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Authors: Bertolt Brecht

Tags: #Clásico, Drama, Relato

Relatos 1927-1949 (13 page)

BOOK: Relatos 1927-1949
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—No he hecho ninguna payasada. He combatido.

—¿Estabas borracho?

—No, logré que se mantuvieran firmes cuando empezaban a retroceder.

—Pero si ni siquiera eres capaz de mantenerte firme tú mismo —dijo ella levantándose porque la leña ya ardía—. Alcánzame el salero de la mesa.

—No sé —dijo él lentamente y con aire pensativo—, no sé si me convendría más no comer nada. Tengo el estómago un poco estropeado.

—Ya lo decía yo, estás borracho. Intenta ponerte en pie y camina un poco por la habitación, que luego ya veremos.

La injusticia de su mujer lo exasperaba. Pero bajo ningún concepto quería levantarse y hacerle ver que no podía apoyar el pie. Ella era habilísima cuando se trataba de descubrir algún aspecto desfavorable de su persona. Y desfavorable sería para él revelarle la razón fundamental de su firmeza durante la batalla.

Mientras seguía ocupada con la marmita que había puesto al fuego, Xantipa le comunicó lo que pensaba.

—Estoy convencida de que tus nobles amigos te consiguieron algún puesto seguro en la retaguardia, junto a la cocina de campaña. Un buen arreglo bajo cuerda.

A través del ventanuco, Sócrates, atormentado, miró la calle por la que pasaba mucha gente llevando linternas blancas, pues estaban celebrando la victoria.

Sus nobles amigos no habían intentado nada similar, y él tampoco lo habría aceptado, en todo caso no así como así.

—¿O acaso encontraron lógico y natural que el zapatero remendón marchara con ellos? No moverían un dedo por ti. Es zapatero, dicen, y zapatero ha de morir. Cómo, si no, podríamos ir a verlo a su cubículo y charlar horas con él para luego oír que todos dicen: fijaos, por muy remendón que sea, siempre hay gente distinguida que se sienta a su lado y conversa con él sobre filersofía. ¡Vaya gentuza!

—Se dice filerfobia —replicó él impasible.

Xantipa le lanzó una mirada torva.

—Siempre me andas corrigiendo. Ya sé que soy una ignorante. Si no lo fuera, no tendrías a nadie que de vez en cuando te acercara un cubo de agua para lavarte los pies.

Sócrates se estremeció al oírla y confió en que no hubiera notado nada. Ese día había que evitar a toda costa el pediluvio. Gracias a los dioses, Xantipa reanudó su discurso:

—De modo que no estabas borracho ni tus amigos te consiguieron un puesto seguro en la retaguardia. Pues entonces te habrás comportado como un carnicero. A que tienes las manos ensangrentadas, ¿verdad que sí? Pero cuando yo aplasto una araña, pones el grito en el cielo. No me creo eso de que estuvieras a la altura de las circunstancias, pero supongo que alguna picardía habrás hecho para que ahora te den palmaditas en la espalda. Ya averiguaré la verdad, no te preocupes.

La sopa estaba lista. Olía tentadoramente. La mujer retiró la marmita y, cogiendo las asas con su vestido, la colocó sobre la mesa y empezó a servir.

Sócrates se preguntó si no le convendría recuperar el apetito. Pero la idea de tener que acercarse a la mesa lo contuvo a tiempo.

No las tenía todas consigo. Sentía claramente que el asunto aún no había concluido. Seguro que en los días siguientes lo esperaban momentos muy desagradables. No dejarían en paz a alguien que hubiera decidido una batalla contra los persas. Ahora, en los primeros instantes de júbilo por la victoria, era lógico que no pensaran en aquel a quien se la debían. Todos estaban ocupadísimos pregonando sus propias hazañas. Pero al día siguiente o dentro de dos días, cada cual vería a su colega reivindicar para sí todo el mérito, y entonces preferirían encumbrarlo a él. Muchos podrían enmendarle la plana a otros muchos proclamando al zapatero como el auténtico héroe de la jornada. A Alcibíades, por ejemplo, le guardaban cierta inquina. Con mucho gusto le gritarían: tú ganaste la batalla, pero un remendón la peleó hasta el final.

