Relatos de Faerûn (26 page)

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Authors: Varios autores

BOOK: Relatos de Faerûn
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Allí donde terminaba la bahía, la tierra se unía del norte y del sur, si bien las aguas seguían siendo lo bastante profundas para que el Leviatán pudiese moverse con facilidad. La ballena finalmente llegó al lugar escogido por la diosa e hizo que la cálida, mágica esencia de su madre atravesara su cuerpo de abajo arriba. Con un estallido tan formidable como espumeante, lanzó el líquido por los aires, originando una precipitación de lluvia caliente. El agua preciosa se estrelló contra las rocas de la orilla y se unió formando pequeños arroyos que fueron a descender hasta unirse en una hondonada rocosa próxima a la playa sembrada de guijarros.

En aquel charco yacía la esencia de la diosa, unas aguas lechosas cuya magia era potente. Su presencia se reflejó en los cielos, en la bóveda celestial que tantas veces había recreado en su imaginación. Lo primero que se hizo visible fue una órbita perfecta y blanca que se elevó hacia los cielos en crepúsculo y más allá todavía, proyectando el reflejo de la luz sobre el cuerpo y la sangre de la Madre Tierra.

Merced a las aguas estancadas en el pozo reciente, la diosa contempló la luna. Una luz de alabastro se reflejó en las aguas de la orilla, bendiciendo la tierra entera. La Madre Tierra vio dicha luz y su alma se llenó de regocijo.

Con todo, en su vista había cierto matiz borroso, una neblina que le impedía asimilar por entero la presencia del mundo. El Leviatán se encontraba lejos de la orilla, rodando juguetonamente entre las olas, pero la charca seguía estando a larga distancia de él, separada por una extensión de rocas y tierra seca. La diosa comprendió que no le bastaba con que sus hijos habitaran el mar.

La diosa necesitaba una presencia en la tierra.

El lobo, cuyos ijares estaban flacos por el hambre y cuyo enmarañado pelaje aparecía desgastado por efecto de la larga hibernación, corría en pos del gran ciervo. Este galopaba con facilidad sobre la hierba primaveral, sin rendirse al pánico que acaso habría llevado a un cervatillo inexperto a emprender una huida precipitada y en último término desastrosa. El orgulloso animal avanzaba saltando con elegancia y sin fatigarse, contentándose con mantenerse a distancia de las mandíbulas famélicas, alterando su rumbo sólo cuando resultaba estrictamente necesario.

En la faz lupina y ansiosa, los ojos azules del perseguidor estaban fijos en la imponente cornamenta del ciervo. Paciencia, aconsejaba el instinto del lobo, sabedor de que la manada podía conseguir lo que resultaba imposible para un cazador en solitario. Como en respuesta a los pensamientos de su cabecilla, varios lobos más salieron de su escondite, uniéndose en bloque a la persecución. Sin embargo, el ciervo había escogido bien la ruta de huida: le bastó trazar una larga curva en el camino para alejarse de los nuevos perseguidores sin permitir que el gran macho le comiera el terreno.

Al frente se extendía un acantilado bajo, y aunque en el llano no soplaba la menor brisa, el ciervo intuyó una nueva emboscada. Unas formas caninas estaban ocultas en los espesos helechos que flanqueaban las umbrías profundidades de las enramadas. El ciervo se tiró sin vacilar por el precipicio de piedra caliza, se irguió con gracia felina unos metros más abajo y reemprendió la escapatoria por las salientes cornisas cubiertas de musgo de aquella pared rocosa.

Jadeante y con el hocico temblón —las primeras señales de desesperación—, el ciervo ascendió por una nueva pared tres veces más alta que su propio cuerpo. Tres lobos surgieron del camuflaje de helechos y aullaron frustrados y famélicos cuando el ciervo de cornamenta poderosa alcanzó el terreno llano situado al pie del precipicio y de nuevo incrementó su velocidad. Los cascos galoparon sobre el suelo firme; el ciervo de nuevo enfilaba campo abierto.

Con todo, el cabecilla de la manada de lobos estaba lejos de darse por vencido. Tras lanzarse él mismo por la pared de roca, el macho dominante trepó por la pared opuesta con todo el vigor de sus ancas poderosas, aferrándose a marojos y salientes, empujado por la desesperación del cazador hambriento. Por fin, sus anchas garras delanteras alcanzaron la cima. El carnívoro de nuevo emprendió la persecución de su presa, emitiendo unos aullidos que se imponían al jadeante galopar del ciervo en fuga.

Varios de los lobos intentaron seguirlo, si bien muchos se quedaron atrás. No obstante, un puñado de machos jóvenes y una orgullosa hembra de ojos amarillentos lograron coronar el ascenso. Su canción de aullidos se sumó al ruido de la cacería, aportando una referencia a los demás miembros de la manada. Los lobos más jóvenes corrieron a ambos lados, tratando de dar con ascensos más sencillos por la pared que se erguía sobre aquel lecho de piedra caliza.

