Riesgo calculado (4 page)

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Authors: Katherine Neville

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Riesgo calculado
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Sólo en Estados Unidos se mueven trescientos billones de dólares al año de ese modo a través de sistemas de transferencia telefónica; una cantidad mayor que la suma de los activos de todos los bancos del país. Los bancos no tienen ni idea del dinero en efectivo que han pagado hasta que cierran al final del día y suman todas las transferencias recibidas.

Asimismo, a los gobiernos de muchos países les preocupa que el dinero pueda cruzar sus fronteras sin pasar por la aduana para pagar impuestos. ¿Quién sabe si un iraní está moviendo dinero de Salzburgo a San José una docena de veces al día? Ahora bien, ¿cómo puede regularse algo que se realiza con el mismo secreto que un apretón de manos entre dos caballeros en un club privado? Las leyes que regulan la banca datan de siglos; las leyes sobre transferencias ocupan apenas una ficha de cinco por diez centímetros. Si había una actividad bancaria necesitada de mayor seguridad, era ésa. Con eso contaba yo.

Sin embargo, como cualquier buen banquero con tinta negra en las venas, nunca me lanzaría a nuevas empresas con los ojos cerrados. Mi abuelo, Benjamín Biddle Banks, Bibi, me había enseñado las reglas del juego cuando yo tenía cuatro años. «Calcula siempre el riesgo», me dijo. Fue una pena que no siguiera su propio consejo. Bibi había sido propietario de una pequeña cadena de bancos en California. Los había levantado de la nada y aunque no podían compararse con bancos de la categoría del Wells Fargo, el Banco de América, o el Banco del Mundo, cubrieron unas necesidades que ningún otro había podido satisfacer. Justo después de la gran depresión, cuando California recibió un aluvión de trabajadores hispanos de otros estados y de emigrantes rusos y armenios, todos en busca de empleo, Bibi ayudó a toda aquella gente a salir adelante, a comprar terrenos para granjas o ranchos, y a convertirse en la columna vertebral económica que salvó a California del destino sufrido durante décadas por el resto del mundo civilizado; y todo ello gracias a una gran inteligencia financiera y a unos principios inquebrantables.

En los años sesenta, cuando la palabra fusión se hizo popular y la cadena de bancos de mi abuelo puso a la venta sus acciones, un grupo de hombres de negocios del Medio Oeste las compraron tranquilamente y, no tan tranquilamente, obligaron a Bibi a aceptar un trabajo de asesor sin voto en su propia junta, desde el que pudo contemplar el pillaje descarado a que era sometida la institución que a él le había costado toda una vida levantar. Murió ese mismo año. Fue entonces cuando decidí que la banca no era lo mío, la llevara o no en la sangre. Me fui a Nueva York, estudié informática y me convertí en una cotizada tecnócrata de Manhattan.

Una cruel ironía del destino, no demasiado benevolente, quiso que la segunda compañía para la que trabajé fuera víctima de «otra». OPA hostil, similar a la que había destruido a Bibi, aunque, en esa ocasión, nada menos que del Banco del Mundo. Me quedé cuando me trasladaron a San Francisco porque me hicieron una oferta que no podía rechazar: dinero, poder y la posición más elevada de que jamás había disfrutado una ejecutiva, ni cualquier persona de veintidós años de edad, hombre o mujer, en toda la historia de la banca. Me sentí tan impresionada que me quedé diez años.

Aun así, me trataron como si necesitara permiso del profesor y una escolta cada vez que quería ir al lavabo. Había vendido mi alma, así como los sueños y esperanzas de mi abuelo, por una vida de gloria indirecta y una placa de bronce donde figuraba mi cargo sobre la mesa de mi despacho. Me dije a mí misma que en lugar de rezar «Verity Banks, vicepresidente”, debería haber dicho “La puta de la banca». De todas formas, nunca era demasiado tarde para cambiar las cartas que el destino te había deparado. También eso me lo había dicho Bibi y yo creía que tenía razón.

Además, en ese momento tenía en la manga las cartas adecuadas.

Mi plan consistía en destruir los sistemas automatizados de seguridad, entrar en el sistema de transferencias telefónicas y trasladar dinero a un lugar donde nadie pudiera hallarlo; luego haría sonar el silbato y le demostraría a todo el mundo lo fácil que había sido.

La primera responsabilidad de un banquero consiste en salvaguardar el dinero que otros le confían. Si yo podía destruir la seguridad del banco con tanta facilidad como un cuchillo caliente corta la mantequilla, y conseguía poner las manos sobre la pasta, no sólo lograría que a Kiwi se le quedara congelada en la cara la sonrisa de desprecio, sino que también demostraría la existencia del problema que el Fed había querido que yo resolviera. Pero para hacerlo necesitaría ayuda.

Tenía un amigo en Nueva York que sabía más sobre las diferentes maneras de robar dinero que la mayoría de los banqueros sobre la forma de manejarlo. Mi amigo tenía acceso a los archivos criminales del FBI, a los informes interestatales de la policía e incluso a algunos ficheros de la INTERPOL; su nombre era Charles y hacía doce años que lo conocía. Otra cosa era que esa arisca
prima donna
compartiera sus datos conmigo, sobre todo cuando se enterase de cómo pensaba utilizarlos.