Y la espina le dolía más que nunca.

Si no se quitaba pronto la sandalia, podría venirle una septicemia.

—No hagas ruido al comer —dijo distraído.

La mujer se quedó con la cuchara en la boca.

—¿Que no haga qué?

—Nada —se apresuró a asegurar él, asustado—. Estaba pensando en algo.

Ella se levantó fuera de sí, puso la marmita sobre el fuego y salió precipitadamente.

Sócrates lanzó un suspiro de alivio. Al instante se levantó de la silla como pudo y avanzó cojeando hasta su lecho, al tiempo que miraba alrededor nerviosamente. Cuando ella volvió por su mantón para salir, observó con recelo al marido que yacía inmóvil en su hamaca revestida de cuero. Por un instante pensó que algo debía de ocurrirle. Hasta consideró la posibilidad de preguntárselo, pues le tenía un gran afecto. Pero se lo pensó dos veces y abandonó, malhumorada, la habitación para asistir con su vecina a los festejos.

Sócrates durmió mal y se despertó preocupado. Había logrado quitarse la sandalia, mas no la espina. Tenía el pie muy hinchado.

Aquella mañana su mujer estaba menos irascible.

La noche anterior había oído a toda la ciudad hablar de su marido. Algo tenía que haber sucedido realmente para que la gente estuviera tan impresionada. Pero que él solo hubiera detenido a una columna de combatientes persas, era algo que no le cabía en la cabeza. El no, se decía a sí misma. Tener en vilo a toda una audiencia con sus preguntas, eso sí que podía. Pero no a una fila de combatientes. ¿Qué habría podido ocurrir?

Estaba tan insegura que le acercó la leche de cabra a la cama.

El no hizo ningún ademán de levantarse.

—¿No te apetece salir? —preguntó ella.

—Para nada —rezongó él.

No eran maneras de responder a una amable pregunta de su esposa, pero Xantipa pensó que tal vez sólo quería evitar exponerse a las miradas de la gente, y dejó pasar la respuesta.

A primera hora de la mañana empezaron a llegar visitas.

Unos cuantos jóvenes, hijos de familias adineradas, el círculo habitual del filósofo. Lo trataban siempre como a su maestro, y algunos hasta anotaban lo que él iba diciendo, como si fuera algo muy especial.

Aquel día le contaron en seguida que toda Atenas se hacía eco de su hazaña. Era una fecha histórica para la filosofía (de modo que ella había tenido razón, se decía filersofía y no otra cosa). Sócrates había demostrado, añadieron, que un gran espíritu contemplativo también puede ser un gran hombre de acción.

Sócrates los escuchó sin su habitual espíritu burlón. Mientras hablaban, él creyó oír muy a lo lejos, como se oye una tormenta remota, una carcajada monstruosa, la carcajada de toda una ciudad, incluso de todo un país, muy lejana, pero que se acercaba irresistiblemente, contagiando a todo el mundo: a los transeúntes en las calles, a los mercaderes y políticos en el mercado, a los artesanos en sus pequeños talleres.

—Lo que decís es totalmente absurdo —dijo con súbita resolución—. Yo no he hecho nada.

Los jóvenes se miraron sonrientes. Luego uno de ellos dijo:

—Exactamente lo que dijimos nosotros. Sabíamos que te lo tomarías así. ¿A qué viene de pronto tanto griterío? preguntamos a Eusópulo frente a los gimnasios. Sócrates leva ya diez años realizando las mayores proezas intelectuales y nadie se ha vuelto nunca a mirarlo. Ahora acaba de ganar una batalla y toda Atenas habla de él. ¿No os dais cuenta de lo vergonzoso que es todo esto?, preguntamos.

Sócrates lanzó un gemido.

