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Authors: Antón Chéjov

Tags: #Cuento, relato.

Relatos y cuentos (120 page)

BOOK: Relatos y cuentos
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El periódico ilustrado es relegado encima de un sofá, y Pawel Vasilevitch declama unos versos que aprendió en su niñez. Stiopa lo contempla, escucha sus frases incomprensibles, se frota los ojos y dice:

—Tengo sueño, me voy a acostar.

—¿Acostarte? Esto no es posible. Si no has comido nada…

—No tengo hambre.

—No puede ser —insiste la madre asustada—. Mañana es vigilia…

Pawel Vasilevitch interviene.

—Es imposible…; hay que comer. Mañana comienza la Cuaresma…; es necesario que comas.

—¡Yo tengo mucho sueño!

—En tal caso, a comer en seguida —añade Pawel Vasilevitch con agitación—. ¡Pronto! ¡A poner la mesa!

Pelagia Ivanova hace un gran gesto y corre hacia la cocina, como si se hubiese declarado en la misma un incendio.

—¡Pronto! ¡Pronto! Stiopa tiene sueño. ¡Dios mío! Hay que apresurarse.

A los cinco minutos, la mesa está puesta; los gatos vuelven al comedor con los rabos erguidos, y la familia empieza a cenar. Nadie tiene hambre. Los estómagos están repletos. Sin embargo, hay que comer.

La víspera del juicio

—Disgusto tendremos, señorito —me dijo el cochero indicándome con su fusta una liebre que atravesaba la carretera delante de nosotros.

Aun sin liebre, mi situación era desesperada. Yo iba al tribunal del distrito a sentarme en el banquillo de los acusados, con objeto de responder a una acusación por bigamia.

Hacía un tiempo atroz. Al llegar a la estación, me encontraba cubierto de nieve, mojado, maltrecho, como si me hubieran dado de palos; hallábame transido de frío y atontado por el vaivén monótono del trineo.

A la puerta de la estación salió a recibirme el celador. Llevaba calzones a rayas, y era un hombre alto y calvo, con bigotes espesos que parecían salirle de la nariz, tapándole los conductos del olfato.

Lo cual le venía bien, porque le dispensaba de respirar aquella atmósfera de la sala de espera, en la cual me introdujo soplando y rascándose la cabeza.

Era una mezcla de agrio, de olor a lacre y a bichos infectos. Sobre la mesa, un quinqué de hoja de lata, humeante de tufo, lanzaba su débil claridad a las sucias paredes.

—Hombre, qué mal huele aquí —le dije, colocando mi maleta en la mesa.

El celador olfateó el aire, incrédulo, sacudiendo la cabeza.

—Huele… como de costumbre —respondió sin dejar de rascarse—. Es aprensión de usted. Los cocheros duermen en la cuadra, y los señores que duermen aquí no suelen oler mal.

Dicho esto fuese sin añadir una palabra. Al quedarme solo me puse a inspeccionar mi estancia. El sofá, donde tenía que pasar la noche, era ancho como una cama, cubierto de hule y frío como el hielo. Además del canapé, había en la habitación una estufa, la susodicha mesa con el quinqué, unas botas de fieltro, una maletita de mano y un biombo que tapaba uno de los rincones. Detrás del biombo alguien dormía dulcemente.

Arreglé mi lecho y empecé a desnudarme. Quitéme la chaqueta, el pantalón y las botas, y sonreí bajo la sensación agradable del calor; me desperecé estirando los brazos; di brincos para acabar de calentarme; mi nariz se acostumbró al mal olor, los saltos me hicieron entrar completamente en reacción, y no me quedaba sino tenderme en el diván y dormirme, cuando ocurrió un pequeño incidente.

Mi mirada tropezó con el biombo; me fijé en él bien y advertí que detrás de él una cabecita de mujer —los cabellos sueltos, los ojos relampagueantes, los dientes blancos y dos hoyuelos en las mejillas— me contemplaba y se reía. Quedéme inmóvil, confuso. La cabecita notó que la había visto y se escondió. Cabizbajo, me dirigí a mi sofá, me tapé con mi abrigo y me acosté.

