Sáfico (28 page)

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Authors: Catherine Fisher

Tags: #Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

BOOK: Sáfico
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—¡Allí! —gritó Keiro.

Attia dirigió la mirada hacia la oscuridad, pero fuera lo que fuese lo que aterraba a los otros dos, era invisible a sus ojos. El puente temblaba, como si un gigantesco amo hubiera puesto los pies en él, como si la procesión en masa del grupo de Ro hubiera despertado a aquella cosa, hubiese provocado una frecuencia que hacía retemblar el viaducto, que se fracturaba con ondas imposibles.

Entonces las vio.

Unas siluetas del tamaño de un puño, oscuras y redondas, avanzaban reptando entre las vigas y las mallas, sobre las hojas de hiedra. Al principio no se le ocurría qué podían ser. Luego, con un escalofrío espeluznante que le recorrió la piel, cayó en la cuenta de que eran Escarabajos, millones y millones, los carnívoros de la Cárcel, que todo lo devoraban. El viaducto estaba infestado de Escarabajos; llegaban con un sonido nuevo y terrible, el crujido ácido del metal al disolverse, el roce de sus caparazones duros y sus pequeñas pinzas que cortaban el acero y el alambre.

Attia le arrebató el trabuco a la chica que tenía más próxima.

—¡Reunid al grupo! ¡Que bajen todas!

Pero para entonces, las Cygni ya se habían puesto en marcha, vio que desenrollaban varias escaleras de mano que se perdían hacia el abismo, con los travesaños azotándose como un látigo adelante y atrás.

—Ven con nosotras —insistió Ro.

—No puedo dejarlo solo.

—¡Tienes que hacerlo!

Los trabucos empezaron a disparar; Attia miró hacia abajo y vio que Keiro se había encaramado por la hiedra y daba unas patadas salvajes a uno de los Escarabajos que había conseguido llegar hasta él. El engendro cayó al abismo con un repentino chillido agudo.

Dos de esas cosas surgieron de entre las hojas, a los pies de Attia. Retrocedió, mirándolas fijamente, y vio que el metal que quedaba bajo sus patas empezaba a humear y corroerse rápidamente, mientras la superficie empalidecía y se volvía negra. Al momento quedó convertida en polvo.

Ro les disparó y salvó de un salto el agujero que había perforado.

—¡Attia! ¡Vamos!

Podía obedecerla. Pero si lo hacía, no volvería a ver a Finn. No vería las estrellas.

Attia contestó:

—Adiós, Ro. Da las gracias a las demás de mi parte.

El humo empezó a levantarse entre ambas, difuminando el mundo. Ro le dijo:

—Veo que te aguarda un futuro oscuro y dorado, Attia. Veo a Sáfico abriendo la puerta secreta para ti. —Retrocedió un paso más—. Buena suerte.

Attia quería añadir algo más, pero las palabras se le atascaron en la garganta. En lugar de hablar, levantó el arma y disparó una ráfaga histérica a los Escarabajos que se acercaban como un enjambre hacia ella. Estallaron en una llamarada azul y morada, una explosión de circuitos que chisporroteaban.

—¡Esto sí que me gusta! —exclamó Keiro, que había trepado por la hiedra y ahora se daba impulso por el lateral del viaducto, con el Guante ajustado en el cinturón. Alargó la mano para coger el arma.

Attia retrocedió.

—Esta vez no.

—¿Qué vas a hacer? ¿Matarme?

—No me hace falta. Ya lo harán ellos.

Keiro observó los infatigables insectos brillantes que devoraban el viaducto, y la cara, muy seria, se le encendió. El puente ya estaba maltrecho; pedazos de estructura iban cayendo hacia las profundidades insondables. El hueco que quedaba entre ellos y las escaleras vacías de las Cygni había crecido demasiado para sortearlo de un salto.

Keiro se dio la vuelta.

