Roma Invicta (75 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Histórico

BOOK: Roma Invicta
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Las demás legiones, al ver que la ofensiva del joven Craso las libraba un poco de la presión, siguieron avanzando a duras penas hacia la cercana ciudad de Carras, que le daría su nombre a esta batalla. Por el camino fueron dejando miles de heridos a los que los partos remataron o capturaron.

Por fin, los supervivientes llegaron a Carras y se refugiaron tras sus muros. Pero ni allí se sentían seguros, por lo que muchos empezaron a escapar en pequeños contingentes. Entre ellos estaba Casio, que logró organizar los diversos grupos hasta reunir una tropa de diez mil hombres con los que regresó a Siria. ¿Fue un héroe o un traidor que abandonó a su general? Todo depende del punto de vista.

En cuanto a Craso, Surena lo engañó convocándolo a una reunión para parlamentar. Si los romanos se retiraban de nuevo más allá del Éufrates y renunciaban a esas tierras, le dijo, perdonaría la vida a sus hombres. Pero cuando Craso aceptó reunirse con él en un punto intermedio entre ambos ejércitos, Surena provocó un tumulto en el que el general romano pereció; no queda muy claro si murió herido por un parto o por uno de sus hombres que quiso evitar que el procónsul cayera vivo en manos del enemigo.

En cualquier caso, Surena logró apoderarse del cadáver de Craso y le cortó la cabeza para enviársela al rey Orodes. Según Dión Casio (40.27), los partos, imitando lo que había hecho Mitrídates con Aquilio, le vertieron oro fundido por la garganta para calmar su codicia. Si es verdad que ocurrió así, al menos Craso no tuvo que sufrir más, porque ya estaba muerto.

Carras fue uno de los mayores desastres militares de la historia de Roma, y demostró que ninguna batalla estaba perdida ni ganada de antemano. Una fuerza de solo diez mil jinetes, cuya función principal era hostigar al enemigo mientras el rey parto conquistaba la gloria en otra parte, había conseguido destrozar a un ejército de más de cuarenta mil hombres, matando a veinte mil y tomando prisioneros a otros diez mil. Si eso ocurrió en Carras, bien podía haberles sucedido a Metelo o Mario en la guerra contra Yugurta. Bien es cierto que un general más enérgico o más en forma que Craso podría haber inspirado mejor a sus hombres para romper el cerco enemigo, retirarse a Carras y hacerse fuertes allí. Uno no acaba de imaginarse a Sila o a César, por ejemplo, dejándose rodear de esa manera.

Por suerte para los romanos, los partos se contentaron con aquella victoria y no intentaron aprovecharla conquistando Siria. En parte pudo deberse a que el rey Orodes no consideraba que ese triunfo fuera suyo. De hecho, se sentía tan celoso de Surena que poco después de la batalla de Carras lo hizo ejecutar.

La anarquía en Roma

S
i las noticias que se recibían del este eran desalentadoras, las que llegaban de Roma no resultaban menos preocupantes. El año 52, que tantos quebraderos de cabeza le traería a César, empezó también con violencia en la urbe. Aunque hay que decir que la violencia era constante desde que las bandas rivales de Clodio y Milón, formadas por esclavos, gladiadores y delincuentes varios, sembraban el terror en las calles.
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En esas luchas, Clodio actuaba como líder popular —no diremos como líder de los populares, puesto que iba por libre y ni siquiera César conseguía controlarlo— y Milón como adalid de la causa de los optimates.

A principios de año, Clodio era candidato a pretor y Milón a cónsul. El programa de Clodio proponía repartir a los libertos por las treinta y cinco tribus, en lugar de limitarlos a las cuatro urbanas, donde sus votos apenas contaban. El número de libertos había crecido mucho en los últimos años gracias, precisamente, a las medidas de Clodio como tribuno: como por su
lex frumentaria
se repartía trigo gratis a los ciudadanos, muchos romanos liberaban a sus esclavos, pero los mantenían en casa y así recibían sus raciones de grano. A su manera, era una especie de fraude a la Seguridad Social.

Las elecciones ya deberían haberse celebrado muchos meses antes, pero se habían suspendido varias veces entre acusaciones de soborno, vetos de los tribunos y más violencia callejera. Roma se hallaba en un
interregnum
; en la práctica, se trataba de un estado de anarquía. Según los rumores, Pompeyo estaba maniobrando para convertirse en dictador, aunque él lo negaba, con sinceridad o no.

El día 18 de enero, Clodio y Milón se encontraron de forma fortuita en la vía Apia, en los alrededores de Bovillae, a unos veinte kilómetros de Roma. Clodio regresaba de un viaje a una finca, mientras que Milón se dirigía a la ciudad latina de Lanuvio.

Como era de suponer, no viajaban solos. Clodio llevaba treinta esclavos armados y Milón un número similar, entre los que había al menos dos gladiadores retirados. Los dos rivales políticos pasaron de largo sin apenas mirarse, pero cuando ambas comitivas estaban a punto de alejarse, los dos gladiadores empezaron a meterse con los sirvientes de Clodio. Este, al ver que la disputa se enzarzaba, acudió a ver qué pasaba y uno de los gladiadores le clavó una lanza en el hombro.

