su cátedra, señaló a Arístides con el bastón.

—A ver, Arístides, ¿por qué crees que Ulises ciega a Polifemo? —Pues... porque Ulises le clava una estaca en el ojo —titubeó Arístides. De pronto pareció darse cuenta de un detalle y añadió con una sonrisa de aplomo—: Y como los cíclopes sólo tienen un ojo, se queda ciego.

—Muy buena conclusión, pero no me refería exactamente a eso. Quiero decir, ¿tú crees que Polifemo se merece lo que le ocurre? Arístides volvió a vacilar.

—Pues sí.

—¿Por haberse saltado los preceptos de la hospitalidad, por no respetar las leyes sagradas de Zeus Xenio, por su soberbia y su crueldad? ¿Por su
hybris
, en suma? Arístides se quedó un rato pensativo y, por fin, contestó:

—Pues sí.

El maestro abrió los brazos para dirigirse a todos los niños de la clase.

—¿Veis? He aquí cómo debéis aprender los versos del divino Homero. No basta con recitarlos de memoria y sin alma, como canta el gallo —Fénix señaló a Temístocles con un gesto elocuente—, sino que debéis comprender las enseñanzas que encierran para insuflarles nueva vida cada vez que los recitéis. Tomad ejemplo de vuestro compañero Arístides, que no se limita a memorizar sin más, sino que trata de sacar provecho de lo que lee.

Temístocles se mordió el labio, indignado por aquel favoritismo. Pero un mes antes, poco después de las fiestas Arreforias, había presenciado otro ejemplo aún más palmario de la predilección del maestro por Arístides.

Ese día hacía mucho calor, el cielo estaba tan bajo que difuminaba los perfiles de las sombras y en el aire flotaba una humedad pegajosa que presagiaba tormenta. Las moscas zumbaban rabiosas y asaeteaban a picotazos a los muchachos, tan inquietos como ellas. Mientras rascaban los trazos de las letras en sus dípticos de cera y trataban de aventar a las moscas, Fénix leía en voz baja los versos que tenía apuntados en un rollo de lienzo y que sus estudiantes iban a memorizar después. Al hacerlo, se acomodó a un lado, seguramente para descansar su rodilla mala. Aunque Arístides era de los alumnos más disciplinados, la ocasión de ver al maestro levantar una nalga debió parecerle irresistible, así que se llevó el dorso de la mano a la boca y soltó una sonora pedorreta, tan perfectamente sincronizada con el movimiento de Fénix que tal parecía que éste hubiera ladeado la cadera para aliviar los gases.

El propio Temístocles se había reído con los demás, pues lo cierto era que la broma de Arístides tuvo su gracia. No se lo pareció así al maestro, que se levantó de su asiento rojo de ira y vergüenza y aporreó el suelo con la contera del bastón para imponer silencio.

—¿Quién de vosotros ha sido? Sin dudarlo, Arístides se levantó. Por su gesto de estupor, era evidente que ni él mismo sabía qué espíritu o
daimon
maligno lo había impulsado a cometer aquella fechoría.

—He sido yo, maestro —dijo con voz firme.

Temístocles recordaba perfectamente cómo en el rostro de Fénix habían luchado la ira, el miedo y otra sensación que aún era joven para interpretar. El maestro había levantado el puño sobre la cabeza de Arístides; pero cuando parecía que iba a aporrearlo, abrió los dedos, los clavó entre los rizos dorados y le acarició la cabeza.

No tardaría mucho en enterarse Temístocles de que el maestro estaba enamorado de Arístides.

Pese a lo magro de sus ingresos, incluso le regalaba de vez en cuando un gallo con la vana esperanza de conseguir sus favores. Pero, por el momento, no sabía nada de aquello.

—Has dicho la verdad —dijo por fin Fénix, en tono suave—. Sí, has dicho la verdad a sabiendas de que podías recibir un castigo por tu trastada. Y lo has hecho porque sabes que la sinceridad es la mayor virtud, ¿cierto? Arístides había asentido, sin levantar la mirada.

—Por esta vez te perdono. Que os sirva de lección a todos —había añadido Fénix, dirigiéndose a los demás y apuntándoles con el bastón—. Un hombre de verdad, un caballero, un
kalos kagathós
debe reconocer sus errores y mantener su palabra. La verdad sólo os traerá bienes. Ningún mal os vendrá si sois sinceros.

Fue entonces cuando Fénix mencionó por primera vez el juramento de la Estigia. Temístocles, que quería ganarse también el favor del maestro, le pidió a su madre el medio óbolo con el que pagó al rapsoda del Ágora para que le recitara los versos de Hesíodo. Con oírlos una vez le bastó para aprenderlos de memoria, pero no había tenido ocasión de repetirlos hasta hoy. Y ahora, un mes después, comprobaba para su desesperación que había desperdiciado su tiempo y su dinero.

