Read Rebelde Online

Authors: Mike Shepherd

Rebelde (47 page)

BOOK: Rebelde
10.12Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Las sudaderas y los pantalones cortos les hubiesen ayudado a pasar desapercibidos en el campus. Rodeados de trajes, el efecto era el opuesto. Las conversaciones se detuvieron, la gente los observó, pero lo bueno de todo ello era que los trabajadores se apartaban rápidamente de su camino. Kris atravesó unas puertas de cristal reforzado para acceder a una sala de espera muy grande llena de sillas, sofás y una pequeña sala de reuniones a uno de los lados. La recepcionista reaccionó alerta a la llegada de Kris. Sus miradas se cruzaron mientras Kris avanzaba hacia el mostrador.

—¿Puedo ayudarla? —dijo la mujer, con una inane y profesional sonrisa en su rostro.

—Soy Kris Longknife y he venido a ver a mi abuelo —expuso Kris sin inmutarse.

—¿Ha pedido cita? —respondió.

—No —dijo Kris, y abandonó el mostrador para dirigirse a las puertas de madera que había a su lado.

—¡No puede pasar! —gritó la mujer poniéndose en pie, aunque no llegó a tiempo. Kris ya se encontraba en el umbral antes de que la recepcionista pudiese abandonar el mostrador.

—Sí que puedo —sentenció Kris, empujando las puertas para acceder a otra sala. El recepcionista de aquella era un hombre, grande, que ya estaba en pie.

—Necesito una acreditación de su identidad.

Era razonable. Kris se dirigió hacia su mostrador, apoyó las manos sobre el cristal y miró a la cámara tras el mueble. Una vez cumplida aquella formalidad, dio un paso a un lado para que los hombres que la acompañaban hiciesen lo mismo. Cuando los tres intrusos se detuvieron al otro lado de su mostrador y se prestaron a identificarse, el hombre se sentó en la silla.

Kris tardó un instante en dirigir a su pequeña fuerza invasora a través del mostrador y de la puerta que custodiaba.

—No pueden pasar hasta que haya concluido sus identificaciones —gritó el hombre.

—Ni dentro de un mes —dijo Kris mientras las puertas se cerraban a sus espaldas.

La siguiente estancia era incluso más espaciosa que las dos anteriores. La alfombra era tan profunda como el barro de Olimpia. Las paredes estaban cubiertas con paneles de madera. A un lado había unas cuantas sillas agrupadas en torno al holovídeo de un jardín japonés con una cascada... No, era un auténtico jardín japonés con una cascada real. La estancia desprendía el característico olor de la riqueza y el poder.

Ante Kris había una mujer mayor sentada tras un mostrador hecho de una única sección de piedra. Lo flanqueaban dos hombres vestidos con trajes azul oscuro. Ambos apuntaban sus pistolas, sostenidas con ambas manos, hacia Kris.

—No dé ni un paso más —advirtió el de la derecha.

Kris decidió que, por una vez, haría lo que le ordenaban aquellos que apuntaban armas hacia ella. Se detuvo.

—Voy a levantar mi mano izquierda —anunció Jack con tono calmado. Sus palabras sonaban suaves pero severas, del modo en el que las pronuncian los asesinos a sueldo al decir las cosas más atroces con los modales más exquisitos—. En ella tengo mi placa y mi identificación.

—Lentamente —dijo el tirador de la izquierda. Kris intentó fingir que la situación no le asustaba cuando su estómago le dio un vuelco. Era mucho más fácil plantar cara a hombres armados teniendo su propio M-6. Pero no se encontraba allí para abrirse paso a tiros. Esperó, deseando encontrar las palabras adecuadas cuando aquel ritual tan masculino hubiese concluido.

—Soy el agente John Montoya, del servicio secreto de Bastión, asignado a la familia del primer ministro. Esta es Kris Longknife, su hija. Están violando el código 2CfR de la sección 204.333 al estar armados ante un agente del Servicio Secreto. Voy a pedirles que dejen sus armas en el suelo una vez.

