Recuerdos prestados (42 page)

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Authors: Cecelia Ahern

Tags: #Romántico

BOOK: Recuerdos prestados
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Son las once y fuera la noche es oscura, fría y ventosa, típica de los meses de invierno, cuando suena el teléfono. Pensando que será papá, bajo corriendo, agarro el teléfono y me siento en el primer peldaño.

—¿Diga?

—Eras tú desde el principio.

Me quedo helada. El corazón se me dispara. Aparto el teléfono de la oreja e inspiro profundamente.

—¿Justin?

—Eras tú desde el principio, ¿verdad?

Me quedo callada.

—He visto la foto donde salís tú y tu padre con Bea —continúa—. Fue la noche que te contó lo de mi donación de sangre. Lo de que quería que me dieran las gracias. —Estornuda.

—Salud.

—¿Por qué no me dijiste nada? ¿Todas esas veces que te vi? ¿Me seguías o… o… qué está pasando, Joyce?

—¿Estás enfadado conmigo?

—¡No! Es decir, no lo sé. No lo entiendo. Estoy hecho un auténtico lío.

—Deja que te lo explique. —Inspiro profundamente y procuro que no me tiemble la voz, intento hablar a través de los latidos que ahora siento en la garganta—. No te seguí a ninguno de los sitios donde hemos coincidido, así que, por favor, no te inquietes. No soy una acosadora. Algo pasó, Justin. Algo pasó cuando me hicieron la transfusión y, sea lo que sea, cuando tu sangre entró en mi organismo, de repente me sentí conectada contigo. No hacía más que aparecer en lugares donde estabas tú, como la peluquería o el ballet. Y siempre por pura coincidencia. —Estoy hablando demasiado deprisa pero no puedo hacerlo más despacio—. Y entonces Bea me contó que habías donado sangre por las mismas fechas que me hicieron la transfusión y…

—¿Qué?

No estoy segura de qué quiere decir.

—¿Me estás diciendo que no sabes a ciencia cierta si fue mi sangre la que te pusieron en la transfusión? —inquiere Justin—. Lo digo porque yo no logré averiguarlo, nadie me lo quiso decir. ¿A ti te lo dijeron?

—No. Nadie me ha dicho nada. No ha sido necesario. Me…

—Joyce. —Se interrumpe y de inmediato me preocupa su tono de voz.

—No soy un bicho raro, Justin. Confía en mí. Nunca me había ocurrido lo que me ha ocurrido estas últimas semanas. —Le refiero la historia. Lo de adquirir sus habilidades, sus conocimientos, lo de compartir sus gustos.

Guarda silencio.

—Di algo, Justin.

—No sé qué decir. Me suena… raro.

—Es que lo es, pero es la verdad. Esto aún te sonará peor, pero tengo la sensación de haber adquirido algunos de tus recuerdos, también.

—¿En serio? —Su voz es fría, distante. Lo estoy perdiendo.

—Recuerdos del parque de Chicago, Bea bailando con su tutu encima de un mantel rojo a cuadros, la cesta de picnic, la botella de vino tinto. Las campanas de la catedral, la heladería, el balancín con Al, los aspersores, el…

—Alto, alto, alto. Para el carro. ¿Quién eres?

—¡Justin, soy yo!

—¿Quién te ha contado esas cosas?

—¡Nadie, simplemente las sé! —Me froto los ojos, cansada—. Ya sé que resulta estrafalario, Justin, en serio. Soy una persona decente, normal y corriente, tan cínica como se pueda ser, pero esto es mi vida y éstas son las cosas que me están ocurriendo. Si no me crees, pues lo siento: colgaré y seguiré con mi vida, pero tienes que saber que no es una broma ni una patraña ni ninguna clase de montaje.

Permanece callado un rato. Luego dice:

—Quiero creerte.

—¿Sientes que hay algo entre nosotros?