La malla se estremeció; una vibración provocó una enorme fractura que se extendió por las vigas cuarteadas. Con un sonido que recordó un disparo, los remaches y los tornillos salieron despedidos.

—No hay salida.

—Sólo hacia abajo. —Attia asomó la cabeza—. ¿Crees que… si escaláramos…?

—Se derrumbaría antes de que hubiéramos llegado a la mitad. —Keiro se mordió el labio y después chilló mirando hacia lo alto—. ¡Incarceron! ¿Me oyes?

Si lo hizo, no contestó. Bajo los pies de Attia, el metal empezó a separarse.

—¿Ves esto? —Keiro sacó de un tirón el guante de piel de dragón—. Si lo quieres, procura mantenerlo a salvo. Tendrás que atraparlo. ¡Y a nosotros primero!

El viaducto se partió por la mitad. Attia se resbaló e intentó recuperar el equilibrio separando los pies. La escarcha caía en cascada desde las vigas; un tremendo aullido roto y tenso recorrió la estructura. Los puntales de metal cedieron.

Keiro la agarró por el brazo.

—Hay que arriesgarse —le susurró al oído.

Y antes de que Attia pudiera gritar de terror, Keiro se había tirado por el borde arrastrándola a ella.

Claudia estudió las distintas máscaras. La primera era un antifaz colombino con centelleantes zafiros azules, adornado con una pluma azul. La segunda era una máscara de gato en seda blanca, con elegantes ojos rasgados y bigotes de alambre plateado. Tenía un ribete de pieles. Después cogió una careta de diablo rojo que había encima de la cama, pero había que sujetarla con un palo, así que no le servía. Esa noche tenía que ocultarse lo mejor posible.

Así pues, eligió el gato.

Se sentó con las piernas cruzadas apoyándose en el cabezal de la cama y le dijo a Alys:

—¿Has empaquetado todo lo que necesito?

Su ama de llaves, que estaba doblando ropa, frunció el entrecejo.

—Claudia, ¿estáis segura de que la idea es sensata?

—Sensata o no, nos vamos.

—Pero si el Consejo determina que Finn es el príncipe…

Claudia levantó la mirada.

—No lo harán. Y lo sabes.

Por debajo de ellas, en los salones y las cámaras del palacio, los músicos ensayaban para la fiesta. Leves chirridos, acordes y escalas de notas se propagaban por los pasillos.

Alys suspiró.

—Mi pobre y querido Finn… Le he cogido cariño, Claudia. A pesar de que su ánimo es tan voluble como el vuestro.

—Yo no soy voluble, soy práctica. Finn todavía está atrapado en su pasado.

—Echa de menos a ese chico, Keiro. Un día me contó todas sus aventuras. Por sus palabras, la Cárcel parecía un sitio horrible y aun así… Bueno, creí verlo triste al recordar lo vivido. Nostálgico. Como si allí…

—¿Fuera más feliz?

—No. No exactamente. Como si allí su vida fuera más real.

Claudia resopló.

—Lo más probable es que te contara un montón de mentiras. Nunca repite la misma historia dos veces. Jared dice que aprendió a comportarse así para poder sobrevivir.

La mención de Jared las silenció a ambas. Al final, Alys preguntó con cautela:

—¿Habéis sabido algo del Maestro Jared?

—Supongo que está demasiado ocupado para contestar a mi carta.

Sonó a la defensiva, incluso ante sus propios oídos.

Alys abrochó las correas que cerraban la bolsa de piel y se apartó un pelo de la cara.

—Confío en que se cuide mucho. Seguro que en la Academia hay unas corrientes de aire tremendas.

—Te preocupas por él —le recriminó Claudia.

—Por supuesto. Todos deberíamos preocuparnos.

Claudia se puso de pie. No quería angustiarse por eso ahora, ni quería tener que enfrentarse a la pérdida de Jared. Y las palabras que había dicho Medlicote la abrasaban por dentro. Nadie podía comprar a Jared. Tenía que convencerse.