—Pero si yo no la he ganado. Me defendí porque me atacaron. Esa batalla no me interesaba. No soy armero ni tengo viñedos en los alrededores. No sabría para qué librar batallas. Me hallaba entre gente sensata proveniente de los suburbios, gente sin ningún interés en combatir, e hice exactamente lo que ellos hacían; a lo sumo me les adelanté unos segundos.

Los jóvenes estaban atónitos.

—Así es —exclamaron—; es lo mismo que dijimos nosotros. No hizo otra cosa que defenderse. Es su manera de ganar batallas. Permítenos volver a toda prisa a los gimnasios. Interrumpimos un diálogo sobre este tema sólo para darte los buenos días.

Y se marcharon, voluptuosamente enfrascados en una discusión.

Sócrates yacía en silencio, apoyado en ambos codos y mirando el techo ennegrecido por el humo. Sus sombríos presentimientos no lo habían engañado.

Su mujer lo observaba desde uno de los rincones de la habitación. Estaba zurciendo mecánicamente una vieja prenda de vestir.

De pronto preguntó en voz baja:

—Bueno, ¿qué hay detrás de todo esto?

El se estremeció y le lanzó una mirada insegura.

Era una mujer consumida por el trabajo, con los pechos lisos como una tabla y un par de ojos muy tristes. El sabía que podía confiar en ella. Xantipa le seguiría brindando apoyo cuando sus propios discípulos dijeran de él. ¿Sócrates? ¿No es aquel zapatero perverso que reniega de los dioses? Le había tocado en suerte un mal marido, pero ella no se quejaba, excepto a él mismo. Y no había habido una sola noche en la que él, al volver hambriento de donde sus discípulos ricos, no hubiera encontrado un panecillo y un trozo de tocino en la repisa.

Se preguntó si no debería contárselo todo. Pero luego pensó que en los días siguientes se vería obligado a decir delante de ella todo tipo de mentiras y falsedades cuando viniera a verlo gente que, como aquellos jóvenes, le hablara de sus proezas. Y eso le sería imposible si ella sabía la verdad, porque él la respetaba.

Dejó, pues, las cosas como estaban y sólo comentó:

—La habitación entera huele otra vez a la sopa de judías de ayer.

Ella se limitó a lanzarle otra mirada recelosa.

Claro que no estaban en condiciones de tirar la comida. El solamente intentaba distraer la atención de Xantipa, cada vez más convencida de que algo le ocurría a su marido. ¿Por qué no se levantaba? Siempre se levantaba tarde, pero sólo porque se acostaba siempre tarde. El día anterior se había ido a la cama muy temprano. Y ahora la ciudad entera estaba en pie debido a los festejos. Las tiendas de la calle habían cerrado todas. Una parte de la caballería había regresado a las cinco de la madrugada tras perseguir al enemigo, todos habían oído el ruido de los cascos. Las multitudes eran una de sus pasiones. En días así él se quedaba de la mañana a la noche en la calle, hablando con todo el mundo. ¿Por qué esta vez no se levantaba?

El vano de la puerta se oscureció y entraron cuatro magistrados. Se quedaron de pie en el centro de la habitación, y uno de ellos dijo en tono rutinaria, aunque extremadamente cortés, que tenía la misión de conducir a Sócrates al Areópago. El general Alcibíades había solicitado personalmente que se le rindieran honores por sus hazañas bélicas.

Un murmullo procedente de la calle vino a indicar que los vecinos se estaban agolpando ante la casa.

Sócrates sintió que empezaba a sudar frío. Sabía que esta vez tendría que levantarse y, aunque se negara a ir con ellos, decir por lo menos algo amable y acompañar luego a esa gente hasta la puerta. Y sabía que no podría dar más de dos pasos, como mucho. Y que entonces ellos se fijarían en su pie y se enterarían de todo. Y ahí mismo estallaría la descomunal carcajada.

De modo que, en vez de levantarse, se dejó caer otra vez sobre su dura almohada y dijo en tono malhumorado:

—No necesito honores de ningún tipo. Decid en el Areópago que estoy citado con unos amigos a las once para discutir sobre una cuestión filosófica que nos interesa y que, por consiguiente, lamento mucho no poder acudir. Soy la persona menos indicada para participar en actos públicos y, además, estoy cansadísimo.

