Rebeca (59 page)

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Authors: Daphne du Maurier

Tags: #Drama, Intriga, Romántico

BOOK: Rebeca
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—¿Tendría usted registrada esta visita en su fichero, doctor? —preguntó el coronel—. Ya sé que la pregunta va contra toda costumbre profesional, pero lo pregunto porque las circunstancias son extraordinarias. Tenemos el presentimiento que esta visita a usted está ligada con el caso y que podría explicar el subsecuente… suicidio.

—Asesinato —dijo Favell.

El médico miro a Maxim interrogativamente.

—No tenía idea de que se trataba de una cosa así. Naturalmente —añadió en voz baja— que haré cuanto en mi mano esté para ayudarles. Si me disculpan unos minutos, voy a consultar mi fichero. Allí están consignadas todas las visitas y la descripción de cada caso. Cojan un cigarrillo si lo desean. Supongo que es todavía demasiado temprano para ofrecerles un vaso de jerez.

Julyan y Maxim negaron con la cabeza. Favell pareció que iba a decir algo, pero cuando empezó a hablar el médico ya había salido del cuarto.

—¡Ya podía habernos ofrecido un vaso de whisky! —dijo Favell entonces—. Seguramente lo tendrá guardado bajo llave. A mí no me ha hecho buena impresión este tipo, no creo que su ayuda nos vaya a servir de gran cosa.

Maxim no dijo nada. Una vez más, escuchamos el ruido de la pelota de tenis. El terrier escocés estaba ladrando, y una voz de mujer le mandó callar. Vacaciones de verano. Baker jugando con sus chicos. Habíamos ido a interrumpirle. Un reloj de oro, de agudo tictac, medía los segundos ruidosamente desde la repisa de la chimenea, encerrado en una cajita de cristal. Apoyada contra él, vi una postal del lago de Ginebra. Supuse que los Baker tenían amigos en Suiza.

Volvió el doctor trayendo un libro grande y un fichero, que dejó sobre la mesa.

—He traído todos estos datos del año pasado. No los he mirado desde que nos mudamos a esta casa. Hace sólo seis meses que me he retirado —abrió el libro y comenzó a volver las páginas. Yo le miraba aterrada; era cuestión de segundos—. El siete, el ocho, el diez… —murmuró—. No, aquí no hay nada. ¿Han dicho el día 12? ¿A las dos? ¡Ah!

Todos estábamos inmóviles mirándole a la cara.

—El día doce, a las dos, vi profesionalmente a una señora Danvers.

—¿Danny? —dijo Favell, pero Maxim le interrumpió.

—Doctor, le dijo a usted un nombre falso. Me lo había figurado desde el primer momento. ¿Se acuerda usted ahora de la visita?

Pero el médico ya estaba consultando el fichero. Vi cómo metía el dedo en la separación marcada con una D. Encontró lo que buscaba casi inmediatamente, y se puso a leer una ficha, probablemente escrita por él mismo.

—Sí —dijo—; me acuerdo perfectamente de esta cliente.

—Alta, delgada, muy bonita —dijo el coronel.

—Sí —asintió el médico—. Sí.

Continuó leyendo la ficha y luego se dirigió a Maxim:

—Comprenderá usted que esto va en contra de las normas profesionales. Tratamos a los enfermos con igual discreción que un confesor. Pero ya que su mujer ha fallecido, y como las circunstancias son extraordinarias… Lo que ustedes quieren saber es si la difunta tenía algún motivo para suicidarse. Creo que puedo decirles lo que desean saber. La mujer que vino a mí con el nombre de señora Danvers, estaba… gravemente enferma.

Hizo una pausa y se quedó mirándonos.

—La recuerdo perfectamente —dijo, y volvió a consultar su archivo—. La vi por primera vez siete días antes de la fecha que han citado ustedes. Se quejaba de determinados síntomas y en vista de eso le hice algunas radiografías. La segunda visita fue para conocer el resultado del examen radiográfico. No tengo aquí las radiografías, pero sí están anotados en esta ficha los resultados. Recuerdo perfectamente que se quedó en pie en medio de mi consultorio y alargó la mano hacia las radiografías diciéndome: «Quiero que me diga la verdad, no quiero ni palabras suaves ni consuelos de médicos de cabecera. Si tengo algo grave, me lo puede decir sin rodeos».

Hizo una pausa y volvió a consultar sus tarjetas.

Aquellas pausas me mataban. ¿Por qué no terminaría de una vez, para que nos pudiéramos marchar, en lugar de tenernos allí sentados mirándole?

—Como me pidió que le dijera la verdad…, se la dije. Es preferible ser franco con algunos pacientes. Los rodeos son, a veces, contraproducentes. Aquella señora Danvers, o De Winter, no me pareció ser de las que aceptan mentiras. Usted lo sabrá mejor que yo. Oyó la verdad sin inmutarse, y lo único que me dijo fue que ya hacía tiempo que lo sospechaba. Me pagó mis honorarios y se fue. No la vi nunca más.

