Riña de Gatos. Madrid 1936 (24 page)

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Authors: Eduardo Mendoza

Tags: #GusiX, Novela, Histórico, Intriga

BOOK: Riña de Gatos. Madrid 1936
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—¡No nos engañemos ni dejemos las cosas para otro día! —prosiguió José Antonio con creciente ardor—. Nuestro deber no es otro que ir a la guerra civil con todas sus consecuencias. ¡No hay término medio: España ha de ser roja o azul! Y estad seguros de que en esta disyuntiva, nuestro ímpetu acabará triunfando. Entonces veremos cuántos se apresuran a ponerse camisas azules. Pero las primeras, las de las horas difíciles, ésas tendrán olor a pólvora y rozaduras de plomo… ¡pero les brotarán de los hombros alas de imperio!

Ya no pudo decir nada más: todo el público se puso de nuevo en pie, levantó el brazo y entonó a voz en cuello el
Cara al sol
.

—Vámonos —dijo Paquita agarrando a Anthony del brazo.

—¿Ahora?

—O nunca. Todos están levantados y en medio del aquelarre no notarán nada.

Paquita resultó estar en lo cierto: bajo el bosque de brazos alzados salieron por una puerta lateral al pasillo, llegaron al vestíbulo, se pusieron los abrigos y ganaron la calle sin que nadie saliera a su encuentro. Había anochecido y la calle estaba inusitadamente vacía, como si el tráfico hubiera sido cortado. Un viento frío arremolinaba las octavillas que siempre acompañan a los mítines. Al inglés todas las sombras se le antojaban enemigos emboscados.

—Esta tranquilidad me da mala espina —dijo—, busquemos un taxi y salgamos de aquí cuanto antes.

Del edificio recién abandonado llegaban amortiguadas las últimas estrofas del himno seguidas de gritos marciales. Andando por Bravo Murillo vieron venir en dirección contraria un grupo compacto formado por obreros de torva catadura y actitud hostil. Paquita se arrimó a su acompañante y apoyó la cabeza en el hombro del inglés. Éste entendió la maniobra y ambos continuaron su camino como dos tortolitos despistados. La marea humana los envolvió y casi sin rozarlos los dejó atrás. Cuando se vieron libres de peligro se separaron y apretaron el paso. En Cuatro Caminos un destacamento de Guardias de Asalto desviaba a los coches. Como no había ningún taxi a la vista, se metieron en la estación de Tetuán y fueron en metro hasta Ríos Rosas; allí salieron y cogieron un taxi. Anthony dio la dirección del palacete de la Castellana. Cuando el taxi estuvo en marcha, Paquita se arrellanó en el asiento, suspiró y dijo:

—Bueno, ya lo ha visto. Dígame sinceramente su opinión.

—¿Sinceramente? Que su amigo de usted está como una regadera —respondió el inglés.

Paquita sonrió tristemente y guardó un instante de recogimiento antes de responder con voz débil:

—No seré yo quien le lleve la contraria. Y, a pesar de eso, sentimientos más fuertes que la razón me unen a él indisolublemente. Para bien o para mal, mi suerte y la suya van unidas. No tome mis palabras al pie de la letra: esta declaración no tiene efectos prácticos ni los tendrá. La fatalidad ha querido que nuestros destinos corran paralelos sin encontrarse nunca. Entrar en detalles sería penoso para mí y aburrido para usted. Por lo demás, el sentimiento no me ciega. Me doy perfecta cuenta de que la ideología de José Antonio es inconsistente, el partido no tiene programa ni base social, y su famosa elocuencia consiste en hablar con salero sin decir nada concreto. En cuanto a los demás, Ruiz de Alda es sólo un símbolo; Raimundo Fernández Cuesta es un notario sin capacidad política, y Rafael Sánchez Mazas es un intelectual, no un hombre de acción. Ninguno de ellos tiene la autoridad ni el sentido de la estrategia imprescindibles para dirigir un movimiento revolucionario. José Antonio posee estas cualidades, pero le repugna ejercerlas. Abandonaría si no fuera demasiado tarde: ya se ha vertido mucha sangre para dar marcha atrás. Y seguir adelante es una locura. Si por las circunstancias más peregrinas la Falange consiguiera el poder a que aspira, la suerte de José Antonio no cambiaría: en el mejor de los casos, lo utilizarían; en el peor, sus propios aliados acabarían con él.