—Yo soy el agente Richard Dresden, de la agencia Pinkerton, división de Bastión. Está violando la ley pública 92-1324, en vigor desde 2318, revisada en 2422, al estar adentrándose en una propiedad privada. Está recogido por la ley que esta propiedad está protegida mediante fuerza letal en la subsección 2.6.12 del estatuto. Ha sido usted advertido; ahora, márchense.

—Supongo que por esto no tienes muchas reuniones familiares —dijo Tommy.

—Sí —dijo Kris—, para cuando nuestros guardaespaldas han terminado de citar su autoridad legal, las ensaladas de patata están rancias y se hace tarde para jugar un partido de béisbol.

—Pásate por casa de los Lien el próximo Día del Aterrizaje en Santa María. Yo te enseñaré cómo se festeja en condiciones.

—Te tomo la palabra. —Kris observó que su intento de aliviar la tensión no había provocado ni la menor sonrisa en los guardias o la secretaria.
Esta gente se pasa de profesional. Pero ya basta.

»¡Abuelo Al! —gritó Kris—, soy tu nieta. Sabes que soy yo, y si no estabas seguro, el tipo del último mostrador ha tenido tiempo para leerme el genoma entero. ¿Cuánto tiempo vas a hacerme esperar?

—¿Y por qué necesita hablar con su abuelo de forma tan urgente, jovencita? —preguntó la secretaria.

—Abuelo, no creo que te guste la idea de que me ponga a gritar por qué una chica de veintidós años necesita saber unas cuantas cosas acerca de lo que pasa en su familia. ¿No prefieres que esos secretos permanezcan ocultos?

Una puerta a la izquierda de la secretaria se abrió. Un hombre cano con un traje gris asomó por el umbral. Medía casi dos metros, lo que explicaba de dónde había sacado Kris su altura.

—Caballeros, creo que pueden bajar las armas. —Los guardias obedecieron de inmediato. El hombre se volvió hacia la estancia de la que provenía—. Podemos concluir esto más adelante —dijo dirigiéndose a un hombre y una mujer que abandonaron el despacho a toda prisa y salieron por la puerta que estaba a la izquierda de Kris—. Muy bien, jovencita, me has interrumpido. Ven a decirme lo que tengas que decir.

—Señor —dijo Jack con mucha educación—, debería examinar toda estancia a la que vaya a acceder a solas con otro individuo.

—Un individuo que no responde ante tu protocolo, jovencito. ¿Crees que mi oficina no es el lugar más seguro del planeta?

—Para usted, señor. Pero para ella... —Jack dejó la pregunta en el aire.

—¡Maldito Gobierno! —gritó el abuelo Al—. Haz lo que tengas que hacer.

Jack cruzó la puerta y en sus manos aparecieron aparatos que Kris ni sospechaba que pudiese llevar ocultos en unos pantalones cortos y una sudadera a prueba de balas. El anciano Pinkerton fingió una sonrisa cuando Jack pasó ante él. Al cabo de un minuto, ambos reaparecieron.

—Tiene una estación de trabajo personal en su escritorio, así como grabadoras en las cuatro esquinas del despacho —le dijo al abuelo Al, pero el informe iba dirigido a Kris.

—¿Debo pedir a mi ordenador personal que transcriba nuestra reunión? —preguntó Kris.

El abuelo frunció el ceño.

—Toda seguridad y grabaciones apagadas, alfa, alfa, zeta, cuarenta, once. ¿Contenta, jovencita?

—Sabes que hace falta mucho más que eso para contentar a una Longknife, abuelo. —Kris sonrió mientras se adentraba a solas en la estancia. Era enorme. Las ventanas a ambos lados ofrecían vistas magníficas de Bastión, mejores que las del ático de Tru. Sin embargo, lucía un aspecto gris: grises eran la alfombra, las paredes, la mesa de mármol. Incluso el sofá y las sillas en torno a una mesa de café lucían distintos tonos de gris. El despacho tenía un olor gris, a juego con el color. Si una estancia podía estar completamente desprovista de olor, ese era el caso de aquel despacho. El abuelo Al se dirigió al escritorio y solo pareció contento cuando este lo separó de Kris. Un modo muy bonito de tratar a la familia.

