—Está bien. Diga que bajo inmediatamente.
Resonaban mis tacones en la escalera y en el vestíbulo. Y después tenía que abrir la puerta de la biblioteca o, lo que todavía era peor, entrar en aquel salón, largo y frío, sin vida, hacia una señora desconocida o hacia dos, tal vez, o en dirección a un matrimonio.
—¿Cómo están ustedes? Tienen que perdonar a Maxim. Anda por el jardín. Frith ya ha ido a buscarle.
—Hemos considerado necesario venir a presentar nuestros respetos a la novia.
Una risita, un poquito de conversación, la pausa, las miradas alrededor del cuarto.
—Manderley está tan delicioso como de costumbre. ¿No le encanta?
—Sí, sí, ya lo creo…
Y a causa de mi timidez y de mis deseos demasiado vivos de hacerme simpática, se me escapaban esas frases de colegiala, que jamás usaba excepto en ocasiones como éstas: «¡Fantástico!» «¡Está bárbaro!» «¡Me gusta muchísimo!» «¡Estupendo!», y creo que hasta a la viuda de un título del reino, que llevaba impertinentes, le dije: «¡La caraba!». El descanso que suponía para mí la llegada de Maxim quedaba contrarrestado por mi miedo a los temas peligrosos, y me quedaba muda inmediatamente, con una sonrisa inmóvil en la cara y las manos sobre la falda. Se volvían entonces hacia Maxim, hablándole de gentes y de sitios desconocidos para mí y, de cuando en cuando, me miraban sin saber qué decirme ni qué pensar de mí.
Me los imaginaba diciéndose al marcharse:
—¡Hija, por Dios! ¡Qué criatura más aburrida! ¡Apenas abrió la boca!
Y luego dirían aquella frase que oí por primera vez de labios de Beatrice y que desde entonces me perseguía, leyéndola en todos los ojos, en todas las bocas:
—¡Qué distinta de Rebeca!
Algunas veces recogía pequeños retazos de información que sumar a mi secreto caudal. Una palabra dicha al azar, una pregunta, una frase dicha de paso. Y si Maxim no estaba delante, el oírlas era un placer furtivo, algo doloroso, conocimientos culpables recogidos en la oscuridad.
Luego tenía que devolver las visitas, pues en eso Maxim era muy puntilloso y no me lo perdonaba. Y si él no me acompañaba, tenía que ir sola. Entonces, seguro que ocurría una pausa en la conversación, mientras yo buscaba ansiosa algo que decir.
—¿Van ustedes a dar muchas recepciones en Manderley? —me preguntaban.
—No sé… Hasta ahora, Maxim no me ha dicho mucho acerca de sus planes.
—¡Claro! Es natural. Aún es pronto. Según he oído, antes siempre estaba la casa llena de gente.
Otra pausa.
—Gente que venía de Londres, ¿sabe usted? ¡Unas fiestas tremendas!
—Sí, ya he oído… —decía yo.
Y otro silencio. Luego alguien decía, con la voz baja que se emplea para hablar de los muertos y en las iglesias:
—Ella era muy popular, ¿sabe? ¡Tenía tanta personalidad!
—Sí, sí, claro —decía yo.
Y pasados unos momentos, miraba el reloj levantándome disimuladamente el guante, y decía:
—Lo siento, pero me tengo que ir. Ya deben de ser más de las cuatro.
—Pero ¿no quiere quedarse a tomar el té? Lo tomamos siempre a las cuatro y cuarto.
—No…, muchas gracias, de veras. He prometido a Maxim que…
Mi frase quedaba sin terminar, en el aire, pero comprendían el significado. Nos poníamos en pie, sabiendo las dos que ni a mí me había engañado su invitación para tomar el té, ni yo las había engañado a ellas con lo de la promesa de Maxim. Algunas veces se me ocurría pensar qué pasaría si echara a rodar los convencionalismos. Por ejemplo, si una vez dentro del coche y luego de haber dicho adiós a la señora de la casa, que permanecía en la escalinata de la entrada, hubiera vuelto a abrir la portezuela para decir:
—He pensado que no me voy todavía. Vamos a la sala otra vez a sentarnos. Si quiere usted, me quedaré a cenar y a dormir.
