Aprovecharon la noche para salir sigilosamente por la puerta trasera del castillo. A los pocos minutos entraban en el bosque, un refugio seguro.
A la mañana siguiente, los hombres de Guy de Gisborne descubrieron lo sucedido.
—¡Han escapado! —gritó uno de los soldados.
Las huellas les condujeron hasta el cercano bosque de Sherwood.
La noticia fue comunicada rápidamente al señor Guy de Gisborne, que se encontraba acompañado de Hugo de Reinault
—¡Maldito sea! ¡Ha conseguido escapar! ¿Qué podemos hacer para darle su merecido, Hugo?
—Nada por el momento. Ahora, Robin ya no es un peligro. Está recluido en el bosque. Sherwood es su prisión. Si sale de ahí, caerá en nuestras manos.
—Es cierto, Hugo. Ya no hay nada que temer: Pediremos al príncipe que lo declare proscrito, un ciudadano fuera de la ley. A él y a sus hombres, por supuesto.
—Brindemos, amigo, por las ganancias obtenidas: tierras, dinero, un castillo… Hay mucho para repartir entre todos —dijo el interesado Reinault.
Mientras tanto, Robin reflexionaba en Sherwood sobre todo lo que había ocurrido. No se arrepentía de nada. Volvería a actuar de la misma manera otra vez. Pero estaba preocupado: ¿Cuánto tiempo pasaría sin que pudieran salir del bosque de Sherwood? ¿Qué les habría ocurrido a Feldon y a los demás?
A los pocos días recibieron la visita de un pastor que había descubierto un camino sin vigilancia por el que llegar al bosque.
El pastor les contó que Feldon y cinco hombres más habían sido ejecutados. Todos los demás habían recibido crueles castigos y sus familias se morían de hambre.
—¡Lo sabía! No deberían haber creído al mensajero del señor de Gisborne —se lamentó Robin.
—Todos los que viven están arrepentidos de lo que hicieron, Robin —dijo el pastor—. La gente de la comarca admira vuestro comportamiento y quiere ayudaros. ¿Qué podemos hacer?
—Necesitamos más hombres y comida —dijo Robin—.
El pastor cumplió su promesa. Fue reclutando hombres jóvenes y les hizo llegar alimentos.
El grupo del bosque de Sherwood era ya bastante numeroso. Todos sus miembros juraron lealtad a Robin y se sentían orgullosos de estar a las órdenes del hombre más íntegro y justo del reino: Robin Hood —así apodado por la característica capucha que siempre lucía en su cabeza—. El hijo de Edward Fitzwalter
P
oco a poco, el asentamiento en el bosque de Sherwood fue adecuándose a las necesidades de los que allí se encontraban. Primero construyeron chozas que les servían de cobijo y, cuando los días se hicieron más fríos, bien entrado el otoño, se vieron obligados a dotarlas de chimeneas para proporcionarse calor
Aun así, las ropas de Robin y sus hombres fueron convirtiéndose en auténticos harapos, y carecían de mantas con las que abrigarse durante la noche.
Robin decidió que había que solucionar este grave problema. Para ello era necesario ir a la ciudad y conseguir lo que necesitaban. Ninguno de los hombres de Robin estaba dispuesto a correr ese riesgo. Preferían seguir soportando el frío y las calamidades que padecían.
—Yo iré a Nottingham —dijo Robin—. Me disfrazaré de mendigo y traeré lo que necesitamos.
A pesar de que todos intentaron disuadirle, Robin estaba decidido y se puso en camino.
Llegó a Nottingham muy cansado. Sólo contaba con un puñado de monedas de escaso valor que había ido consiguiendo como limosna por el camino.
Entró en la tienda de un mercader y allí eligió ropa y calzado para todos. No sabía cómo arreglárselas para pagan Siguió mirando y mirando para darse tiempo hasta que se le ocurriera algo. De pronto descubrió una alfombra que le resultó familiar. Era una gran alfombra del castillo de su padre.
Un montón de recuerdos de su infancia se agolparon en su mente: su madre, su padre… Él y Mariana jugando sobre aquella preciosa alfombra… No pudo evitar que se le hiciera un nudo en la garganta y que sus ojos se llenaran de lágrimas.
—A ver, joven, son cuarenta libras —dijo el mercader con brusquedad.
Esas palabras sacaron a Robin de su ensimismamiento.
—Le doy estas monedas. Son todo cuanto tengo. Dentro de unos días le pagaré el resto.
—De ninguna manera. Yo sólo vendo al contado. No me fío de nadie.
—De alguien habrá tenido que fiarse, señor, cuando tiene una alfombra que perteneció a una familia a la que yo conocí hace tiempo. Sus bienes están confiscados y, por tanto, esa alfombra ha tenido que ser robada —dijo Robin pícaramente.
