Reamde (87 page)

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Authors: Neal Stephenson

Tags: #Ciencia-Ficción

BOOK: Reamde
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—¿Quién ha hecho eso? Lo siento, llevo un par de días sin seguirlo...

—El Sumo Pontífice de los Bosques de Enthorion.

—Me suena a terroso.

—Exacto.

—¿Algún tipo de movimiento estratégico en la Guerrea?

—No conozco los pensamientos más íntimos del Sumo Pontífice.

—De cualquier forma —dijo Richard—, ese Veto no impediría que los terrosos lleguen allí, si estuvieran exentos del Veto por una Hoja de Paz que hubiera sido consagrada por dicho Pontífice.

—Me había olvidado del subterfugio de la Hoja de Paz —dijo Corvallis, abatido.

—No importa, eres nuevo aquí.

C-plus reflexionó.

—Así que estás diciendo que los terrosos pueden tener ventaja sobre los lumínicos para hacerse con el control de las Torgai.

—Más o menos —dijo Richard.

Corvallis alzó una ceja.

—Más aún —continuó Richard—, esto nos ofrece un modo para animar a los terrosos. Hacerlos creer que tienen una oportunidad de rechazar a esos tres mil k’shetriae lumínicos que has mencionado, y controlar los tres millones de pavos en piezas de oro que pueden ver... y que irían destinados a financiar la Guerrea.

—¿Podrías ayudarme a ir pelando capas?

—¿Cómo dices?

—¿De tu estrategia maquiavélica? Porque puedo ver que hay mucho más cinismo y cálculo en marcha de lo que puedo comprender...

—Es sencillo —insistió Richard—. Solo hay dos capas. No tenemos manera de localizar a los da O shou. Demonios, olvídate de localizarlos siquiera. No tenemos manera de recopilar más datos de los pequeños amones hasta que podamos verlos conectar, ¿no?

—Así es. A menos que nos vayamos a la cama con la policía china.

—Sí —rezongó Richard—, cosa que por motivos que no voy a explicar es ahora aún menos probable que ayer. Bien. Por tu gráfica, parece que están cagados de miedo y no quieren conectarse. Pero deben de ser conscientes de que tienen dos millones de pavos Ocultados en las Torgai. Tarde o temprano, querrán ir a por ese dinero. Si resulta que las Torgai son conquistadas por tres mil k’shetriae, o lo que sea, que puedan utilizar el dinero del suelo para levantar todo tipo de murallas y hechizos y campos de fuerza y pollas en vinagre, y por tanto dejar fuera a los da O shou, entonces los da pierden todo incentivo para intentar volver. Nunca conectan. No los volvemos a ver. Por otro lado, si podemos hacer que las cosas sean hermosamente inestables en la región de Torgai, y lo convertimos en un campo de batalla caótico, eso dará a los da todo tipo de oportunidades para volver al lugar y ponerse a excavar su oro Ocultado...

—Y entonces aparecerán en la lista de vigilancia —asintió Corvallis—, y nosotros podremos empezar a recopilar datos sobre ellos.

—Exactamente.

—Tal vez encontrar al Señor Feudal —continuó Corvallis—. Solo él tendría acceso a los dos millones enteros.

—¡Oh, sí, por supuesto! —dijo Richard—. Me había olvidado de ese detalle.

Pues, según las reglas de funcionamiento de los hechizos de Ocultamiento, si un vasallo Ocultaba algo, entonces no solo podía el mismo vasallo buscarlo y desOcultarlo luego, sino que los mismos privilegios se concedían al señor de un vasallo, y al señor de un señor, hasta el Señor Feudal de la red. Los dos millones en oro podrían haber sido Ocultados por cientos de vasallos diferentes dentro de la jerarquía de los da O shou, pero cualquiera de ellos podría ver y recuperar solamente el oro que él (o sus propios vasallos) hubieran Ocultado personalmente; pero en algún lugar debía de haber un Señor Feudal que tendría el poder de recuperarlo todo, personalmente, de una vez.

—¿Sabes quién es el Señor Feudal? —preguntó Richard.

—Claro, en el sentido de que sé cuál es su número de cuenta. Pero el nombre y la dirección son falsos, como todos los demás.

—De acuerdo —dijo Richard, acercando su portátil y ajustando el ángulo de pantalla para entrar en acción—. Voy a ponerme en contacto con D-al-cuadrado. O, más bien, con su trovador. Y voy a asegurarme de que entienda que hay suficiente oro tirado en las montañas Torgai para financiar a la Coalición Terrosa durante un año. Y voy a ver si eso hace que sus jugos creativos se pongan en marcha.

—¿Y esos tres mil k’shetriae? —preguntó Corvallis, mirando nervioso un mapa—. ¿Podría tu Egdod invocar una tormenta de meteoros o una plaga o algo?

Richard le dirigió una mirada que, a juzgar por su reacción, debió de ser bastante torva.

—Solo para frenarlos un poco —dijo C-plus, encogiéndose de hombros.

—Pues claro que Egdod podría invocar una tormenta de meteoros o una plaga —dijo Richard—, pero preferiría evitar los
deus ex machina
, y por eso en cuanto acabe con este e-mail voy a convocar una reunión para mañana por la mañana.

—¿Orden del día?

—Encontrar un modo menos obvio de joder la invasión lumínica de las montañas Torgai.