«¡Qué diablos! —pensé—. Habrá sido testigo de mis saltos… ¡Qué tonto soy!…».

Las facciones de la linda cara entrevista por mí acudieron a mi mente. Una visión seductora me asaltó, mas de pronto sentí un escozor doloroso en la mejilla derecha…; apliqué la mano; no cogí nada; pero no me costó trabajo comprender lo que era gracias al horrible olor.

—¡Abominable! —exclamó al mismo tiempo una vocecita de mujer—; estos malditos bichos me van a comer viva.

Acordéme de mi buena costumbre de traer siempre conmigo una caja de polvos insecticidas. Instantáneamente la saqué de mi maleta; no tenía más que ofrecerla a la cabecita y la amistad quedaba hecha; ¿pero cómo proceder?

—¡Esto es terrible!

—Señora —le dije, empleando la voz más suave que pude haber—, si mal no comprendí, esos bichos la están a usted picando; tengo ciertos polvos infalibles. Si usted desea…

—Hágame el favor.

—En seguida —repliqué con alegría—. Voy a ponerme el abrigo y se los entregaré.

—No, no; pásemelos por encima del biombo; no venga usted aquí.

—Está bien, por encima del biombo, puesto que usted me lo manda; pero no tenga miedo de mí; yo no soy un cafre.

—¡Quién sabe! A los transeúntes nadie los conoce…

—Ea… ¿Por qué no me permite usted que se los lleve directamente? No hay en ello nada de particular, sobre todo para mí, que soy médico (la engañé, para tranquilizarla). Usted debe saber que los médicos, la policía y los peluqueros tienen derecho a penetrar en las alcobas.

—¿De veras es usted médico; no lo dice usted de broma?

—¡Palabra de honor! ¿Puedo traer los polvos?

—Bueno, toda vez que es usted médico. Más, ¿para qué va usted a molestarse? Mandaré a mi marido… ¡Teodorito!… ¡Despierta! ¡Rinoceronte! Levántate y ve a traerme los polvos insecticidas que el doctor tiene la amabilidad de ofrecerme.

La presencia de Teodorito detrás del biombo me dejó trastornado, como si me hubiesen asestado un golpe en la cabeza.

Sentíme avergonzado y furioso. Mi rabia era tal y Teodorito me pareció de tan mala catadura que estuve a punto de pedir socorro.

Era aquel Teodorito un hombre calvo, de unos cincuenta años, alto, sanguíneo, con barbita gris y labios apretados. Estaba en bata y zapatillas.

—Es usted muy amable —me dijo tomando los polvos y volviendo detrás del biombo—. Muchas gracias. ¿El vendaval le cogió a usted también en el camino?

—Sí, señor.

—Lo siento… ¡Zinita, Zinita! Me parece que corre algo por tu nariz… Permíteme que te lo quite.

—Te lo permito —dijo riendo Zinita—. Pero ¿qué has hecho? He aquí un consejero de Estado que todos temen y que no es capaz de coger una chinche.

—¡Zinita! ¡Zinita! Una persona extraña nos oye; no andes con bromas.

—¡Canallas! ¡No me dejan dormir! Pensé, sin saber por qué…

El matrimonio se quedó callado. Yo cerré los ojos y traté de conciliar el sueño. Transcurrió una media hora, luego una hora; el sueño no acudió. En fin, mis vecinos también empezaron a moverse, y les oí murmurar:

—¡Es extraordinario! Estos animales no temen ni a los polvos. ¡Es demasiado! ¡Doctor! Zinita me encarga le pregunte por qué estos enemigos nuestros huelen tan mal.

Entablamos conversación. Hablamos de los enemigos, del mal tiempo, del invierno ruso, de la medicina, de la cual yo no entiendo jota; de Edison…

—Zinita, no te avergüences; este señor es médico.

Después de la conversación sobre Edison cuchichearon.

Teodorito le dijo:

—No tengas reparo, interrógale. ¿De qué te asustas? Cheroezof no te alivió; acaso éste lo consiga.

—Interrógale tú —murmuró Zinita.