A pesar de que era casi medianoche en Nueva York, sabía que aún estaría despierto. Charles me debía más de un favor. En una ocasión le había salvado de perder su puesto y quizás incluso la vida. Había llegado la hora de reclamar el pago de la deuda. No tenía más remedio que estarme agradecido, pensé cuando salía de los ascensores en dirección a mi despacho del centro de cálculo, débilmente iluminado por luces a ras del suelo.

Desgraciadamente, la palabra gratitud no existía en el vocabulario de Charles.

—Esa idea apesta —me dijo, con su habitual reticencia, cuando le expliqué lo que tenía en mente—. Las probabilidades de éxito son un 1,157 más elevadas que las de una bola de nieve en el infierno.

Mi idea, en resumen, era «hacer transferencias sin fondos». Muchas personas, en un momento u otro de su vida, han extendido un cheque sin fondos, a menudo sin saber que es ilegal. Uno va a un supermercado un sábado y paga con un cheque por un importe de veinte dólares, pese a saber que no tiene fondos en la cuenta para cubrirlo. El lunes, antes de que el cheque llegue al banco, extiende otro, por un importe de treinta dólares, por ejemplo, de los que veinte sirven para cubrir el primero, y así sucesivamente.

Lo único que impide a la gente jugar a este tipo de ruleta es que los mercaderes de nuestro tiempo pueden cobrar los cheques antes de que nosotros, libradores de cheques sin fondos, podamos ir al banco a cubrirlos. Para llevar la delantera en el juego y conseguir una suma de dinero realmente grande, uno tiene que saber con exactitud cuánto tarde cada cheque en llegar a su cuenta del banco, de modo que pueda llegar antes. En el caso de los sistemas de transferencia por cable del Banco del Mundo, resultaba sumamente práctico no sólo que esa información se procesara únicamente por ordenador, sino que los sistemas que lo procesaban fueran obra mía.

No necesitaba a Charles para queme dijera si le gustaba mi idea o no. Quería que me dijese qué probabilidades de éxito tenía, utilizando la información de la que él disponía. Por ejemplo, ¿cuántas cuentas bancarias «ficticias” necesitaba abrir para esconder la pasta? ¿Cuántas transferencias debía “tomar prestadas» y devolver en un determinado momento? ¿Cuánto dinero podía mantener haciendo malabarismos en el aire, sin que se cayera y se estrellara contra el suelo? Y, finalmente, ¿cuánto tiempo podía seguir jugando sin que me descubrieran?

Estaba dispuesta a esperar toda la noche para obtener las respuestas a esas preguntas, sin importar el tipo de juegos que Charles quisiera poner en práctica. Me senté, en espera de que él se encontrase en el estado de ánimo adecuado, y tamborileé con los dedos sobre mi mesa chapada de madera, mientras dejaba vagar la vista por el despacho.

Debía admitir que, para ser el lugar donde pasaba una media de doce horas al día, no parecía estar habitado. Por la noche, como en ese momento, e iluminado con luces fluorescentes, tenía un aspecto espectral, como el de un mausoleo. No había absolutamente nada en las estanterías empotradas y la única ventana daba a la pared de cemento del edificio de enfrente. Sólo había contribuido a la decoración con unos cuantos libros que seguían apilados en el suelo, ya que ni siquiera me había molestado en colocarlos en las estanterías en los tres años que llevaba en ese despacho. Era lo que podría llamarse austero; decidí que pondría una planta.

Charles interrumpió mis reflexiones para compartir conmigo algunas de las suyas.

—Estadísticamente —me informó—, las mujeres tienen más éxito como ladronas que los hombres. Cometéis más delitos de guante blanco, pero os cogen menos.

—Misógino —repliqué.

—Dato no procesable —repuso Charles—. Me limito a exponer los hechos tal como los veo. No emito juicios de valor.

Estaba apunto de contestarle con la misma moneda cuando agregó en tono malhumorado:

—He calculado los factores de riesgo que me has pedido. ¿Te los doy, o quieres que también te los analice?

Miré el reloj de pared; pasaban de las diez, lo cual quería decir que en nueva York era más de la una. Me supo mal tener que ofender a Charles, pero era más lento que una tortuga; dudaba de que pudiera analizarse el ombligo en el tiempo que nos quedaba. Como si la Divina Providencia hubiera oído mis pensamientos, vi aparecer un mensaje en mi monitor.

VAMOS A DESCONECTAR DENTRO DE CINCO MINUTOS, POR FAVOR, SAL.

Por lo visto, hacía rato que había pasado la hora en que Charlie solía irse a dormir, y sus operadores de Nueva York se disponían a desconectarlo, como cada noche, para realizar el mantenimiento preventivo.

NECESITO DIEZ —tecleé con impaciencia—. ECHA EL FRENO.