AI mercader no le gustó nada lo que acababa de oír. Pensó que aquel muchacho podía ser un enviado del príncipe Juan. Si lo denunciaban, lo ahorcarán. Era mucho lo que tenía que ocultar
—Si esto queda entre nosotros —propuso el mercader a Robin—, te dejo que te lleves lo que has elegido y te regalo esa alfombra
Robin no abrió la boca, y el mercader se vio obligado a seguir ofreciendo cosas intentando satisfacerle:
—Te daré también dos toneles de vino… y… dos sacos de harina.
—¿Cómo podré transportar todas esas cosas? —preguntó por fin Robin.
—Te llevarás ese caballo que está ahí. Pero no me denuncies, por Dios.
—Andate con cuidado, mercader. La próxima vez puedes correr peor suerte.
Y Robin se fue con un caballo nuevo y con toda la mercancía.
En Sherwood, la alegría desbordó a todos cuando lo vieron aparecer sano y salvo y con aquel cargamento.
Robin colocó la preciosa y lujosa alfombra en su pobre choza. Ahora tendría un recuerdo de su feliz infancia.
Los días transcurrían plácidamente en Sherwood. Cazaban venados y recolectaban frutos pares alimentarse, recogían leña para procurarse calor y, de vez en cuando, recibían la visita de alguna persona del lugar que les traía algo de comida a veces como muestra de simpatía, o pidiendo su ayuda para que intervinieran ante los frecuentes abusos de poder que cometían algunos caballeros.
Cada vez se hicieron más frecuentes las acciones de Robin y sus hombres fuera del refugio del bosque de Sherwood. Se trataba siempre de actos en defensa de vasallos perseguidos por los barones normandos o incluso en ayuda de caballeros sajones, despojados constantemente de tierras y bienes por los ambiciosos secuaces del príncipe Juan.
Dado que Robin y sus hombres se veían obligados a intervenir en numerosas ocasiones, debían organizarse. Aun fuera de la ley, era necesario que todos tuvieran claro cómo actuar en cada caso y qué propósitos perseguían.
Para ello, Robin creyó conveniente poner unas normas que todos cumplieran por igual.
Movido por este deseo, un día Robin reunió a sus hombres y les comunicó sus planes:
—Compañeros, cada día son más las personas que acuden a nosotros en busca de auxilio. Como sabéis, estamos declarados proscritos. Efectivamente, no acatamos las normas del príncipe Juan, ni nunca lo haremos. En cambio, sí acatamos las leyes divinas y las tendremos siempre presentes. Serán nuestra verdadera guía. Nuestro fin ha de ser hacer el bien: socorrer a pobres y necesitados, luchar contra cualquier injusticia, respetar a mujeres, niños y ancianos, y atacar sólo en defensa propia.
Tras los calurosos aplausos con los que mostraron su total adhesión a las palabras de Robin, todos los hombres juraron cumplir aquellos principios.
Paulatinamente, el número de miembros de la banda de Robin había ido aumentando de manera considerable. Unas veces se unía a ellos algún joven que había presenciado una gloriosa acción; en otras ocasiones eran personas que penetraban en el bosque y pedían ser admitidas y, en todos los casos, eran gentes orgullosas de poder pertenecer al valeroso ejército de Robin Hood.
Entre los numerosos compañeros de Robin, había dos con los que se sentía especialmente identificado: John Mansfield y Much.
John Mansfield, al que todos llamaban Johnny, era un gran hombretón, alto y robusto. Estaba dotado de una fuerza sobrehumana y el mismo Robin había tenido oportunidad de comprobarlo en sus propias carnes.
Fue el día en que se conocieron. Robin, seguido de sus hombres en fila india, atravesaba un angosto puente sobre un río. Por el otro extremo avanzaba un desconocido. Como era imposible pasar a la vez en las dos direcciones, Robin le gritó que retrocediera. El bravo desconocido se negó a ser él quien lo hiciera, y se enzarzaron en una pelea. Robin fue derribado por aquella fuerza de la naturaleza. Aquel hombre era John Mansfield. Huía de los normandos, que le habían despojado de sus tierras, a iba en busca de Robin Hood para unirse a su banda. Su sorpresa fue mayúscula al descubrir que tenía a Robin ante él: el mismo al que había hecho besar el suelo.
Much, el otro hombre de confianza de Robin, era de baja estatura y escasa corpulencia. Lo contrario de lo que significa su nombre en inglés: «mucho».
Robin conoció a Much ante las ruinas de un molino. El hombre estaba con la cabeza agachada y la mirada perdida Robin se presentó. AI oír su nombre, el desconocido reaccionó y, entre lágrimas, le contó que soldados de Ralph de Bellamy llegaron en busca de trigo. Les dio cuanto tenía. Pero les pareció poco y le acusaron de estar guardando alguna cantidad para los proscritos. Quemaron el molino con su mujer y sus dos hijos dentro.
Much se sumó a la banda, donde encontró una nueva familia.
A
pesar de los tristes acontecimientos que desencadenaron la existencia del grupo refugiado en Sherwood, la vida allí había ido normalizándose. Muchas familias habían logrado reunirse. Incluso muchos niños habían venido al mundo en aquel bosque. Además, todos se sentían miembros de una gran familia y todos se ocupaban de todos.