—Abandonaremos el baile a medianoche. Asegúrate de que Simon nos esté esperando con los caballos. Alejado de todo el alboroto que se montará cerca del arroyo, pasado el Gran Prado.

—Lo haré. Pero ¿y si lo ven?

—Que diga que está entrenando a los caballos.

—¿A medianoche? Claudia…

La chica frunció el entrecejo.

—Bueno, pues si hace falta, que se esconda en el Bosque y punto. —Cuando vio la alarma en los ojos de Alys, levantó una mano—. ¡Y no se hable más!

Si quería lucir la máscara de gato, tenía que ponerse el vestido de seda blanco, que era farragosamente pesado. Pero por lo menos, debajo de la falda podría llevar los pantalones de montar oscuros, y si tenía calor, ya se aguantaría. Las botas y la casaca estaban en la bolsa. Mientras Alys se quejaba de los innumerables corchetes del vestido, Claudia pensó en su padre. Su máscara habría sido muy sencilla: un antifaz de terciopelo negro, que habría llevado con un leve aire de sorna en sus ojos grises. No bailaba nunca, pero se habría quedado de pie junto a la chimenea, con suma elegancia, y habría charlado, saludado a los invitados y observado cómo Claudia bailaba el minué y la gavota. Hizo un mohín. ¿Lo echaba de menos? Sería ridículo.

Sin embargo, había algo que provocaba que el Guardián se introdujera en sus pensamientos, y mientras Alys ataba el último lazo de raso del vestido con una fuerte lazada, Claudia cayó en la cuenta de que era su retrato, que la miraba desde la pared.

¿Su retrato?

—Uf. —Alys dio un paso atrás, sofocada—. Ya no puedo hacerlo mejor. Ay, qué guapa estáis, Claudia. El blanco os favorece…

Alguien llamó a la puerta.

—Adelante —dijo Claudia.

Y apareció Finn. Ambos se miraron a los ojos.

Por un instante ni siquiera estaba segura de si era él. Iba vestido con un traje de terciopelo negro con ojales plateados, y llevaba una máscara negra y el pelo recogido con un lazo oscuro. Sí, por un instante habría podido ser el Impostor, hasta que abrió la boca:

—Estoy ridículo.

—Estás bien.

Se dejó caer en una silla.

—A Keiro le encantaría este lugar. Aquí estaría en su salsa, los cortesanos lo adorarían. Siempre decía que sería un gran príncipe.

—Nos llevaría a la guerra en menos de un año. —Claudia miró a la criada—. Por favor, déjanos solos, Alys.

Alys se aproximó a la puerta.

—Buena suerte a los dos —dijo con aprecio—. Nos vemos en el feudo del Guardián.

Una vez que se hubo marchado, ambos prestaron atención a los instrumentos a medio afinar. Al final, fue Finn quien dijo:

—¿Se marcha ya?

—Ahora mismo, con el carruaje. Un señuelo.

—Claudia…

—Espera.

Sorprendido, vio que la chica se había acercado a un retrato pequeño que había colgado en la pared, un hombre con jubón oscuro.

—¿Es tu padre?

—Sí. Y ayer no estaba aquí.

Finn se puso de pie y cruzó la habitación para colocarse detrás de ella.

—¿Estás segura?

—Convencida.

El Guardián los miraba fijamente. Sus ojos tenían esa seguridad fría y apacible que Finn recordaba, el aire ligeramente socarrón que Claudia también presentaba a menudo.

—Eres igual que él —dijo Finn.

—¡Cómo voy a ser igual que él! —Su acritud lo sobresaltó—. No es mi verdadero padre, ¿es que se te ha olvidado?

—No me refería a eso… —Sin embargo, pensó que era mejor no decir nada más sobre el tema—. ¿Cómo ha llegado aquí?

—No lo sé.

