Robopocalipsis (33 page)

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Authors: Daniel H. Wilson

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: Robopocalipsis
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—¿Lurker? —pregunta mientras una luz eléctrica se extiende a través de los anillos.

Poco a poco, Lurker empieza a sacar su mano izquierda del arnés del exoesqueleto.

—Archos —dice.

—Has cambiado. Ya no eres un cobarde.

—Tú también has cambiado —dice Lurker, observando cómo los aros concéntricos dan vueltas a un lado y al otro. Casi tiene la mano izquierda liberada—. Es curioso las diferencias que se pueden producir en un año.

—Siento que las cosas tengan que acabar de esta forma —dice la voz de niño.

—¿Y qué forma es esa? —pregunta Lurker, tratando de distraer a la máquina de su mano izquierda.

Entonces su mano queda libre. Lurker saca el brazo, agarra la delicada antena e intenta romperla. La articulación de su hombro derecho cruje al hacer esfuerzos por resistirse a la súbita presión del exoesqueleto. Solo puede mirar cómo su brazo derecho se mueve a través del aire y, con un brusco movimiento, realiza un corte en la muñeca izquierda.

Su sangre salpica la cara de la máquina flotante.

Conmocionado, Lurker saca precipitadamente el resto del cuerpo del exoesqueleto. El brazo izquierdo vacío de la máquina intenta lanzarle un tajo, pero el codo se encuentra en una postura extraña, y Lurker logra escabullirse. Sorteando otra hoja del antebrazo, cae al suelo y rueda sobre la sangre derramada de Arrtrad. El exoesqueleto se desequilibra por una fracción de segundo al perder el contrapeso humano. A Lurker le basta ese tiempo para colarse por encima del borde del agujero.

Clinc.

Una hoja del antebrazo se clava en el suelo a escasos centímetros de la cara de Lurker mientras se introduce en el agujero, sujetándose el brazo herido contra el pecho. Y desciende a la oscuridad medio cayendo.

El exoesqueleto sin ocupante recoge inmediatamente el exoesqueleto derribado con el cadáver de Arrtrad. Agarrando el montón de metal sangrante, echa a andar y sale corriendo por la puerta.

Flotando sobre el agujero, la compleja máquina observa pacientemente. Las luces de los aparatos de las estanterías empiezan a parpadear con intensidad mientras un torrente de datos sale de la torre. Una copia de seguridad de última hora.

Al cabo de unos largos instantes una voz ronca resuena desde el oscuro agujero:

—Hasta luego, Lucas —dice Lurker.

Y el mundo se tiñe de blanco y luego de un negro oscurísimo.

La destrucción del núcleo de fibra de Londres puso fin al control de los robots sobre las comunicaciones por satélite el tiempo suficiente para que la humanidad se reagrupara. Lurker nunca pareció un chico agradable, y no puedo decir que me hubiera gustado conocerlo, pero fue un héroe. Me consta porque momentos antes de que la torre de British Telecom explotara, grabó un mensaje de quince segundos que salvó a la humanidad de una destrucción segura
.

CORMAC WALLACE, MIL#EGH217

Cuarta parte.
Despertar

John Henry le dijo a su capitán: «Un hombre no es más que un hombre, pero antes de dejar que la perforadora me aplaste, moriré con el martillo en la mano».

JOHN HENRY, c. 1920

1. Transhumanos

Es peligroso ser ciega a las personas.

MATHILDA PEREZ

NUEVA GUERRA + 12 MESES

Un año después del comienzo de la Nueva Guerra, el pelotón Chico Listo llegó por fin a Gray Horse, Oklahoma. En todo el mundo, miles de millones de personas habían sido arrancadas de las zonas urbanas, y millones más estaban atrapadas en campos de trabajos forzados. Gran parte de la población rural que nos encontramos luchaba encarnizadamente librando batallas aisladas e íntimas por sobrevivir contra los elementos
.

La información disponible es incompleta, pero parecían haberse formado cientos de pequeños focos de resistencia por todo el mundo. Mientras nuestro pelotón se instalaba en Gray Horse, una joven prisionera llamada Mathilda Pérez escapaba del campo de Scarsdale. Huyó a Nueva York acompañada de su hermano pequeño, Nolan. En este relato de sus recuerdos, Mathilda (de doce años) describe su interacción con el grupo de la resistencia neoyorquina dirigido por Marcus y Dawn Johnson
.

CORMAC WALLACE, MIL#EGH217

Al principio no creía que Nolan estuviera herido.

Llegamos a la ciudad y luego doblamos una esquina y algo explotó y Nolan se cayó. Pero volvió a levantarse. Corríamos muy rápido cogidos de la mano. Como le prometí a mamá. Corrimos hasta ponernos a salvo.