La fatiga empezó a hacer mella en el líder, cuya carrera se tornó un punto desgarbada y titubeante. Sin embargo, el olor de la presa era intenso, y mezclado con dicho olor acre se intuía el cansancio del ciervo, su creciente desespero. Estas señales aportaron nuevos bríos al lobo, que alzó la cabeza y aulló llamando al resto de la manada, en un grito de anticipación que resonó como una plegaria entre los mudos gigantes del bosque, sobre el verde manto que recubría la tierra fría.

Sin embargo, el imponente ciervo gozaba de una reserva de energía que dejaba anonadado al orgulloso depredador. El cazador corría por el bosque con el vientre a ras de tierra y la cola de pelambrera desmañada erecta hacía atrás. Sus ojos azules y relucientes continuaban concentrados en la imagen del ciervo en fuga, cuyos cuernos rozaban las ramas y hojas de los árboles. Presa de la fatiga, sin aullar ahora, decidido a no malgastar el aliento, el lobo seguía avanzando en un silencio mortal.

Y en dicho silencio empezó a intuir su fracaso. Las formas en movimiento de sus compañeros susurraban a sus espaldas como espectros en el terreno boscoso y sembrado de helechos, pero ninguno de ellos conseguía acortar la distancia que les separaba de la presa lanzada al galope. La hembra de ojos amarillos, cuyas largas mandíbulas abiertas exhibían sus colmillos hambrientos, no iba a resistir aquel ritmo mucho más tiempo.

En ese momento, el ciervo dio un repentino giro y se lanzó a su izquierda. El inesperado desvío facilitó que los dos lobos que iban en cabeza recortaran distancias. Muy pronto el macho se encontró corriendo cerca del cuarto trasero izquierdo de su presa, mientras la hembra, vigorosa, se iba acercando por el lado opuesto. Los dos cazadores se alinearon junto a su presa, bloqueando cualquier intento de imprimir un nuevo giro a su carrera.

Con todo, el ciervo seguía huyendo con ciega determinación, como si tuviera un propósito definido que no fuera huir. El majestuoso animal se lanzó pendiente abajo por un risco, atravesando espesuras y ascendiendo por peñascos enormes que hubieran frenado en seco a seres menos dotados. Los bosques terminaron de abrirse por completo hasta dejar ver una gran extensión de aguas azules, una bahía enclavada entre sendas penínsulas de terreno pedregoso.

El ciervo dejó los bosques atrás y enfiló un ancho páramo. Mientras sus cascos galopaban sobre el terreno esponjoso, a pesar de que su lengua se movía sin control bajo las mandíbulas abiertas y sus fosas nasales se hinchaban de modo demencial a cada nuevo aliento exhausto, el animal logró aumentar la velocidad de su catrera desesperada.

Sin embargo, lo mismo hicieron los lobos. De los bosques estaban saliendo más y más cazadores tras la pista dejada por el ciervo sobre la hierba corta y húmeda, corriendo con determinación silenciosa y mortífera. Si el gran macho hubiera vuelto la mirada atrás, habría comprobado con sorpresa que le seguía un número sorprendente de depredadores caninos, bastantes más de los que estuvieran hibernando en la guarida invernal de su manada. No sólo eso, sino que nuevos lobos se estaban sumando a la persecución desde el norte y el sur, desde las tierras altas y la costa, centenares de formas grisáceas que se lanzaban a por un único objetivo.

El ciervo finalmente cedió, aunque no por la fatiga. El animal aminoró su carrera hasta avanzar a un trote majestuoso, con la enorme cornamenta en alto. El mar estaba muy cerca, pero el gran ciervo macho no trató de llegar a la orilla. En vez de ello, el monarca de los bosques siguió avanzando por la playa rocosa hasta llegar a una charca encajada a la perfección en una hondonada pedregosa.

La charca se encontraba a una altura excesiva para haber sido producida por la marea, del mismo modo que el agua no parecía de lluvia. Aquel líquido tenía un color pálido, casi lechoso, y giraba en ondas circulares de carácter hipnótico. Aunque el terreno era muy pronunciado, una progresión de rocas similares a los peldaños de una escalera facilitó que el ciervo descendiera a la hondonada.

Los lobos se distribuyeron por las rocas, rodeando la charca y el ciervo, sabedores de que la presa estaba atrapada. Sin embargo, como por acuerdo tácito, los famélicos depredadores siguieron manteniéndose a distancia. Sus ojos centelleantes observaron con aguda inteligencia el ciervo, cuyo hocico por fin tocó la superficie del agua. Sus lenguas largas y jadeantes oscilaban inertes mientras los carnívoros esperaban que su presa terminara de beber.

Durante largo rato, el gran ciervo siguió lamiendo las aguas del Pozo de la Luna, y cuando por fin estuvo saciado, alzó la testuz y empezó a ascender los peldaños rocosos en dirección al cabecilla de la manada. El ciervo levantó la cabeza, mostrando la garganta hirsuta, soltando un último bramido de triunfo a las nubes vaporosas congregadas en el cielo.

