Roma de los Césares (11 page)

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Authors: Juan Eslava Galán

Tags: #Histórico

BOOK: Roma de los Césares
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Capítulo 8

La familia y la educación

L
a familia romana no se limitaba a la unidad de convivencia que forman la pareja y sus hijos todavía no emancipados. Un estudioso americano la compara a una «familia» de la Mafia, salvadas sean las naturales diferencias, naturalmente. El padre o patriarca («paterfamilias») es, literalmente, propietario de las vidas y haciendas del resto de los miembros de la unidad familiar, a saber: hijos, nietos y esclavos. Si lo desea, puede ejecutarlos en sentencia privada, aunque, de hecho, esta extrema situación no se da ya en la época de los Césares. Antiguamente, la patria potestad se extendía también a la esposa y a las nueras, pero en el imperio lo normal es que hayan sido sólo prestadas y continúen perteneciendo a sus respectivos padres.

En Roma no existe la mayoría de edad. La patria potestad sólo se extingue con la muerte. Supongamos que un individuo ha cumplido ya los sesenta años y que ha hecho una brillante carrera política que lo ha llevado a escalar las más alta magistraturas del país, y que, además, se ha enriquecido considerablemente. Pues bien, si su «paterfamilas» vive, a efectos legales continúa siendo un menor de edad sometido a su autoridad y tutela. Teóricamente, tiene que solicitarle permiso hasta para adquirir un celemín de trigo. Solamente la oportuna muerte del padre lo promocionará a ciudadano de pleno derecho, autónomo, y le otorgará capacidad jurídica propia convirtiéndolo, a su vez, en «paterfamilias». Esto no significa que todos los miembros de la familia tuviesen que convivir necesariamente bajo el mismo techo. Al llegar a cierta edad, era costumbre que los hijos varones alquilasen, siempre con permiso del padre, una habitación o una casa en otra parte de la ciudad para vivir en relativa independencia o incluso, si el «paterfamilias» lo consiente, se casan y forman su propia familia. El dinero que ganen lo administrará el padre pero ellos podrán sobrevivir con la asignación («peculium») que éste graciosamente les conceda.

El «paterfamilias» dispone de dos procedimientos para tener hijos que perpetúen su nombre y estirpe: engendrarlos o adoptarlos. Como los romanos no concedían demasiada importancia a la fuerza de la sangre, las adopciones eran muy frecuentes. En una adopción casi siempre existen intereses creados de por medio. Si el hijo de su carne no le parece merecedor de sucederlo en el gobierno de la familia, el «paterfamilias» adopta a un sobrino, a un nieto, a un amigo, a un vecino, incluso a un esclavo liberto. Las argucias y chanchullos legales son infinitos. Puede hasta darse el caso de que un ciudadano joven adopte a otro mayor que él para quedarse con su fortuna cuando fallezca.

La familia de Marco Cornelio es una de las más distinguidas, antiguas y poderosas de Roma. Esto se echa de ver en la cantidad de clientes que tienen. Algunos clientes son hombres libres procedentes de otras unidades familiares más modestas que han estado tradicionalmente vinculadas a los Cornelios desde tiempo inmemorial; otros, por el contrario, son antiguos esclavos libertos de la familia o sus descendientes. Cada mañana, antes de encaminarse a sus respectivas ocupaciones, estos clientes se congregan a la puerta de la mansión Cornelia y, cuando el «paterfamilas» se levanta, pasan a desearle los buenos días («salutatio») y a ofrecérsele para lo que guste mandar. Lo hacen en el riguroso orden que categoría y antigüedad han establecido entre ellos, porque, en la jerarquizada Roma, hasta los más humildes saben estar juntos pero no revueltos. A cambio de esta inquebrantable fidelidad y entrega, el «paterfamilias» ejerce sobre ellos un patronazgo efectivo: los protege legalmente contra los abusos de los poderosos y les hecha una mano económicamente cuando es necesario. Algunos clientes, en su desamparada vejez, viven del pequeño subsidio («sportula») que el administrador de la casa les da cada día para que puedan ir tirando y no se mueran de hambre.

Incluso reciben una toga para que puedan presentarse dignamente ante su señor.

El cliente obedece ciegamente al «paterfamilias». Venera a sus mismos dioses privados y se hará cristiano si él se convierte; vota por quien él le indica y sigue la carrera profesional que el señor estima conveniente. No obstante, los clientes no siempre resultan ser pobres al arrimo del rico. Se dan también casos de clientes más ricos que el «paterfamilias» al que se encomiendan. Puede ocurrir que el acaudalado comerciante de origen plebeyo quiera hacer carrera política y necesite el apoyo de un arruinado senador socialmente influyente. También puede ocurrir que un noble en apuros se someta a un «paterfamilias» no tan noble con la esperanza de alcanzar parte de su herencia.

