Rumbo al Peligro (18 page)

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Authors: Alexander Kent

Tags: #Histórico

BOOK: Rumbo al Peligro
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Poynter, el oficial de la policía militar de a bordo, se mostraba inexorable. Él había descubierto el reloj en el saco de Murray durante un registro sorpresa de las pertenencias de varios marineros. Cualquiera podía haberlo puesto allí, pero ¿cuál era el punto clave? Era obvio que iban a hacer algo para descubrir el reloj desaparecido. Un ladrón inteligente lo hubiera ocultado en cualquiera de los cientos de escondrijos seguros que ofrecía el casco de un barco. Aquello no tenía sentido.

Al anochecer del segundo día fue avistado el bergantín
Heloise
, rumbo a tierra y con las velas reluciendo bajo la luz crepuscular mientras completaba una lenta bordada en su acercamiento final a la costa.

Dumaresq lo observaba a través del catalejo y alguien le oyó mascullar:

—Se lo toma con calma. ¡Tendrá que hacerlo mejor si quiere un ascenso!

Rhodes dijo:

—¿Lo ha notado, Dick? No nos han enviado las gabarras con agua dulce tal como nos prometieron, y nuestras reservas deben de empezar a escasear. No me extraña que nuestro dueño y señor esté de un humor de mil demonios.

Bolitho recordó entonces lo que le había dicho Dumaresq. La
Destiny
tenía que hacer aguada al día siguiente de haber fondeado en el puerto. Su mente estaba ocupada con tantos asuntos diferentes que lo había olvidado por completo.

—¡Señor Rhodes! —Dumaresq se dirigió a grandes zancadas hacia la batayola del alcázar—. Indique al
Heloise
que ancle en la rada exterior. No es probable que el señor Slade intente entrar de noche, pero para estar más seguros lo mejor será que envíe un bote con instrucciones de que eche el ancla lejos del farallón.

El sonido del silbato hizo que la dotación del bote se presentara rápidamente en popa. Hubo bastantes quejas cuando vieron lo lejos de tierra que estaba todavía el bergantín. Tendrían que bogar duramente un largo trecho tanto a la ida como a la vuelta.

Rhodes buscó al guardiamarina de guardia.

—Señor Lovelace, vaya usted también con el bote. —Se mantuvo serio mientras miraba a Bolitho y le decía—: Estos condenados guardiamarinas, ¿eh, Dick? ¡Hay que tenerlos siempre ocupados!

—¡Señor Bolitho! —Dumaresq le estaba mirando—. ¡Haga el favor de venir!

Bolitho se dirigió apresuradamente a popa hasta que ambos se encontraron en el coronamiento de la misma, donde nadie podía oírles.

—Debo decirle que el señor Palliser no ha podido descubrir a ningún otro culpable. —Observó a Bolitho con atención—. Veo que eso le disgusta.

—Así es, señor. Yo tampoco tengo pruebas, pero estoy convencido de que Murray es inocente.

—Esperaré hasta que nos hallemos en alta mar, pero el castigo se llevará a cabo. No es conveniente azotar a los propios hombres ante la mirada de extranjeros.

Bolitho esperó, consciente de que la conversación no había terminado aún.

Dumaresq entrecerró los ojos para mirar, arriba, el gallardete del calcés.

—Una brisa favorable. —Luego dijo—: Necesitaré otro secretario. En un buque de guerra hay más cosas que escribir y copiar que pólvora y proyectiles. —El tono de su voz se endureció al agregar—: ¡O agua dulce, si vamos al caso!

Bolitho se puso rígido al ver cómo Palliser se dirigía hacia popa y se detenía como si se hubiera topado con una barrera invisible.

Dumaresq le dijo:

—Hemos terminado. ¿Qué quería usted, señor Palliser?

—Se acerca un bote, señor. —No miró a Bolitho—. Es el mismo que trajo la carne de cerdo para usted y para la cámara de oficiales.

Dumaresq levantó las cejas.

—¿De veras? Eso me interesa. —Dio media vuelta diciendo—: Estaré en mis dependencias. En cuanto al asunto del secretario, he decidido asignarle la tarea a Spillane, el nuevo ayudante del médico. Parece culto y bien dispuesto hacia sus superiores; además, no quiero «malcriar» a nuestro buen médico permitiéndole disponer de demasiada ayuda. Ya tiene bastantes auxiliares para llevar su enfermería.

Palliser saludó.

—Así se hará, señor.

Bolitho anduvo hasta la pasarela de babor para observar el bote que se aproximaba. Sin el catalejo no pudo reconocer a ninguna de las personas que iban en él. Sintió ganas de reírse de sí mismo por su estupidez. ¿Qué esperaba? ¿Que aquel hombre, Jonathan Egmont saliera hasta el puerto para ir a visitar al comandante? ¿O quizá que su encantadora esposa hiciera aquel fatigoso e incómodo recorrido sólo para saludarle a él desde lejos con la mano? Era ridículo, pueril. Quizá el hecho de llevar demasiado tiempo en el mar, o la enorme tristeza que le había causado su última visita a Falmouth le habían convertido en una persona proclive a dejarse llevar por la fantasía y los sueños imposibles.

