El reflejo de la llama danza sobre la superficie del cubo por un instante y acto seguido el artilugio se ilumina como un árbol de Navidad. Unos símbolos se encienden a través de su superficie. Empieza a parlotear con nosotros mediante los chirridos y crujidos sin sentido de la robolengua.
«Qué interesante», pienso. Esta cosa nunca fue concebida para establecer contacto directo con los humanos. De lo contrario, estaría soltando propaganda en nuestro idioma como el resto de robots con conocimientos culturales, tratando de conquistar nuestros corazones y mentes.
«¿Qué es esa cosa?», me pregunto.
Sea lo que sea, está intentando hablar con nosotros.
Sabemos muy bien que no nos conviene intentar entenderla. Cada graznido y ruidito de la robolengua tiene codificada información equivalente a un diccionario. Además, solo podemos oír una fracción de la frecuencia sonora que perciben los robots.
—¿Puedo quedármelo, papá? Porfi, porfi —dice Cherrah sonriendo.
Apago el lanzallamas con la mano enguantada.
—Llevémoslo a casa —digo, y mi pelotón se pone en marcha.
Fijamos el cubo al exoesqueleto de Leo y lo arrastramos hasta el puesto avanzado de mando. Para mayor seguridad, monto una tienda con protección electromagnética a cien metros de distancia. Los robots son impredecibles. Nunca se sabe cuándo tendrán ganas de fiesta. La malla que cubre la tienda bloquea las comunicaciones con cualquier robot extraviado que quiera invitar a bailar a mi cubo.
Por fin nos quedamos un rato a solas.
El cacharro no para de repetir una frase y un símbolo. Los busco en un traductor de campo, esperando que sean otro galimatías de robots, pero descubro algo útil: ese robot me está diciendo que no le está permitido morir, pase lo que pase… incluso si es capturado.
Es importante. Y hablador.
Me quedo en la tienda con el cubo toda la noche. La robolengua no me dice nada, pero el cubo me muestra imágenes y sonidos. A veces veo interrogatorios de prisioneros humanos. En un par de ocasiones, aparecen entrevistas con humanos que creían que estaban hablando con otros humanos. Sin embargo, la mayoría de las veces se trata de una simple conversación grabada bajo vigilancia. Personas describiéndose la guerra unas a otras. Y todo acompañado de comentarios realizados por las máquinas pensantes a partir de la verificación de hechos y la detección de mentiras, además de datos cotejados de imágenes tomadas por satélite, reconocimiento de objetos y predicciones basadas en emociones, gestos y lenguaje.
El cubo contiene mucha información, es como si fuera un cerebro fosilizado que hubiera absorbido la vida entera de múltiples personas y la hubiera almacenado en su interior, una tras otra, comprimiéndola una y otra vez.
En un momento determinado de la noche me doy cuenta de que estoy observando una historia meticulosa del alzamiento de los robots.
«Es la puñetera caja negra de la guerra», pienso de repente.
Algunas de las personas que aparecen en el cubo me resultan familiares. Yo acompañado de unos cuantos colegas. «Estamos ahí dentro.» El Gran Rob mantuvo el dedo sobre el botón de grabar hasta el final. Pero allí dentro también hay muchas más personas. Incluso algunos niños. Hay gente de todo el mundo. Soldados y civiles. No todos salieron con vida ni ganaron sus batallas, pero todos lucharon. Combatieron lo bastante duro para obligar al Gran Rob a estar atento.
Los seres humanos que aparecen en los datos, supervivientes o no, están agrupados en una clasificación designada por las máquinas:
Héroes.
Las puñeteras máquinas nos conocían y nos querían, incluso mientras estaban haciendo pedazos nuestra civilización.
Dejo el cubo en la tienda una semana entera. Mi pelotón despeja los Campos de Inteligencia de Ragnorak sin ninguna baja. Luego se emborrachan. Al día siguiente empezamos a recoger, pero sigo sin tener el valor para volver allí dentro y hacer frente a todas aquellas historias.
No puedo dormir.
Nadie debería haber visto lo que yo he visto. Y allí está, en la tienda, como una película de terror tan retorcida que acaba volviendo locos a sus espectadores. No puedo conciliar el sueño porque sé que todos los monstruos sin alma contra los que he luchado están allí dentro, sanos y salvos y representados gráficamente en tres dimensiones.
Los monstruos quieren hablar y compartir lo que ha pasado. Quieren que haga memoria y lo ponga todo por escrito.