Mientras las dos bandas seguían peleando en la calzada, unos cuantos hombres de Clodio se llevaron a su señor a Bovillae y lo metieron en una taberna para atenderlo. Milón decidió que era una buena ocasión para acabar con su rival y envió a los suyos tras él. Los matones eliminaron a varios de los esclavos de Clodio, sacaron a este a la calle a rastras y lo asesinaron. Después se marcharon, dejando su cadáver tendido en la vía. Allí lo encontró un senador llamado Sexto Tedio, que se lo llevó a Roma.

Al día siguiente, los seguidores de Clodio, dirigidos por dos tribunos, cargaron con su cuerpo hasta el Foro y lo metieron en la Curia Hostilia, el edificio del senado. Una vez dentro, usaron bancos, mesas y documentos para amontonar una pira funeraria y quemaron el cadáver. Las llamas subieron hasta el techo y prendieron en las vigas, el edificio se incendió y la destrucción también alcanzó a varios edificios aledaños, como la basílica Porcia. Mientras tanto, la multitud intentaba asaltar la casa de Milón y exigía a gritos que se nombrara dictador a Pompeyo.

La situación era tan grave que ese mismo día el senado volvió a aprobar el decreto de emergencia. En esta ocasión no se podía encomendar la protección de la República a los cónsules, puesto que no los había, de modo que se le confió la defensa al
interrex
, a los tribunos y a Pompeyo, que como procónsul en ejercicio era la autoridad más alta.

Días después, a propuesta de Bíbulo y Catón, Pompeyo fue nombrado cónsul único, y entró en el cargo al instante. Era una solución extraña para la crisis, y más inconstitucional de lo que habría sido una dictadura. En realidad, no había por dónde coger aquello: se rompía el principio de colegialidad, Pompeyo no había cumplido el plazo de diez años y además estaba desempeñando simultáneamente la magistratura de procónsul.

Pompeyo, que era mucho peor político que militar, estaba realizando un juego muy difícil, un equilibrio casi imposible. Por una parte, quería mantener el apoyo popular que, en su alianza con César, lo había alzado a la posición de poder que ahora ostentaba como procónsul. Por otra parte, seguía oyendo los cantos de sirena de los optimates, enemigos de César como Bíbulo y Catón, que parecían confiar en él para salvar la República.

Pompeyo deseaba conquistar el respeto de los aristócratas, del mismo modo que medio siglo antes otro advenedizo como él, Mario, había querido ganarse el de los demás senadores. Mario finalmente no lo había conseguido, pero Pompeyo gozaba de una ventaja sobre el vencedor de los cimbrios: si bien los optimates sentían cierto desprecio por él, a César lo aborrecían. Dispuestos a acabar con César, poco a poco estaban logrando atraer a Pompeyo a su bando.

César necesitaba pasar directamente del puesto de procónsul al de cónsul, sin perder su
imperium
ni convertirse en ciudadano privado tan siquiera un día, pues sabía que en ese momento se hallaría indefenso. Por eso, en el año 52, los diez tribunos de la plebe presentaron una propuesta para que César pudiera acceder al consulado
in absentia
, esto es, sin aparecer en la ciudad ni abandonar el mando de su provincia.

Pompeyo apoyó la ley, pese a la furibunda y previsible oposición de Catón. Hasta ahí, todo iba bien para César. Pero después, por presión de los optimates, Pompeyo propuso otra ley que prohibía a ningún candidato presentarse
in absentia
, una clamorosa contradicción con la norma anterior. Cuando los partidarios de César se lo señalaron, estando ya la ley inscrita en bronce, Pompeyo hizo que grabaran una adenda para declarar que tan solo César se hallaba exento. Pero esa cláusula no había sido aprobada ni por el senado ni por el pueblo, por lo que no poseía la menor validez.

De este modo, los enemigos de César acababan de clavar el primer clavo del que creían sería su ataúd. El distanciamiento creciente entre él y Pompeyo sería la ocasión de fabricar muchos ataúdes más.

Vercingetórix y la revuelta general de la Galia

D
urante el invierno del 53-52, los líderes galos descontentos con César y la dominación romana no dejaron de reunirse en santuarios recónditos situados en lo más profundo de sus bosques. Las noticias de los disturbios y problemas en Roma les hicieron concebir la esperanza de que César se quedara en Italia durante la siguiente campaña de verano, o que incluso le quitaran el mando.

La ocasión parecía perfecta para actuar contra él y vengar la muerte de Acón y otras humillaciones. Todavía estaban a tiempo de evitar que Roma los convirtiera en una provincia y los sometiera a sus propias leyes acabando con las costumbres ancestrales celtas, como había hecho con sus primos de la Cisalpina y de la Provincia.

