Rescate en el tiempo (4 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Rescate en el tiempo
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—¿Cómo?

—«En la espuma cuántica». Decía «en la espuma cuántica».

Los dos médicos se aproximaron a él.

—¿Y qué es exactamente la espuma cuántica? —preguntó Nieto, que al parecer encontraba graciosa la intromisión del niño.

Parpadeando tras las lentes de sus gafas, Kevin los miró con expresión seria y explicó:

—En dimensiones subatómicas muy pequeñas, la estructura del espacio-tiempo es irregular. No es uniforme; es algo así como burbujeante, espumosa. Y como eso se da a nivel cuántico, se llama «espuma cuántica».

—¿Qué edad tienes? —quiso saber Nieto.

—Once años.

—Lee mucho —aclaró su madre—. Su padre trabaja en Los Álamos.

Nieto movió la cabeza en un gesto de asentimiento.

—¿Y para qué sirve esa espuma cuántica, Kevin?

—No sirve para nada —respondió el niño—. Es sencillamente la forma en que está hecho el universo a nivel subatómico.

—¿Por qué iba a hablar de eso este anciano?

—Porque es un conocido físico —dijo Wauneka, acercándose a ellos por el pasillo. Echó un vistazo a una hoja de papel que llevaba en la mano—. Es un comunicado de la policía metropolitana. Acaba de llegar. Joseph A. Traub, setenta y un años, físico de materiales. Especializado en metales superconductores. La empresa donde trabaja, la ITC Research de Black Rock, ha dado parte de su desaparición hoy al mediodía.

—¿Black Rock? Eso está cerca de Sandia —comentó Nieto, sorprendido. Era un lugar de la zona central de Nuevo México, a varias horas de viaje de allí… ¿Cómo ha llegado ese hombre a la cañada de Corazón, en Arizona?

—No lo sé —dijo Beverly—. Pero…

Las alarmas empezaron a sonar.

Jimmy Wauneka quedó atónito por la rapidez con que ocurrió todo. El anciano levantó la cabeza, los miró con los ojos desorbitados y vomitó sangre. La mascarilla de oxígeno se tiñó de un vivo color rojo. Escapando a borbotones del interior de la mascarilla, la sangre le resbaló a chorros por las mejillas y salpicó la almohada y la pared. Un gorgoteo surgía de su garganta: estaba ahogándose en su propia sangre.

Beverly corría ya hacia él. Wauneka la siguió.

—¡Vuélvele la cabeza! —ordenaba Nieto—. ¡Vuélvesela!

Beverly retiró la mascarilla al anciano e intentó volverle la cabeza, pero él, forcejeando, se resistió, con pánico en la mirada aquel continuo gorgoteo en la garganta. Wauneka la apartó de un empujón, sujetó al anciano por la cabeza con las dos manos y, empleando todas sus fuerzas, lo obligó a colocarse de costado. El anciano volvió a vomitar, rociando de sangre los monitores y el uniforme de Wauneka.

—¡Succión! —dijo Beverly, y señaló un tubo prendido de la pared.

Sin soltar al anciano, Wauneka trató de alcanzar el tubo, pero el suelo estaba resbaladizo a causa de la sangre derramada. Patinó y se agarró a la cama para no caerse.

—¡Que venga alguien más! —exclamó Beverly—. ¡Necesito ayuda! ¡Succión!

Se hallaba de rodillas junto a la cama y hurgaba con los dedos dentro de la boca del anciano para apartarle la lengua. Wauneka recobró el equilibrio y advirtió que Nieto le tendía el tubo de succión. Lo cogió con los dedos manchados de sangre y vio que Nieto abría la llave de la válvula empotrada. Beverly se hizo con la sonda de neopreno y comenzó a succionar en la boca y la nariz del anciano. La sangre fluyó por el tubo. El hombre jadeó y tosió, pero se debilitaba por momentos.