Cerró la caja del fichero de golpe y luego el libro.

—Aún no habían comenzado los dolores fuertes, pero el cáncer estaba ya muy avanzado, y pasados tres o cuatro meses únicamente hubiera podido aguantar el dolor a base de morfina. De nada hubiera servido operar. Y se lo dije. El mal estaba ya demasiado arraigado. No; en casos como aquél lo único que se puede hacer es administrar morfina y esperar el desenlace.

Nadie habló. El relojito de la chimenea continuaba su tictac y los chicos seguían jugando al tenis en el jardín. Un aeroplano pasó por encima de la casa, zumbando ruidoso.

—Su aspecto era el de una mujer perfectamente sana —continuó el médico—. Tal vez un poco demasiado delgada. Y pálida; pero como, desgraciadamente, eso está de moda…, no se puede juzgar la salud tan sólo por eso. Como les digo, los dolores hubieran ido aumentando semana tras semana y a los cuatro o cinco meses hubiera tenido que vivir bajo el efecto de grandes dosis de morfina. Las radiografías también indicaban que existía una ligera malformación del útero, que la hacía incapaz de tener un hijo; pero esto nada tenía que ver con la enfermedad.

Recuerdo vagamente que, al llegar aquí, el coronel Julyan dijo algo, dando las gracias al médico por haberse tomado tantas molestias.

—Nos ha dicho usted exactamente lo que queríamos averiguar, y si le fuera posible darnos una copia de sus anotaciones…

—Sí, sí, desde luego.

Nos pusimos todos de pie. Le di la mano al médico. Todos me imitaron. Luego salimos detrás de él al recibidor. Una mujer asomó la cabeza por la puerta de enfrente, pero cuando nos vio se escondió rápidamente. Arriba se llenaba un baño, y el agua, al caer, hacía un gran ruido. El perro del jardín entró y empezó a olerme los talones.

—¿Quiere que le mande el informe a usted o al señor de Winter? —preguntó el médico.

—Puede que lo necesitemos. Lo más probable es que no nos haga falta. Pero, ya sea de Winter o yo, uno de los dos le escribiremos. Permítame, mi tarjeta.

—Me alegro mucho de haberles podido ser de utilidad. Créame que jamás se me había ocurrido pensar que su mujer fuera la señora Danvers que yo examiné.

—Naturalmente —dijo Julyan.

—¿Van ustedes a volver a Londres?

—Sí, supongo que sí.

—Pues entonces lo mejor que pueden hacer es torcer a la izquierda, pasado aquel buzón de correos, y, luego, al llegar a la iglesia, a la derecha. Desde allí ya es todo derecho.

—Muchas gracias; adiós.

Salimos al camino del jardín y nos dirigimos hacia los coches. El médico entró en casa al perro, y oí la puerta que se cerraba. En la esquina de la calle, un hombre cojo comenzó a tocar en un organillo
Las rosas de Picardía
.

Capítulo 27

N
OS quedamos parados junto a los coches, y durante algunos minutos ninguno pronunció una palabra. El coronel sacó una pitillera y nos ofreció un cigarrillo. Favell estaba pálido y abatido. Noté cómo le temblaba la mano en que sostenía la cerilla para encender el cigarrillo. El cojo del organillo dejó de tocar y vino renqueando hacia nosotros, gorra en mano. Maxim le dio dos chelines. Entonces el cojo volvió hacia su organillo y comenzó a tocar otra pieza. En el campanario de la iglesia el reloj dio las seis.

Favell comenzó a hablar, con tono indiferente, como quien no da importancia alguna a lo que está diciendo, pero aún estaba pálido. No nos miraba. Tenía la vista fija sobre su cigarrillo, al cual daba vueltas entre los dedos.

—Eso del cáncer…, ¿es contagioso?

Nadie le contestó, y el coronel se encogió de hombros.

—Yo no tenía la más remota idea —continuó Favell hablando a trompicones—. No se lo dijo a nadie; ni siquiera o Danny. ¡Es terrible! ¡Quién lo hubiera pensado de Rebeca! ¿Quieren ustedes beber algo? No niego que saber esto me ha causado una impresión tremenda. ¡Cáncer! ¡Qué barbaridad! —se apoyó contra el coche y miró haciendo pantalla con la mano—. ¿No hay nadie que le diga a ese tío del organillo que se calle? ¡No soporto ese escándalo!

—Me parece más sencillo que seamos nosotros los que nos vayamos. ¿Podrás conducir o quieres que el coronel lleve el coche? —le dijo Maxim.

—Esperad un minuto a que me reponga. Tú no comprendes lo que esto me ha impresionado. ¡Es terrible! ¡Es abominable!

—¡Vamos! ¡Haga un esfuerzo, hombre! —dijo el coronel—. Si quiere tomar algo, vuelva a la casa y pídalo al médico. Seguramente tendrá algo para los nervios. Pero no nos dé el espectáculo en mitad de la calle.