Anthony, comprendiendo que si decía algo ella callaría, pero que si callaba ella ya no podría detener el flujo de las confidencias, guardó silencio, y Paquita añadió casi sin pausa:

—Se preguntará por qué le cuento estas cosas, por qué le he hecho asistir a ese acto, por qué confío en usted. En primer lugar, lo hago porque pronto le llegará el momento de tomar una decisión definitiva, y quiero que disponga de los elementos de juicio necesarios. En segundo lugar, porque le aprecio y le respeto y, aunque no tengo el menor reparo en utilizarlo, como ha podido comprobar, preferiría que no me tomara por una mujer manipuladora. En dos ocasiones le he dicho que estaba dispuesta a devolverle sus favores y nunca me retracto de la palabra dada.

El taxi frenó a la puerta del palacete y Anthony se alegró de no tener que responder de inmediato al impreciso ofrecimiento. Hizo un gesto vago y ella sacó bruscamente la mano del manguito y se la tendió.

—Buenas noches, Anthony —susurró—, y gracias por todo.

—De nada —repuso el inglés, y añadió con seriedad—: Por un momento creí que iba a sacar un revólver del manguito.

—No llevo ningún arma —dijo Paquita con una sonrisa— ni creo necesitarla con usted. No me haga cambiar de opinión.

Le estrechó la mano, abrió la portezuela y se apeó del taxi. Antes de que Anthony pudiera hacer lo mismo para despedirla en la acera, ella ya había cruzado la cancela y desaparecía en la penumbra del jardín. Anthony entendió que allí no tenía nada más que hacer, dio al taxista la dirección del hotel y dedicó el resto del trayecto a meditar las palabras de Paquita. Su experiencia personal hasta el momento le había llevado a considerar el fascismo español como un movimiento sólido y sin fisuras. Ahora esta imagen se venía abajo por los argumentos de alguien de cuya veracidad no cabía dudar. A pesar de la arrogancia y la megalomanía de sus portavoces, la Falange era un grupo pequeño y marginal, cohesionado por la labia de su fundador y por un estado permanente de peligro físico que impedía a sus miembros hacer balance frío de la situación. Y aunque todo aquello no le afectaba personalmente, la conclusión produjo un profundo decaimiento en el inglés.

Capítulo 23

—Disculpe que le moleste a estas horas, don Alonso, pero no quería dejar de notificarle que el sujeto en cuestión ha sido finalmente hallado y aprehendido, y en estos momentos está siendo conducido a las dependencias.

Al otro lado del hilo don Alonso Mallol, Director General de Seguridad, acoge con un suspiro la comunicación del teniente coronel Marranón: la noticia le alegra pero seguramente le impedirá cenar tranquilamente en su casa, como tenía previsto hacer. Responde:

—Estaré ahí en veinte minutos.