Los líderes galos sabían que, como otros años, las tropas de César se hallaban diseminadas por un vasto territorio. Había seis legiones al mando de Labieno en territorio de los senones, y otras cuatro en el este, repartidas entre los tréveros y los lingones. Al sur también había algunas tropas defendiendo la Provincia romana, pero el centro, que siempre se había mostrado más pacífico, se hallaba desguarnecido.

Y fue justamente en el centro donde estalló la revuelta. Los primeros en prender la llama fueron los carnutos, en cuyo país se habían celebrado la mayoría de las reuniones. Su territorio constituía el núcleo geográfico y también religioso de la Galia, pues era allí donde se celebraba el concilio anual de druidas. Es posible que esa fuera una de las razones por las que se lanzaron a la acción, pues estaban decididos a evitar que los romanos penetraran en sus bosques sagrados y los profanaran con su presencia.

En febrero, dos caudillos carnutos, Cotuato y Conconetodumno, llevaron a sus guerreros a la ciudad de Cenabo (Orleans), y asesinaron a todos los mercaderes y hombres de negocios romanos instalados allí. Las noticias de la matanza corrieron como la pólvora transmitiéndose a gritos de prado en prado y de campo en campo. Gracias a este sistema un tanto primitivo, a medianoche la información ya había llegado al territorio de los arvernos, a más de doscientos kilómetros de allí.

Hasta ahora los arvernos, que habitaban las fértiles tierras al norte del Macizo Central, habían sido fieles aliados de César: siempre asistían a sus concilios y le enviaban escuadrones de caballería. Pero la situación se había alterado. En los primeros meses del año 52, el principal líder de los arvernos era un joven llamado Vercingetórix, el más célebre de los enemigos de César. Su padre, Celtillo, había sido un poderoso caudillo guerrero, pero cuando pretendió convertirse en rey lo asesinaron: como ya hemos visto, en la Galia central empezaban a sentir tanta aversión por los soberanos absolutos como en Grecia y Roma.

Vercingetórix había intentado seguir los pasos de su padre; a la ambición de Celtillo por conseguir el poder le añadía más fuego su profundo sentimiento antirromano. Su tío Gobanitio y otros líderes tribales, que preferían seguir como hasta entonces y no tener choques con Roma, lo expulsaron de Gergovia, la ciudad principal de los arvernos.

Sin desanimarse, Vercingetórix había reclutado un ejército entre guerreros a los que César llama «vagabundos», y con él regresó a Gergovia, tomó el poder y consiguió que todos se dirigieran a él como rey. Quizá en otra ocasión los arvernos no habrían aceptado a alguien con ese título; pero, con los romanos estrechando el cerco sobre el centro de la Galia, debieron pensar que tiempos extraordinarios requieren medidas extraordinarias y se resignaron.

Una vez conseguido el poder entre los suyos, Vercingetórix había hecho un llamamiento a muchas más tribus. Aunque César no deja muy clara la sucesión cronológica de los hechos, en aquellas reuniones secretas, que según él se celebraron durante el invierno, los enviados de dichas tribus debieron de reunirse ya con Vercingetórix y escuchar sus discursos. Todos quedaron tan encandilados por su personalidad magnética y la pasión que ponía en lo que decía y hacía que lo eligieron como jefe supremo.

El rencor contra los romanos había conseguido algo inaudito: que la mayoría de los pueblos del centro y la costa oeste de la Galia se unieran. Aparte de la amenaza del enemigo común, no cabe duda de que Vercingetórix era un hombre inteligente y, sobre todo, carismático; el tipo de líder que se necesitaba para mantener unidas a tribus diversas, acaudillar un ejército y poner en apuros a los romanos igual que lo habían hecho otros caudillos igualmente inspiradores como Yugurta, Viriato, Mitrídates o Espartaco.

Uno de los principales problemas de los galos cuando luchaban contra los romanos era su desorganización. Vercingetórix, que probablemente había combatido como jefe de escuadrón en la caballería de César y se había fijado en sus tácticas, transformó todo eso. En las primeras reuniones, exigió a los conjurados que enviaran tropas y grano, y que fabricaran armas para tenerlas listas en una fecha determinada. Sobre todo, insistió en reunir toda la caballería posible. Por otra parte, para demostrar que hablaba en serio instauró una disciplina feroz entre sus tropas: a los díscolos se les cortaban las orejas o se les arrancaba un ojo para que, al volver infamados a sus aldeas, sirvieran de testimonio y ejemplo para los demás.

Tras congregar a sus tropas, Vercingetórix las dividió. Mientras él atacaba a los biturigos, aliados de eduos y romanos, uno de sus generales, Lucterio, se dirigió al sur para soliviantar a las tribus que habitaban en la frontera norte de la Provincia. El plan de Vercingetórix era que invadieran territorio romano para sembrar el caos y obligar a César a demorarse allí. Si conseguía cortar el contacto entre César y sus legiones, estaba convencido de que sus legados no se atreverían a actuar por su cuenta.

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