¿Qué ocurriría? Acaso los convencionalismos y la excelente educación de la nobleza campesina consiguiesen dibujar una sonrisa en la estupefacta señora, y le harían decir:
—¡Pues claro! ¡Qué buena idea ha tenido usted!
Me hubiera gustado tener bastante osadía para hacer la prueba. Pero en lugar de eso, se cerraría la portezuela y el coche se deslizaría por el bien cuidado camino de gravilla, y mi reciente anfitriona se iría a su habitación con un suspiro de descanso y volvería a recobrar su naturalidad.
Fue la esposa del obispo de la sede vecina quien me dijo un día que fui a visitarla:
—¿Cree usted que su marido resucitará el baile de disfraces de Manderley? Era un espectáculo magnífico. Nunca lo olvidaré.
Hube de sonreír, como si estuviera muy enterada, y dije:
—Aún no hemos decidido nada. ¡Hemos estado tan ocupados y hemos tenido que hablar de tantas cosas!
—¡Claro! Es natural. Pero espero que no dejen que acabe la costumbre. Debe usted usar su influencia con él. El año pasado no lo hubo, naturalmente. Pero me acuerdo que hace dos años fuimos mi marido y yo, y realmente fue delicioso. Manderley se presta mucho a cualquier cosa así. El vestíbulo estaba maravilloso. Allí se bailaba y la orquesta estaba en la galería. Todo estaba admirable. Organizar una cosa así tiene que ser tremendo, pero todo el mundo salió encantado.
—Sí —dije—; tengo que hablarle a Maxim.
Pensé en las casillas clasificadas del escritorio, en los interminables rimeros de invitaciones, las listas de nombres, las direcciones; y veía a una mujer sentada al escritorio poniendo una seña junto a los nombres de las personas elegidas, cogiendo las invitaciones, mojando la delgada plumilla en el tintero, y escribiendo luego con mano segura, con aquella letra curiosa y sesgada.
—También celebraron allí, una vez, una fiesta en el jardín —continuó la esposa del obispo—. ¡Todo estuvo muy bien! Y las flores estaban entonces en su apogeo. Me acuerdo que hizo un tiempo soberbio. Sirvieron el té en mesitas repartidas por la rosaleda, lo que fue una idea muy simpática y original. Claro, ella era tan inteligente…
Se cortó, algo turbada, temiendo haber cometido una indiscreción; pero yo expresé mi acuerdo para ahorrarle el mal rato y me oí decir valientemente y con osadía:
—Rebeca debió de ser una mujer extraordinaria.
No podía creer que, al fin, hubiera pronunciado aquel nombre. Callé, pensando en lo que pudiera ocurrir. Había dicho su nombre. Había pronunciado la palabra «Rebeca» en alta voz. Fue un desahogo tremendo. Fue como si hubiera tomado una purga, librándome así de un dolor intolerable. Rebeca… Lo había dicho en alta voz.
¿Notaría la señora del obispo mi sonrojo? Continuó la conversación con naturalidad, y yo me puse a escucharla ávidamente, como el espía que aplica el oído a una ventana cerrada.
—Entonces ¿usted no la conocía? —preguntó, y como yo negara con la cabeza vaciló unos segundos, como si no estuviera demasiado segura del terreno que pisaba—. Nosotros, sabe usted, no la conocíamos íntimamente. Mi marido tomó posesión de esta sede hace sólo cuatro años; pero, claro, fue ella quien nos recibió cuando asistimos al baile de disfraces y a la fiesta en el jardín. También cenamos allí un día de invierno. Sí, era una preciosidad de criatura. ¡Y tan llena de vida!
