Se mudó a otro apartamento, donde al fin tuvo un cuarto propio, pero se vio obligado a solicitar a Leykin un adelanto para pagar el arriendo. En l886 tuvo otra hemorragia. Sabía que debía ir a Crimea, donde por la época iban los tuberculosos en busca de climas más cálidos al igual que los de Europa occidental frecuentaban la riviera francesa o Portugal, y morían como moscas; pero él no tenía ni un rublo para hacerlo. En l889 su hermano Nicolás, pintor de algún talento, murió de tuberculosis. Fue un golpe y una advertencia. En l892 se hallaba tan débil de salud que temió pasar otro invierno en Moscú. Con dinero prestado compró una pequeña propiedad cerca a una aldea llamada Melikhovo, distante cincuenta millas de Moscú, y como de costumbre, trajo a toda su familia con él, su difícil padre, su madre, su hermana y su hermano Miguel. Llevó consigo una carreta llena de remedios y, como siempre, los pacientes se congregaron para verlo. Los trató tan bien como pudo y jamás les cobró un kopec.
Así pasó cinco años en Melikhovo, años bastante felices. Escribió varios de sus mejores cuentos y recibió una magnífica paga por ellos. Se preocupó por los asuntos locales, consiguió que hicieran un nuevo camino, y construyó, de su propio pecunio, varias escuelas para los campesinos. Su hermano Alejandro, borracho consuetudinario, vino también a vivir con ellos, con su esposa y sus hijos; los amigos le hacían visitas que duraban varios días, y aunque se quejaba de que interferían con su trabajo, no podía vivir sin ellos. A pesar de que vivía enfermo, continuaba alegre, amigable, divertido y jovial. De vez en cuando hacía una excursión a Moscú. En una de estas oportunidades, en l897, sufrió una hemorragia tan severa que debió ser llevado a una clínica, y por varios días estuvo a las puertas de la muerte. Siempre se había rehusado a aceptar que tuviera tuberculosis, pero esta vez los médicos le dijeron que tenía afectada la parte superior de los pulmones y que, si quería seguir viviendo, debía cambiar sus hábitos de vida. Aunque volvió a Melikhovo, sabía que no podría pasar otro invierno allí. Se dio cuenta de que debía abandonar el ejercicio de la medicina. Viajó por el extranjero, estuvo en Biarritz y Niza, y finalmente se estableció en Yalta, Crimea. Los médicos le recomendaron vivir allí permanentemente. Con un adelanto de Savorin, su amigo y editor, se construyó él mismo una casa en el lugar. Como siempre, se hallaba en cruentas dificultades económicas.
No poder practicar la medicina fue un duro golpe para Chéjov. No sé qué tipo de médico fue. Después de recibirse, tan sólo trabajó tres meses en prácticas hospitalarias, y sospecho que trataba a sus pacientes un poco a la ligera. Pero poseía sentido común y simpatía, y si permitió a la naturaleza seguir su curso, probablemente hizo tanto bien a sus pacientes como el que alguien con mayores conocimientos habría hecho. La variada experiencia que esta labor le procuró fue muy útil. Tengo razones para creer que el entrenamiento a que debe someterse un estudiante de medicina constituye algo valioso para un escritor. Adquiere un conocimiento invaluable de la naturaleza humana. La ve en sus mejores y en sus peores momentos. Cuando la gente está enferma, cuando está asustada, se quita la máscara que lleva cuando tiene buena salud. El doctor la ve tal como realmente es: egoísta, dura, avara, cobarde; pero también valerosa, generosa, amable y buena. Tolera sus flaquezas, admira sus virtudes.
En Yalta, aunque se aburría, la salud de Chéjov mejoró durante cierto tiempo. No he tenido hasta ahora ocasión de mencionar que, además de sus numerosos cuentos, ya por esa época Chéjov había escrito, sin demasiado éxito, dos o tres piezas de teatro. Gracias a éstas conoció a una joven actriz de nombre Olga Knipper. Se enamoró de ella, y en 1901, para amargo resentimiento de su familia, a la que no había dejado de sostener, se casó con ella. Habían acordado que Olga continuaría actuando y que se reunirían sólo cuando él fuera a Moscú a verla, o cuando ella, estando en descanso —tal como solía decirse en el argot teatral— viniera a Yalta. Las cartas que Chéjov le envió se conservan. Son tiernas y emocionantes. La mejoría de salud no duró y pronto volvió a agravarse. Tosía incesantemente y no podía dormir. Para colmo de males, Olga tuvo un aborto. Había rogado mucho a Chéjov que escribiera para ella una comedia liviana, que era lo que el público pedía. Para agradarla, según creo, se sentó a trabajar en ella. Se llamaría
El jardín de los cerezos
, y le prometió que crearía un buen papel para ella. «Escribo cuatro líneas al día —contaba a un amigo—, y aun esto me produce un dolor insoportable». La terminó y se estrenó en Moscú en 1904. En junio, por recomendación de su doctor, Chéjov partió a las termales alemanas de Badenweiler. Un joven escritor ruso escribió a propósito de su encuentro con él, el día anterior a su partida (cito las líneas que siguen de la
Vida de Magarshak
):
«En un sofá, reclinado sobre cojines, llevando un abrigo o una bata y con una manta sobre sus piernas, estaba sentado un hombre delgado y al parecer pequeño, enjuto de hombros y de cara delgada y anémica; tan enflaquecido e irreconocible se había vuelto Chéjov. Nunca pensé que un hombre pudiera cambiar tanto. Estiró su mano débil, como de cera, que yo temí mirar, y me miró con sus afables, aunque ya no sonrientes ojos.