El bote llegó a la plataforma de embarque, y después de que el remero y uno de los segundos del contramaestre pasaran un buen rato gesticulando para comunicarse, un sobre llegó a manos de Rhodes, quien lo llevó al camarote del comandante en popa.

El bote permaneció a la espera, flotando a poca distancia del casco de la fragata; el remero de piel aceitunada se dedicó a observar a los atareados marineros e infantes de marina, probablemente calculando la fuerza de la andanada de la
Destiny
.

Finalmente, Rhodes volvió al portalón de entrada y le entregó otro sobre al timonel del bote. Vio que Bolitho le estaba observando y fue a su encuentro junto a las redes de las hamacas.

—Sé que le apenará oír esto, Dick —dijo burlón sin poder evitar que le temblara la voz—, pero esta noche estamos invitados a cenar en tierra. Creo que usted ya conoce la casa, ¿no es así?

—¿Quién va a ir a la cena? —preguntó Bolitho intentando controlar su repentina ansiedad.

Rhodes rió entre dientes antes de responder:

—Nuestro dueño y señor, todos sus tenientes y, por cortesía, también el médico.

—¡No me lo creo! —exclamó Bolitho—. El comandante nunca abandonaría su barco sin dejar a bordo por lo menos a un teniente. —Miró en torno cuando Dumaresq apareció en cubierta—. ¿No le parece?

—¡Vayan a buscar a Macmillan y a Spillane, mi nuevo secretario —gritó Dumaresq. Su tono de voz era distinto, casi alegre—. ¡Necesitaré mi yola dentro de media hora!

Rhodes se fue a cumplir las órdenes apresuradamente mientras Dumaresq añadía en voz alta:

—¡Para entonces quiero que usted y el señor Bolitho, y nuestro gallardo soldado, estén presentables! —Sonrió al decir—: Y también el médico. —Se retiró a grandes zancadas con su sirviente trotando a su lado como un perrito faldero.

Bolitho se miró las manos. En apariencia mantenía el pulso relativamente firme, y sin embargo, igual que le sucedía con el corazón, le parecía que estaban totalmente fuera de control.

En la cámara de oficiales reinaba la más absoluta confusión; Poad y sus asistentes intentaban proporcionar camisas limpias, casacas de uniforme planchadas y, en general, procuraban transformar a sus superiores de oficiales de marina en caballeros.

Colpoys tenía su propio asistente, y no dejaba de maldecir y gritarle palabras malsonantes al pobre hombre que luchaba con sus relucientes botas mientras él se miraba en un espejo de mano.

Bulkley, con su habitual aspecto de búho y tan desastrado como siempre, mascullaba:

—¡Me lleva con él sólo porque sabe que ha actuado injustamente en la enfermería!

—¡Por Dios! —le espetó Palliser—. Probablemente lo hace porque no se fía de dejarle solo en el barco.

Gulliver no podía disimular que estaba encantado de que le dejaran a bordo, provisionalmente al mando del barco. Durante la larga travesía desde Funchal parecía haber ganado confianza en sí mismo, y de todas formas odiaba «la etiqueta y los modales de la buena sociedad», según le había confesado en cierta ocasión a Codd.

Bolitho fue el primero en presentarse en el portalón de entrada. Vio a Jury a cargo de la guardia en el alcázar; sus ojos se encontraron en un instante, pero ambos desviaron la mirada enseguida. Aunque todo cambiaría cuando se encontraran de nuevo en alta mar. Trabajar juntos haría desaparecer las diferencias; sin embargo, el destino de Murray todavía estaba pendiente.

Dumaresq subió a cubierta y pasó revista a sus oficiales.

—Bien. Bastante bien.

Observó la yola que les esperaba abajo, junto al barco, con sus remeros ataviados con sus mejores camisetas a cuadros y sus gorros de marinero, el timonel listo para partir.

—Muy bien, Johns.

Bolitho pensó en la otra ocasión en que había ido a tierra en la yola con Dumaresq. Recordó cómo le había pedido distraídamente a Johns que investigara el asunto del reloj desaparecido de Jury. Johns, en su calidad de timonel del comandante, era muy respetado por los suboficiales y los marinos más veteranos. Una palabra dicha en el momento oportuno, una insinuación al oficial de policía, que no se hacía de rogar cuando se trataba de hostigar a la tripulación, y un registro por sorpresa habían hecho el resto.

—Todos al bote.

Los oficiales de la
Destiny
, observados desde la pasarela por numerosos marineros que en aquel momento se encontraban libres de obligaciones, descendieron hasta la yola en estricto orden de importancia, según su graduación.

En último lugar, luciendo su uniforme con galones dorados y blancas solapas, Dumaresq ocupó su lugar en la popa.

El bote iba separándose con precaución del casco de la fragata cuando Rhodes dijo:

—¿Me permite expresarle, señor, nuestro agradecimiento por haber sido invitados?