No me fijé en lo pálido que estaba Nolan hasta más tarde, cuando íbamos otra vez andando. Luego descubrí que tenía clavadas unas pequeñas astillas metálicas en la zona lumbar. Pero allí estaba, de pie y temblando como una hoja.

—¿Estás bien, Nolan? —pregunto.

—Sí —contesta él—. Me duele la espalda.

Es tan pequeño y tan valiente que me entran ganas de llorar. Pero no puedo llorar. Ya no.

Las máquinas del campo de las Cicatrices me hicieron daño. Me quitaron la vista. Pero, a cambio, me dieron otro tipo de visión. Ahora puedo ver más que nunca. Las vibraciones del suelo se iluminan como ondas en el agua. Percibo las estelas de calor que dejan en el asfalto las ruedas que van y vienen. Pero lo que más me gusta es observar las cintas de luz que cruzan el cielo de un lado a otro, como mensajes impresos en pancartas. Esos rayos son las máquinas hablando entre ellas. A veces, si entorno mucho los ojos, incluso puedo distinguir lo que están diciendo.

La gente me resulta más difícil de ver.

Ya no puedo ver a Nolan, solo el calor de su aliento, los músculos de su cara y su negativa a mirarme a los ojos. Da igual si tengo ojos humanos, o de máquina, o tentáculos; sigo siendo la hermana mayor de Nolan. La primera vez que vi a través de su piel me asusté, así que ahora sé cómo se siente él cuando ve mis nuevos ojos. Pero no me importa.

Mamá tenía razón. Nolan es el único hermano que tengo y el único que tendré.

Después de salir del campo de las Cicatrices, Nolan y yo vimos unos edificios altos y nos dirigimos a ellos, pensando que tal vez encontraríamos gente, pero no había nadie. O si la había, supongo que estaban escondidos. No tardamos en llegar a los edificios. La mayoría estaban destruidos. Había maletas en las calles y perros corriendo en jaurías, y a veces cadáveres retorcidos de personas. Allí había pasado algo malo.

Había pasado algo malo en todas partes.

Cuanto más nos acercábamos a los edificios altos, más las notaba: las máquinas, escondidas en lugares oscuros o corriendo por las calles al acecho de personas. En el cielo brillaban rayos de luz. Las máquinas hablando.

Algunas luces parpadeaban de forma regular cada pocos minutos o segundos. Esas eran las máquinas escondidas, poniéndose en contacto con sus jefes.

—Sigo aquí —dicen—. Esperando.

Odio a las máquinas. Se dedican a poner trampas y a esperar a la gente. No es justo. Un robot aguarda sentado hasta poder hacer daño a alguien. Y pueden esperar una eternidad.

Pero Nolan está herido y necesitamos encontrar ayuda rápido. Nos alejamos de las máquinas que ponen trampas y de las viajeras. Pero mis nuevos ojos no me lo muestran todo. No me dejan ver cosas humanas. Ahora solamente distingo las cosas de las máquinas.

Es peligroso ser ciega a las personas.

El camino parecía despejado. No había máquinas hablando, ni tampoco estelas de calor brillantes. De repente, unas pequeñas ondas empezaron a vibrar más allá de un edificio de ladrillo, a la vuelta de la esquina. En lugar de tener forma de olas lentas como algo que rueda, rebotaban, como si algo grande estuviera caminando.

—Aquí no estamos seguros —digo.

Rodeo los hombros de Nolan con el brazo y lo llevo al interior de un edificio. Nos agachamos junto a una ventana cubierta de polvo. Doy un suave codazo a Nolan para que se siente en el suelo.

—No te levantes —digo—. Algo se acerca.

Él asiente con la cabeza. Ahora tiene la cara muy pálida.

Me arrodillo, pego el rostro a la esquina rota de la ventana y me quedo muy quieta. Las vibraciones aumentan en la calzada destruida, y pulsaciones de interferencias inundan la calle desde algún sitio fuera de mi vista. Dentro de poco podré verlo, lo quiera o no.

Contengo la respiración.

En algún lugar chilla un halcón. Una larga pata negra aparece a escasos centímetros del otro lado de la ventana. Tiene una punta afilada en el extremo y unas púas con forma de escamas talladas por debajo, como una gran pata de un bicho. La mayor parte de la criatura está fría, pero las articulaciones están calientes en las zonas que ha estado moviendo. A medida que aparece, veo que en realidad es una pata mucho más larga doblada sobre sí misma: enrollada y lista para atacar. De algún modo, flota sobre el suelo, apuntando hacia fuera.