Recientemente se había incorporado a la banda el padre Tuck. Era un fraile que había vivido siempre solo, retirado en el campo. Muchas personas, tanto nobles como plebeyas, acudían a él con frecuencia a pedirle consejo. Su influencia en las gentes y su apoyo personal a los principios que defendían los proscritos de Sherwood, hicieron que las autoridades del príncipe Juan dictaran orden de captura contra él. Esto obligó al buen fraile a refugiarse también en Sherwood. Allí, sus aportaciones fueron muy importantes. No sólo celebraba misa todos los domingos, sino que unió a varias parejas en matrimonio, bautizó a muchos niños, se ocupaba de la educación de pequeños y mayores y, como tenía conocimientos de medicina, cuidaba de la salud de todos.
Aunque la vida cotidiana en Sherwood no era fácil, también había momentos para la diversión. Uno de ellos, quizá el más célebre, fue el día en el que Robin y algunos de sus hombres acudieron a un torneo de tiro con arco que se celebraba en una ciudad próxima.
Robin y los suyos se habían convertido en verdaderos expertos en el manejo del arco: única arma disponible en su refugio del bosque.
Todos los premios del torneo los acaparó el grupo de Sherwood. Finalmente, la última prueba, recompensada con una bolsa de monedas de oro, la superó sin dificultad Robin Hood para asombro de todos los presentes.
Cuando el alcalde de la ciudad entregó el premio al vencedor, le preguntó su nombre. Robin, vestido como un caballero y sin su típica capucha, contestó:
—Mi nombre es Robin Hood.
La carcajada fue general. Cuando las risas cesaron, el alcalde volvió a preguntar al ganador por su nombre.
—Señor, ya os lo he dicho. Mi nombre es Robin Hood.
El alcalde comprendió entonces que el desconocido no estaba bromeando. Llamó a gritos a sus soldados para que lo apresaran. Pero era demasiado tarde. Robin y los suyos habían huido a todo galope en sus caballos.
Otra de las más famosas y animadas aventuras de Robin, que demuestra su afán de diversión y su buen humor, comenzó un día cuando encontró en un camino a un anciano alfarero que iba a la ciudad de Nottingham a vender su mercancía
El anciano se mareó y cayó al suelo. Robin se acercó a reanimarlo. Le dijo quién era y le ofreció quedarse en el bosque de Sherwood. Mientras, él mismo iría al mercado y le traería el dinero de la mercancía que vendiese.
—Gracias, Robin. Puedo confirmar que lo que he oído sobre vos es cierto. Necesito el dinero para la boda de mi hija, pero está claro que no puedo continuar hasta Nottingham. Acepto vuestro favor y descansaré en Sherwood. Os advierto que hay una vajilla de oro muy valiosa entre los objetos de la carreta.
Robin llegó a la ciudad y pronto consiguió vender todo, ya que tanto la mercancía como los precios resultaron muy atractivos para las gentes. Sólo se reservó la vajilla de oro porque le rondaba una idea en la cabeza.
El interés de los objetos ofrecidos por el mercader llegó a oídos del corregidor Robert de Reinault, quien lo llamó a su palacio. Eso era, precisamente, lo que Robin tenía previsto.
Cuando el mercader traspasó las puertas de la mansión del corregidor ya nada quedaba de su mercancía, salvo la valiosa vajilla. Así se lo comunicó al señor, a quien por respeto al cargo que ostentaba se la ofreció como regalo.
Robert de Reinault, con ojos codiciosos, aceptó el obsequio e invitó al generoso mercader a cenar en su palacio aquella noche.
Hugo de Reinault, huésped de su hermano por aquellos días, también estaría presente en el banquete.
Robin obtuvo interesante información, que era lo que pretendía, en el palacio de Robert de Reinault. Supo que el precio por su captura o muerte era ya elevadísimo. Supo también que se preparaba una incursión a Sherwood, dirigida por Guy de Gisborne.
Tras la cena y el insistente agradecimiento, el humilde mercader se despidió de los hermanos Reinault y abandonó la ciudad. Por la mañana, los sirvientes del corregidor encontraron un pergamino con el siguiente mensaje:
«Robin Hood da sus más sinceras gracias al corregidor y a su ilustre hermano. Y queda a la espera de poderles corresponder de la misma forma en el bosque de Sherwood!»
La cólera de los hermanos Reinault fue mayúscula. Los dos juraron odio eterno a Robin Hood y no descansar hasta verle muerto.
Robin llegó a Sherwood muy satisfecho por haber quedado al corriente de lo que se tramaba contra ellos y, así, tener tiempo para prepararse.
El pobre alfarero había muerto. Había dejado el nombre y la dirección de su hija, a la que poco después le fue entregado el dinero obtenido por la mercancía.
Unos días más tarde, los vigías de Sherwood vieron avanzar a los soldados de Guy de Gisborne. Corrieron a avisar a Robin Hood y éste dio las órdenes convenientes: se trataba de que todos permanecieran escondidos pacientemente en la espesura. No debían hacer ningún ruido