Añadió esto último porque le molestaba haber mezclado a la filosofía en aquel lío, y dijo lo primero porque esperaba que la forma más fácil de liberarse de ellos sería mostrándose grosero.

Los magistrados entendieron también este lenguaje. Giraron sobre sus talones y se marcharon, pisando a la gente del pueblo congregada fuera.

—Ya te enseñaré a ser cortés con las autoridades —comentó su mujer malhumorada y se dirigió a la cocina.

Sócrates esperó a que saliera y, girando rápidamente su pesado corpachón, se sentó al borde de la cama e intentó, sin dejar de mirar hacia la puerta, apoyar con infinita precaución el pie enfermo en el suelo. Parecía algo imposible.

Bañado en sudor, volvió a recostarse.

Pasó media hora. Cogió un libro y se puso a leer. Manteniendo el pie inmóvil, no sentía casi nada.

Luego apareció su amigo Antístenes.

Sin quitarse el pesado manto, se quedó al pie de la cama, tosió algo convulsivamente y se rascó la hirsuta barba del cuello al tiempo que miraba a Sócrates.

—¿Sigues en la cama? Pensé que sólo encontraría a Xantipa. Me he levantado expresamente para preguntar por ti. Ayer estuve muy resfriado y por eso no pude unirme a vosotros.

—Siéntate —dijo Sócrates lacónico.

Antístenes cogió una silla del rincón y se sentó junto a su amigo.

—Esta misma noche reanudaré las lecciones. No hay motivo alguno para interrumpirlas por más tiempo.

—No.

—Claro que me pregunto si vendrán. Hoy son los grandes festines. Pero viniendo a tu casa me encontré con el joven Festón, y cuando le dije que esta noche daría álgebra, se mostró entusiasmadísimo. Le dije que podía venir con casco. Protágoras y los otros se pondrán furiosos cuando oigan comentar que Antístenes dio su lección de álgebra la noche después de la batalla.

Sócrates se columpiaba suavemente en su hamaca, apoyando la palma de la mano contra la pared un tanto oblicua para darse impulso. Con sus ojos saltones miraba inquisitivamente a su amigo.

—¿Te encontraste con alguien más?

—Con mucha gente.

Sócrates miró hacia el techo, malhumorado. ¿Debía confesarle a Antístenes la cruda verdad? Se sentía bastante seguro de su amigo. El mismo nunca aceptaba dinero por sus lecciones y no le hacía, por lo tanto, ninguna competencia a Antístenes. Tal vez debería exponerle el difícil caso.

Antístenes clavó en el amigo sus chispeantes ojos de grillo, llenos de curiosidad, y le dijo:

—Gorgias anda contándole a todo el mundo que seguramente intentaste huir y, en la confusión, seguiste un camino equivocado, avanzando en vez de retroceder. Unos cuantos jóvenes de pro quieren darle una paliza por haber dicho eso.

Sócrates lo miró desagradablemente sorprendido.

—Absurdo —comentó enojado. Y de repente vio qué armas pondría en manos de sus enemigos si se quitaba la careta.

Aquella noche, ya hacia la madrugada, pensó que quizás podría presentar todo el caso como un experimento y decir que había querido ver hasta dónde llegaba la credulidad de la gente. «Llevo veinte años predicando el pacifismo por calles y plazas, y basta un rumor para que mis propios discípulos me consideren un guerrero furibundo», etc., etc. Pero en ese caso hubieran debido perder la batalla. Aquel era, a todas luces, un mal momento para el pacifismo. Después de una derrota, hasta los de arriba eran durante un tiempo pacifistas; después de una victoria, hasta los de abajo eran partidarios de la guerra, al menos mientras se daban cuenta de que, para ellos, no había mucha diferencia entre victoria y derrota. No, en ese momento no podía esgrimir como arma el pacifismo.

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