Jack y yo paramos a recobrar el aliento cuando estamos cruzando un paso elevado. Pego la cara a una valla metálica y veo ocho carriles de autopista atestados de coches que se desplazan a unos cincuenta kilómetros por hora en la misma dirección. Sin luces de freno. Sin intermitentes. No se parece en nada al tráfico normal. Veo a un hombre salir retorciéndose por el techo corredizo y caer rodando de la capota de su coche justo debajo del vehículo de detrás. Al entornar los ojos, todo parece una gran alfombra metálica que es retirada poco a poco.
Hacia el mar.
Si no te diriges a algún sitio y no llegas rápido, no vas a sobrevivir mucho tiempo en las ciudades. Ese es nuestro secreto. Jack y yo nunca dejamos de movernos salvo para dormir.
La gente ve nuestros uniformes y nos llama. Cada vez que ocurre, mi hermano dice:
—No se mueva. Volveremos con ayuda.
Conociendo a Jack, probablemente lo cree de verdad. Pero no reduce la marcha. Y a mí me basta con eso.
Mi hermano está decidido a llegar a una base militar para que podamos ayudar a la gente. Mientras cruzamos las ciudades manzana a manzana, Jack no para de decir que cuando nos encontremos con los soldados volveremos y nos cargaremos a las máquinas. Dice que iremos casa por casa y salvaremos a la gente, que la llevaremos a una zona segura. Que formaremos patrullas y buscaremos a todos los robots que funcionen mal.
—Un día o dos, Cormac —dice—. Todo esto habrá terminado dentro de un día o dos. Entonces ya habremos acabado con todo.
Quiero creerle, pero sé que no es tan sencillo. El arsenal debería haber sido un lugar seguro, pero estaba plagado de minas terrestres andantes. Todos los vehículos militares cuentan con un piloto automático por si tienen que regresar con un conductor incapacitado.
—¿Cómo crees que estarán las bases militares? —pregunto—. Allí tienen más que minas. Tienen tanques. Helicópteros de combate. Rifles móviles.
Jack se limita a seguir andando con la cabeza gacha.
El caos se confunde en una neblina. Presencio escenas fugaces. Veo a un anciano en apuros metido a rastras en un portal por un Slow Sue de rostro severo; un coche vacío en llamas pasa con un trozo de carne atrapado debajo, dejando una mancha grasienta en la calle; un hombre se cae de un edificio, gritando y agitándose mientras la silueta de un Big Happy mira desde arriba.
¡Pum!
Gritos, disparos y eco de alarmas por las calles. Pero, afortunadamente, Jack acelera la marcha. No hay tiempo para pararse a mirar. Atravesamos el horror a toda prisa como dos ahogados abriéndose paso hasta la superficie para coger aire.
Tres meses.
Nos lleva tres meses encontrar el fuerte. Tres meses para manchar de barro mi ropa nueva, para disparar el rifle y para limpiarlo junto a una tenue fogata. Entonces cruzamos un puente sobre el río Hudson y llegamos a nuestro destino, justo a las afueras de lo que antes era Albany.
El Fuerte Bandon.
—¡Al suelo!
—¡De rodillas, coño!
—¡Las manos encima de la cabeza, hijos de puta!
—¡Las puntas de los pies juntas!
Las voces nos gritan desde la oscuridad. Un foco se enciende parpadeando en lo alto. Lo miro con los ojos entornados y procuro no dejarme llevar por el pánico. Tengo la cara paralizada de la adrenalina y los brazos débiles como si fueran de goma. Jack y yo nos arrodillamos el uno al lado del otro. Me oigo respirar, jadeando. Maldita sea. Estoy cagado de miedo.
—Tranquilo —susurra Jack—. Tú no digas nada.
—¡Cierra la puta boca! —grita un soldado—. ¡Apunta!
—Apunto —dice una voz serena en la oscuridad.
Oigo el seguro de un rifle siendo retirado. Cuando el cartucho entra en la recámara, visualizo la bala de latón esperando en la boca de un cañón oscuro y frío. Mi rifle y mis pertrechos están escondidos a casi un kilómetro de allí, a treinta pasos de la carretera.
Unas pisadas suenan en la calzada. La silueta de un soldado aparece delante de nosotros, eclipsando el foco con la cabeza.
—Estamos desarmados —afirma Jack.
—Ponte boca abajo, joder —dice la voz—. Tú, las manos encima de la cabeza. ¡Apúntale!
Levanto las manos por encima de la cabeza, parpadeando contra la luz. Jack gruñe al ser empujado boca abajo. El soldado lo cachea.
—Número uno, limpio —dice—. ¿Por qué lleváis uniformes, capullos? ¿Habéis matado a un soldado?
—Soy de la guardia —dice Jack—. Mira mi documentación.
—Claro.
Noto un empujón entre los omóplatos y me caigo hacia delante, con la mejilla sobre la fría y granulosa calzada. Dos botas de combate negras aparecen en mi campo de visión. Unas manos hurgan bruscamente en mis bolsillos en busca de armas. El foco ilumina la calzada delante de mi cara con detallismo lunar; sombras corriendo a través de cráteres. Me fijo en que mi mejilla está posada sobre una mancha descolorida de aceite.