Cuando el lobo dominante mordió la garganta expuesta, lo hizo de forma casi tierna. El lobo mató a su presa de forma rápida y limpia, haciendo caso omiso de la roja sangre que bañaba sus mandíbulas. La sangre, cuyo aroma fresco y delicioso tendría que haber inflamado su hambre y su pasión. El lobo se contentó con levantar su cabeza y fijar sus ojos brillantes en las mismas nubes que habían sido lo último que el majestuoso ciervo viera en vida. Un largo aullido ululó en el páramo. El jefe de la manada fue secundado por todos los suyos en su canción de júbilo y reverencia, en la música dedicada a su madre y creadora.

Cuando la manada finalmente empezó a devorar su presa, la sangre del ciervo corría por los peldaños de roca cual pequeños ríos carmesíes. Aunque los lobos eran numerosísimos, había carne para todos. Después de saciarse, cada uno de los depredadores bebió de las lechosas aguas de la charca.

El festín se prolongó más de un día entero, hasta que la luna llena se alzó sobre las aguas relucientes. La luz de la luna fue testigo del nacimiento de varios cachorrillos y de los juegos en los que los jóvenes se embarcaban a unos metros del grueso de la enorme manada.

La roja sangre se mezcló con las aguas del Pozo de la Luna, y la diosa vio y compartió la felicidad de sus hijos. El despiadado sacrificio del ciervo era para ella un episodio preñado de hermosura. La sangre del poderoso animal había consagrado las aguas del Pozo de la Luna.

Y el equilibrio de sus hijos se mantuvo para siempre. 

El mayor héroe que jamás murió

J. Robert King

J. Robert King ha escrito diecinueve novelas del género fantástico. Sus obras más recientes son el Ciclo Embestida de Magic (Wizards of the Coast), y la Mad Merlin Trilogy (Tor)

Publicado por primera vez en

Realms of Infamy.

Editado por James Lowder, diciembre de 1994.

El primer relato que escribí para la serie Reinos Olvidados estuvo inspirado en la visita que hice a cierto pueblecito encajado en lo más alto de las montañas Snowdownia en Gales. Llegué haciendo autostop a dicha aldea durante mis años de estudiante, y los vientos brutales y nieves inmisericordes del lugar me sirvieron de inspiración. Cuando me presenté en el albergue juvenil de la pequeña población, con la barba descuidada y sembrada de cristales de nieve y los hombros encogidos bajo una mochila militar italiana, mi aspecto debía de ser muy extraño y hasta siniestro. Así empieza esta historia...

J. R
OBERT
K
ING

Marzo de 2003

L
os vientos tempestuosos que llegaban del Gran Mar de Hielo muchas veces traían elementos no deseados a la elevada aldea de Capel Curig. Aquella noche, además de aportar inclementes ventiscas de nieve, el viento trajo a un hombre maligno y repulsivo.

Nadie sabía que lo era cuando abrió la puerta destartalada de El Junco Susurrante. Los parroquianos sólo vieron a un forastero corpulento, cubierto con una capucha oscura y envuelto en copos de nieve arremolinados. Los que estaban cerca de la puerta se apartaron de la corriente y de la enorme figura que entraba. Dieron otro paso atrás cuando se cerró la puerta con violencia detrás del hombre empapado. Sin limpiarse el hielo de las botas, el forastero se acercó con paso inseguro al tembloroso fuego del hogar. Tras agacharse para alimentar las llamas con unos cuantos leños, se irguió cuan largo era, eclipsando la calidez del fuego y proyectando una sombra gigantesca.

El murmullo de las conversaciones disminuyó. Todos los ojos en la pequeña taberna convergieron furtivamente en aquella figura desastrada.

Al recortarse contra el fuego del hogar, el extraño recordaba una marioneta enorme y mal elaborada. Le faltaba un brazo, como lo demostraba su manga derecha prendida al hombro con un alfiler, de forma que fue su mano izquierda la que se ocupó de quitar las ropas malolientes que envolvían su cuerpo. De manera habilidosa, la mano viuda quitó varios de aquellos ropajes, pero la húmeda figura que dejó al descubierto se reveló no menos informe. A todo esto, el desconocido no se quitó la capucha de la cabeza, una cabeza que parecía ser dos tallas menor que su cuerpo. Bajo la capucha, el rostro era viejo y amarillento, dotado de unos labios tiesos por el frío, una estrecha barba negra y una nariz ganchuda. La impresión general era de que su gran corpachón casaba mal con aquella cabeza de marioneta en la que estaba inscrito su rostro.

Cuando habló, su voz hueca y áspera lengua hicieron que todos los parroquianos se sobresaltaran ligeramente.

—¿Alguien está dispuesto a desprenderse de una moneda de plata que me permita pagar un cuenco de sopa de sangre y una jarra de cerveza?

Por toda respuesta, los demás le miraron con la expresión vacía e inconmovible. Ni siquiera Horace, el tabernero que estaba detrás de la barra, se mostró dispuesto a darle un vaso de agua al forastero. Según parecía, todos preferían arrostrar la posibilidad de enfrentarse a su ira antes que aportarle un poco de sustento.

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