Illyan asintió.
—No mío solamente. Pero no puedo… ser quien soy… lo que era, y no saber eso.
—Yo no llegué a cumplir mis primeros veinte años de servicio —dijo Miles, sombrío—. Ni siquiera logré acercarme.
Illyan se aclaró la garganta, y se fijó en el sedal.
—¿Han picado?
—No, no lo creo. La caña oscilaría más. No es más que la corriente jugando con el peso del sedal.
—No habría escogido este momento para dimitir, te lo confieso —dijo Illyan—. Me habría gustado ver a Gregor casado.
—Y la siguiente crisis después de eso —le pinchó Miles—. Y la siguiente, y…
Illyan gruñó, de acuerdo.
—Bueno… tal vez eso no sea tan malo.
Al cabo de un rato, añadió:
—¿Crees que habrán robado todos los peces del lago?
—Tendrían que haberlos pillado primero.
—Ah. Eso sí.
Illyan hizo una pausa para recoger la bolsa de red; abrió una botella y le tendió otra a Miles. Estaba a mitad de la botella cuando dijo:
—Yo… sé cuánto significaban los Dendarii para ti. Me… alegra que sobrevivieras.
No dijo «Lo siento», advirtió Miles. Su desastre había sido una herida autoinfligida.
—Muerte, ¿dónde está tu aguijón? —Agitó su caña—. Anzuelo, ¿dónde está tu pez…?
No. He descubierto que el suicidio ya no es una opción para mí. No como la vieja ansiedad adolescente. Ya no tengo el secreto convencimiento de que la muerte de algún modo me pasará por alto si no hago algo al respecto. Y teniendo vida… parece estúpido no aprovecharla al máximo. Por no mencionar que sería absolutamente desagradecido.
—¿Crees… que tú y Quinn…? ¿Cómo expresar esto con delicadeza? ¿Crees que podrás persuadir a la capitana Quinn para que se interese por Lord Vorkosigan?
Ah. Illyan trataba de pedir disculpas por fastidiar su vida amorosa, eso era. Miles bebió más cerveza, y lo pensó seriamente.
—Nunca antes lo conseguí. Quiero intentar… Tengo que intentar estar una vez más con ella. Otra vez.
¿Cuándo? ¿Cómo? ¿Dónde?
Dolía pensar en Quinn. Dolía pensar en los Dendarii. Por tanto, no lo hacía. Mucho.
Más cerveza
.
—En cuanto al resto… —sorbió, y sonrió amargamente—, hay algunas convincentes pruebas de que estaba frenando demasiado el ritmo para seguir jugando a ser un blanco móvil mucho tiempo más. En realidad, mis misiones favoritas últimamente apenas requerían fuerza militar.
—Te estabas volviendo más listo, eso es todo —opinó Illyan, contemplando la distorsionada forma de Miles a través del cristal coloreado de su botella—. Aunque incluso una guerra de maniobras requiere una fuerza creíble para maniobrar.
—Me gustaba ganar —dijo Miles en voz baja—. Eso sí que me gustaba.
Illyan metió su botella vacía en la caja, con las otras, y se inclinó hacia delante para contemplar el agua del lago. Suspiró, se levantó, ajustó de nuevo el toldo y, a falta de peces, tiró una vez más de la cuerda de la bolsa.
Miles alzó su botella medio vacía para rechazar la oferta de una nueva, y se acomodó y contempló su inmóvil sedal blanco que descendía y descendía hacia la secreta oscuridad.
—Siempre me salía con la mía de algún modo. Como podía. Ganaba por lo legal o haciendo trampas. Este asunto de los ataques… parece el primer enemigo al que no pude vencer.
Illyan alzó las cejas, burlón.
—Dicen que la toma de algunas de las mejores fortalezas se debe al final a que las traicionan desde dentro.