—Parece —dije, tratando de hablar en un tono lo suficientemente descuidado para dar a entender que no me importaba gran cosa, jugando al mismo tiempo con los flecos de mis guantes—, parece que destacaba en todo. No es corriente encontrar una persona que sea inteligente y bonita y aficionada a los deportes.
—No, verdaderamente, no lo es —dijo la buena señora—. Es cierto que tenía grandes dotes. Parece que la estoy viendo la noche del baile, al pie de las escaleras, dando la mano a todo el mundo, con su magnífico pelo negro y su cutis blanquísimo, con aquel traje que le sentaba tan divinamente. Sí, no cabe duda; era muy bonita.
—¡Ella también llevaba la casa! —dije, sonriendo, como si no me preocupara el tema y lo discutiera con frecuencia—. Pero eso tiene que haberle ocupado mucho tiempo. Siento decir que yo dejo eso al ama de llaves.
—¡No se puede hacer todo! Además, usted es muy joven, ¿verdad? Puede que, con el tiempo, cuando se haya sentado un poco más… Además, usted tiene su pasatiempo predilecto, ¿no? No sé quién me ha dicho que es usted aficionada a dibujar.
—¡Bah! —dije—. ¡No es nada!
—Es una pequeño talento muy apreciable. No todo el mundo sabe pintar. No debe usted abandonarlo. Manderley debe de estar lleno de rincones preciosos para dibujar.
—Sí, supongo que sí —respondí, algo oprimida por sus palabras.
Tuve de repente una visión de mí misma vagando por los prados, con una silla plegable y una caja de lápices bajo el brazo, y mi «pequeño talento», como ella lo había llamado, bajo el otro. Sonaba Dios sabe a qué.
—¿Qué deportes hace usted? —me preguntó—. ¿Monta? ¿Caza?
—No, no hago ninguna de esas cosas. Me gusta andar —dije algo avergonzada.
—El mejor ejercicio del mundo —dijo con viveza—. El obispo y yo paseamos mucho.
¿Lo harían alrededor de la catedral, cogidos del brazo, él con su sombrero gacho y sus polainas
[*]
? Comenzó a hablarme de unas vacaciones que habían pasado una vez, hacía muchos años, andando por los Peninos, y cómo habían hecho treinta kilómetros diarios. Yo la escuchaba cortésmente, asintiendo con la cabeza y pensando en los Peninos, creyendo que era una cordillera de los Andes o algo así, y recordando luego que se trataba de una cadena de lomas que aparecía marcada con línea suave, en medio de la Inglaterra color rosa de mi atlas del colegio. Y me imaginaba al obispo sin quitarse un momento ni el sombrero ni las polainas.
Llegó la pausa inevitable pero no tuve que mirar mi reloj a hurtadillas, porque en aquel momento el de su sala dio cuatro agudas campanadas, y me levanté.
—Me alegro mucho de haberles encontrado en casa. Espero que vendrán a vernos.
—Nos gustaría mucho. Por desgracia, el obispo está siempre tan ocupado… Haga el favor de dar muchos recuerdos a su marido. Y no se olvide de decirle que repita de nuevo el baile.
—No, no lo olvidaré —repliqué, mintiendo, haciendo ver que estaba enterada de todo.
Mientras volvía a casa, sentada en mi rincón del coche, mordiéndome la uña del pulgar, me imaginaba el vestíbulo de Manderley abarrotado de gente en traje de época, y el ruido de las conversaciones, el murmullo, las risas de la muchedumbre que se mueve y los músicos en la galería. La cena preparada, probablemente en el salón grande, sobre largas mesas adosadas a la pared. Veía a Maxim sonriente al pie de la escalera, dando la mano a unos y a otros; luego volvía la cabeza hacia una persona que estaba a su lado: alta, esbelta, de pelo oscuro —había dicho la esposa del obispo—, que contrastaba con la tez, tan blanca; una persona cuyos ojos despiertos se ocupaban de que a sus invitados no les faltara nada y que daba órdenes a los criados con un ligero movimiento de cabeza, sin cometer nunca una torpeza ni abandonar su fácil elegancia. Cuando bailaba, dejaba, al pasar, una estela perfumada en el aire, como una azalea.