—Eso es lo que siento. —Habla muy despacio, como si sopesara cada letra de cada palabra—. Los recuerdos, gustos y aficiones y cualquier otra cosa mía que hayas mencionado son cosas que puedes haberme visto hacer u oído decir. No estoy diciendo que hagas esto a propósito, tal vez ni siquiera eres consciente, pero has leído mis libros; menciono muchas cosas personales en mis libros. Viste la foto del relicario de Bea, has estado en mis charlas, has leído mis artículos. Puede que en ellos haya revelado cosas sobre mí mismo, en realidad me consta que lo he hecho. ¿Cómo puedo saber que realmente has aprendido todo eso mediante una transfusión? ¿Cómo sé, y no te ofendas, que no eres una chiflada que se ha convencido a sí misma de una historia disparatada que ha leído en un libro o ha visto en una película? ¿Cómo quieres que lo sepa?

Suspiro. No tengo modo de convencerlo.

—Justin, ahora mismo no creo en nada, pero en esto sí.

—Lo siento, Joyce —se dispone a poner fin a la conversación.

—No, espera —le interrumpo—. ¿Esto es todo?

Silencio.

—¿Ni siquiera vas a intentar creerme? —insisto.

Da un hondo suspiro.

—Pensaba que eras otra persona, Joyce —dice al cabo—. No sé por qué, porque ni siquiera te conocía, pero pensaba que eras otra clase de persona. Esto… esto no lo entiendo. Me parece que esto… no está bien, Joyce.

Cada frase es una puñalada en el corazón y un puñetazo en la boca del estómago. Podría soportar que me dijera eso cualquier persona del mundo menos él. Cualquiera menos él.

—Has pasado por mucho, según parece —continúa—, tal vez deberías… hablar con alguien.

—¿Por qué no me crees? Por favor, Justin. Tiene que haber algo que pueda decir para convencerte. Algo que yo sepa y que no hayas escrito en un libro o en un artículo y que tampoco se lo hayas dicho a nadie en una charla o en clase… —Me quedo callada, pensando. No, no se me ocurre nada.

—Adiós, Joyce. Espero que te vaya bien, en serio.

—¡Un momento! ¡Espera! Hay una cosa. Una cosa que sólo tú puedes saber.

Hace una pausa.

—¿El qué?

Cierro los ojos apretando los párpados y tomo aire. Lo hago o no lo hago. Lo hago o no lo hago… Abro los ojos y lo suelto:

—Tu padre.

Silencio.

—¿Justin?

—¿Qué pasa con él? —Su voz es fría como un témpano.

—Sé lo que viste —digo en voz baja—. Por qué nunca pudiste contárselo a nadie.

—¿Qué demonios estás diciendo?

—Sé que estabas en la escalera, viéndole a través de la barandilla. Yo también le veo. Le veo cerrando la puerta con la botella y las pastillas. Luego veo los pies verdes en el suelo…

—¡Basta! —chilla, y me callo en seco.

Pero tengo que seguir intentándolo o nunca tendré ocasión de decir esto otra vez:

—Sé lo duro que tuvo que ser para ti de niño. Lo duro que fue guardar el secreto…

—Tú no sabes nada —dice fríamente—. Absolutamente nada. Por favor, mantente alejada de mí. No quiero volver a saber nada de ti.

—De acuerdo. —Mi voz es un susurro, pero sólo para mí, porque ya ha colgado.

Me quedo sentada en la escalera de la casa, oscura y vacía, y escucho el azote del viento contra el edificio.

Así pues, se acabó.

Un mes más tarde
43

—La próxima vez tendríamos que ir en coche, Gracie —dice papá mientras avanzamos calle abajo al regreso de nuestro paseo por el jardín botánico. Le cojo del brazo y me adapto a su balanceo. Arriba y abajo, arriba y abajo. Es un movimiento tranquilizador.

—No, tienes que hacer ejercicio, papá.

—¡Eso lo dirás por ti! —masculla—. ¿Qué tal, Sean? Un día de perros, ¿eh? —grita a través de la calle al anciano con el andador.

