Refugio del viento (2 page)

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Authors: George R. R. Martin & Lisa Tuttle

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía

BOOK: Refugio del viento
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—Bien. ¿Estás preparada para volar?

—Sí.

Empezó a sacudir los brazos.

—No, no, no —la interrumpió—. No aletees. No somos como los pájaros, ya lo sabes. Creí que nos habías estado observando.

La niña intentó recordar.

—Milanos —dijo repentinamente—. Sois como milanos.

—A veces —asintió el alado complacido—. Y como halcones y otras aves planeadoras. Lo que hacemos no es volar de verdad. Planeamos, como las cometas. Cabalgamos sobre el viento. Así que no tienes que aletear; tienes que mantener los brazos rígidos, sentir el viento. ¿Sientes el viento?

—Sí.

Era una brisa cálida que traía el penetrante olor del mar.

—Muy bien. Cáptalo con los brazos, deja que te impulse.

La niña cerró los ojos e intentó sentir el viento en los brazos.

Y empezó a moverse.

El alado trotaba por la arena, como llevado por el viento. Cuando éste sopló en otra dirección, él cambió también de rumbo. La niña mantuvo los brazos rígidos mientras el viento parecía hacerse cada vez más fuerte, y ahora el alado corría, y ella saltaba sobre sus hombros, cada vez más de prisa.

—¡Me llevas hacia el agua! —avisó el hombre—. ¡Gira! ¡Gira!

Y ella inclinó las alas como les había visto hacer tan a menudo. El alado giró hacia la derecha, corrió en círculo hasta que la niña volvió a enderezar los brazos, y volvieron por el camino que acababan de recorrer.

Él corrió y corrió, y ella voló, hasta que los dos se quedaron sin aliento entre risas.

Por fin, el alado se detuvo.

—Basta —dijo—, no se puede abusar en los primeros vuelos.

La levantó de sus hombros y la dejó en la arena. Sonreía.

—Ha estado muy bien —añadió.

A la niña le dolían los brazos de tenerlos tanto tiempo extendidos. Estaba terriblemente emocionada, aunque sabía que en casa le aguardaba una buena azotaina. El sol estaba muy alto en el horizonte.

—Gracias —dijo, aún sin aliento por el vuelo.

—Me llamo Russ —contestó el hombre—. Si quieres volar más, ven a verme de vez en cuando. No tengo ningún pequeño alado propio.

La niña asintió rápidamente.

—¿Y tú? —preguntó Russ, sacudiéndose la arena de la ropa—. ¿Quién eres?

—Maris —respondió ella.

—Bonito nombre —dijo amablemente el alado—. Bueno, Maris, tengo que marcharme. Espero que volemos en otra ocasión, ¿eh?

Sonrió, le dio la espalda y echó a andar playa abajo. Los dos ayudantes se reunieron con él. Uno de ellos llevaba las alas plegadas. Mientras se alejaban, empezaron a charlar, y el sonido de sus risas llegó hasta Maris.

De pronto echó a correr tras él, levantando la arena con los pies, intentando igualar sus largas zancadas.

La oyó acercarse y se volvió.

—¿Sí?

—Toma —dijo ella.

Rebuscó en el bolsillo y le tendió la almeja.

La sorpresa que se reflejó en el rostro del alado dejó paso rápidamente a una cálida sonrisa. Aceptó la almeja con toda seriedad.

La niña le rodeó con los brazos y le estrechó con intensidad salvaje. Luego se marchó. Corría con los brazos extendidos. Tan de prisa que casi parecía volar.

Primera parte
Tormentas

Maris cabalgó sobre la tormenta, tres metros por encima del mar, domeñando los vientos, con las alas de tejido metálico extendidas. Voló salvaje, incansablemente, deleitándose en el peligro y en la sensación del rocío del mar, sin que el frío le importara. El cielo era de un ominoso color azul cobalto, los vientos soplaban y ella tenía alas. Con eso bastaba. Si muriera ahora, moriría feliz, volando.