—¡Doctor! —gritó Teodorito dirigiéndose a mí—. Mi mujer tiene a veces la respiración oprimida, tose, siente como un peso en el pecho… ¿De qué proviene esto?

—Difícil es definirlo. La explicación sería larga…

—¿Qué importa que la explicación sea larga? Tiempo nos sobra; de todos modos, no podemos dormir… Examínela, querido señor. He de advertirle que la trata el doctor Cheroezof, persona excelente, pero que me parece no entenderla. Yo no tengo confianza en sus conocimientos; no creo en él. Yo comprendo que usted no se halla dispuesto a una consulta en estas circunstancias; sin embargo, le suplico tenga la amabilidad.

Mientras que usted la examina, yo iré a decir al celador que nos prepare el té.

Teodorito salió arrastrando sus chanclas.

Dirigíme detrás del biombo. Zinita estaba recostada en un amplio sofá, en medio de una montaña de almohadones, y se cubría el escote con un cuello de encaje.

—A ver, muéstreme la lengua —dije sentándome al lado suyo y frunciendo las cejas.

Me enseñó la lengua y echóse a reír. Le lengua era rosada y no tenía nada anormal. Empecé a buscarle el pulso, y no me fue posible hallarlo. En verdad, yo no sabía qué hacer ya. No me acuerdo qué otras preguntas le dirigí mirando su cara risueña; sé solamente que al final de la consulta me había vuelto completamente idiota. Del diagnóstico que formulé no me acuerdo tampoco.

Al cabo de un rato hallábame sentado en compañía de Teodorito y de su señora delante del samovar. Veíame obligado a ordenar algo y, para salir del paso, compuse una receta con sujeción a todas las reglas de la farmacopea:

Rp.

Sic transit. 0,05

Gloria mundi. 1

Aquae destilatae. 0,1

Una cuchara cada dos horas.

Para la señora Selova.

DR. ZAIZEF

A la mañana siguiente, cuando con mi maleta en la mano me despedía para siempre de mis nuevos amigos, Teodorito me cogió del botón de mi abrigo y quiso convencerme de que le aceptara un billete de diez rublos.

—Usted no puede rechazarlo; tengo la costumbre de pagar todo trabajo honrado. ¿No estudió usted? Sus conocimientos, ¿no los adquirió usted a costa de fatigas? Esto yo lo sé.

No había modo de negarse. Y embolsé los diez rublos.

De esta suerte pasé la víspera del juicio. No me detendré en describir mis impresiones cuando la puerta del Tribunal se abrió y el alguacil me señaló el banquillo de los acusados. Me limitaré a hacer constar el sentimiento de vergüenza que me asaltó cuando al volver la cabeza vi centenares de ojos que me miraban, y me fijé en los rostros solemnes y serios de los jurados. A primera vista comprendí que estaba perdido. Pero lo que no puedo referir y lo que el lector no puede imaginarse es el espanto y el terror que de mí se apoderaron cuando, al levantar los ojos a la mesa cubierta de paño rojo, descubrí, en el asiento del fiscal, a… Teodorito. Al apercibirlo me acordé de las chinches, de Zinita, de mi diagnóstico, de mi receta, y experimenté algo como si todo el océano Ártico me inundara.

Teodorito alzó los ojos del papel que estaba escribiendo; al principio no me reconoció; pero de ponto sus pupilas se dilataron, su mano se estremeció. Incorporóse lentamente y clavó su mirada plomiza en mi. Me levanté a mi vez sin saber por qué, incapaz de apartar mis ojos de los suyos.

—Acusado, ¿cuál es su nombre, etcétera? —interrogó el presidente.

El fiscal se sentó y absorbió un vaso de agua; el sudor humedecía sus sienes. Me sentí agonizar.

Todos los síntomas revelaban que el fiscal me quería perder. Con muestras visibles de irritación acosaba a preguntas a los testigos…

Es tiempo de acabar. Escribo este relato en la misma Audiencia, durante el intervalo que los jueces aprovechan para comer. Ahora le toca el turno al discurso del fiscal. ¿Qué será?
[41]

Yeguer

Era un mediodía caluroso y sofocante. En el cielo no había ni una sola nube… La hierba quemada por el sol miraba lánguida y desesperadamente: aunque lloviera no reverdecería… El bosque se mantenía callado, inmóvil, como si con sus copas estuviera observando o esperando algo.