—¡Claro! Ahora todos ustedes están encantados —dijo Favell, mirando fijamente a Maxim y a Julyan—. Ya se acabaron las preocupaciones. Maxim ya está a salvo. Ya han encontrado el motivo del suicidio, y Baker les mandará las pruebas libres de gastos en cuanto se las pidan. Ahora, el señor coronel podrá cenar en Manderley todas las semanas, orgullosísimo de sus amigos. Probablemente, Maxim le pedirá que sea padrino del primer niño.

—¿Quiere usted que nos vayamos? —preguntó, disgustado, el coronel a Maxim—. Por el camino podemos decidir lo que vamos a hacer.

Maxim abrió la portezuela del coche y subió el coronel. Yo me senté delante, en mi asiento. Favell aún continuaba apoyado contra el coche, y el coronel le dijo:

—Lo mejor que puede hacer usted es marcharse a casa ahora mismo. Y despacio, no vaya a parar a la cárcel por atropellar a alguien. Como no pienso volver a verle, quiero avisarle que, como magistrado que soy, tengo determinados poderes que no dudaré en utilizar si se le ocurre aparecer por Kerrith. La profesión de chantajista no es recomendable. Y le aseguro que por aquellas tierras sabemos lo que hay que hacer con los que la adoptan, aunque esto pueda extrañarle.

Favell estaba mirando a Maxim. Le había vuelto el color a la cara, y la vieja odiosa sonrisa se formaba una vez más en sus labios.

—¡Qué suerte has tenido, Max! —dijo hablando muy despacio—. Ya crees que has ganado la partida, ¿no? Pero aún puede alcanzarte la ley. Y yo también, a mi manera.

Maxim dio la vuelta a la llave del motor y dijo:

—¿Tienes algo más que decir? Porque más vale que lo digas deprisa.

—No; no os detengo más. Vete.

Y dio un paso atrás, quedándose de pie, sobre la acera, todavía sonriente. Arrancó el coche. Cuando doblamos la esquina miré hacia atrás y le vi mirándonos. Agitaba una mano y se reía.

Continuamos callados durante un rato, y luego habló el coronel:

—No tiene usted nada que temer. Esa sonrisa es parte de su equipo profesional. Esa gentuza es toda igual. Ahora no puede, de ninguna manera, presentar una denuncia. El testimonio del doctor Baker la invalidaría.

Maxim no respondió. Le miré disimuladamente, pero su cara no me dijo nada.

—Estaba seguro de que Baker nos daría la solución —dijo el coronel—. Esa clandestinidad de la visita rodeada de misterio, y el hecho de que ni siquiera a la señora Danvers le dijera nada… Ella ya sospechaba algo. Sabía que no estaba bien. Es, desde luego, un caso terrible. Verdaderamente terrible. Suficiente para hacer perder el juicio a una mujer joven y bonita.

Continuamos nuestro camino por la carretera, recta, sin una curva. Los palos del telégrafo, los autobuses, los coches descubiertos, veloces y deportivos, las casitas que pasábamos, rodeadas por sus jardines… todo desfilaba rapidísimo a nuestro lado, mezclándose dentro de mi cabeza para formar una extraña combinación que nunca había ya de olvidar.

—Usted —dijo el coronel a Maxim— no tenía idea de la enfermedad, ¿no?

—No.

—Hay gente que le tiene un miedo morboso —comentó Julyan—. Sobre todo, mujeres. Seguramente su esposa era una de éstas. Tenía valor para todo, menos para eso. No podía aguantar el dolor. ¡Eso, por lo menos, se lo ahorró!

—Sí —dijo Maxim.

—Creo que sería una buena idea que yo haga correr discretamente la voz en Kerrith de que un médico de Londres nos ha facilitado la explicación del suicidio. Lo digo para el caso de que pudieran empezar a circular chismes y rumores. Nunca se sabe. La gente es rara. Si supiesen la verdad, las cosas serían más fáciles para usted.

—Sí, sí. Estoy conforme.

—Es curiosa e irritante la manera cómo se propagan en el campo las historias más absurdas. No comprendo el motivo, pero es verdad. No es que yo crea que vaya a ocurrir en este caso, pero más vale estar preparados. Algunas veces, si se les da la oportunidad, la gente da oídos a las suposiciones más extravagantes.

—Sí, es verdad.

—Usted y Crawley podrán sin duda acabar con cualquier rumor que surja en Manderley y en la finca, y yo me ocuparé de Kerrith. También se lo contaré a mi hija. Ella conoce a mucha gente joven, que son los peores chismosos. No creo que los periódicos vayan a molestarle más, lo cual es excelente. Ya verá como se olvidan del asunto en un par de días.

—Sí —dijo Maxim.

Atravesamos los arrabales del norte y llegamos de vuelta a Finchley y Hampstead.

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