Voló mejor que nunca, sorteando y planeando sobre las corrientes de aire, sin pensar, eligiendo en cada ocasión el viento ascendente o descendente que la llevaría más lejos o más de prisa. Nunca se equivocaba, no tenía que hacer maniobras precipitadas sobre el revuelto océano. Hacía los virajes por puro placer. Habría sido más seguro volar alto, como un niño, muy por encima de las olas, tan arriba como le fuera posible, a salvo de sus propios errores. Pero Maris pasaba casi rasante sobre el mar, como una alada, allí donde una simple zambullida o un roce del ala contra el agua significaban caer del cielo. Y morir. No se puede nadar demasiado cuando se llevan unas alas de seis metros de envergadura.

Maris era atrevida, pero conocía los vientos.

Más allá, avistó el cuello de una escila, una cuerda sinuosa y oscura contra el horizonte. Casi sin pensarlo, reaccionó. Con la mano derecha, tiró hacia abajo de la tira de cuero del ala, y con la izquierda hacia arriba. Desplazó el peso del cuerpo. Las grandes alas plateadas —de tejido fino y casi sin peso, pero inmensamente resistentes— se movieron con ella, girando. El extremo de un ala rozó levemente la corona de espuma de las olas, la otra se elevó. Maris captó de lleno los vientos ascendentes, y empezó a remontarse.

Le había pasado por la mente la idea de la muerte, la muerte del cielo. Pero ella no terminaría así, arrojada del aire como una gaviota imprudente. No serviría de comida a un monstruo hambriento.

Minutos más tarde, sobrevoló a la escila e hizo una pausa para trazar un círculo sobre ella, lejos de su alcance. Desde arriba, podía ver su cuerpo apenas sumergido bajo las olas, con las hileras de negras aletas bruñidas palpitando rítmicamente. La pequeña cabeza se mecía al extremo del largo cuello, ignorando a Maris. Quizá ya había probado a otros alados y no le gustaba el sabor, pensó la joven.

Ahora los vientos eran más fríos, y estaban cargados de sal. La tormenta se intensificaba, podía sentir su fragor en el aire. Maris, alborozada, dejó muy atrás a la escila. Volvió a quedar sola, volando sin esfuerzo a través de un mundo vacío y oscuro de mar y cielo, donde el único sonido era el del viento contra sus alas.

Poco más tarde, la isla surgió del mar. Su destino. Con un suspiro, entristecida por el final del viaje, Maris empezó a descender.

Gina y Tor, dos de los atados a la tierra que vivían allí. —Maris no sabía qué hacían cuando no se estaban ocupando de los visitantes alados— estaban de servicio en el banco de arena que servía como pista de aterrizaje. Describió un círculo sobre ellos para llamar su atención. Se levantaron de la suave arena y la saludaron con las manos. La segunda vez que pasó sobre ellos, ya estaban preparados. Maris descendió progresivamente hasta que sus pies estuvieron a escasos centímetros del suelo. Gina y Tor corrían por la arena, paralelos a Maris, cada uno a un lado. Los dedos de los pies de la alada rozaron la superficie y empezó a frenar, levantando una nube de arena.

Por fin se detuvo, tendida boca abajo sobre la fría y seca arena. Se sentía estúpida. Un alado en el suelo es como una tortuga sobre su concha; podría ponerse en pie si fuera necesario, pero era un proceso difícil y poco digno. Aun así, había sido un buen aterrizaje.

Gina y Tor empezaron a plegar las alas, juntura a juntura. Cada montante acababa doblado sobre el siguiente, y el tejido que los unía quedaba fláccido. Cuando todos los extensores estuvieron apretados, las alas quedaron convertidas en dos paquetes que colgaban del eje central, atado a la espalda de Maris.

—Esperábamos a Coll —dijo Gina mientras plegaba el último montante.