—Fui derrotado. —Miles sopló pensativo el gollete de su botella, haciéndola zumbar—. Sin embargo, sobreviví. No esperaba eso. Me sentí… muy desconcertado. Tenía que ganar, siempre, o morir. Bueno… ¿en qué más me equivoqué? Aceptaré otra cerveza ahora, gracias.
Illyan se la abrió y se la tendió. Las aguas del lago ya estaban muy frías; decididamente, había pasado la época de nadar. O de ahogarse.
—Tal vez generaciones de pescadores han eliminado a todos los peces lo suficientemente estúpidos para picar el anzuelo —dijo Illyan al cabo de un buen rato.
—Es posible —concedió Miles. Su invitado, temía, estaba empezando a aburrirse. Como anfitrión, debía hacer algo al respecto.
—No creo que haya peces ahí abajo. Es un timo, Vorkosigan.
—No. Los he visto. Si tuviera un aturdidor, te lo demostraría.
—¿Vas por ahí sin un aturdidor, muchacho? No es inteligente.
—Eh, ahora soy Auditor Imperial. Tengo matones que cargan con los aturdidores por mí, igual que los chicos grandes.
—De todas formas, no podrías hacer gran cosa con todos esos metros de agua —dijo Illyan muy seguro.
—Bueno, quizá con un aturdidor no. Con una batería aturdidora.
—¡Ah! —Illyan pareció comprender, y luego dudar—. Conque bombardeas los peces, ¿eh? No lo sabía.
—Oh, es un viejo truco de los Dendarii de las montañas. Ellos no tenían tiempo para pasarse el día sentados mirando el agua; eso es una perversión Vor. Tenían hambre, y querían la cena. Además, los lores del lago los consideraban furtivos en su reserva, así que lo más aconsejable era entrar y salir deprisa, antes de que los hombres de armas del conde llegaran a caballo.
—Da la casualidad de que llevo un aturdidor encima —mencionó Illyan un minuto después.
Santo Dios, ¿te dejamos salir armado?
—¿Sí?
Illyan soltó su cerveza, y se sacó el arma del bolsillo.
—Toma. Lo ofrezco como sacrificio. Tengo que ver ese truco.
—Ah. Bueno…
Miles soltó su cerveza también, le tendió su caña a Illyan, y contempló el aturdidor. Arma oficial, a plena carga. Sacó la batería y empezó a manipular el cartucho al estilo aprobado por operaciones encubiertas para «convertir tu aturdidor en una granada de mano». Tomó otro sorbo de cerveza, contó un instante, y lanzó el cartucho de energía por la borda.
—Será mejor que se hunda —comentó Illyan.
—Se hundirá. Mira.
El brillo metálico se desvaneció en la oscuridad.
¿Cuántos segundos? —preguntó Illyan.
—Nunca se sabe, claro. Ésa es una de las cosas que hacían la maniobra tan peligrosa.
Medio minuto después, la oscuridad se encendió con un leve destello radiante. Unos instantes después, una rugiente burbuja de agua salió a la superficie junto al bote. Su ruido podía haber sido definido mejor como un eructo que como una explosión. El bote se agitó.
En la orilla, el guardia de SegImp se levantó bruscamente, y los estudió con sus binoculares. Miles le dirigió un alegre saludo con la cerveza; despacio, el guardia se sentó.
—¿Bien? —dijo Illyan, contemplando el agua.
—Espera.
Unos dos minutos más tarde, una pálida forma brillante llegó desde abajo. Y luego otra. Y otra. Dos más, plateadas y resbaladizas, saltaron a la superficie.
—Dioses —dijo Illyan, impresionado—. Peces.
Alzó respetuosamente su botella de cerveza en un brindis a Miles.