Por la orilla del descampado, perezosamente, balanceándose, se arrastra un hombre alto, de hombros angostos, vestido de una camisa roja, pantalones señoriales completamente remendados y botas altas. Va arrastrando sus pies por el camino. A la derecha verdea el descampado, a la izquierda, se extiende hasta el horizonte un amarillo mar de centeno llegado a punto. En su bella cabeza castaña lleva gallardo una gorra blanca con una visera de hockey, de seguro un regalo de algún señorito en generoso arranque. Atravesado sobre el pecho lleva un morral, con un gallo silvestre amontonado en su interior. El hombre sostiene en su mano una escopeta de dos cañones con el gatillo hacia arriba y aprieta los ojos para ver a su perro viejo y flaco, que corre adelante y que husmea los matorrales. Todo al derredor está en silencio, ni un solo ruido… Todo lo vivo se ha escondido del calor.

—¡Yeguer Vlasich! El cazador oye de repente una voz suave.

Se estremece, al darse vuelta, frunce las cejas. A su lado, como si hubiera brotado de la tierra, se encuentra una mujer de rostro pálido, de unos treinta años y con la hoz en la mano. Ella se esfuerza por verle la cara y se ríe de vergüenza.

—¡Ah! Eres tú, Pelagueya, —dice el cazador deteniéndose y bajando lentamente la escopeta—. Hum, ¿cómo has venido a parar por aquí?

—Hay aquí mujeres de mi aldea que vienen a trabajar y me he venido con ellas… Como trabajadoras, Yegor Vlasich.

—Ajá… —muge Yegor Vlasich y lentamente sigue su camino.

Pelagueya lo sigue. Caminan callados unos veinte pasos.

—Ya hace mucho tiempo que no lo veo, Yegor Vlasich… —le dice Pelagueya, mirando con cariño los hombros y omóplatos en movimiento del cazador—. Desde la Pascua que pasó por la izba a tomar agua, desde entonces que no lo he vuelto a ver… y en qué estado, borracho… Me insultó, me golpeó y se fue… Y yo lo esperaba, lo esperaba… Con los ojos pasaba mirando, aguardándolo… ¡Ay, Yegor Vlasich, Yegor Vlasich! ¡Una vueltita por lo menos, se hubiera dado!

—¿No tengo nada que hacer en tu casa?

—Eso, de seguro, nada tiene que hacer, así nada más… De todos modos son sus bienes… Para ver esto y lo otro. Usted es el dueño… ¡Felicitaciones! ¡Qué gallo ha cazado! Yegor Vlasich, debería sentarse, a descansar…

Diciendo esto Pelagueya se ríe, como una tonta, mirando hacia arriba, a la cara de Yegor… Su cara respira felicidad…

—¿Sentarme? Quizás… —dice Yegor con tono indiferente y se pone a buscar un lugarcito entre dos pinos que han crecido—. ¿Que haces ahí parada? Siéntate también.

Pelagueya se sienta un poco retirada, en pleno sol y, avergonzada de su alegría, se cubre con las manos sus labios sonrientes. Pasan dos minutos en silencio.

—¡Una vueltita por lo menos, se hubiera dado!, dice suavemente Pelagueya.

—¿Para qué? —suspira Yegor quitándose la gorra y limpiándose su frente roja con la manga—. No hay ninguna necesidad. Ir por una hora es un puro fastidio, sólo te revuelves, pero ir a vivir en permanencia en el campo, el alma no lo soportaría… Tú misma lo sabes, soy un hombre consentido… Me basta que haya una cama, un buen té y pláticas delicadas… Tener todos los honores, pero en tu aldea solo pobreza, hollín… Yo ni un día sobrevivo. Si hubiera un decreto que, digamos, se promulgara para que obligatoriamente tuviera que ir a vivir contigo en tu casa, o incendiaba tu izba o levantaba mi mano contra mí mismo. Desde tiernito la mera travesura está dentro de mí, no hay nada que hacer.

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