Tenía el pelo corto negro, y le colgaba a mechones alrededor de la cara.

Maris asintió con la cabeza. Coll debería haber hecho el viaje, sí, pero ella estaba desesperada, ansiaba el aire. Había tomado las alas —aún eran las suyas— y se había marchado antes de que él saliera de la cama.

—Tendrá tiempo de sobra para volar después de la semana que viene, supongo —dijo Tor alegremente. Todavía tenía arena en el lacio pelo rubio, y la fría brisa marina le hacía temblar ligeramente, pero sonreía al hablar—. Volará todo lo que quiera.

Se detuvo frente a Maris para ayudarla a desatarse las alas.

—Yo lo haré —le espetó Maris, impaciente, irritada por lo casual de sus palabras.

¿Cómo podía entenderlo? ¿Cómo podían entenderlo ninguno de los dos? Eran atados a la tierra.

Echó a andar por el banco de arena hacia el refugio. Gina y Tor caminaban junto a ella. Una vez en él, tomó el refrigerio habitual y, de pie junto a una enorme hoguera, se secó y entró en calor. Respondió de manera cortante a sus amistosas preguntas, intentando guardar silencio, intentando no pensar. Aquélla podía ser la última vez. Respetaron su silencio porque era una alada, aunque no sin cierto disgusto. Para los atados a la tierra, los alados eran la fuente de contacto más regular con las otras islas. Los mares, siempre tormentosos e infestados de escilas, tigres marinos y otros predadores, eran demasiado peligrosos como para que los viajes en barco fueran frecuentes, excepto entre islas del mismo archipiélago. Los alados eran el nexo de unión, y los demás acudían a ellos en busca de noticias, chismorrees, canciones, historias y romances.

—El Señor de la Tierra te recibirá en cuanto hayas descansado un poco —dijo Gina, tocando tímidamente a Maris en el hombro.

Ésta se sacudió la mano. Sí, pensó, a ti te basta con servir a los alados. Te gustaría casarte con un alado, quizá con el mismo Coll, cuando crezca. Y no sabes lo que significa para mí que Coll vaya a ser un alado y yo no.

—Ya estoy preparada —fue lo que dijo, en cambio—. Ha sido un vuelo sencillo. Los vientos han hecho todo el trabajo.

Gina la llevó a otra habitación, donde el Señor de la Tierra esperaba su mensaje. Al igual que la primera sala, ésta era alargada y estaba poco amueblada. Una hoguera chisporroteaba sobre un gran lecho de piedra. El Señor de la Tierra estaba sentado en una silla acolchada, cerca de las llamas. Cuando entró Maris, se levantó. Siempre se recibía a los alados como a iguales, incluso en aquellas tierras donde a los Señores de la Tierra se los adoraba como dioses y ostentaban una autoridad casi divina.

Después de intercambiar los saludos rituales, Maris cerró los ojos y dejó que fluyera el mensaje. Ni sabía lo que decía, ni le importaba. Las palabras utilizaban su voz sin mezclarse con su pensamiento consciente. Política probablemente, pensó, últimamente, todo era política.

Cuando terminó el mensaje, Maris abrió los ojos y sonrió al Señor de la Tierra… Perversa, intencionadamente, porque parecía preocupado por sus palabras. Pero el hombre se recuperó con rapidez y le devolvió la sonrisa.

—Gracias —dijo con voz ligeramente débil—. Lo has hecho bien…

La invitaron a pasar allí la noche, pero Maris rehusó. La tormenta podía haber cedido por la mañana. Además, le gustaba volar de noche. Tor y Gina la acompañaron al exterior por el camino rocoso, hasta el risco. Cada pocos metros había hogueras que hacían seguro recorrer por la noche el retorcido sendero.