Claudia alargó los brazos y descolgó el cuadro. Parecía óleo sobre lienzo, y el marco daba la impresión de estar carcomido por las termitas, pero cuando le dio la vuelta, la chica descubrió que en realidad era de plastiglas y que el cuadro era una hábil reproducción.

Y pegada al reverso del cuadro había una nota.

La puerta de la habitación de Jared se abrió sin hacer ruido y el hombretón entró. Se había quedado sin aliento después de subir tantas escaleras, y la afilada espada que sujetaba era un lastre, aunque estaba bastante seguro de que no le haría falta.

El Sapient ni siquiera se había dado cuenta de su presencia. Por un instante, el asesino casi sintió pena por él. Tan joven para ser un Sapient, tan amable. Pero acababa de volver la cabeza y se había puesto de pie, rápido, como si reconociera el peligro.

—¿Sí? ¿Habéis llamado a la puerta?

—La muerte no llama antes de entrar, Maestro. La muerte se cuela por donde quiere.

Jared asintió lentamente con la cabeza. Deslizó un disco dentro del bolsillo.

—Ya entiendo. Entonces, ¿vos seréis quien me ejecute?

—Sí.

—¿Os conozco?

—Sí, Maestro. Esta tarde he tenido el placer de llevaros una carta a la biblioteca.

—Claro, el mensajero. —Jared se alejó de la ventana, de modo que el viejo escritorio quedó entre ambos—. Así que no era el único mensaje de la Corte.

—Sois muy avispado, Maestro. Como todos estos eruditos. —El mensajero se apoyó de forma desenfadada sobre el arma—. Las instrucciones han sido dadas por la reina en persona. Me ha contratado a… título personal. —Miró a su alrededor—. ¿Sabéis por qué? Al parecer, la reina cree que estabais husmeando en cosas que no deberíais haber visto. Os envía esto.

Le mostró una hoja de papel.

Jared alargó la mano y la cogió por encima del escritorio. Era imposible esquivar al hombre si quería llegar a la puerta, y saltar por la ventana habría sido un suicidio. Desdobló la nota.

Estoy muy decepcionada con vos, Maestro Jared. Os ofrecí la posibilidad de hallar una cura, pero no es eso lo que habéis estado investigando, ¿verdad? ¿En serio pensabais que podríais engañarme? En cierto modo, me siento traicionada. Ay, qué triste se pondrá Claudia.

La nota no estaba firmada, pero hacía tiempo que Jared reconocía la letra de la reina. Hizo una bola con el papel.

—Si no os importa, Maestro, tengo que llevármela. Para no dejar pruebas, ya sabéis…

Jared dejó caer el papel en el escritorio.

—Y ese artilugio tan ocurrente también, caballero, si sois tan amable.

El Sapient sacó el disco del bolsillo y lo miró con ojos atribulados, sus delicados dedos se ajustaron al objeto.

—¡Ah, ahora lo entiendo! ¡Las polillas! Pensé que eran demasiado curiosas. Y también pienso que se parecen mucho a mis inventos.

—Sería un insulto dejaros malherido, señor. Estaréis de acuerdo. —El hombre empuñó la espada y la elevó a regañadientes—. Confío en que sepáis que esto no es nada personal, Maestro. Siempre os consideré un caballero muy amable.

—Vaya, ya habláis de mí en pretérito.

—Yo no entiendo de tiempos verbales y esas cosas de los libros, señor. —El hombre hablaba en voz baja, pero aun con todo, dejó traslucir cierto desdén en sus palabras—. Los estudios no se hicieron para el hijo de un mozo de cuadra.

—Mi padre era halconero —dijo Jared con amabilidad.

—Entonces, supongo que supieron ver vuestra inteligencia cuando erais pequeño.

—Supongo que sí. —Jared tocó la mesa con el dedo—. E imagino que tampoco merece la pena que os ofrezca dinero. Que os pida que reflexionéis, que sirváis a la causa del príncipe Giles…

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