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Authors: Antón Chéjov

Tags: #Cuento, relato.

Relatos y cuentos (62 page)

BOOK: Relatos y cuentos
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—Los campesinos no son hombres. Son, perdónenme ustedes la palabra, bestias. ¿Qué es su vida? Sólo saben beber, emborracharse de «vodka», perder el tiempo gritando en la taberna, cantar canciones obscenas y jurar. Nunca hablan nada razonable. No saben conducirse correctamente con la gente. ¡Son unos animales! Viven de un modo inmundo: los hombres, las mujeres, los niños, van hechos unos puercos, comen como cerdos, sin servirse casi nunca de los tenedores; se lavan muy poco… ¡Son unos marranos!, perdónenme ustedes la palabra.

—Eso se debe a su pobreza —objetó mi hermana.

—No, no lo crea usted. Claro que son pobres; pero aun siendo pobre puede uno conducirse como es debido. Si estuvieran ciegos, mutilados, sin piernas, sin brazos, se comprendería que fueran como son; pero hombres que tienen brazos y piernas, que conservan las fuerzas, no deben caer tan bajo. No, señora; créame usted, no es por su pobreza por lo que nuestros campesinos viven como cerdos. La causa de todas sus desgracias es el maldito «vodka». Además, los campesinos ricos no viven mejor que los pobres… Igual que cochinos… El rico es también grosero, canalla, borracho, con la única diferencia de que tiene más barriga y puede permitirse más porquerías. Ahí tienen ustedes al rico campesino Larion… Deben ustedes conocerle, porque les ha robado cuanto ha querido y ha cortado muchos árboles de su bosque. Bueno; con toda su riqueza, ¿cómo vive? Él y su familia van sucios, mal vestidos, habitan una casa asquerosa. A él se le ve a menudo borracho en medio de la calle, con la cara metida en un charco… No, señora; ninguno vale un pito. La vida en la aldea es un verdadero infierno. Estoy de ella hasta la coronilla. Para mí se acabó…

—¿Cómo que se acabó? —Preguntó Macha.

—No tengo nada que hacer en la aldea. No quiero volver a verla. Soy libre como un pájaro y nadie puede obligarme a vivir entre esos cochinos. Es verdad que tengo una mujer y se pretende que mi deber es vivir en su compañía; pero yo no reconozco esa obligación: no me he vendido a mi mujer…

—Diga usted, Stepan, ¿se casó usted enamorado? —siguió preguntando Macha.

—No hay amor en el campo —contestó sonriendo Stepan—. Yo me he casado dos veces. No soy de Kurilovka, sino de la aldea de Zalegochi. Allí la vida era tan estúpida y tan sucia como aquí, como en todas partes. Éramos cinco hermanos; mis hermanos estaban casados y todos vivían juntos. La casa estaba llena de mujeres, de niños. Yo quise recibir mi parte de tierra y vivir separadamente, pero mi padre no lo consintió. Entonces dejé la casa y me casé en una aldea vecina. Mi primera mujer murió joven.

—¿De qué?

—De tontería. Se pasaba la vida llorando y siempre estaba tomando drogas para embellecerse. Eso seguramente la puso gravemente enferma y la mató… Mi segunda mujer es de Kurilovka. No vale un comino… Una campesina ordinaria… En el primer momento me gustó: era guapa, limpia, modesta. Lo que me gustó sobre todo fue la limpieza de su casa, una cosa rara en la aldea. Pero no era más que apariencia: al día siguiente de la boda pedí en la mesa una cuchara, y mi suegra la limpió con los dedos. «Esa es vuestra limpieza», me dije. Y al año de vivir con mi segunda mujer, la dejé… No quiero más…

Calló un instante, contemplando el agua tranquila que corría a sus pies, y añadió:

—No debí casarme con una campesina. Las campesinas son muy bestias. Dicen que la mujer debe ayudar a su marido en el trabajo; pero yo me puedo pasar sin esa ayuda; me ayudo yo mismo. Lo que necesito es una mujer con quien poder hablar…

En aquel momento advirtió que yo me acercaba, y no habló más: no le gustaba hacerlo delante de los hombres.