—Espantoso —contesta Sean a voz en cuello.

—Y bien, ¿qué te ha parecido el apartamento? —Saco el tema por tercera vez en el último rato—. Esta vez no puedes esquivarlo.

—No estoy esquivando nada, cielo. ¿Qué tal, Patsy? ¿Qué tal,
Suki
? —Se para y se agacha para dar unas palmadas al perro salchicha—. Mira que eres guapo —le dice, y reanudamos la marcha—. Odio a ese mequetrefe. Ladra toda la noche cuando su ama no está en casa —murmura entre dientes, calándose la gorra hasta los ojos cuando nos alcanza una racha de viento—. Dios Todopoderoso, no vamos a llegar a ninguna parte, con este viento es como si estuviéramos en una rueda de andar.

Me río.

—Vamos, papá, ¿te gusta el apartamento o no?

—No estoy seguro. Me ha parecido espantosamente pequeño y he visto entrar a un tipo muy curioso en el piso de al lado. Creo que no me ha gustado su traza.

—A mí me ha resultado simpático.

—Claro, cómo no. —Pone los ojos en blanco y sacude la cabeza—. Se diría que ahora te conformarías con cualquier hombre.

—¡Papá! —Me río.

—Buenas tardes, Graham. Un día de perros, ¿verdad? —dice a un vecino que nos cruzamos.

—Espantoso, Henry —contesta Graham, metiéndose las manos en los bolsillos.

—En fin, no creo que debas coger ese apartamento, Gracie. Quédate aquí un poco más hasta que salga otro mejor. No tiene sentido coger el primero que ves.

—Hemos visto diez apartamentos y ninguno te ha gustado.

—¿Quién va a vivir en él, tú o yo? —pregunta. Arriba y abajo. Arriba y abajo.

—Yo.

—Pues entonces, ¿qué más te da?

—Valoro tu opinión.

—Lo haces a tu… ¡Hola, Kathleen!

—No puedes retenerme en casa para siempre, y lo sabes.

—No hay para siempre que valga, cielo. A ti no hay quien te convenza. Eres la hija adulta más cabezota que uno podría tener.

—¿Puedo ir al Club de los Lunes esta noche?

—¿Otra vez?

—Tengo que terminar mi partida de ajedrez con Larry.

—Larry no hace más que situar sus peones de modo que tengas que inclinarte para poder verte el escote. Esa partida no va a terminar nunca. —Pone los ojos en blanco.

—¡Papá!

—¿Qué? Te hace falta más vida social y pasar menos rato con tipos como Larry y como yo.

—Me gusta pasar el rato contigo.

Sonríe para sus adentros, complacido de oírme decir eso.

Damos la vuelta en casa de papá y subimos el breve sendero del jardín hacia la puerta.

Al ver lo que hay en el umbral me paro en seco.

Una cestita de muffins con un envoltorio de plástico atado con un lazo rosa. Miro a papá, que pasa por encima y abre la puerta. Su comportamiento, como si no ocurriese nada fuera de lo normal, hace que dude de mis ojos. ¿Me lo he imaginado?

—¡Papá! ¿Qué estás haciendo? —Confundida, miro detrás de mí, pero no veo a nadie.

Papá me guiña el ojo, parece triste un momento, pero enseguida me sonríe radiante antes de cerrarme la puerta en las narices.

Cojo el sobre que está pegado al plástico y con dedos temblorosos saco la tarjeta que hay dentro.

Gracias

—Perdóname, Joyce. —Oigo una voz a mis espaldas que casi me para el corazón y doy media vuelta.

Ahí está, de pie en la verja del jardín, un ramo de flores en sus manos enguantadas, con la expresión más apesadumbrada que quepa imaginar. Va envuelto en una bufanda y un abrigo de invierno, la punta de la nariz y las mejillas rojas de frío, sus ojos verdes brillan en el día gris. Es como una visión; me corta la respiración sólo verle, su proximidad resulta casi insoportable.