Un romano ha nacido

El esclavo marcha delante alumbrando la calle con su farol. Varinia, la partera («obstetrix»), lo sigue tan aprisa como le permiten sus cortas piernas. Jadea y protesta, pero el esclavo continúa caminando a grandes trancos sin hacerle mayor caso. El parto es en casa del noble Cayo Cornelio Savo, primo de nuestro amigo.

Va a nacer un romano que será contemporáneo de Jesucristo aunque no es probable que oiga hablar de él en su vida.

Nacer en Roma no es fácil. Las prácticas anticonceptivas, incluido el aborto, están muy extendidas. Algunas damas romanas practican el lavado vaginal después del coito; otras usan una especie de diafragma e incluso ciertas pomadas espermicidas. Parece lógico pensar que no ignoraban el «coitus interruptus», que el pacato Occidente aún designa con su aparente y aséptico latín. Tampoco debían ignorar la «eiaculatio precox» y demás latines asociados al ejercicio venéreo.

Pero si, a pesar de todas las posibles barreras, el hijo no deseado se obstina en venir al mundo, el romano puede, tranquilamente, matarlo en cuanto nazca. Esta terrible práctica no sólo es perfectamente legal, sino que está muy extendida, particularmente entre las clases bajas. Los pobres se deshacen de sus hijos sencillamente porque no pueden alimentarlos ni alojarlos; los menos pobres, porque una boca adicional les desequilibra el presupuesto y supone una rémora en sus modestas ambiciones de promoción social; y los ricos lo hacen por comodidad o por razones testamentarias. Un precepto legal determina que «el nuevo hijo rompe el testamento». Al romano rico le repugna la idea de dividir su patrimonio. Pueden existir también otras razones: el padre deseaba un varón y le ha nacido una hembra (la muerte casi sistemática de las hijas era práctica común en todo el Mediterráneo); se sospecha que el retoño pueda ser fruto de un desliz adulterino de la santa esposa, o el recién nacido presenta un defecto físico. El romano tiene mil razones para matar al recién nacido y no siente mayor remordimiento del que sentimos nosotros cuando ahogamos o abandonamos a los gatitos o a los cachorros que no podemos criar. Unas veces se asfixia al recién nacido, otras veces se le abandona («exposicion») en la puerta de la casa o en el vertedero más próximo.

Si alguien quiere hacerse cargo de la criatura no tiene más que llevársela y ya le pertenece legalmente. La fuerza de la sangre no tiene ningún valor. El descenso de la natalidad llegó a constituir un problema de Estado que distintos emperadores intentaron resolver por dos medios: presionando sobre los cada vez más abundantes y recalcitrantes solteros para que contrajeran matrimonio, y subvencionando legalmente a las madres que tuvieran los tres hijos que entonces constituían la familia ideal. Después del cambio de mentalidad que, a partir del siglo
II
, introducen el estoicismo y el cristianismo, las familias romanas volverán a ser prolíficas como en los tantas veces añorados tiempos de la república, cuando muchas parejas contribuían al engrandecimiento de Roma con diez o doce hijos.

Emilia, la esposa de Cayo Cornelio, se ha acomodado en el sillón paritorio donde dará a luz. En la pieza contigua esperan el padre, algo nervioso, y el resto de los familiares y esclavos de la casa. Va a nacer el primer hijo de la pareja y, aunque Cayo preferiría que fuera varón, ha resuelto aceptar lo que venga con tal de que nazca sano. Los dioses se le muestran propicios.

Al poco rato, la sonriente partera sale de la alcoba llevando entre sus brazos a un robusto y berreante niño de bien implantados genitales. Ninguno de los presentes, incluidas las abuelas, se precipita a contemplar al recién nacido, nadie le dedica embusteros piropos. Todo lo contrario: la aparición del niño impone un tenso y expectante silencio. La partera, con afectada solemnidad, deposita a la criatura sobre las frías baldosas, a los pies de Cayo Cornelio. Entonces el padre se agacha, lo toma y lo levanta en sus brazos sin decir palabra: esto quiere decir que lo acepta como hijo suyo. Todos sonríen, las abuelas lloran de emoción y los esclavos se felicitan. El niño vivirá. De haber sido niña la aceptación hubiese consistido en ordenar que se le diera de mamar.

El hijo de Cayo Cornelio es vástago de una de las familias patricias más honorables de la ciudad. Por lo tanto debe ser criado y educado con arreglo a su rango y condición. Desde su más tierna infancia sabrá lo que es disciplina. Al principio, lo crían varias nodrizas para que no se acostumbre a ninguna en particular. Cada mañana, después del baño, lo masajean concienzudamente para ir modelándole el cuerpo, particularmente el cráneo, la nariz y las nalgas. También le estiran el prepucio. Después le vendan fuertemente las muñecas, los codos, las rodillas y las caderas para que se afinen con arreglo al ideal de belleza imperante. Finalmente lo frazan e inmovilizan entre apretados pañales. Cuando pasen los primeros meses, le dejarán libre el brazo derecho para asegurarse de que el niño sea diestro.