Peces, y de qué tamaño. El más pequeño medía medio metro de largo, el más grande casi tres cuartos de metro; salmones y truchas de lago, incluido uno que debía de haber estado acechando allá abajo desde los días del abuelo de Miles. Sus ojos vidriosos miraban llenos de reproche cuando Miles se inclinó precariamente sobre la borda y trató de recogerlos con la red. Estaban fríos y resbaladizos, y Miles casi se unió a ellos en su tumba de agua antes de conseguir cogerlos a todos. Illyan prudentemente lo agarró por uno de los tobillos mientras agitaba los brazos y salpicaba. Sus presas, sobre la cubierta del bote, eran un espectáculo impresionante. Las escamas brillaban al sol de la tarde.
—Hemos pescado —anunció Illyan, contemplando el montón, casi tan alto como Miles—. ¿Podemos volver ya?
—¿Te queda alguna otra carga del aturdidor?
—No.
—¿Y cerveza?
—Ésa era la última.
—Entonces podemos.
Illyan sonrió con picardía.
—Me muero de ganas de que alguien me pregunte qué hemos utilizado como cebo —murmuró.
Miles consiguió atracar el bote sin estrellarlo, a pesar de la desesperada necesidad de orinar y de una sensación de mareo que nada tenía que ver con las olas.
Tomó la cuesta hacia la casa arrastrando los dos pescados más pequeños que colgaban de un sedal por las agallas, y dejó que Illyan se las apañara con los tres más grandes.
—¿Tenemos que comernos todo esto? —rezongó Illyan.
—Tal vez uno. Los demás se pueden limpiar y congelar.
—¿Y quién lo hará? ¿Le importará a Ma Kosti? No creo que quieras ofender a tu cocinera, Miles.
—En absoluto. —Miles se detuvo, y señaló hacia arriba—. ¿Para qué crees que están los lacayos?
Martin, atraído por el regreso del bote (y probablemente con la idea de pedir permiso para usarlo) bajaba por el sendero a su encuentro.
—Ah, Martin —saludó Miles, en un tono de voz que habría hecho que Ivan, más experimentado, se diera la vuelta y echara a correr—. Justo el hombre al que quería ver. Lleva esto a tu madre —soltó su carga en los brazos del sorprendido joven—, y haz con ellos lo que te diga. Trae, Simon.
Sonriendo débilmente, Illyan le entregó el pescado.
—Gracias, Martin.
Dejaron a Martin, implacables, sin prestar siquiera atención a su quejumbroso «¿Mi señor?», y continuaron subiendo hacia la fría casa de piedra. Las cosas que Miles más deseaba en el mundo en aquellos momentos eran un lavabo, una ducha y una siesta, por ese orden. Sería más que suficiente.
Al anochecer, Miles e Illyan se dispusieron a disfrutar de una cena a base de pescado en el comedor de la casa del lago. Ma Kosti había preparado la trucha más pequeña, suficiente para dar de comer a toda la mansión, con una salsa que habría hecho que un cartón cocido estuviera sabroso. Convirtió el pez en un festín para dioses menores.
Illyan se sentía claramente divertido por esta prueba de su habilidad como proveedores primitivos.
—¿Hacías esto muy a menudo por aquí? ¿Alimentar a toda la familia?
—De vez en cuando. Luego comprendí que mi madre betana, que nunca come otra cosa que proteínas en conserva si puede evitarlo, se lo tragaba sin ganas y mentía entre dientes diciendo lo buen chico que era, y dejé de, um, desafiar sus preferencias culinarias.
—Puedo imaginármela —sonrió Illyan.
—¿Quieres salir otra vez esta noche?
—Esperemos al menos a que se acaben las sobras.
—Los gatos del granero pueden ayudarnos en eso. Hay unos cuatro deambulando por la puerta de la cocina ahora mismo, tratando de ablandar a mi cocinera. La última vez que los vi, empezaban a tener éxito.