—Me voy mañana —dijo—. Me voy para morir.
Usó una palabra distinta, una palabra más cruel que «para morir», que no me gustaría repetir ahora.
—Me voy para morir —repitió enfáticamente.
—Despídame de sus amigos… Dígales que los recuerdo y que quiero mucho a algunos de ellos. Que les deseo éxitos y felicidad. Jamás nos veremos de nuevo».
Al principio se sintió mucho mejor en Badenweiler
[2]
, al punto que empezó a hacer planes para viajar a Italia. Una tarde, ya acostado, y puesto que Olga había pasado el día acompañándolo, le insistió en que saliera a dar un paseo por el parque. A su regreso le pidió que bajara a cenar, a lo que ella le respondió que la campana aún no había sonado. Para pasar el tiempo, Chéjov comenzó a contarle un cuento localizado en un balneario repleto de visitantes de moda, obesos banqueros americanos y saludables ingleses. «Una tarde regresaron todos a su hotel y se encontraron con que la cocinera se había ido y que no había cena esperándolos». Chéjov continuó describiéndole cómo afectó el golpe a cada uno de estos encumbrados seres. Así hilvanó un cuento divertidísimo, y Olga Knipper rió a carcajadas. Ella se reunió con él después de la cena. Chéjov descansaba tranquilo. Pero de pronto se agravó y hubo que llamar al médico. Hizo todo lo que pudo, pero fue inútil. Chéjov murió. Sus últimas palabras las dijo en alemán:
Ich Sterbe
[3]
. Tenía cuarenta y cuatro años.
Alexander Kuprin, en sus recuerdos de Chéjov, escribió lo que sigue:
«Creo que no abrió ni dio su corazón completamente a nadie. Pero miraba a todos afablemente, indiferentemente si se piensa en la amistad, y al mismo tiempo con gran, quizá inconsciente interés».
Esto es extrañamente revelador. Nos dice más de Chéjov que cualquiera de los hechos que en mi breve recuento de su vida he tenido ocasión de relatar.
Las primeras historias de Chéjov fueron en su mayor parte humorísticas; las escribió muy fácilmente. Escribía, decía él, como un pájaro canta, sin asignarle ninguna importancia. No fue sino hasta su primera visita a Petersburgo, al descubrir que se lo aceptaba como un artista promisorio y de talento, que comenzó a tomárselo en serio. Se dispuso entonces a adquirir habilidad en su oficio. Algún día un amigo lo encontró copiando un cuento de Tolstoi, y cuando le preguntó qué hacía, Chéjov respondió: «Estoy reescribiéndolo». El amigo se molestó por tomarse tales libertades con el trabajo del maestro, mientras que Chéjov le explicó que lo hacía como un ejercicio; había concebido la idea (buena, hasta donde conozco) de que al hacerlo podía aprender los métodos del escritor al que admiraba y así desarrollar unos propios. Es evidente que no malgastó su tiempo. Aprendió a componer sus cuentos con una habilidad consumada. Los campesinos, por ejemplo, está tan elegantemente construido como
Madame Bovary
de Flaubert. Chéjov se ejercitó en escribir de modo simple, claro y conciso, y se cuenta que alcanzó un estilo de gran belleza. Lo cual, quienes lo leemos en traducción, debemos suponerlo como cierto, pues hasta en la más exacta traducción el tono, el sentimiento, la eufonía de las palabras del autor se pierden.
Se interesó mucho por las técnicas del cuento corto y tuvo cosas extraordinariamente interesantes que decir acerca de éste. Sostuvo que un cuento no debe contener nada superfluo. «Todo aquello que no tenga relación con él debe desecharse sin piedad —escribió—. Si en el primer capítulo se dice que una pistola cuelga de la pared, en el segundo o tercer capítulo ésta, sin falta, debe bajarse». Esto parece bastante razonable, como también suena razonable su insistencia en que las descripciones de la naturaleza debían ser breves y exactas. Chéjov fue capaz, en una o dos palabras, de dar al lector una vívida impresión de una noche de verano en que los ruiseñores cantan hasta el cansancio, o de la fría brillantez de las estepas ilimitadas bajo la nieve de invierno. Se trata de un don que no tiene precio. Siento, en cambio, más dudas respecto a su condenación de los que humanizan la naturaleza:
«El mar ríe, escribió en una carta. Sin duda te dejas llevar por un impulso, pero suena tosco y vulgar. El mar no ríe, tampoco llora: ruge, relampaguea, brilla. Observa cómo lo hace Tolstoi: “El sol se levanta y se pone, los pájaros cantan”. Nadie ríe ni llora. Y eso es lo principal: simplicidad».