—Esto no me gusta —dijo Beverly—. Mejor será… —Cambió el tono de las alarmas, tornándose más agudo y regular. Paro cardíaco—. ¡Maldita sea! ¡Desfibrilador, enseguida!

Nieto, al otro lado de la cama, sostenía las palas del desfibrilador con los brazos extendidos. Wauneka retrocedió en cuanto llegó Nancy Hood, abriéndose paso a través del corro de personas que se habían aglomerado alrededor del paciente. Percibió un penetrante olor y supo que el anciano había evacuado el vientre. De pronto se dio cuenta de que aquel hombre estaba a punto de morir.

—Apartaos —indicó Nieto a la vez que aplicaba las palas.

El cuerpo se sacudió. Los frascos del gotero se estremecieron. Las alarmas del monitor siguieron sonando.

—Corre la cortina, Jimmy —dijo Beverly.

Wauneka miró atrás y vio en la cama contigua al niño de gafas que contemplaba la escena boquiabierto. Cerró la cortina de un tirón.

Al cabo de una hora Beverly Tsosie, exhausta, se sentó ante un escritorio en un rincón de la sala para redactar el parte médico. Debería ser más completo que de costumbre, porque el paciente había muerto. Mientras revisaba el electrocardiograma, Jimmy Wauneka le llevó un café.

—Gracias —dijo ella—. Por cierto, ¿tienes el número de teléfono de esa empresa, la ITC? He de informarles.

—Ya me ocuparé yo de eso —ofreció Wauneka, apoyando la mano por un instante en el hombro de Beverly—. Tú has hecho bastante por hoy.

Sin darle tiempo a responder, se acercó al escritorio contiguo, abrió su bloc de notas y comenzó a marcar. Mientras esperaba, sonrió a Beverly.

—ITC Research —contestó por fin la telefonista al otro lado de la línea.

Wauneka se identificó y luego dijo:

—Llamo por la desaparición de un empleado de su empresa, Joseph Traub.

—Un momento, por favor. Le pongo con el director de recursos humanos.

Aguardó varios minutos al aparato. En la línea sonaba el hilo musical. Tapó el micrófono con la mano y, afectando toda la despreocupación posible, preguntó a Beverly:

—¿Estás libre para cenar o vas a visitar a tu abuela?

Ella continuó escribiendo sin levantar la vista del papel.

—Voy a ver a mi abuela.

—Era sólo una idea —dijo Wauneka, encogiéndose de hombros.

—Pero se acuesta temprano —añadió Beverly—. A eso de las ocho.

—¿Y te viene bien a esa hora?

Aún con la mirada fija en sus anotaciones, Beverly sonrió.

—Sí.

—Bueno, de acuerdo —dijo Wauneka, también sonriente.

—De acuerdo.

Se oyó un chasquido en la línea, y una mujer anunció:

—No cuelgue, por favor; le pongo con el doctor Gordon, vicepresidente primero.

—Gracias —respondió Wauneka. Con el vicepresidente primero nada menos, pensó.

Tras otro chasquido, una voz áspera dijo:

—Soy John Gordon.

—Doctor Gordon, le habla James Wauneka, del Departamento de Policía de Gallup. Llamo desde el hospital McKinley, en Gallup. Desgraciadamente, he de darle una mala noticia.

Capítulo 4

Visto a través de las ventanas de la sala de juntas de la ITC, el amarillento sol vespertino se reflejaba en los cinco edificios de cristal y acero que alojaban los laboratorios del centro de investigación de Black Rock. A lo lejos, negros nubarrones empezaban a formarse sobre el desierto. Pero en la sala los doce miembros del consejo de administración de la ITC se hallaban de espaldas a esa vista. Charlaban y tomaban café junto a un aparador mientras aguardaban el comienzo de la reunión. Las reuniones del consejo siempre se prolongaban hasta altas horas de la noche, porque el presidente de la ITC, Robert Doniger, era un noctámbulo incorregible y las programaba ya con esa intención. Como tributo a la brillantez de Doniger, los miembros del consejo de administración —todos ellos gerentes de grandes empresas o importantes capitalistas de riesgo— acudían pese a la elección de horarios.