En la cima había un saliente natural que manos humanas habían hecho más ancho y más profundo. Más allá, una caída de veinticinco metros y olas rompiendo contra la playa rocosa. En el saliente, Gina y Tor desplegaron las alas y fijaron los montantes. El tejido metálico quedó tenso, tirante, deslumbrante. Y Maris saltó.

El viento la captó, la elevó. Estaba volando de nuevo, con el oscuro mar por debajo y el cielo tormentoso sobre ella. Una vez en el aire, no volvió la vista hacia los dos pensativos atados a la tierra que la seguían con los ojos. Demasiado pronto, sería como ellos.

No se dirigió hacia su hogar. En lugar de hacerlo, voló hacia el oeste con los vientos de la tempestad, que ahora soplaban violentamente. Pronto llegarían el trueno y la lluvia, y, entonces, Maris se vería obligada a remontarse sobre las nubes, donde era menos probable que los rayos la derribasen abrasada del cielo. En casa todo estaría tranquilo, la tormenta ya habría pasado y la gente estaría peinando la playa en busca de lo que los vientos hubieran arrastrado. Hasta era posible que atrapasen unas cuantas doradas. Así no se habría perdido por completo el día de pesca.

El viento cantó en sus ojos, la empujó, y ella nadó en la corriente celeste con elegancia. Entonces, extrañamente, pensó en Coll. Y, en el acto, perdió el viento. Agitó las alas, cayó en picado y consiguió volver a remontarse con brusquedad, tanteando, buscándolo. Y maldiciéndose a sí misma. Siempre había sido maravilloso… ¿por qué tenía que terminar así? Éste podía ser su último vuelo, tenía que ser el mejor. Pero era inútil: había perdido la seguridad. El viento y ella ya no eran amantes.

Empezó a volar enfrentándose a la tormenta, luchando sombríamente, peleando hasta que tuvo los músculos agotados y doloridos. Entonces ganó altura. No es seguro volar cerca del agua cuando se ha perdido el sentido del viento.

Estaba exhausta, agotada por la pelea, cuando alcanzó a ver la cara rocosa del
Nido de Águilas
y comprendió lo mucho que había avanzado.

El
Nido de Águilas
no era sino una gran roca que se alzaba sobre el mar, un ruinoso torreón de piedra rodeado por una espuma furiosa, allí donde las olas rompían contra sus altos muros escarpados. No era una isla: allí no crecía nada que no fueran líquenes resistentes. Pero, aun así, los pájaros hacían nidos en los escasos rincones protegidos y, sobre la roca, los alados habían construido su nido. Aquí, donde ningún barco podía anclar, donde sólo los alados —aves y humanos— tenían acceso, se alzaba su refugio de piedra oscura.

—¡Maris!

Al oír su nombre, levantó los ojos y vio a Dorrel descendiendo hacia ella, riendo, con las alas oscuras contra las nubes. En el último momento, Maris le esquivó, echándose bruscamente a un lado y saliendo de la línea de su picado. Dorrel la persiguió alrededor del
Nido de Águilas
, y Maris olvidó que estaba cansada y dolorida para sumergirse de lleno en el puro gozo de volar.

Cuando por fin descendieron, las lluvias acababan de empezar. Venían del Este, aullantes, azotándoles el rostro y golpeando duramente contra sus alas. Maris se dio cuenta de que estaba aterida de frío. Se posaron en un suave lecho de arena tendido sobre la roca sólida, sin ayuda de nadie, y Maris se deslizó tres metros en el repentino lodo antes de detenerse. Tardó cinco minutos en ponerse en pie y desatar las tres tiras de cuero que le rodeaban el cuerpo. Ató cuidadosamente las alas a una traílla de cuerda y, luego, se dirigió hacia uno de los extremos para empezar a plegarlas.

Para cuando terminó, los dientes le castañeteaban convulsivamente y tenía los brazos rígidos. Dorrel se detuvo en seco mientras la contemplaba trabajar. Llevaba sus propias alas, perfectamente dobladas, colgadas de un hombro.

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