Miles hizo durar su vaso de vino, tomándoselo a pequeños sorbos. Una buena cantidad de agua, la siesta y algunos medicamentos habían aliviado su incipiente resaca de sol y cerveza. Saberse verdaderamente relajado era una sensación extraña y desconocida. No tener que ir a ninguna parte, ni esforzarte, ni correr. Disfrutar del presente, el Ahora que forma parte de la eternidad.
Martin entró, esta vez sin traer más comida. Miles alzó la cabeza.
—¿Mi señor? La comuconsola.
Sea quien sea, dile que lo llamaré mañana. O la semana que viene
. No, podía ser la condesa, que aterrizaba temprano o llamaba desde la órbita. Se dijo que ya estaba preparado para enfrentarse a ella.
—¿Quién es?
—Dice que es el almirante Avakli.
—Oh. —Miles soltó el tenedor, y se levantó de inmediato—. Lo atenderé, gracias, Martin.
En la cámara privada situada a la salida del pasillo trasero de la casa, el fino rostro de Avakli esperaba sobre la placa vid: una cabeza sin cuerpo. Miles ocupó su asiento y ajustó el receptor.
—¿Sí, almirante?
—Milord Auditor —asintió Avakli—. Mi equipo está preparado para presentar su informe. Podemos hacérselo llegar simultáneamente a usted y al general Haroche, como solicitó.
—Bien. ¿Cuándo?
Avakli vaciló.
—Recomendaría que lo antes posible.
Miles sintió que el estómago se le helaba.
—¿Por qué?
—¿Desea discutir esto a través de una comuconsola?
—No. —Los labios de Miles se secaron—. Yo… comprendo. Tardaré unas dos horas en regresar a Vorbarr Sultana. —Y para aquella reunión mejor que se tomara tiempo en vestirse—. Podríamos reunimos, digamos, a las 26.00. A menos que prefiera mañana a primera hora.
—Como usted diga, milord Auditor.
Avakli no ponía pegas a una reunión a medianoche. Un suave veredicto de causas naturales no requería tanta prisa. Miles no iba a poder dormir de todas formas.
—Esta noche, pues.
—Muy bien, mi señor. —Avakli se despidió con un gesto de aprobación.
Miles desconectó la comuconsola, y suspiró. La vida acababa de volver a acelerarse.
Se apreciaba la quietud de la noche en el cuartel general de Seguridad Imperial; la sala de conferencias de la clínica parecía casi una tumba. La negra mesa de proyección vid estaba rodeada por cinco asientos. Ah, otra reunión médica. Miles estaba aprendiendo en aquellos días más de lo que había querido saber jamás sobre el interior de la cabeza de la gente, incluida la suya propia.
—Parece que nos falta un asiento —le dijo Miles al almirante Avakli, señalando hacia la mesa—. A menos que proponga usted que el general Haroche se quede de pie.
—Traeré otra, milord Auditor —murmuró Avakli—. No esperábamos… —Miró a Illyan, sentado a la izquierda del lugar reservado para Miles, junto al coronel Ruibal y frente al doctor Weddell.
Miles no estaba seguro de que traer a Illyan hubiera sido buena idea, pero la evidente inquietud de Avakli lo había vuelto implacable.
—Me evitará tener que repetírselo más tarde —murmuró a su vez Miles—. Y además, no se me ocurre nadie en todo el planeta que tenga más derecho a saberlo.
—No discutiré eso, milord.
Será mejor que no
.
Avakli fue a buscar la otra silla.
Miles iba vestido con su uniforme de la Casa, marrón y plata, aunque había dejado las condecoraciones militares en su cajón esta vez. No quería que robaran protagonismo a la cadena de Auditor que, como era de rigor, cruzaba su pecho. Illyan había escogido ropa de civil: una camisa de cuello abierto, pantalones amplios y chaqueta. Le daba un aire de convaleciente fuera de servicio. ¿Como cortesía hacia Haroche? Aunque Illyan había llevado ropa de civil tan a menudo estando de servicio que el mensaje, si lo había, resultaba un poco ambiguo.