El teniente coronel Marranón cuelga el teléfono y lía ceñudo un cigarrillo de picadura. Tampoco a él le complace la idea de hacerse subir de la tasca un bocadillo de caballa. El causante de tantas contrariedades habrá de pagar el malhumor de ambos, piensa el teniente coronel mientras enciende el cigarrillo y empieza a ordenar la mesa de trabajo para causar una buena impresión a su superior. Luego hace venir a la secretaria y le pone al corriente de la situación. La oronda taquimeca responde levantando los brazos ajamonados en ademán de resignación. No parece enojada. Sin embargo, desde hace años su marido, aquejado de una dolencia crónica, no puede trabajar y ella sola lleva sobre los hombros el sustento de los dos, los quehaceres del hogar y el cuidado de un inválido. Hacer horas extraordinarias le supone un trastorno tremendo: ha de llamar a una vecina y pedirle que se ocupe de la cena y del enfermo hasta que ella llegue. Pero la oronda taquimeca nunca se queja ni pierde la placidez. No así el capitán Coscolluela, cuyo carácter empeora de día en día, piensa con fastidio el teniente coronel. El capitán es un hombre de acción; estaba acostumbrado al combate y a la vida castrense; ahora, por culpa de la herida, ha de ejercitar la paciencia en largas horas de espera y malgastar su energía en farragoso papeleo.

Antes de lo previsto hace su entrada en el despacho don Alonso Mallol enfundado en un elegante abrigo azul marino con solapa de terciopelo negro y tocado con un bombín. Cuando recibió la llamada asistía a un acto en el Ateneo y ha preferido recorrer a pie la distancia que le separaba de la Dirección General para ahorrarse el tráfico del centro. Por la tarde los estudiantes católicos se han manifestado en la Puerta del Sol contra la supresión de la enseñanza religiosa y todavía quedan grupos rezagados que lo entorpecen todo, comenta mientras deja el abrigo y el bombín en el perchero ayudado por el teniente coronel.

—Y yo me digo: si ya son católicos, ¿para qué quieren la doctrina?

—El caso es no estudiar y armar un zipizape, don Alonso —asiente el teniente coronel.

El señor Mallol y su subordinado se sientan. El primero saca un cigarrillo de una pitillera, ofrece otro a su subordinado, pero no a Pilar, introduce el suyo en una boquilla larga, lo enciende y da fuego al teniente coronel. Los dos callan y fuman.

—¿Y dónde diantre se había metido nuestro hombre? —pregunta al fin el señor Mallol.

—No se lo va usted a creer, don Alonso. ¡En el cine Europa, escuchando a Primo y la comparsa fascista! Al proceder a su arresto, negó el cargo, pero uno de nuestros agentes lo vio entrar en el lugar de autos acompañando a la hija del duque de la Igualada.

—¡Válgame el cielo, esa cabecita loca los hace ir a todos de coronilla! ¿Qué les dará?

—Lo que dan siempre las mujeres, don Alonso: falsas esperanzas.

El señor Mallol asiente con media sonrisa y luego pregunta si el mitin no había sido prohibido. Sí, en efecto, se denegó la autorización correspondiente, pero hicieron caso omiso. El dueño del local alega haber sido coaccionado. En el último momento, el señor subsecretario de la Gobernación optó por no hacer intervenir a la fuerza pública para evitar mayores males. A la larga, fue peor el remedio que la enfermedad: a la salida hubo trifulca con las juventudes socialistas. Hubo varios heridos y un muerto por impacto de bala: un falangista de dieciocho años, natural de Ciempozuelos, dependiente en una droguería de la misma localidad.

Unos golpes enérgicos en la puerta interrumpen el informe. Entran el capitán Coscolluela y Anthony Whitelands entre dos agentes uniformados. Al verlos, Pilar dispone el bloc de taquigrafía y comprueba la mina del lapicero: a partir de este momento, todo lo que allí se diga puede tener carácter oficial. El inglés viene amedrentado pero con un resabio de altivez imperial. Antes de que pueda decir nada, don Alonso Mallol aplasta el cigarrillo en el cenicero rebosante de colillas, sacude la boquilla, se la guarda en el bolsillo de la americana y se pone de pie.

—¿Señor Whitelands? —dice tendiendo la mano a éste, que se la estrecha de un modo automático—. Creo que no hemos sido presentados. Alonso Mallol, Director General de Seguridad. Lamento conocerle en estas circunstancias.

—¿Puedo preguntar…? —balbucea el inglés.