—¿Van ustedes a recibir mucho en Manderley? —me dijo aquella voz insinuante que me recordaba la de otras personas de Kerrith, a quienes yo había ido a ver.
Me miró con los mismos ojos escudriñadores, examinándome de pies a cabeza, con esa mirada especial que se suele dedicar a las recién casadas, tratando de adivinar si están esperando un niño.
No me apetecía volver a verla. Ni a nadie de su clase. Únicamente iban de visita a Manderley por curiosidad fisgona. Les gustaba criticar mis modales, mi aspecto, mi tipo; les gustaba ver cómo nos llevábamos Maxim y yo, y si parecíamos estar enamorados, para poder luego comentar entre ellos:
—¡Qué distinto de lo de antes!
Venían porque querían compararme con Rebeca… Decidí que no devolvería más visitas. Así se lo diría a Maxim. No me importaba que me creyesen grosera o poco amable. Ya no daría más pábulo a sus críticas y comentarios. Podían decir, si lo deseaban, que era una maleducada.
—No me extraña —diría una—; pues, después de todo, ¿de dónde ha salido?
—Pero, mujer, ¿no sabes? —con una risa y encogiéndose de hombros—. La conoció no se sabe cómo, en Montecarlo o en un lugar así. No tenía un céntimo. Estaba de señorita de compañía de una vieja.
Más risitas, más gestos enarcando las cejas.
—¡No! ¿De veras? ¡Qué bichos más raros son los hombres! ¡Y Maxim…! ¡Con lo exigente que era! No se comprende cómo ha podido hacerlo después de Rebeca.
No me importaba. Me daba igual. Que dijeran lo que quisieran. Al pasar el coche por la verja de la finca me incliné en el asiento para sonreír a la vieja que vivía en la caseta. Estaba agachada cogiendo flores en el jardincillo de delante de la casa. Se enderezó cuando oyó venir el coche, pero no me vio sonreír. La saludé con la mano, y me miró sorprendida. No creo que supiera quién era yo. Me recosté otra vez en el asiento. Continuó el coche hacia la casa.
Cuando doblamos una de las cerradas curvas del camino vi a un hombre que iba andando por él a cierta distancia nuestra. Era Frank Crawley, el administrador. Paró cuando oyó el coche, y el chófer moderó la marcha. Crawley se quitó el sombrero y sonrió cuando me vio en el coche. Pareció alegrarse de verme. Me gustaba Crawley. Yo no le encontraba soso ni aburrido, como Beatrice. Puede que fuera porque yo misma era una aburrida. Los dos éramos un par de sosos. Nunca teníamos nada interesante que decir. Tal para cual.
Di unos golpecitos en el cristal para que parase el chófer.
—Voy a bajar para dar un paseo con el señor Crawley —dije.
Crawley me abrió la portezuela, y dijo:
—¿De visitas, señora de Winter?
—Sí, Frank.
Le llamaba Frank porque Maxim así lo hacía, pero él me llamaba siempre señora de Winter. Era así. Aunque el azar nos hubiera arrojado juntos a una isla desierta y hubiéramos vívido en ella en la más absoluta intimidad el resto de nuestras vidas, no se hubiera permitido tomarse la confianza de llamarme por mi nombre de pila.
—He ido a ver al obispo —dije—. Él había salido, pero encontré en casa a su mujer. Parece que el obispo y su señora son muy aficionados a darse unas caminatas tremendas. Algunas veces recorren treinta kilómetros, en los Peninos.
—No los conozco —dijo Frank—. He oído que el campo, por aquella comarca, es precioso; un tío mío vivía allí.
Un comentario verdaderamente típico de Frank. Siempre prudente, convencional y correctísimo.