Sáfico (35 page)

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Authors: Catherine Fisher

Tags: #Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

BOOK: Sáfico
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—Pero podría ser cierto. ¿Qué sabemos nosotros? Aunque al mismo tiempo, podríamos saberlo… Podríamos lograr entender todas las cosas en un instante.

Attia se retorció para mirarlo. Estaba tumbado en el agua cuan largo era. Y tenía el Guante en la mano.

—¡No! —susurró Attia.

Rix alzó la cabeza y su rostro se había iluminado con esa pícara emoción que Attia había aprendido a temer. Y entonces se puso a gritar; su voz los ensordeció en aquel asfixiante espacio.

—¡VOY A PONERME EL GUANTE! ¡CONOCERÉ TODOS LOS SECRETOS!

Keiro estaba junto a Attia, con el cuchillo en la mano.

—Esta vez me lo cargo. Te juro que me lo cargo.

—¡COMO EL HOMBRE DEL JARDÍN!…

—¿Qué jardín, Rix? —preguntó Attia intentando mantener la calma—. ¿Qué jardín?

—El que había en algún rincón de la Cárcel. Ya sabes.

—No lo sé. —Attia había rodeado con la mano la muñeca de Keiro para obligarlo a permanecer quieto—. Cuéntamelo.

Rix acarició el Guante.

—Había un jardín en el que crecía un árbol de manzanas doradas, y quien comiera una, lo sabría todo. Así que Sáfico trepó por la verja y mató al monstruo de muchas cabezas y cogió la manzana, porque quería saberlo todo, ¿no lo ves, Attia? Quería saber cómo Escapar.

—Muy bien. —Attia había retrocedido con el cuerpo contorsionado. Estaba muy cerca del rostro marcado de Rix.

—Y una serpiente salió de la hierba y dijo: «Vamos, a ver si te atreves a comer esa manzana». Y entonces Sáfico se detuvo en pleno mordisco, porque supo que la serpiente era Incarceron.

Keiro gruñó:

—Deja que…

—Aparta el Guante, Rix. O dámelo.

Sus dedos acariciaron las duras escamas.

—Y porque si comía la manzana, sabría lo pequeño que era. Comprendería que era insignificante. Se vería como una mota de polvo en la inmensidad de la Cárcel.

—Entonces, ¿no se la comió?

Rix miró a Attia fijamente.

—¿Qué?

—En la historia del libro… No se la comió.

Se produjo un silencio. Algo pareció cruzar la expresión de Rix. Luego, frunció el ceño mirando a Attia y se escondió el Guante en el interior de la capa.

—No sé de qué me hablas, Attia. ¿Qué libro? ¿Por qué no avanzamos?

Attia lo observó un instante y después azuzó a Keiro con un pie. A regañadientes, Keiro reanudó la marcha. El arrebato había terminado, pero la chica había olido el peligro. Fuera como fuese, pero sin tardanza, Attia tenía que quitarle el Guante a Rix, antes de que el mago fuera demasiado lejos.

Sin embargo, cuando Attia se agarró de la mugre embarrada y se recompuso, dispuesta a seguir a Keiro, tocó sus botas delante de ella: Keiro no se movía.

Levantó la mirada y vio la antorcha que brillaba al final del túnel.

Habían llegado a una bóveda redonda salpicada de piedras en forma de ménsula, con una única gárgola que los observaba con lascivia, sacando la lengua sin ningún pudor. El agua salía a chorro por su boca, un líquido viscoso y verde que bajaba por las paredes.

—¿Qué es esto? ¿El final? —Attia estuvo tentada de dejar caer la frente en el agua—. ¡Ni siquiera podemos darnos la vuelta!

—El final del túnel. Pero no el final del camino. —Keiro había contorsionado la espalda y miraba hacia arriba. Unas gotas le chorreaban por el pelo—. Mira.

En el techo, justo encima de él, había un agujero, como el tiro de una chimenea. Era circular y estaba rodeado por letras, extraños signos en un idioma que Attia no comprendía.

—Son letras en lengua Sapient. —Keiro se agachó al notar que las chispas de la antorcha caían sobre su cara—. Gildas se pasaba el día escribiéndolas. Y mira eso.

Un águila. A Attia le dio un vuelco el corazón cuando vio la misma marca que Finn llevaba en la muñeca, con las alas extendidas y una corona alrededor del cuello.

Directamente por el centro del agujero, descendía una escalera de mano hecha con cadenas, cuyos últimos eslabones colgaban a pocos centímetros de la mano de Keiro. Mientras la observaban, osciló ligeramente por las vibraciones que procedían de arriba.

La voz de Rix sonó tranquila en la oscuridad que se cernía tras ellos.

—Bueno, trepa de una vez, Aprendiz.

No había ningún establo.

Jared estaba en el centro del claro del bosque y miraba a su alrededor aturdido.

Ni establo ni plumas. Lo único que había en el suelo era un círculo abrasado, que en otra época podría haber sido el rastro ennegrecido de una hoguera. Caminó alrededor del círculo. Los helechos eran tupidos y se rizaban a la luz del amanecer; las telas de araña, que parecían cunas de lana amalgamadas con rocío, llenaban todas las rendijas que quedaban entre los tallos y las hojas.