—Numero dos, limpio —dice el soldado—. Dame la documentación.
Las botas negras cubiertas de barro retroceden y se sitúan en mi línea de visión. Un poco más allá de las botas, distingo un montón de ropa junto a una alambrada. Parece como si alguien usara ese lugar como punto de recogida de artículos usados. Aquí fuera hace un frío helador, pero sigue oliendo como un vertedero.
—Bienvenido al Fuerte Bandon, sargento Wallace. Nos alegramos de tenerlo con nosotros. Está un poco lejos de Boston, ¿no?
Jack comienza a incorporarse, pero una de las grandes botas se posa en su espalda y lo empuja contra el suelo.
—No, no. No he dicho que se levante. ¿Y este tío? ¿Quién es?
—Mi hermano —gruñe Jack.
—¿También es de la guardia?
—Es civil.
—Vaya, lo siento, pero eso no es aceptable, sargento. Por desgracia, el Fuerte Bandon no permite la entrada de refugiados civiles en este momento. Así que si quiere entrar, vayan despidiéndose.
—No puedo dejarlo —dice Jack.
—Sí, me imaginaba que diría eso. Tiene la opción de ir al río con el resto de refugiados. Hay varios miles ocupando el lugar. Siga el olor. Probablemente lo acaben apuñalando para quitarle las botas, pero tal vez no si se turnan para dormir.
El soldado se ríe entre dientes sin gracia. Lleva metido el uniforme de camuflaje por dentro de las mugrientas botas negras. Creía que estaba de pie sobre una sombra, pero ahora veo que se trata de otra mancha. Hay manchas de aceite en la calzada por todas partes.
—¿En serio? ¿Los civiles no son bienvenidos? —pregunta Jack.
—No —contesta el soldado—. A duras penas nos hemos defendido de los puñeteros vehículos militares. La mitad de nuestras armas autónomas ha desaparecido, y la otra mitad la hemos volado. La mayor parte de nuestro comando se ha ido. Los llamaron a todos a una puta reunión justo antes de que se armara todo este marrón. Desde entonces no los hemos visto. Ni siquiera podemos acceder a los talleres de reparación ni al depósito de reabastecimiento. Sargento, este sitio ya está bastante jodido. No necesitamos meter a un puñado de civiles de la calle que solo saben saquear y robar.
Noto que la punta fría de la bota me empuja la frente.
—Sin ánimo de ofender, colega.
La bota se aparta.
—Las puertas están cerradas. Si intentas entrar, mi hombre de la torre te preparará un sándwich de balas. ¿Verdad que sí, Carl?
—Afirmativo —contesta Carl, desde algún lugar detrás del foco.
—Bueno —dice el soldado, retrocediendo en dirección a la puerta—. Largaos de una puta vez. Los dos.
El soldado se sitúa detrás de la luz, y caigo en la cuenta de que lo que he estado mirando no es un montón de ropa. El contorno es ahora visible. Se trata de un cuerpo humano. Cadáveres. Hay montones de ellos apilados unos encima de otros como envoltorios de caramelos arrastrados por el viento contra la alambrada. Congelados por el clima y contorsionados de forma angustiosa. Las manchas del suelo que hay delante de mí —debajo de mi cara— no son de aceite.
Un montón de personas ha muerto aquí no hace mucho.
—¿Los habéis matado, hijos de puta? —pregunto, con incredulidad.
Jack gime suavemente para sí. El soldado vuelve a soltar esa risita seca. Sus botas rascan la calzada al acercarse a mí sin prisa.
—Maldita sea, sargento. Su hermano no sabe tener la boca cerrada, ¿verdad?
—No —contesta Jack.
—Déjame explicártelo, amigo —dice el soldado.
Entonces noto que una bota con la puntera de acero me hace crujir la caja torácica. Respiro resollando mecánicamente. Permanezco en posición fetal durante las siguientes dos o tres patadas.
—Ya lo ha pillado —grita Carl, anónimo en la noche—. Creo que ya lo ha pillado, cabo.
No puedo evitar gemir; es la única forma en que puedo respirar.
—Déjanos marchar —dice Jack—. Ya nos vamos, tío. Ya nos vamos.
Las patadas cesan. El soldado suelta su risita una vez más. Es como un tic nervioso. Oigo el «clic» metálico de su rifle al ser amartillado.
Carl interviene desde la torre invisible.
—¿Señor? Ya hemos tenido suficiente, ¿no cree? Retirémonos.
Nada.
—Cabo, retirémonos —dice Carl.
El arma no dispara, pero percibo esas botas sin rostro esperando. Esperando a que yo diga algo, cualquier cosa. Acurrucado y lleno de dolor, me concentro en intentar tomar aire y expulsarlo con gran esfuerzo de mi maltrecha caja torácica.
No me queda nada que decir.
El soldado tenía razón: olemos a los refugiados antes de verlos.