Pensó que, ya que la
Teogonía
no le había servido de nada, debía tomar medidas más drásticas para conquistar la estimación que merecía. ¿No le gustaban al gramatista los hombres que decían la verdad? Pues él le iba a demostrar que a sincero no lo ganaba ni Arístides ni ningún eupátrida. Y, de paso, iba a conquistar a los demás compañeros con su audacia.

Los niños almorzaban en la propia escuela y se turnaban entre ellos para llevarle al maestro comida de casa. Aquel día le tocaba a Euforión, que había traído un
énkhytos
, un suculento pastel frito de queso y sémola.

—No se lo des todavía —le dijo Temístocles a su amigo.

Mientras los demás abrían sus alforjas para sacar la comida, Temístocles salió corriendo al patio.

No tardó en localizar a la salamanquesa que solía ponerse en la pared norte y la golpeó con una rama, cuidando de darle de plano con las hojas para sólo aturdirla. Cuando cayó al suelo, la cogió entre ambas manos sin apretarla y, riéndose entre dientes de su propia ocurrencia, volvió a entrar en la escuela.

—Ahora se lo puedes dar —le dijo a Euforión.

—¿Qué vas a hacer? Ten cuidado, que te la puedes cargar.

—¿Qué te apuestas a que no? Euforión se rascó la sien y sacudió la cabeza a la izquierda un par de veces. Ya entonces había empezado a sufrir los tics que lo atormentarían de adulto y por los que se ganaría el mote de Nervios.

—No me apuesto nada —dijo—. Pero si te pillan, que conste que yo no sabía nada.

A regañadientes, Euforión se acercó al gramatista para llevarle su alforja. Cuando Fénix vio el
énkhytos
, se relamió y le brillaron los ojos, y más aún cuando Euforión le dio un cuenco con miel para que la echara por encima del pastel. Mientras el maestro colocaba su almuerzo sobre el taburete que le había traído su nieto a modo de mesa, Temístocles pasó de puntillas por detrás de él.

En un trípode de cobre, junto a la cátedra, Fénix tenía un pequeño cántaro de vino aguado del que bebía directamente. Aunque siempre le ponía una tapa para evitar que se colaran las moscas, el niño actuó con rapidez, la levantó y soltó la salamanquesa. Algunos lo vieron y se dieron codazos, disimulando las risas. Temístocles se sintió por un instante un pequeño caudillo y miró a Arístides con gesto desafiante.

Fénix tardó poco en zamparse el pastel. Después se chupeteó la miel de los dedos, se los terminó de limpiar en el borde de la túnica y se volvió a la derecha para tomar el cántaro. Un silencio como el que precede a la tormenta cayó sobre la clase.

La broma salió mejor de lo previsto. La miel debía haberle dejado áspera la garganta a Fénix, que destapó el cántaro, lo empinó y dio un largo trago. De pronto, su nuez se detuvo a medio camino entre la subida y la bajada y, con un grito de espanto, tiró al suelo el ánfora, que se hizo añicos sobre las losas. Durante un instante, la cola de la salamanquesa asomó por la boca del gramatista sacudiéndose como un minúsculo látigo. Después, Fénix escupió al reptil junto con un chorro de vino y tuvo que llevarse las manos al estómago para contener las arcadas.

Mientras los alumnos se desternillaban y el bichejo escapaba a puertos más seguros, Fénix, con el rostro púrpura, preguntó:

—¿Quién ha sido? Temístocles carraspeó y dio un paso al frente. Pero en el mismo momento en que con tono orgulloso respondía:
«Yo, maestro»
, una lamparita se encendió en su mente y comprendió de pronto que su recompensa no iba a ser un discurso sobre el valor de la verdad.

Para su mortificación, Fénix utilizó como ayudantes del castigo a sus peores enemigos: Arístides le agarró las manos mientras Jantipo el Pepino le levantaba la túnica. Estar allí con el trasero al aire era más humillante que si el maestro le hubiera ordenado desnudarse del todo. Fénix se desahogó a placer con una verdasca de olivo. Pero lo que más le dolió a Temístocles, mucho más aún que los golpes, fueron las carcajadas de sus compañeros, incluido el leal Euforión. Ni entonces ni nunca se le ocurrió pensar que, de haber estado en su lugar, él también se habría reído de la desgracia ajena.

Sólo supo ver que ellos, los eupátridas, se estaban burlando de él, el hijo de Neocles el mercader, y pensó que con sus risas le decían:
«Eres un vulgar demotes. Nunca serás de los nuestros».

Cuando Temístocles llegó a casa, Euterpe, su madre, que sabía interpretar hasta el menor de sus silencios, le preguntó qué le pasaba. El niño, que hasta entonces se había aguantado las lágrimas, rompió a llorar mientras se lo contaba. Su madre le soltó un bofetón, y con la turquesa engastada en el anillo le abrió una herida en el labio. Temístocles empalideció y contuvo el aliento.