Se lamió los labios secos y después se pasó la mano por la frente, por la nuca.

Debía de llevar allí un día, o tal vez dos, acurrucado en la manta, delirante, mientras el caballo olfateaba y rumiaba hojas, deambulando sin rumbo por los alrededores.

Tenía la ropa empapada de humedad y sudor, el pelo lacio, las manos llenas de picaduras de insectos, y además, no paraba de temblar. Sin embargo, se sentía como si dentro de él se hubiese abierto alguna puerta, como si hubiese cruzado algún puente.

Regresó junto al caballo, sacó la bolsita en la que guardaba la medicación y se puso de cuclillas mientras valoraba qué dosis tomar. Entonces se inyectó la fina aguja en la vena, notó el latigazo agudo que siempre le provocaba un rechinar de dientes. La extrajo, la limpió y la guardó. Luego se tomó el pulso, empapó un pañuelo de rocío y se lavó la cara. Sonrió ante el repentino recuerdo de una de las sirvientas del feudo, que le había preguntado una vez si el rocío iba bien para el cutis.

No sabía si el rocío iba bien para el cutis, pero por lo menos estaba frío y limpio.

Cogió las riendas del caballo con una mano y trepó a lomos del animal.

No habría podido sobrevivir a una fiebre tan alta sin calor. Y sin agua. Pensó que debería estar muerto de sed, y no lo estaba. Aunque al mismo tiempo, por allí no había pasado nadie.

Mientras azuzaba al caballo para que galopara, pensó en la poderosa visión; en si Sáfico había sido un producto de su mente o un ser real. Nada era así de sencillo. En la Biblioteca existían estanterías llenas de textos que reflexionaban sobre los poderes de la imaginación visionaria, de la memoria y los sueños.

Jared sonrió lánguidamente a los árboles del bosque.

Para él, había ocurrido. Y eso era lo que importaba.

Cabalgó sin descanso. Al mediodía ya había llegado a las tierras del Guardián, agotado, pero sorprendido por su propia resistencia. Al llegar a una granja, se bajó de la montura algo entumecido y aceptó la leche y el queso que le ofreció el granjero, un hombre robusto que no dejaba de sudar y que parecía nervioso, pues tenía la mirada siempre perdida en el horizonte.

Cuando Jared quiso pagarle, el hombre insistió en que no.

—No, Maestro. Una vez un Sapient curó gratis a mi esposa y nunca he olvidado el gesto. Pero os daré un consejo. Daos prisa en llegar a vuestro destino, sea cual sea. Por aquí las cosas se están poniendo feas.

—¿Feas? —Jared se lo quedó mirando.

—Me he enterado de que lady Claudia está condenada. Y también ese mozo que va con ella, el que dice que es el príncipe.

—Es que es el príncipe.

El granjero hizo una mueca.

—Lo que vos digáis, Maestro. La política no es lo mío. Pero lo que sí sé es esto: la reina ha movilizado un ejército, y puede que a estas horas ya hayan llegado al feudo del Guardián. Ayer sus soldados me quemaron tres graneros aislados y mataron parte de mi ganado. Escoria de ladrones.

Jared lo penetró con un terror gélido en la mirada. Agarró el caballo y dijo:

—Señor, os agradecería que no dijerais que me habéis visto. ¿Me explico?

El granjero asintió.

—En estos tiempos revueltos, Maestro, el silencio es lo más sensato.

Al Sapient le había entrado miedo. Continuó su andadura con más cautela, avanzando siempre que era posible campo a través y por caminos de herradura, o trotando por senderos estrechos protegidos por arbustos altos a ambos lados. Llegado a un punto, mientras cruzaba un camino más ancho, vio huellas de cascos y carromatos; los profundos surcos de las ruedas indicaban que cargaban con material de hierro pesado. Acarició la gruesa melena del caballo.

¿Dónde estaba Claudia? ¿Qué había pasado en la Corte?

A última hora de la tarde llegó a un camino que se adentraba en un bosquecillo de hayas en lo alto de una colina. Los árboles estaban en calma, sus hojas mecidas levemente por la brisa, repletos de las humildes melodías de unos pájaros invisibles.

Jared bajó del caballo y se quedó un momento de pie, para permitir que el dolor de la espalda y las piernas remitiera. Entonces ató el caballo a un tronco y anduvo con precaución por el lecho de hojas de bronce, que le llegaba hasta el tobillo con su crujido susurrante.

Bajo las hayas no crecía ningún arbusto; se desplazó de un árbol a otro, extrañado, pero lo único que salió a su encuentro fue un zorro.

—Maestro Zorro —murmuró Jared.

El zorro se detuvo un segundo. Luego se dio la vuelta y se alejó trotando.

Más tranquilo, Jared se acercó al límite del hayedo y se agazapó junto a un tronco ancho. Con cuidado, miró por detrás del árbol.

Había un ejército acampado en la parte más ancha de la colina. Siguiendo el perímetro de la casa solariega del Guardián, había tiendas y carros y destellos de armaduras. Escuadrones de caballería montaban guardia en un arrogante despliegue de fuerzas; una masa de soldados cavaba una trinchera muy grande en las amplias extensiones de hierba.