Macha iba con mucha frecuencia al molino; escuchaba a Stepan con visible placer: el molinero odiaba a los campesinos y ella compartía ese odio. Lo que decía Stepan justificaba el desprecio que los campesinos le inspiraban.

Cuando volvía a casa y se enteraba de que las cabras de los campesinos se habían comido las coles de nuestro jardín o de que nos habían robado algo, se encogía de hombros y decía encolerizada:

—Es natural. De gente así no se puede esperar otra cosa.

Cada día se indignaba más contra los campesinos, los odiaba con toda su alma. Yo, por el contrario, me iba acostumbrando poco a poco a sus imperfecciones. Había algo en ellos que me atraía. La mayor parte eran hombres nerviosos, irritables, ignorantes, de imaginación estrecha, de horizontes muy limitados. Todos sus pensamientos giraban en torno de la tierra negra, del pan negro y de su vida gris. Con toda su astucia y con toda su mala fe no sabían hacer el más sencillo cálculo aritmético. Se negaban a trabajar por veinte rublos, por juzgar el precio demasiado exiguo, y consentían en trabajar por medio cántaro de «vodka» aunque con los veinte rublos podían comprarse cuatro cántaros.

Macha, Stepan y los demás tenían, naturalmente, razón: los campesinos vivían como cerdos, se emborrachaban, eran a menudo estúpidos, engañaban al prójimo…, y, sin embargo, yo advertía que en la vida campestre había una base sólida, real, una base de que carecía la vida ciudadana. Viendo al campesino trabajar la tierra olvidaba uno su estupidez, sus borracheras, y descubría en él una gravedad, una importancia que no existía en Macha ni en el doctor Blagovo; aquel campesino sucio, bestia y borracho aspiraba a la justicia, tenía la convicción profunda de que sin justicia la vida es imposible.

Solía hablarle a Macha de esto. Le decía que sólo veía las manchas del cristal y no veía el cristal.

Ella evitaba toda discusión conmigo, y por única respuesta se ponía a tararear quedamente. Como en venganza, hablaba siempre que tenía ocasión con el doctor, temblándole la voz de cólera, de la embriaguez y la maldad de los campesinos. El oírla me hacía sufrir. No podía yo concebir la injusticia de sus acusaciones. Con su fina inteligencia hubiera debido darse cuenta de que la gente bien educada, perteneciente a la buena sociedad, no se distingue tampoco por la santidad de su vida. Su padre, por ejemplo, bebía también mucho, gastaba grandes sumas en vinos, y ella no se lo reprochaba. Además, el dinero con que Dolchikov había adquirido Dubechnia provenía de una fuente harto sospechosa, había sido ganado sabe Dios cómo.

XIV

Mi hermana vivía su vida y me la ocultaba cuidadosamente. Solía hablar con Macha en voz baja para que no la oyese yo. Cuando me acercaba a ella experimentaba una visible turbación y se diría que se esforzaba en cerrar su corazón ante mí. Me miraba con ojos suplicantes y al mismo tiempo culpables. No me cabía duda de que pasaba por una grave crisis y le daba el decírmelo vergüenza o miedo. Evitaba quedarse sola conmigo, y siempre estaba al lado de Macha, de modo que yo no tenía casi nunca ocasión de hablarle.

Una noche, al volver de Kurilovka, donde había pasado la tarde vigilando la edificación de la escuela, pasé por el jardín. Aunque lo envolvían ya las tinieblas, vi a mi hermana no lejos de un viejo manzano, paseándose sin ruido como un espectro; vestía de negro, andaba y desandaba nerviosamente un corto trecho, con los ojos bajos, y parecía sumida en una honda preocupación. Como cayese una manzana del árbol cercano, se estremeció al oír el ruido, se detuvo y se oprimió con ambas manos la cabeza, con un ademán doloroso.