El niño convivirá con la nodriza principal («nutrix»), más que con su propia madre. Como la familia es muy rica, la nodriza es griega. No sólo lo nutre, también le habla constantemente en griego. Un hombre educado debe ser bilingüe y el griego es la imprescindible lengua de cultura. La labor de esta especie de nutricia institutriz se complementará, más adelante, con la de un pedagogo criador («nutritor»), que enseñará al niño las primeras letras. Cuando se muestra desobediente o díscolo lo amenazan con el coco, que en Roma es la «Lamia», femenino.

La mayoría de los niños romanos son pobres y, lógicamente, no disfrutan, o sufren, esta clase de educación. Si la malaria no se los lleva al otro mundo en el primer verano, es posible que tengan fuerzas para engrosar esa bullidora nube de pilluelos que a todas horas alborota con sus juegos las calles de Roma. Por cierto, muchos de estos juegos nos resultan familiares: el aro («trochus»), la morra («digitis micare»), las canicas («ocellatis»), la taba («talus»), la gallina ciega (denominado aquí «mosca de bronce»), los chinos, el trompo, tres en raya. Nadie protesta de los juguetes bélicos: cascos, escudos, espadas, corazas, que sirven par jugar a cartagineses y romanos o a soldados y gladiadores. También se entretienen cazando grillos o cigarras para sus diminutas jaulas o, como nos apunta Horacio, «construyen casitas, enganchan ratones a sus carritos, juegan a pares o nones y cabalgan caballitos de caña».

Como cualquier niño actual, el romano pasará del sonajero («crepitaculum») al columpio («oscillum») y al balón («pila») y cuando, en ocasiones especiales, los amigos de la familia le den unas perras, se apresurará a guardarlas en su hucha («loculus»).

Si se trata de una niña, tendrá sus muñecas («pupa») de cera coloreada, de arcilla cocida, de madera o de hueso.

Entonces como hoy el niño esperará con ilusión la llegada de ciertos días en que los regalos son tradicionales: su cumpleaños («dies natalis»), año nuevo («strenae») y las carnavalescas «saturnalia».

Los niños pobres tienen como moneda para sus juegos huesos de albaricoque; los ricos, nueces («nuces»). Salir de la infancia es «nuces relinquere», por lo general a los diecisiete años, cuando el muchacho toma la toga viril y se consagran sus juguetes a los dioses. La niña ha consagrado sus muñecas a Diana al hacerse mujer.

Con todo, igual que sucede al atribulado hombre de hoy, el niño que una vez fue Cayo Cornelio continúa existiendo detrás de la adusta fachada de su gravedad y continencia. A menudo, después del banquete, cuando han despedido a criados y esclavos y están en la intimidad, Cayo Cornelio y sus amigos volverán a jugar como cuando eran niños («repuerascere») y atronarán con sus risas y gritos los silenciosos ámbitos de la casa que se finge dormida.

Si damos una vuelta por las plazuelas y calles de los barrios populares, observaremos que algunos juegos favoritos de los mozalbetes son bastante crueles: en el llamado «del basileus» (o rey), el más diestro golpea al más torpe (llamado «sarnoso»). En el de la olla, el que hace de recipiente permanece sentado en el suelo y sufre los golpes y repelones de los otros hasta que logra atrapar a uno de ellos par que ocupe su incómodo lugar. El manteamiento («sagatio»), de cervantina prosapia, es también muy popular, particularmente entre los soldados. Por cierto, vayamos atentos para que los niños de la calle no nos hagan víctimas de alguna broma pesada. Les encanta pegar monigotes en la espalda de los viandantes o fijar una moneda al suelo para burlarse de los que se agachan a recogerla.

Pero también los hay más seriecitos que juegan a imitar a los oradores del Foro o que reproducen, en lentas y solemnes ceremonias, la gravedad de cónsules y sacerdotes.

Cayo Cornelio es senador. Su hijo, el joven Cayo, también lo será a su debido tiempo. Su esmerada educación tiene por finalidad suministrarle una sólida cultura pero también templar su carácter, hacer de él un romano modélico. Desde niño ha aprendido a conducirse con dignidad, a controlar sus impulsos y a tratar a su padre de señor («dominus») como expresión del respeto y obediencia debidos.

Desde niño ha templado su valor asistiendo a los sangrientos juegos del anfiteatro y le han impuesto fatigosos ejercicios físicos para fortalecer su cuerpo y adormecer los naturales apetitos venéreos. El futuro senador camina con elegante soltura, habla lenta y solemnemente, sin gesticulaciones innecesarias. Como persona educada («pepaideumenos»), procura no eructar, bostezar ni estornudar (esto último considerado síntoma de ambigüedad sexual), se suena en un pañuelo y se lava los pies al llegar a casa.

Si pasa ante una ventana abierta no mira al interior de la habitación. Si dos personas conversan no se acerca a ellas a no ser que lo inviten. Hoy nos seguiría pareciendo una persona exquisitamente educada si no fuera porque a veces escupe en el suelo.

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