—Bueno, ¿qué es lo que quieres?

—Abuelo, han pasado diez o doce años desde la última vez que nos vimos. ¿No vas a preguntarme qué tal estoy?

—Ordenador, ¿cómo está Kris Longknife? —gruñó.

—Kristine Longknife ya no recibe terapia. Su última visita al médico fue un examen físico completo de acceso a la Marina, que aprobó. Su último problema de salud fue una ampolla infectada en la EAO.

—Ya sé cómo te encuentras, así que dejémonos de formalismos. ¿Qué quieres? No me hagas perder el tiempo, jovencita.

No conoces ni la mitad de mí,
quiso decir Kris.

—¿Quién intenta matarme? —preguntó finalmente.

El abuelo Al pestañeó dos veces al oír aquella pregunta.

—Ordenador, ¿ha habido algún intento de acabar con la vida de Kris Longknife?

—Ninguno, señor.

—Tres, señor —corrigió Kris al ordenador—. Uno lo tengo bastante claro. Los otros dos me confunden. ¿Por qué querría matarme alguien?

El abuelo giró sobre su silla para mirar a Bastión.

—Pareces controlar la situación mejor que yo. ¿Qué te ha dicho la policía?

Kris caminó hasta el escritorio y apoyó ambas manos sobre el frío mármol. Podría haber sido cortado del corazón del abuelo Al, a juzgar por cómo reaccionaba ante ella.

—La policía no está implicada.

Aquello llamó la atención del abuelo. Se volvió para encararse a ella.

—¿Por qué?

—Porque no hay pruebas de que ninguno de ellos tuviese lugar. Padre dice que, si no hay pruebas, no ocurrió.

—Tu padre es un perfecto imbécil.

—Él opina lo mismo de usted, señor.

El abuelo bufó ante aquella afirmación, pero miró a Kris con sus intensos ojos grises.

—¿Qué te hace pensar que alguien intenta matarte, pese a no tener pruebas legales?

Kris se sentó en la silla y describió rápidamente la misión de rescate. Mientras hablaba, el ceño fruncido del abuelo se acentuaba.

—Así que un pedazo de equipo te permitió escapar de una trampa.

—Sí. No dejo de hablar con padre sobre los miserables materiales de la Marina, pero dado que el único equipo con el que estoy familiarizada me salvó la vida, no tengo mucho que argumentar.

El abuelo soltó una carcajada, pero recuperó la seriedad al cabo de un instante.

—¿Qué te hace estar tan segura de que eras el objetivo en aquel campo de minas?

—Obtuve el ordenador del líder. Tru Seyd lo inspeccionó. Encontró un mensaje que decía que la nave indicada había aceptado la misión y que preparasen la «bienvenida».

—¿Cómo supieron dónde organizar esa bienvenida?

—Comprobé las siete últimas misiones de rescate de la Marina. Todas implicaban un asalto nocturno, aterrizando en el patio delantero de los malos. Mi capitán quería batir una especie de récord desde el inicio del salto al último disparo. Creo que la Marina se ha vuelto un poco predecible durante la paz duradera, y que alguien me tendió una trampa.

—Es una conclusión razonable. ¿Cuál fue el segundo intento de asesinato?

Kris describió su viaje al rancho Anderson y la disolución del barco.

—Tru ha analizado las muestras que obtuve del barco. Las ha enviado a unos laboratorios de su confianza.

—Podría haberse tratado de un accidente. El metal líquido es un descubrimiento muy reciente. Mis astilleros solo llevan cinco años fabricando naves con ellos. Mira que hacer barcos con él... menudo desperdicio de alta tecnología.

—De cinco mil construidos, los seis asignados a mi proyecto son los únicos que han mostrado este defectillo.

Aquella observación hizo que el abuelo se sentase en el borde del asiento.