En ese momento Doniger aún no había hecho acto de presencia. John Gordon, el fornido vicepresidente de Doniger, creía conocer la razón. Hablando todavía por un teléfono móvil, Gordon se dirigió hacia la puerta. En otro tiempo Gordon había sido director de proyecto de la Fuerza Aérea, y aún conservaba el porte militar. Llevaba un traje azul recién planchado y lustrosos zapatos negros. Con el móvil pegado al oído, dijo:

—Comprendo, agente.

Y a continuación se escabulló de la sala.

Tal como suponía, Doniger se hallaba en el pasillo. Se paseaba de arriba abajo como un niño hiperactivo, y de pie a un lado Diane Kramer, jefa del Departamento Jurídico de la ITC, lo escuchaba en silencio. Gordon vio a Doniger señalarla con el dedo en un gesto airado. Obviamente estaba apretándole las clavijas.

Robert Doniger, físico brillante y multimillonario, contaba treinta y ocho años. A pesar de las canas y el abultado vientre, mantenía un aire juvenil o, en opinión de algunos, infantil. Sin duda la edad no había limado las aristas de su carácter. La ITC era la tercera empresa que ponía en marcha. Había amasado su fortuna con las dos anteriores, pero su estilo de gestión seguía tan corrosivo y truculento como siempre. En la empresa, casi todos lo temían.

Por deferencia a la reunión del consejo, Doniger se había puesto un traje azul, renunciando a sus habituales pantalones caqui y camisetas. Pero se lo veía incómodo con el traje, como un adolescente a quien sus padres han obligado a vestirse de tiros largos.

—Bien, muchas gracias, agente Wauneka —dijo Gordon por el teléfono—. Nosotros nos encargaremos de todo. Sí. Nos ocuparemos de eso inmediatamente. Gracias de nuevo. —Gordon plegó el móvil y se volvió hacia Doniger—. Traub ha muerto, y han identificado el cadáver.

—¿Dónde?

—En Gallup. Acaba de telefonearme un policía desde el servicio de urgencias del hospital.

—¿De qué creen que ha muerto? —preguntó Doniger.

—No lo saben. Suponen que de un paro cardíaco. Pero se ha observado alguna anomalía en los dedos, un trastorno circulatorio y van a realizar la autopsia. Lo exige la ley.

Doniger movió la mano en un gesto de irascible desinterés.

—Me importa un carajo. La autopsia no revelará nada. Trau tenía errores de transcripción. Nunca lo descubrirán. ¿Por qué me haces perder el tiempo con esa gilipollez?

—Acaba de morir uno de tus empleados, Bob —dijo Gordon.

—Sí, así es —respondió Doniger con frialdad—. Y yo no puedo hacer nada al respecto. Lo siento en el alma. ¡Qué pena, el pobre hombre! Envíale flores. Resuélvelo como te parezca, ¿entendido?

En momentos como aquél, Gordon respiraba hondo y se recordaba que Doniger era como cualquier empresario joven y dinámico al uso. Se recordaba que, sarcasmo aparte, Doniger casi siempre tenía la razón. Y se recordaba que en todo caso Doniger se había comportado así toda su vida.

Robert Doniger había empezado a mostrar indicios de genialidad a una edad muy precoz. En la escuela primaria leía ya manuales de ingeniería, y a los nueve años era capaz de reparar cualquier aparato electrónico —una radio, un televisor—, manipulando los cables y los tubos de vacío hasta que conseguía hacerlo funcionar. Cuando su madre expresó su temor a que se electrocutara, Doniger le contestó: «No digas idioteces». Y cuando su abuela preferida murió, Doniger, sin derramar una sola lágrima, informó a su madre de que la anciana le debía aún veintisiete dólares y confiaba en que ella se hiciera cargo de la deuda.