MANTENIMIENTO PROGRAMADO PARA LAS 01.00. TAMBIÉN NOSOTROS NECESITAMOS DORMIR, MADEMOISELLE. PERO BONNIE CHARLIE TE ECHA DE MENOS. TÓMATE DIEZ, FRISCO. SALUDOS. BOBBSEY TWINS.

«Así que Frisco», pensé, mientras grababa tan rápidamente como podía todo lo que Charles había calculado para mí. Quizá Charles fuera sólo un pedazo de hardware de un millón de dólares, pero algunas veces los ordenadores tienen intuiciones más valiosas que las personas. Guardé el diskette en mi bolso de mano de lentejuelas.

Cuando estaba a punto de salir del sistema, recordé que debía imprimir los «mensajes» del día de mi ordenador, cosa que la charla con Kiwi me había hecho olvidar. Justo antes de que desconectara, en mi pantalla apareció un último comentario alegre de los operadores de Charles:

INTERESANTE PREGUNTA, FISCO. PURAMENTE TEÓRICA, CLARO ESTÁ. ¿NO ES CIERTO?

NO HAY TIEMPO PARA CHARLAS. Y LOS QUE SABEN DE QUÉ VA DICEN SAN FRANCISCO —tecleé—. TENGO NOCHE DE ÓPERA. CHAO POR AHORA.

UNA NOCHE EN LA ÓPERA… ¿UN DÍA EN EL BANCO? T.T.F.N. —replicaron, y la pantalla se apagó.

Salí a la fría y húmeda noche y me dirigí a la Ópera. El champán que servían allí era malísimo, pero el café irlandés era fantástico. Pedí uno antes de volver a mi palco. Sorbía la nata de la superficie cuando los dioses bajaron por el puente del arco iris y entraron en Valhalla. Los dorados compases de la música me transportaron por el aire y el whisky me calentó los huesos. Me calmé tanto que casi me olvidé de Kiwi, del empleo fallido, de mi carrera arruinada, del fracaso que era mi vida y de la idea idiota de vengarme poniendo en evidencia todo el sistema de la banca. ¿A quién quería engañar? Pero eso fue antes de que viera la nota.

Los crescendos de la música se deslizaban ondulando sobre las candilejas cuando eché un vistazo a la hoja de papel arrugada y mojada donde había impreso los mensajes del día antes de salir del despacho. Eran los de siempre: de mi modista, de mi proveedor, de mi dentista, unos cuantos de mi personal y otro que, según indicaba la hora de entrada, había llegado justo «después» de que hubiera terminado de hablar con Charles. Noté un lento y pesado zumbido en los oídos cuando leí el mensaje:

Si quieres hablar sobre tu proyecto, llama. Siempre tuyo, Alan Turing.

Me resultó inquietante por dos motivos. En primer lugar, Alan Turing era un tipo muy famoso, un mago de los ordenadores y matemático, que no me conocía de nada. En segundo lugar, hacía cerca de cuarenta años que había muerto.

Un día en el banco

Un mercado de dinero organizado tiene

Muchas ventajas, pero no es una escuela de

Ética social ni de responsabilidad política

R.H. Tawney

A la mañana siguiente de mi noche en la Ópera, mientras tomaba un zumo de naranja bajo una ducha de agua hirviendo, se me encendió una bombilla y comprendí finalmente quién era en realidad Alan Turing, el fantasma que me había enviado un mensaje.

Turing, el auténtico, era un mago de las matemáticas de Cambridge que había desarrollado algunos de los primeros ordenadores digitales. En su corta vida de tan sólo cuarenta y un años se convirtió en una de las figuras punteras del procesamiento de datos en Gran Bretaña, y se le consideraba internacionalmente el padre de la inteligencia artificial.

La mayoría de las personas que trabajan con ordenadores han leído sus obras en un momento u otro. Pero yo, aparte de eso, conocía a alguien tan experto en la materia que había dado clases sobre el tema. El tipo en cuestión era uno de los principales gurus de la informática de Estados Unidos, un tecnócrata de primera categoría.

Había sido mi mentor doce años antes, cuando fui a Nueva York por primera vez. Era la persona más reservada que había conocido, un hombre de mil caras e igual número de aptitudes. Quizás yo supiera más de él que nadie, pero lo que sabía apenas llenaba una página. A pesar de que no le había visto hacía varios años y de que raramente había tenido noticias de él, era la persona que había influido de forma más notable en mi carrera y, aparte de Bibi, de forma más duradera en mi vida. Se trataba del doctor Zoltan Tor.

En el mundo de la informática, todos conocían ese nombre. Tor era el padre de las conexiones de redes y había escrito los textos clásicos sobre la teoría de las comunicaciones. Tan famoso era que la gente joven que leía esos textos imaginaba que había muerto hacía ya tiempo, pese a que aún no había cumplido los cuarenta y disfrutaba de una salud de hierro.

Ahora que me había telefoneado, después de tantos años, ¿cuánto iba a durarme a mí la salud? Siempre que Tor decidía involucrarse en mi vida me metía en problemas. Aunque quizá problemas no fuese la palabra adecuada, pensé mientras alía de la ducha. La palabra era peligro.

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