Es cierto, pero cuando todo está dicho y hecho, cuando hemos personificado la naturaleza desde el comienzo de los tiempos, esto nos parece tan natural, que sólo mediante un esfuerzo podemos evitarlo. Ni siquiera Chéjov lo logró; en su cuento «El duelo», nos cuenta que «una estrella atisbaba, y tímidamente parpadeaba con su único ojo». No veo nada objetable. De hecho me gusta. Hablando a su hermano Alexander, también escritor de cuentos, aunque bastante malo, le dice que un autor jamás debe describir emociones que no ha sentido. Esto es exagerado. Seguramente es innecesario cometer un asesinato para describir de modo convincente las emociones que un asesino puede sentir cuando lo ha hecho. Después de todo, el escritor tiene imaginación, y si es buen escritor posee el don de la empatía que le permite apropiarse de los sentimientos de los personajes de su invención. Pero la demanda mayor de Chéjov consistía en exigir al escritor pasar rápidamente del principio al final del cuento. Esto fue lo que él hizo con los suyos, y tan rigurosamente, que sus amigos acostumbraban decir que tenían que arrebatarle sus manuscritos antes de darle la oportunidad de mutilarlos, pues de otro modo los reduciría hasta que quedaran sólo en: «Eran jóvenes. Se enamoraron, se casaron y fueron desgraciados». Cuando se lo contaron, Chéjov replicó: «Pero miren, en realidad eso es lo que sucede».
Chéjov tomó a Maupassant como su modelo. De no habérnoslo dicho él mismo, jamás lo hubiera creído, puesto que sus objetivos y métodos me parecen enteramente diferentes. En general, Maupassant buscó que sus cuentos fueran dramáticos, y para conseguirlo, como lo dije antes, estaba decidido de antemano a sacrificar la probabilidad. Me inclino a pensar que Chéjov eludió deliberadamente lo dramático. Escribía sobre la gente corriente que llevaba una vida ordinaria: «La gente no viaja al Polo Norte para caerse de los icebergs», escribía en una de sus cartas. «La gente va a la oficina, se pelea con su esposa y come sopa de repollo». Se le podría objetar que la gente sí va al Polo Norte, y si no se cae de los icebergs, emprende aventuras tan peligrosas que no hay razón en el mundo para que un autor no pueda escribir buenas historias sobre todo esto. Obviamente no es suficiente que la gente vaya a la oficina y tome sopa de repollo, y no creo que Chéjov haya pensado jamás que lo fuera; para escribir un cuento, seguramente la gente debe robar pequeñas sumas de dinero o aceptar ser sobornado, pegar o engañar a su esposa, y cuando toma sopa de repollo esto debe tener alguna importancia. De este modo se transforma el símbolo de una feliz vida doméstica o de la angustia de una vida frustrada.
La práctica médica de Chéjov, aunque inestable, la pasó en contacto con todo tipo de gentes: campesinos, obreros, dueños de fábricas, comerciantes, empleados fiscales de mayor o menor jerarquía, y que juegan un papel tan importante en la vida de la gente, terratenientes que debido a la liberación de los siervos se vieron reducidos a la miseria. No parece haber tenido jamás trato con la aristocracia, y sólo sé de un cuento, un cuento amargo titulado «La princesa», en el que éste fue su asunto. Escribía con cruel candor de la indolencia de los terratenientes que permitían que sus propiedades llegaran al caos y a la ruina; de la desgraciada multitud de obreros que vivían en los límites del hambre, laborando doce horas cada día para que sus patrones pudieran agregar a sus propiedades más propiedades; de la inmundicia, borrachera, vulgaridad, ignorancia y pereza de los campesinos, mal pagados y siempre hambrientos, y de las infectas y malolientes cuevas en que habitaban.
Chéjov pudo dar una extraordinaria realidad a los sucesos que describió. Aceptamos lo que nos dice como aceptamos el recuento de un evento descrito por un reportero fidedigno. Pero, por supuesto, Chéjov no era un mero reportero: él observaba, seleccionaba, adivinaba y combinaba. Como dijo Koteliansky:
«En su asombrosa objetividad, pasando por encima de dolores y alegrías personales, Chéjov lo vio y lo supo todo. Podía ser amable y generoso sin amor; tierno y simpático sin afectos; un benefactor que no aspira a la gratitud».
Pero esta impasibilidad era una afrenta para muchos de sus colegas escritores, quienes lo atacaban ferozmente. Los cargos contra él tenían que ver con su aparente indiferencia hacia los sucesos y las condiciones sociales de su tiempo. La demanda de la «inteligencia» era que todo escritor ruso debía tratar esos problemas. Chéjov replicaba que al autor competía narrar los hechos y dejar a los lectores decidir lo que debían hacer con ellos. En su opinión el autor no estaba llamado a resolver problemas especializados.
«
Para problemas particulares
—dijo—
, tenemos especialistas; a ellos corresponde juzgar a la comunidad, el destino del capitalismo, los perjuicios de las borracheras…
».