Entonces veo un par de manos humanas calientes. Las manos sujetan la pata como un rifle. Es una mujer negra vestida con harapos grises y unas gafas protectoras oscuras sobre los ojos. Sujeta la pata enrollada como si fuera un arma, rodeando con una mano una empuñadura casera. Veo un punto brillante derretido en la parte de atrás de la pata y me doy cuenta de que ha sido amputada a una gran máquina andante. La mujer no me ha visto; sigue avanzando.

Nolan tose en voz baja.

La mujer se da la vuelta e, instintivamente, apunta a la ventana con la pata. Aprieta el gatillo, y la articulación enrollada se despliega y sale disparada. La punta de la garra atraviesa el cristal junto a mi cara y lanza pedazos por los aires. Me agacho justo en el momento en que la pata se dobla otra vez y arranca un trozo del marco de la ventana. Me caigo boca arriba, sorprendida por la luz deslumbrante que de repente entra por la ventana. Lanzo un grito agudo antes de que Nolan alcance a taparme la boca con la mano.

Una cara aparece en la ventana. La mujer se sube las gafas a la frente, mete la cabeza y la saca con un rápido movimiento. A continuación, nos mira a Nolan y a mí. Hay mucha luz alrededor de su cabeza y tiene la piel fría, y puedo contar sus dientes relucientes a través de sus mejillas.

Ha visto mis ojos, pero no se inmuta. Se limita a observarnos a Nolan y a mí por un instante, sonriendo.

—Lo siento, niños —dice—. Creía que erais robots. Me llamo Dawn. ¿Por casualidad tenéis hambre?

Dawn es simpática. Nos lleva al escondite subterráneo donde vive la resistencia de la ciudad de Nueva York. De momento, la casa en el túnel está vacía, pero Dawn dice que los demás no tardarán en volver de explorar y buscar y de hacer algo llamado turno de acompañamiento. Me alegro, porque Nolan no tiene muy buen aspecto. Está tumbado en un saco de dormir en el rincón más seguro de la habitación. No sé si podrá volver a andar.

En este sitio se está caliente y a salvo, pero Dawn dice que no hagamos ruido y que tengamos cuidado porque los robots más nuevos saben excavar muy bien. Dice que las pequeñas máquinas se introducen pacientemente por las grietas y se dirigen a donde hay vibraciones. Mientras tanto, las máquinas grandes buscan a la gente en los túneles.

Eso me pone nerviosa, y busco vibraciones en las paredes que nos rodean. No veo ninguno de los temblores habituales recorriendo los azulejos manchados de hollín. Dawn me mira de forma extraña cuando le digo que no hay nada en las paredes, pero no dice nada de mis ojos, todavía.

En cambio, me deja jugar con la pata del bicho. Se llama pinchador. Tal como pensaba, pertenece a una gran máquina andante. Esa máquina se llama mantis, pero Dawn dice que ella la llama Rob Repelús. Es un nombre ridículo, y me hace reír por un momento hasta que me acuerdo de que Nolan está herido de gravedad.

Entorno los ojos y miro dentro del pinchador. No tiene cables en su interior. Cada articulación se comunica con las otras a través del aire. Radio. La pierna tampoco tiene que pensar adónde va. Cada pieza está diseñada para trabajar conjuntamente. La pierna solo tiene un desplazamiento, pero es un buen movimiento que combina la estocada y el ataque con garra. Es una suerte para Dawn, porque una simple vibración eléctrica puede hacer que la pierna se extienda o se flexione. Ella dice que es muy útil.

Entonces el pinchador se sacude en mis manos y lo dejo caer al suelo. Se queda allí tirado un instante. Cuando me concentro en las articulaciones, la máquina se estira poco a poco, como si fuera un gato.

Noto una mano en mi hombro. Dawn está a mi lado, con su cara irradiando calor. Está entusiasmada.

—Es increíble. Déjame enseñarte una cosa —dice.

Dawn me lleva hasta una sábana que cuelga de la pared. La aparta, y veo un vacío oscuro lleno de una pesadilla agazapada. Docenas de patas de araña acechan en la oscuridad a pocos centímetros de distancia. He visto esa máquina antes. Fue mi última visión natural.

Grito y me caigo hacia atrás, intentando escapar a tientas.

Dawn me agarra por la parte de atrás de la camisa mientras trato de luchar contra ella, pero es demasiado fuerte. Ella vuelve a colocar la sábana y me levanta, dejando que le pegue y le arañe la cara.

—Mathilda —dice—. Tranquila. No está conectada. Escúchame, por favor.

Nunca supe lo mucho que necesitaba llorar hasta que perdí los ojos.

—¿Es la máquina que te hizo daño? —pregunta.

No puedo hacer otra cosa que asentir con la cabeza.

—Está desconectada, cielo. No puede hacerte daño. ¿Lo entiendes?

—Sí —digo, tranquilizándome—. Lo siento.

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