—No empeore la situación, Vitelas —interviene secamente el teniente coronel—. Las preguntas las hacemos nosotros. Ahora, si quiere saber el motivo de la detención, le puedo ofrecer varios.

—Sólo quiero llamar por teléfono a la Embajada británica —dice Anthony.

—A estas horas no habrá nadie, señor Whitelands —dice el señor Mallol—. Tiempo habrá. Antes hablemos. Tenga la bondad de sentarse.

Bajo la atenta mirada de los guardias, Anthony cuelga el abrigo en el perchero, junto al del señor Mallol, y se sienta en la misma butaquita de mimbre trenzado que ocupó en la visita anterior. La oronda taquimeca arrastra su silla para colocarse cerca de quienes van a intervenir en la conversación y el capitán Coscolluela se deja caer en otra de un modo poco ceremonioso, reprimiendo un gemido: su pierna mutilada se resiente de la larga espera. Anthony se percata de que no le sobran amigos en aquel despacho. El teniente coronel Marranón hace una seña y los Guardias de Asalto saludan con estrépito de cuero y metal, dan media vuelta y salen. Por el pasillo se oye alejarse el retumbar de los taconazos. Luego reina un silencio ominoso que rompe el Director General con voz neutra, no exenta de tirantez.

—Señor Whitelands, dado que hoy mismo ha asistido usted al mitin de la Falange en el cine Europa, habrá podido colegir que tenemos entre manos asuntos mucho más graves que vigilarle a usted. Si todos los aquí presentes estamos perdiendo un tiempo valioso por su causa, la razón debe de ser otra. ¿Me explico con claridad? Pues si es así, iré al grano. Usted ha oído las palabras que se han proferido en ese cine, no una vez, sino reiteradamente. Ha visto la reacción de los asistentes. Sabe de la existencia del movimiento fascista en Europa y conoce sus intenciones: sedición, toma del poder por medios violentos, guerra civil si no hay otro remedio y, al final, imposición de un régimen totalitario. Ellos no ocultan estas intenciones ni hablan por hablar: ahí tiene a Italia, a Alemania y a otros países decididos a imitar su ejemplo. Con todo, y al margen de su gravedad, este asunto compete al Gobierno español, no a usted, en cierto modo, ni siquiera a mí. El fascismo es política y lo mío es el orden público. ¿Usted fuma?

Anthony niega con la cabeza. El Director General hace la ronda de la pitillera, repite la ceremonia de la boquilla, aspira el humo y prosigue.

—José Antonio Primo de Rivera es tonto —dice—, pero él no lo sabe, y ahí está el problema. Como hijo de dictador, creció como un príncipe, rodeado de halagos. Luego, cuando los mismos que habían encumbrado a su padre lo echaron escalera abajo, no lo supo digerir. Esto lo lanzó a la política. Es agraciado de aspecto, orador brillante, vive rodeado de una corte de señoritos tan tontos como él que le ríen todas las gracias. En circunstancias normales, habría sido un abogado de éxito, habría hecho una buena boda y se le habría pasado la chaladura.

Hace una pausa, suspira y prosigue.

—Pero se enamoró de esa chica, la cosa salió mal, y eso acabó de trastornarle el entendimiento. Para acabarlo de arreglar, la situación política y social de España propicia su locura. El resultado, a la vista está. Esta misma tarde, al finalizar el acto del cine Europa, ha habido enfrentamientos en la calle con el resultado habitual: un falangista muerto, un chiquillo de dieciocho años. José Antonio les llena la cabeza de quimeras, los envía a la muerte y se queda tan tranquilo. Usted mismo ha visto la lista de falangistas muertos; quizá le interesaría saber, además del nombre, la edad de esos mártires: la mayoría eran unos críos que ni siquiera entendían las ideas por las que estaban sacrificando su futuro. Esto a Primo de Rivera le parece poético. A mí me parece siniestro.

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