Jared suspiró abatido.

Vio más hombres que llegaban por los caminos; soldados con picas encabezados por varios tamborileros y un chico que tocaba el pífano, con su silbido aflautado, que se oía desde la cima de la colina. Las banderas ondeaban por todas partes, y hacia la izquierda, bajo un brillante estandarte con la rosa blanca, un grupo de hombres sudorosos se esforzaban por levantar una carpa imponente.

La tienda de la reina.

Miró en dirección a la casa. Las ventanas estaban cerradas, el puente levadizo totalmente elevado. En el tejado de la torre de entrada resplandecía el metal; pensó que seguramente habría hombres allí, y que tal vez hubieran preparado también el cañón ligero y lo hubieran trasladado a las almenas. En su propia torre había alguien escondido tras el parapeto.

Soltó el aire contenido y se dio la vuelta, para sentarse con las rodillas hacia arriba entre las hojas muertas.

Menudo desastre. Era imposible que el feudo del Guardián resistiera un ataque continuado de esa clase. Tenía muros recios, pero era un caserío fortificado, no un castillo.

Lo más probable era que el propósito de Claudia fuese simple mente ganar tiempo. Seguro que tenía pensado utilizar el Portal.

La imagen lo agitó; se puso de pie y empezó a pasear. ¡Claudia no tenía ni idea de los peligros que comportaba el mecanismo! Jared tenía que entrar en el feudo antes de que la chica intentara hacer alguna locura.

El caballo relinchó.

Jared se quedó petrificado, oyó el roce tras de sí, los pasos que hacían crujir las hojas secas.

Y luego la voz, algo burlona:

—Vaya, Maestro Jared. ¿No se suponía que estabais muerto?

—¿Cuántos? —preguntó Finn.

Claudia tenía un visor que ampliaba las cosas. En ese momento miraba a través de él y contaba.

—Siete. Ocho. No estoy segura de qué es ese artefacto a la izquierda de la tienda de la reina.

—Dejadlo, da igual. —El capitán Soames, un hombre bajo y fornido, parecía taciturno—. Ocho piezas de artillería bastarían para hacernos picadillo.

—¿Qué tenemos nosotros? —preguntó Finn en voz baja.

—Dos cañones, mi lord. Uno auténtico de la Era y el otro, una amalgama de metales… Es muy probable que explote cuando intentemos dispararlo. Ballestas, arcabuces, lanceros, arqueros. Diez hombres con mosquetes. Y unos ocho de caballería.

—He vivido combates más desiguales —dijo Finn mientras pensaba en algunas de las emboscadas que se habían aventurado a hacer los Comitatus.

—No lo dudo —dijo Claudia con amargura—. Y ¿cuántas bajas hubo?

Él se encogió de hombros.

—En la Cárcel no contaba nadie.

A sus pies sonó una trompeta, una vez, dos, tres. Con un estruendoso chirrido de los engranajes, el puente levadizo empezó a descender.

El capitán Soames se dirigió a la escalera de caracol.

—Permaneced aquí. Y preparaos para subir el puente si doy la orden.

Claudia bajó el visor.

—Nos miran. Ninguno de ellos se mueve.

—La reina no ha llegado todavía. Uno de los hombres que entraron anoche dice que el Consejo y la reina han aprovechado para hacer una visita real por sus dominios con el fin de presentar al Impostor; están en Mayfield, y llegarán en cuestión de horas.

El puente levadizo retumbó como un trueno al tocar el suelo. La bandada de cisnes negros que había en el foso se alborotó y nadó hasta la zona arbustiva entre chapoteos.

Claudia se inclinó sobre las almenas.

Las mujeres empezaron a salir despacio con bultos cargados a la espalda. Algunas de ellas llevaban niños en brazos. Las adolescentes caminaban agarrando a sus hermanos más pequeños. Se dieron la vuelta y saludaron con la mano hacia la torre. Tras ellas, en un carro inmenso movido por el caballo de tiro más fuerte del que disponían, iban sentados con porte estoico los sirvientes más ancianos que iban a abandonar el feudo. Se mecían al compás con cada bache del puente de madera.

Finn contó veintidós.

—¿Ralph también se marcha?

Claudia se echó a reír.

—Se lo ordené. Y me dijo: «Sí, mi lady. Y ¿qué deseáis cenar esta noche?». Cree que este edificio se derrumbaría sin su presencia.

—Ralph, igual que todos nosotros, sirve al Guardián —intervino el capitán Soames—. No quisiera faltaros al respeto, mi lady, pero el Guardián es nuestro amo y señor. Durante su ausencia, debemos guardar su casa.

Claudia frunció el entrecejo.

—Mi padre no es merecedor de ninguno de vosotros.

Pero lo dijo en voz tan baja que únicamente Finn lo oyó.

Una vez que Soames se hubo marchado para supervisar cómo levantaban de nuevo el puente, Finn se acercó a Claudia y observó a las chicas y mujeres, que se aproximaban con pasos cansados a la zona donde estaba el campamento de la reina.

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