—Nunca vuelvas a llorar por una desgracia —le dijo su madre con voz fría—. Puedes llorar de emoción al oír una oda, o de alegría por el bien de los tuyos. Pero jamás llores porque algo malo te ocurra.

—¿Por qué, madre? —Porque para eso eres hijo mío —repuso ella, levantando la barbilla con gesto principesco.

Euterpe, que tenía sangre caria, era prima carnal de Ligdamis, el tirano de Halicarnaso, y llevaba muy mal que su ilustre prosapia no le sirviera de nada en Atenas—. Ahora, cuéntame lo que ha pasado. Sin llorar.

Temístocles pensó que si la diosa Justicia existía, desde luego para él era ciega e incluso sorda.

Pero se tragó las lágrimas y le explicó todo a su madre. Euterpe amagó con levantar la comisura de la boca cuando escuchó lo del rabo de la salamanquesa, pero no llegó a sonreír, y al terminar el relato le dio de propina a su hijo otros dos guantazos: uno por la trastada y otro por ser tan estúpido de pensar que por confesar su delito se iba a salvar de las consecuencias.

Aquella noche, en su pequeña alcoba, Temístocles se quedó con los ojos abiertos mirando al techo, y entre las sombras de sus vigas volvió a ver las miradas burlonas de sus compañeros, sus rostros deformados por unas carcajadas casi demoníacas. Fue la primera vez que sufrió el insomnio que ya no lo perdonaría el resto de su vida. Y en las largas horas de aquella noche se juró a sí mismo que iba a demostrarles a los hijos de los eupátridas quién era él, Temístocles el hijo del mercader. Algún día, todos volverían a señalarlo con el dedo, pero esta vez sería con admiración.

Haré grandes cosas
, se prometió. Y, sin saber por qué, sus pensamientos volvieron a los persas y a las palabras de Fénix. Conque esos bárbaros tan sólo enseñaban a sus hijos a decir la verdad. Pues si era así, les enseñaban algo muy poco útil. El ya había comprobado en sus posaderas y en su rostro cuáles eran las consecuencias de decir la verdad, y había tomado nota para el futuro.

Los persas
, se repitió.
Los persas
... Cuando por fin se durmió, soñó con vastas llanuras y montañas nevadas, y vio ciudades de paredes jaspeadas y techos dorados que se extendían junto a la morada del Sol.

Y precisamente en aquel momento, mientras Temístocles soñaba con ellos, los persas clavaban sus ojos en Occidente. Por primera vez, las tropas de Darío, el Rey de Reyes, cruzaron el mar y plantaron en Europa sus lujosas tiendas y los alados estandartes de Ahuramazda para luchar contra los bárbaros tracios. Sin que los griegos lo sospecharan, la negra nube de una guerra como jamás habían concebido se cernía sobre ellos.

PRIMER ACTO

MARATÓN, 490 A. C.

Eretria, noche del 29 de agosto

A
polonia abrió los ojos y vio junto a su cama a la diosa, empuñando una lanza cuya punta de bronce rozaba las vigas de madera del techo. En la alcoba sólo ardía una lamparilla de aceite, pero la deidad resplandecía como una jarra de vidrio de Sidón alumbrada por una llama interior.

—Apolonia —le dijo—, toma a tu hija y a tus criados contigo. Huye de esta ciudad condenada si no quieres acabar tus días como esclava del persa en una villa remota junto a los pozos de betún.

Pues mis hijos, a los que esperabais, ya no vendrán a salvaros.

Apolonia intentó levantarse, pero su cuerpo estaba paralizado bajo la fina manta. Los enormes ojos almendrados de la diosa la miraron con tristeza.

—Mucho antes de que cante el gallo, unos traidores abrirán las puertas de Eretria al persa. Busca el barco de Temístocles, el ateniense, cruza el estrecho y acógete a la protección de mi ciudad.

Ahora, despierta, Apolonia.

La diosa levantó la lanza y luego golpeó en el suelo con fuerza. La contera arrancó un fogonazo de los tablones encerados, y la visión se esfumó.

Apolonia, liberada del marasmo del sueño, se incorporó en el lecho con un respingo.
Toma a tu hija contigo
. Al mirar a la izquierda y ver que la cuna no estaba allí, el corazón le dio un vuelco.

Luego recordó que ella misma había enviado a la pequeña Mnesiptólema a la habitación del aya, pues quería yacer con su marido.

Durante unos instantes permaneció así, jadeando y con el pecho dolorido, en la penumbra apenas iluminada por la minúscula llama de aceite. Después se dio cuenta de que los pezones se le habían endurecido como canicas y se tapó los senos con la manta. Corría el último mes del verano y las noches empezaban a ser más largas y frescas. O tal vez era el frío que emanaba de la diosa, una gelidez que había erizado la piel de Apolonia y había penetrado hasta su vientre. La visión había sido tan real que incluso había dejado en el aire el olor punzante que anuncia la tormenta.

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