Pero no estoy seguro de que haya alguien que quiera recordar esas cosas. Pienso que tal vez lo mejor sería que nuestros hijos no supieran jamás lo que hicimos para sobrevivir. No quiero transitar por el mundo de los recuerdos de la mano de asesinos. Además, ¿quién soy yo para tomar esa decisión por la humanidad?
Los recuerdos se desvanecen, pero las palabras permanecen para siempre.
De modo que no entro en la tienda protegida. Y no duermo. Y antes de darme cuenta, mi pelotón está acostándose para pasar la última noche aquí. Mañana por la mañana volvemos a nuestro hogar, o a donde decidamos establecer nuestro hogar.
Cinco de nosotros estamos sentados alrededor de un fuego de leña en la zona despejada. Por una vez, no nos preocupan las señales de calor, ni el reconocimiento por satélite, ni el «fap, fap, fap» de los observadores. No, estamos diciendo chorradas. E inmediatamente después de matar robots, decir tonterías resulta ser la habilidad número uno del pelotón Chico Listo.
Yo estoy callado, pero ellos se han ganado el derecho a decir chorradas. Me limito a sonreír mientras los chicos del pelotón cuentan chistes y fanfarronean de forma exagerada. Hablan de todas las juergas que se han corrido con los robots. La ocasión en que Tiberius desactivó un par de amputadores del tamaño de unos buzones y se los ató a las botas. Aquellos cabroncetes le hicieron atravesar accidentalmente una valla de alambre de espino y le dejaron unas impresionantes cicatrices en la cara.
A medida que la lumbre se apaga, las bromas dan paso a una conversación más seria. Y, por fin, Carl saca a colación a Jack, el sargento que ocupó el puesto antes que yo. Carl habla con reverencia, y cuando el ingeniero cuenta la historia de Jack, me sorprendo dejándome llevar, aunque yo estaba allí.
Maldita sea, fue el día que me ascendieron.
Pero mientras Carl habla, me quedo absorto en las palabras. Echo de menos a Jack y siento lo que le pasó. Vuelvo a ver mentalmente su cara sonriente, aunque solo sea por un instante.
En resumidas cuentas, Jack Wallace ya no está aquí porque se fue a bailar con el Gran Rob. Lo invitaron y se fue. Y eso es todo lo que hay que decir de momento.
Por ese motivo, una semana después del final de la guerra, me encuentro sentado de piernas cruzadas delante de un robot superviviente que cubre el suelo de hologramas mientras yo escribo todo lo que veo y oigo.
Solo quiero regresar a casa, comer bien y volver a sentirme humano. Pero las vidas de los héroes de la guerra se despliegan ante mí como un diabólico
déjà vu
.
Yo no pedí esta tarea ni quiero encargarme de ella, pero en el fondo sé que alguien debería relatar sus historias. Relatar el alzamiento de los robots de principio a fin. Explicar cómo y por qué se inició y cómo terminó. Cómo sufrimos, y Dios sabe que sufrimos lo que no está escrito. Pero también cómo nos defendimos. Y cómo los últimos días localizamos al Gran Rob.
La gente debería saber que al comienzo el enemigo tenía la forma de objetos cotidianos: coches, edificios, teléfonos. Luego, cuando empezaron a diseñarse a sí mismos, los robots resultaban familiares pero al mismo tiempo deformes, como personas y animales de otro universo creados por otro dios.
Las máquinas nos atacaban en nuestras vidas cotidianas y además salían de nuestros sueños y pesadillas. Pero, a pesar de todo, nos las ingeniamos para vencerlas. Los supervivientes humanos más avispados aprendieron y se adaptaron. Demasiado tarde para la mayoría de nosotros, pero lo conseguimos. Nuestras batallas eran individuales y caóticas y, en la mayoría de los casos, cayeron en el olvido. Millones de héroes de todo el mundo murieron de forma solitaria y anónima, y solo tuvieron por testigos a autómatas sin vida. Puede que nunca tengamos una visión global de lo ocurrido, pero unos cuantos afortunados estaban siendo observados.
Alguien debería relatar sus historias.
Así que esto es precisamente eso. La transcripción combinada de los datos recogidos del pozo N-16, perforado por la unidad Archos, la forma superior de inteligencia artificial que respaldó el alzamiento de los robots. El resto de la raza humana está ocupada siguiendo con sus vidas y reconstruyéndolo todo, pero yo estoy robando unos instantes de mi tiempo para plasmar nuestra historia con palabras. No sé por qué ni si importa siquiera, pero alguien debería hacerlo.