La dentadura de Dumaresq resplandeció en la oscuridad, blanca como la nieve.

—He pedido a todos mis oficiales que me acompañen, señor Rhodes, porque todos formamos parte de una tripulación. —Su sonrisa se hizo más abierta—. Además, es conveniente para mis propósitos que la gente de tierra sepa que todos estamos presentes.

Rhodes respondió sin mucha convicción:

—Ya comprendo, señor.

Era evidente que no comprendía nada.

A pesar de sus presentimientos y preocupaciones recientes, Bolitho se arrellanó en su asiento y observó las luces de la costa. Estaba decidido a disfrutar de la recepción. Al fin y al cabo se encontraba en un país extranjero y exótico del que guardaría un recuerdo que describiría con todo detalle cuando estuviera de vuelta en Falmouth.

Ningún pensamiento perturbador iba a estropearle aquella velada.

Entonces recordó la forma en que ella le había mirado cuando se marchaba de la casa y sintió su firmeza de carácter. Era absurdo, se dijo a sí mismo, pero con aquella mirada ella había hecho que se sintiera un hombre de verdad.

Bolitho se quedó mirando la mesa colmada de manjares y se preguntó cómo iba a ser capaz de hacerles justicia. Ya en aquel momento deseaba haber prestado más atención al seco consejo que le había dado Palliser cuando desembarcaban de la yola:

—¡Intentarán emborracharle, así que tenga cuidado!

Y de aquello hacía ya dos horas. Parecía imposible.

Era una estancia amplia de techo abovedado, del que colgaban tapices de vivos colores; todo resultaba aún más fascinante con los cientos de velas cuyo resplandor brillaba sobre sus cabezas en arañas calculadamente distanciadas entre sí, mientras que a lo largo de la mesa había algunos candelabros que sin duda eran de oro macizo, pensó Bolitho.

Los oficiales de la
Destiny
se sentaban en los lugares que les habían sido meticulosamente asignados, y eran como manchas de color azul y blanco separadas por los trajes, más suntuosos, de los demás invitados. Todos eran portugueses; la mayor parte de ellos poseían escasos conocimientos de inglés y se pedían ayuda mutuamente para traducir alguna frase puntual o aclarar alguna idea a sus visitantes. El comandante de las baterías de cañones de la costa, un hombre enormemente corpulento, era el único que podía compararse con Dumaresq tanto en la potencia de su voz como en el apetito. De vez en cuando se inclinaba hacia alguna de las damas y estallaba en atronadoras carcajadas o golpeaba con el puño sobre la mesa para dar más énfasis a lo que decía.

Un verdadero ejército de sirvientes iba y venía trajinando con una interminable procesión de platos, desde suculento pescado hasta humeantes fuentes de carne. Y el vino no dejaba de correr. Vino de su tierra o vino procedente de España, vinos fuertes del Rin y caldos suaves de Francia. Sin duda Egmont era un hombre generoso, y Bolitho tuvo la sensación de que el anfitrión bebía poco mientras observaba a sus invitados con una cortés y obsequiosa sonrisa en los labios.

Era casi doloroso contemplar a la esposa de Egmont sentada en el otro extremo de la mesa. Le había hecho una leve inclinación de cabeza a Bolitho a su llegada, pero poco más. Y ahora, embutido entre un abastecedor de buques portugués y una ajada dama que no parecía dejar de comer ni siquiera para respirar, Bolitho se sentía ignorado y perdido.

Pero se quedaba sin aliento con sólo mirarla a ella. También aquella noche vestía de blanco, y su piel, en contraste, parecía dorada. Llevaba un vestido muy escotado, y alrededor del cuello lucía un pájaro azteca bicéfalo cuya cola estaba formada por plumas que Rhodes, buen entendido, identificó como rubíes.

Cada vez que se giraba para hablar con sus invitados, los rubíes bailaban entre sus pechos, y Bolitho trasegaba otro vaso de clarete sin darse cuenta siquiera de lo que hacía.

Colpoys ya estaba medio borracho y describía con todo lujo de detalles a su compañera de mesa cómo en cierta ocasión había sido sorprendido en la alcoba de una dama por su marido.

Palliser, por el contrario, parecía inmutable, comiendo frugalmente, muy serio y cuidando de que su vaso se mantuviera siempre medio lleno. Rhodes parecía menos seguro de sí mismo de lo que era habitual en él, su voz más gruesa y sus gestos más vagos que cuando la cena había comenzado. El médico se las arreglaba muy bien con la comida y la bebida, pero sudaba copiosamente intentando seguirle la conversación a un oficial portugués cuyo inglés era algo peor que titubeante y responder al mismo tiempo a la esposa de aquel hombre.

Dumaresq era un personaje inverosímil. No rechazó nada de lo que le ofrecieron y sin embargo parecía estar perfectamente cómodo; su profunda voz se elevaba por encima del resto de punta a punta de la mesa para mantener viva una conversación que empezaba a apagarse o para levantar el ánimo a alguno de sus desmejorados oficiales.

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