Me acerqué a ella.

Una gran ternura había invadido de repente mi corazón. No sé por qué me acordé en aquel momento de nuestra pobre madre, de nuestra niñez, y se me arrasaron los ojos en lágrimas.

Abracé a mi hermana, la besé y la estreché contra mi pecho.

—¿Qué te pasa? —le pregunté—. Veo que sufres. Hace mucho tiempo que lo veo. Dime lo que te pasa.

—¡Tengo miedo! —contestó, temblando de pies a cabeza.

—¿Pero de qué? ¿Qué ocurre? ¡Te ruego que no me ocultes nada!

—Bueno, te lo diré todo, toda la verdad. Hace mucho tiempo que deseaba hablarte. ¡Sufría tanto callando!…

Enmudeció un instante, como para hacer un acopio de fuerzas, y continuó, en voz queda:

—Misail… Yo amo… Sí, amo; pero ¿por qué el terror invade mi alma?

En aquel momento se oyó ruido de pasos. Entre los árboles apareció el doctor Blagovo. Llevaba una blusa de seda y botas altas. Sin duda, allí, junto al manzano, se habían dado una cita.

Al ver al doctor, mi hermana se abalanzó a él, como un niño perdido que encuentra a su madre por fin y teme que vuelva a desaparecer.

—¡Vladimiro, Vladimiro!

Se abrazó a él y le miró a los ojos ávidamente. Observé que la pobre había enflaquecido y se había puesto más pálida en aquellos últimos días. El cuello de encaje que llevaba siempre parecía demasiado grande para ella.

El doctor estaba un poco turbado, pero no tardó en recobrar su tranquilidad.

—¡Vamos, querida, cálmate! —le dijo a Cleopatra, acariciándole los cabellos—. ¿Por qué estás tan nerviosa? ¡Ya me tienes aquí!

Hubo un silencio. Yo evitaba mirar a Blagovo.

Momentos después nos encaminamos a casa. El doctor empezó a teorizar.

—La vida civilizada no ha empezado aún entre nosotros —decía, dirigiéndose a mí—. Los viejos aseguran que, en otro tiempo, hace cuarenta o cincuenta años, la vida era mucho más interesante, mucho más espiritual. Quizá sea verdad; pero a nosotros los jóvenes ni siquiera nos cabe el consuelo de recordar el pasado. No podemos hacernos ilusiones. Rusia, según nos aseguran los libros de historia, comenzó a existir en 862; mas la Rusia civilizada, en mi sentir, todavía no existe.

Yo casi no prestaba atención a lo que decía. Sólo pensaba en el secreto que acababa de descubrir. ¡Me parecía tan extraño que mi hermana Cleopatra estuviera enamorada, que abrazase a aquel hombre que algún tiempo antes le era indiferente, y le mirase a los ojos llena de ternura!… ¡Mi hermana, un ser tímido, indolente, sin voluntad y sin valor, amaba a un hombre casado y con hijos!

Mi corazón se llenó de tristeza. Presentía que aquel amor no haría feliz a mi hermana.

XV

La edificación de la escuela terminó. Yo y Macha nos encaminamos a Kurilovka para asistir a la inauguración.

—Ha llegado el otoño —decía Macha tristemente, mirando el paisaje—. El verano ha pasado. Ya no hay pájaros… Casi todos los árboles están sin hoja…

Sí, el verano había pasado. Los días eran aún claros, soleados; pero por la mañana hacía frío; los pastores se ponían ya ropa de abrigo para ir a los prados con los rebaños. Sobre las flores de nuestro jardín temblaba todo el día el rocío. Se oían los ruidos del otoño: el viento, agitando los postigos y el ramaje de la arboleda, los cantos de los pájaros prestos a emigrar.

Me encanta el otoño: en esa época del año siento un deseo más intenso de vivir.