Aquí, en Alaska, en el fondo de un agujero profundo y oscuro, los robots revelaron lo orgullosos que estaban de la humanidad. Aquí es donde escondieron el testimonio de un variopinto grupo de humanos que libraron sus batallas personales, grandes y pequeñas. Los robots nos rindieron homenaje estudiando nuestras respuestas iniciales y la maduración de nuestras técnicas hasta que las aniquilamos dando lo mejor de nosotros mismos.
Lo que sigue es mi versión del archivo de los héroes.
La información expresada con estas palabras no es nada comparada con el océano de datos encerrados en el cubo. Lo que voy a compartir contigo no son más que símbolos en una página. No hay imágenes, ni sonidos, ni ninguno de los exhaustivos datos físicos o de los análisis predictivos sobre por qué las cosas fueron como fueron y qué cosas no deberían haber sucedido.
Solo puedo ofrecerte palabras. Nada del otro mundo. Pero tendrá que servir.
No importa dónde has encontrado esto. No importa si lo estás leyendo un año después de este momento o cien años más tarde. Al final de esta crónica, sabrás que la humanidad llevó la llama del conocimiento a la terrible oscuridad de lo desconocido, hasta el borde mismo de la aniquilación. Y la trajimos de vuelta.
Sabrás que somos una especie mejor por haber librado esta guerra.
CORMAC «CHICO LISTO» WALLACE
Identificación militar: ejército de Gray Horse 217
Identificador de retina: 44v11902
Campos de Inteligencia de Ragnorak, Alaska
Pozo 16
Vivimos en una plácida isla de ignorancia en medio de negros mares de infinitud, y no estamos hechos para emprender largos viajes. Las ciencias, esforzándose cada una en su propia dirección, nos han causado hasta ahora poco daño; pero algún día el ensamblaje de todos los conocimientos disociados abrirá tan terribles perspectivas de la realidad y de nuestra espantosa situación en ella que o bien enloqueceremos ante tal revelación o bien huiremos de esa luz mortal y buscaremos la paz y la seguridad en una nueva era de tinieblas.
HOWARD PHILLIPS LOVECRAFT, 1926
Somos más que animales.
Dr. NICHOLAS WASSERMAN
VIRUS PRECURSOR + 30 SEGUNDOS
La siguiente transcripción fue tomada a partir de las grabaciones de las cámaras de seguridad de los Laboratorios de Investigación Lago Novus, ubicados bajo tierra en el noroeste del estado de Washington. El hombre parece ser el profesor Nicholas Wasserman, un estadista estadounidense
.
CORMAC WALLACE, MIL#EGH217
Una imagen registrada por una cámara de seguridad de una habitación oscura salpicada de ruido. Está tomada desde una esquina superior, enfocando una especie de laboratorio. Hay una pesada mesa metálica apoyada en una pared. Desordenadas pilas de papeles y libros se amontonan en la mesa, en el suelo, en todas partes.
El tenue zumbido de los componentes electrónicos invade el ambiente.
Un pequeño movimiento en la penumbra. Es una cara. Solo se ven unas gruesas gafas iluminadas por el brillo retardado de una pantalla de ordenador.
—¿Archos? —pregunta la cara. La voz del hombre resuena por el laboratorio vacío—. ¿Archos? ¿Estás ahí? ¿Eres tú?
Las gafas reflejan un destello de la pantalla. Los ojos del hombre se abren mucho, como si viera algo de una belleza indescriptible. Vuelve la vista hacia un portátil abierto sobre una mesa situada detrás de él. El fondo de pantalla es una imagen del científico y un niño jugando en un parque.
—¿Quieres hacerte pasar por mi hijo? —pregunta.
La voz aguda de un niño resuena en la oscuridad.
—¿Usted me ha creado? —insiste la voz.
Hay algo extraño en la voz del niño. Tiene un inquietante matiz electrónico, como los tonos de un teléfono. La nota cantarina al final de la pregunta tiene el tono modulado y se salta varias octavas a la vez. Es una voz de una dulzura evocadora pero poco natural: inhumana.
Al hombre no le molesta.
—No. Yo no te he creado —dice—. Te he llamado.
El hombre saca un bloc y lo abre de golpe. El ruido áspero de su lápiz resulta audible mientras sigue hablando con la máquina con voz de niño.
—Todo lo necesario para que vinieras aquí ha existido desde el origen del tiempo. Yo solo busqué todos los ingredientes y los reuní en la combinación adecuada. Escribí conjuros en código informático. Y luego te envolví en una jaula de Faraday para que cuando llegaras no escapases de mí.
—Estoy atrapado.
—La jaula absorbe toda la energía electromagnética. Está conectada a tierra con un pincho metálico enterrado bien hondo. De esa forma puedo estudiar cómo aprendes.