Llegamos al campamento poco después de medianoche. A lo largo de la orilla del río Hudson, encontramos a miles de personas hacinadas, acampando, ocupando el lugar y buscando información. La larga y estrecha franja de tierra tiene una vieja verja de hierro que la separa de la calle, y el terreno es demasiado accidentado para los robots domésticos.
Esas son las personas que han venido al Fuerte Bandon y no han hallado refugio. Han traído sus maletas, sus mochilas y sus bolsas de basura llenas de ropa. Han traído a sus padres, sus mujeres, sus maridos y sus hijos. Aglomerados en el campamento, han encendido fogatas con muebles recogidos de la basura, han hecho sus necesidades junto al río y han tirado la basura al viento.
La temperatura ronda los cero grados. Los refugiados duermen, sesteando bajo montones de mantas, dentro de tiendas recién saqueadas y en el suelo. Los asilados se pelean, recurriendo a puños, cuchillos y algún que otro disparo. Están enfadados, asustados y hambrientos. Algunos mendigan de campamento en campamento. Otros roban leña y bagatelas. Otros se van a la ciudad y no vuelven.
Esas personas están aquí esperando. No tengo ni idea de qué. Ayuda, supongo.
Jack y yo deambulamos en la oscuridad entre las fogatas y los grupos de refugiados. Me tapo la cara con un pañuelo para protegerme del olor del exceso de humanidad en un lugar tan pequeño. Instintivamente, me siento vulnerable entre tanta gente.
Jack también se siente así.
Me da unos golpecitos en el hombro y señala una pequeña colina cubierta de maleza. Terreno elevado. Un hombre y una mujer están sentados uno al lado del otro entre matas de hierba marchita, con una pequeña linterna de cámping en medio. Nos dirigimos a ellos.
Y así es como conocemos a Tiberius y Cherrah.
En la colina encontramos a un enorme hombre negro vestido con una camisa hawaiana sentado sobre una larga prenda de ropa interior, con los antebrazos apoyados relajadamente sobre las rodillas. A su lado, una mujer menuda nativa americana nos mira entornando los ojos. Tiene un cuchillo de monte gastado en la mano. Parece que lo haya usado muchas veces.
—Hola —grito.
—¿Qué? —pregunta la mujer—. ¿No habéis tenido bastante, militares hijos de puta? ¿Volvéis a por más?
Su gran cuchillo brilla a la luz de la linterna.
Jack y yo nos miramos. ¿Cómo responder a eso? Entonces el hombre corpulento coloca la mano sobre el hombro de la mujer. Con voz resonante, dice:
—Compórtate, Cherrah. Estos hombres no son del ejército. Fíjate en sus uniformes. Son distintos de los otros.
—Me da igual —dice ella.
—Venid. Sentaos con nosotros —nos invita él—. Descargad.
Nos sentamos y escuchamos. Tiberius Abdullah y Cherrah Ridge se conocieron cuando escapaban de Albany. Él es un taxista que se mudó aquí desde Eritrea, en el Cuerno de África. Ella es una mecánica que trabajaba en el taller de su padre con sus cuatro hermanos. Cuando empezó a caer mierda del cielo, Tiberius estaba recogiendo su taxi del taller. Después de la primera mención, Tiberius no vuelve a hablar de los hermanos ni del padre de Cherrah.
Estamos bebiendo un trago de la petaca de Ty cuando un par de faros parpadean a lo lejos. Un rifle de caza aparece como por arte de magia en las manos de Cherrah. Tiberius tiene una pistola que ha sacado de la pretina de su pantalón de chándal. Jack baja la linterna. Por lo visto, un coche asesino ha saltado las barricadas y ha llegado aquí abajo.
Observo los faros lejanos unos segundos antes de darme cuenta de que Cherrah está apuntando con el rifle a la oscuridad detrás de nosotros.
Alguien viene, y rápido. Oigo jadeos y unas botas pisando el suelo con paso pesado, y entonces aparece la silueta de un hombre. Sube la pequeña colina tambaleándose torpemente, se cae hacia delante y se agarra con las puntas de los dedos.
—¡Alto! —grita Cherrah.
El hombre se queda paralizado y a continuación se levanta y avanza hacia la luz de la linterna. Es un soldado del Fuerte Bandon. Se trata de un tipo blanco desgarbado con el cuello largo y un pelo pajizo rebelde. Es la primera vez que lo veo, pero cuando habla reconozco enseguida su voz.
—Ah. Eh, hola —dice—. Soy Carl Lewandowski.
Varios cientos de metros orilla arriba, un coro de gritos se eleva, tenuemente, y desaparece en la atmósfera. Figuras cubiertas con mantas corren entre débiles fogatas rojas. Los faros se desplazan directamente a través del campo de refugiados en dirección a nosotros.
—Lo vi desde la torre cuando se descontroló —dice Carl, que sigue esforzándose por recobrar el aliento—. He venido a avisar a la gente.
—Qué amable, Carl —murmuro, llevándome la mano a las costillas magulladas.
Jack hinca una rodilla y coge su rifle de combate de la espalda. Contempla la confusión a través del espacio abierto entornando los ojos.
—Un vehículo militar —dice—. Blindado. No hay forma de que lo detengan.