—El verano ha pasado —continuó Macha—. Ahora podemos echar la cuenta de lo que hemos hecho y de lo que hemos dejado de hacer. Hemos trabajado mucho, hemos pensado mucho, nos hemos hecho mejores que éramos. Personalmente, es decir, en lo que concierne a nuestra educación personal, hemos adelantado bastante. Pero ese progreso ¿ha ejercido una influencia más o menos grande sobre la vida que nos rodea? ¿Le ha sido útil a alguien? No. En torno nuestro todo sigue en el mismo estado: la embriaguez, la suciedad, la ignorancia, la mortalidad de la infancia no han disminuido entre los campesinos. ¡No se ha operado el menor cambio! Tú has trabajado rudamente en el campo como un simple bracero; yo he gastado un dineral, en la esperanza de mejorar un poco la vida campesina, y los resultados han sido nulos. La conclusión es bien triste: no hemos trabajado sino para nosotros mismos, para nuestro consuelo.

Las palabras de Macha producían en mi corazón un efecto penoso y me desconcertaban.

—Nuestras aspiraciones y nuestros actos siempre han sido sinceros —le contesté—. No tenemos nada que reprocharnos, creo que hemos obrado bien.

—Sí. Hemos sido sinceros; pero el camino que hemos elegido no es el que conduce al fin que perseguimos. Los procedimientos no han sido acertados. Hemos comenzado a trabajar por esa gente como propietarios, poseyendo mucha tierra, una gran casa, un hermoso jardín; en suma, todo lo que ella no posee. Eso provoca la desconfianza entre los campesinos. Nos consideran privilegiados, señores, descendientes de hombres que oprimían a los campesinos brutalmente y se enriquecían a su costa. Por otra parte, en vez de elevar el nivel de su vida, tú desciendes hasta ellos, vives como ellos, apruebas, en cierta manera, sus costumbres, la poca limpieza de sus casas, la estupidez y la incomodidad de sus vestidos.

—Claro, si la intentona sólo dura unos cuantos meses, no pasa de ser un juego, una especie de «sport» filantrópico —objeté.

—Aunque trabajes con ellos y como ellos mucho tiempo, toda tu vida, será igual… Sin duda obtendrás algunos resultados prácticos; pero… serán casi nulos en comparación con el mal que reina en la aldea, con la ignorancia, el hambre, el frío, la degeneración. Será una gota de agua en el mar. Contra ese mal son necesarios otros medios de lucha, medios violentos, enérgicos, heroicos, rápidos. Si quieres realmente hacer algo útil debes ensanchar de un modo considerable tu círculo de acción, obrar sobre la masa campesina de fuera. Por de pronto, es precisa una propaganda enérgica, ruidosa, como la de la música, que obra al mismo tiempo sobre miles y miles de seres humanos…

Durante unos instantes guardó silencio y miró, soñadoramente, al cielo.

—Sí, el arte… —continuó—. Lo único es el arte. Sólo él dota al hombre de alas, le levanta sobre la tierra y le lleva muy lejos. Quien está cansado de ver en torno suyo la suciedad cotidiana y las preocupaciones mezquinas, quien se siente ofendido, indignado por la prosa de la vida, puede hallar el reposo y la satisfacción en el arte, en lo bello…

Llegábamos ya a Kurilovka.

El tiempo era hermoso y alegre. Por todas partes se veían campesinos aventando el trigo. Tras los setos de los jardines gualdeaban las hojas aún no desprendidas de los árboles. Las campanas de la iglesia sonaban solemnes en la áurea paz de la mañana.

Grupos de campesinos se dirigían llevando iconos, a la iglesia, en cuyo interior sonaba un dulce rumor de cantos religiosos. En la clara limpidez del aire volaban palomas.

Se nos esperaba. La escuela no tardó en llenarse de gente. Se celebró una misa en el salón de estudio. Los campesinos de Kurilovka le regalaron a Macha un icono, y los de Dubechnia, un gran pastel y un salero dorado. Macha, conmovida, se echó a llorar.

—¡Si hemos pronunciado alguna vez una mala palabra, perdonadnos! —le dijo un anciano, saludándonos a los dos muy humildemente.

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