—Justin… —empiezo, pero me quedo sin habla.

—¿Crees que podrás perdonar a un idiota como yo? —Da un paso al frente y se queda al final del jardín, junto a la verja.

No sé qué decir. Ha pasado un mes. ¿Por qué ahora?

—Por teléfono, pusiste el dedo en la llaga —prosigue, y carraspea—. Nadie sabe lo de mi padre. O mejor dicho, nadie lo sabía. No sé cómo lo hiciste.

—Ya te lo dije.

—No lo entiendo.

—Yo tampoco.

—Pero tampoco entiendo la mayoría de las cosas normales que ocurren a diario. No entiendo qué ve mi hija en su novio. No entiendo cómo ha hecho mi hermano para desafiar las leyes de la ciencia y no convertirse en una patata frita. No entiendo cómo hace Doris para abrir un cartón de leche con unas uñas tan largas. No entiendo por qué no derribé tu puerta hace un mes para decirte lo que sentía… No entiendo un montón de cosas simples, así que no sé por qué esto tendría que ser diferente.

No pierdo detalle de su cara, su pelo rizado cubierto por un sombrero de lana, la sonrisa nerviosa que asoma a sus labios. Él me estudia a su vez y me estremezco, pero no de frío. Ya no lo siento. Alguien ha caldeado el mundo entero para mí. Qué amable. Doy gracias más allá de las nubes.

Unas arrugas surcan su frente mientras me mira.

—¿Qué pasa? —pregunto.

—Nada. Sólo que me recuerdas mucho a alguien ahora mismo. No tiene importancia. —Carraspea, sonríe e intenta retomar el hilo de lo que estaba diciendo.

—Eloise Parker —adivino, y su sonrisa se desvanece.

—¿Cómo demonios lo sabes?

—Era tu vecina y estuviste loco por ella durante años. A los cinco años decidiste hacer algo al respecto, cogiste unas flores de tu jardín y las llevaste a su casa. Ella abrió la puerta antes de que hubieras recorrido el sendero de entrada y salió con un abrigo azul y una bufanda negra —digo, arrebujándome con mi abrigo.

—¿Y luego qué? —pregunta, asombrado.

—Luego nada. —Me encojo de hombros—. Las dejaste caer al suelo y te rajaste.

Menea despacio la cabeza y sonríe.

—¿Cómo es posible…? —Encojo los hombros—. ¿Qué más sabes sobre Eloise Parker? —pregunta entornando los ojos.

Sonrío y miro hacia otra parte.

—Perdiste la virginidad con ella a los dieciséis años, en su dormitorio, mientras sus padres estaban de crucero.

Pone los ojos en blanco y baja el ramo de flores, que queda bocabajo.

—Vamos a ver, esto no es justo —dice—. No tienes derecho a saber esas cosas sobre mí.

Me río.

—Te bautizaron Joyce Bridget Conway —contrataca—, pero dices a todo el mundo que tu segundo nombre es Angeline.

Me quedo boquiabierta.

—De niña tenías un perro que se llamaba
Bunny
—añade enarcando una ceja con petulancia. Entorno los ojos—. Te emborrachaste con
poteen
cuando tenías… —cierra los ojos y piensa— quince años. Con tus amigas Kate y Frankie.

Avanza un paso con cada dato que me da y ese olor, ese olor suyo que he soñado tener cerca se va aproximando.

—Tu primer beso fue a los diez años con Jason Hardy, a quien todos llamaban Jason
Hard-On
[17]
—añade, y me echo a reír—. No eres la única que está autorizada a saber cosas. —Da otro paso y ya no puede acercarse más. Sus zapatos, la tela gruesa de su abrigo, cada parte de él me está tocando.

Mi corazón sale al trampolín y se inscribe en un maratón de saltos. Espero que Justin no lo oiga gritar de alegría.

—¿Quién te ha contado todo eso? —Mis palabras tocan su rostro en una fría vaharada de aliento.

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