Tras licenciarse
summa cum laude
en física por la Universidad de Stanford a los dieciocho años, Doniger se incorporó a Fermilab, cerca de Chicago. Seis meses después dejó su empleo, diciéndole al director del laboratorio que «la física de partículas es para capullos». Volvió a Stanford, donde empezó a trabajar en un campo que consideraba más prometedor: el magnetismo en los superconductores.

Ésa era una época en que científicos de toda índole abandonaban la universidad para crear compañías mediante las cuales obtener un rendimiento económico de sus descubrimientos. Doniger se marchó al cabo de un año para fundar TechGate, una empresa que fabricaba ciertos componentes —que el propio Doniger había inventado de manera circunstancial— para el grabado de alta precisión de chips. Cuando Stanford se quejó de que esos descubrimientos los había realizado en sus laboratorios, Doniger respondió: «Si tienen algún problema, demándenme; si no, cierren la boca».

Fue en TechGate donde se hizo famoso el severo estilo de gestión de Doniger. Durante las reuniones con sus científicos se sentaba en un rincón y, precariamente retrepado en su silla, los asaeteaba con una pregunta tras otra: «¿Qué te parece esto?… ¿Por qué no hacéis eso?… ¿A qué se debe aquello?». Si la respuesta era de su agrado, decía: «Tal vez…». Ése era el mayor elogio que podía esperarse de él. Pero si la respuesta no le gustaba, como solía ocurrir, replicaba: «¿Es que tienes el encefalograma plano?… ¿Aspiras a idiota?… ¿Quieres morir tan estúpido como ahora eres?… No tienes ni dos dedos de frente». Y cuando lo sacaban de quicio, lanzaba lápices y cuadernos y, a voz en grito, decía: «¡Gilipollas! ¡Sois todos unos gilipollas de mierda!».

Los empleados de TechGate soportaban las rabietas de Doniger, alias Marcha Fúnebre, porque era un físico brillante —mejor que ellos—, porque conocía a fondo las dificultades con que se enfrentaban sus equipos de trabajo, y porque invariablemente sus críticas eran acertadas. Por molesto que resultara, ese hiriente estilo surtía efecto. En dos años TechGate experimentó un notable desarrollo.

En 1984 Doniger vendió la empresa por cien millones de dólares. Ese mismo año la revista
Time
lo incluyó entre las cincuenta personas menores de veinticinco años «que forjarán el fin de siglo». En esa lista figuraban también Bill Gates y Steve Jobs.

—¡Maldita sea! —exclamó Doniger, volviéndose hacia Gordon—. ¿Es que tengo que ocuparme personalmente de todo? ¡Por Dios! ¿Dónde han encontrado a Traub?

—En el desierto. En la reserva de los indios navajos.

—¿Dónde
exactamente
?

—A unos quince kilómetros al norte de Corazón, eso es lo único que sé. Por lo visto, por allí no hay prácticamente nada.

—Muy bien —dijo Doniger—, enviad a Corazón a Baretto, el de Seguridad, con el coche de Traub. Ordenadle que pinche una rueda y lo deje abandonado en el desierto.

Diane Kramer se aclaró la garganta. Era una mujer de poco más de treinta años y cabello oscuro. Vestía un traje sastre negro.

—No sé si eso es muy correcto, Bob —comentó, adoptando su pose de abogada—. Estás falseando pruebas…

—¡Claro que estoy falseando pruebas! Ésa es precisamente la intención. Alguien querrá saber cómo llegó Traub hasta allí. Así que dejemos su coche en los alrededores para que lo encuentren.

—Pero no sabemos exactamente dónde…

—No importa exactamente dónde. Hacedlo.

—Eso significa que Baretto y alguien más estarán enterados de esto…

—¿Y eso qué más da? —la interrumpió Doniger—. Hacedlo, Diane.

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