—¿Quién te proporcionó esos barcos?

—Smythe-Peterwald.

—Smythe-Peterwald... —repitió el abuelo.

—Smythe-Peterwald —reiteró Kris—. El rancho Anderson estaba fuera de cualquier contacto por radio. Llegué a captar una vaga señal de la nave de Peterwald cuando recibí la llamada de emergencia del rancho. No abandonó la órbita del planeta hasta que me encontré en el río, habiendo modificado la configuración del barco una vez.

—¿Y la siguiente ocasión que tocaste los controles del barco...?

—Se disolvió. —Kris chasqueó los dedos.

—Los Peterwald —gruñó el abuelo mientras se levantaba de la silla.

—¿A quién pediste el dinero para pagar el rescate de Eddy?

La pregunta de Kris hizo que el abuelo se detuviese en seco. Se retiró a su silla. Abarcó todo el exterior con un gesto de su mano y dijo:

—¿Por qué iba a pedirle dinero a nadie?

—La riqueza es una cosa y el efectivo otra bien distinta. He repasado tu historial financiero. Padre y tú confiabais ciegamente en el capital ajeno. Tu hermano Ernie había invertido una gran cantidad de dinero en nuevos desarrollos planetarios, expansión, crecimiento... No creo que hubiese podido proporcionar el dinero que mi padre necesitaba.

—No importó. Edward estaba muerto antes de que recibiésemos las instrucciones del rescate.

—Pero padre y tú no lo sabíais. No creo que la gente que secuestró a Eddy creyese estar negociando con unos estúpidos.

—¿Y si los contrataron?

—Abuelo, si hubieran sabido algo, no hubiesen sido ahorcados. Esos secuestradores no necesitaban dinero por adelantado. Como tampoco sabían nada los tipos de Sequim, salvo su líder. Murió de un ataque al corazón antes de poder empezar a cantar.

—Un ataque al corazón —repitió lentamente el abuelo.

—Como el camionero que mató a la abuela Sarah —dijo Kris al otro lado del escritorio.

El abuelo reaccionó como si hubiese sido él el atropellado. O como si estuviese viendo de nuevo el camión que los alcanzó.

—Fue un accidente —susurró—. Vi venir el camión, pero no pude apartarme de su camino. Lo intenté. Durante cincuenta años he estado viendo ese camión en mis sueños. Siempre pienso que puedo apartarme a tiempo. Pero nunca lo hago. —Negó con la cabeza—. Pero le practicaron la autopsia. No había nada en su sangre, ni drogas, ni cerveza, nada.

—Abuelo, no tomaron las muestras de sangre hasta dos horas después del accidente. Incluso entonces, ya había drogas que podían desaparecer al cabo de ese tiempo.

—Y los Peterwald conocen bien el mundo de la droga. —El abuelo suspiró—. Smythe-Peterwald XI estaba de visita en Bastión cuando secuestraron a tu hermano. Su hijo fue a la misma escuela que tu padre. Incluso fue novio de tu madre.

—No nos permite olvidarlo. Insiste en que conozca a su hijo.

El abuelo hizo una mueca de repulsa al oír aquello.

—Peterwald me ofreció su dinero. Dijo que ya entraríamos en detalles más adelante. Entonces la policía encontró la granja y la montaña de estiércol con una tubería rota asomando por ella. Después de todo, no necesité el dinero.

»Entonces fue cuando abandoné el Gobierno. Eres un objetivo demasiado atractivo. Abandoné el Gobierno y me aseguré de tener siempre suficiente dinero para hacer lo que quisiese, y rápido. Suficiente dinero como para construir un muro a mi alrededor que nadie pudiese atravesar. Le dije a mi hijo que también lo abandonase. Pero el muy idiota me dio la espalda y pasó a ocupar mi puesto.

BOOK: Rebelde
10.12Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Murder Room by Michael Capuzzo
Pirate Code by Helen Hollick
The Lady and the Lion by Kay Hooper
IM03 - Pandora's Box by Katie Salidas
The Narrow Bed by Sophie Hannah