DÍA 7

El fondo del módulo doble era un barracón, dividido en media docena de habitaciones pequeñas, equipada cada una con literas sujetas con tablones de madera y tornillos. Las camas tenían todavía finos colchones de gomaespuma. Le dieron a Zula una habitación propia, y luego cerraron con clavos la puerta tras ella y cruzaron un tablón de madera prensada en la parte exterior de la ventana. Se pasó toda la larga noche tiritando bajo el mínimo de mantas necesario para no perecer de hipotermia. Cuando amaneció y retiraron los clavos de la puerta, se dirigió a la habitación principal, que estaba cálida debido a la estufa. Se acurrucó en el sofá bajo tantas mantas como pudo encontrar y no se movió durante mucho tiempo.

Habían destruido la cerradura del archivador y encontrado un montón de papeles pertenecientes a la compañía minera: nóminas, facturas, informes, copias de hojas de cálculo. Pero también encontraron un mapa topográfico de la zona, y un mapa de carreteras de Columbia Británica.

Jones y el soldado de aspecto más veterano, un afgano llamado Abdul-Wahaab, cogieron tantas ropas como podían ponerse encima, se abrigaron, empaquetaron comida y agua para un par de días de viaje, y se encaminaron hacia el bosque. Zula, asomada entre las mangas, los vio marchar y le pareció comprender su estrategia; la nieve era menos densa entre los árboles, y parecía que allí podrían moverse con un poco más de rapidez.

No sucedió nada más durante el resto del día. Zula no se movió mucho del sofá. Los tres soldados restantes se turnaron para salir en parejas y explorar las inmediaciones, pero no pudieron permanecer fuera mucho tiempo debido a la escasez de ropas de abrigo. Uno siempre se quedaba atrás, presumiblemente para no quitarle ojo de encima a Zula. A veces volvían con trofeos rapiñados de otros edificios: herramientas, botiquines de primeros auxilios, linternas que no funcionaban, sudaderas gastadas, guantes de trabajo, revistas pornográficas, pastillas de jabón, latas de combustible. El saqueo fue aumentando a medida que encontraban ropa cálida que ponerse. Durante la tarde, se esforzaron por apartar la nieve de una furgoneta que había quedado aparcada a unos cien metros del edificio central. Ayer era visible como un montón de nieve anómalo. Ahora descubrían que era una furgoneta Airstream, Zula supuso que de entre seis y nueve metros de largo. Estaba trabajada para quitarle el peso de las ruedas y le habían colocado un techo de fibra de vidrio corrugada a un lado, creando un espacio exterior a cubierto que, cuando despejaron la nieve, resultó contener una mesa de picnic y algunas sillas. Del interior saquearon más utensilios de cocina, mantas, un colchón de gomaespuma, paquetes de café instantáneo y hojuelas de avena de cocción rápida.

Zula no había dormido realmente durante unos cuantos días, pero esa tarde, debido a una mezcla de cansancio, depresión y jet lag, finalmente quedó sumida en un sueño profundo que duró hasta poco después de la puesta de sol. Entonces se levantó de la cama y se dedicó a derretir un poco de nieve. Le habían confiscado las Crocs y por eso tuvo que hacer descalza sus incursiones en busca de nieve. El dolor en los pies le recordó lo imposible que sería escapar de esta gente hasta que pudiera solucionar el problema del equipo. Cuando tuvo una olla llena de agua caliente, la llevó al cuarto de baño y se dio un friegue usando una pastilla de jabón que habían dejado hacía tres años los mineros al marcharse. Al terminar, se secó usando toallas de papel (también habían dejado un fardo) y salió sintiéndose extraña e inapropiadamente llena de energía. Coció un poco de arroz y lentejas, que fueron comidas, aunque no saboreadas, por todos (en la cocina había sal y pimienta, pero no otras especias).

Los tres yihadistas eran dignos de estudio. Dos de ellos, Mahir y Sharif, eran árabe-parlantes que, dedujo, se habían marchado de sus países natales (Mahir parecía puro Oriente Medio, Sharif tenía un ligero aspecto norteafricano) a Afganistán, donde habían formado parte de la organización de Jones. El tercero, Ershut, era una especie de asiático central que parecía hablar un árabe limitado. Ershut no era alto, pero sí fornido y poderoso y solía acabar haciendo el trabajo pesado, que siempre parecía aceptar como su misión en la vida. Fue él quien trasladó gran parte de la carga pesada del barco de pesca al barco más pequeño que los había llevado a Xiamen, y que lo había vuelto a cargar del barco al taxi y del taxi al avión. Era religioso sin mostrar el loco fanatismo del difunto Khalid; durante uno de sus viajes al lavabo en el avión, Zula lo encontró rezando en el pasillo de la cabina principal, al parecer tras haber deducido la dirección de La Meca mirando al mapa de la pantalla del televisor. Una de sus primeras acciones en este lugar había sido rapiñar un trozo de alfombra de una habitación del fondo y ponerla señalando un poco al sureste.

Mahir y Sharif eran amantes casi con toda seguridad. Si no, entonces estaban llevando la amistad masculina a un nivel rara vez visto en la cultura occidental. Siempre se sentaban juntos, y cuando Sharif salía a saquear con Ershut, Mahir se pasaba todo el rato sentado junto a la ventana y suspirando.

Zula tenía libertad de movimientos mientras diera la impresión de hacer algo útil, como cocinar o limpiar. En un momento determinado, cuando nadie prestaba mucha atención, cogió una libreta amarilla y unos lápices, se los llevó a su habitación y los escondió bajo el colchón. Más tarde, cuando volvieron a encerrarla para la noche (tras haberles suplicado que le dieran una ración extra de mantas), se sentó a la luz de una vela (estas, al menos, eran abundantes) y escribió una carta con el mismo tono general de la que había escrito en una toalla de papel y había metido en la tubería desconectada del cuarto de baño del piso franco de Xiamen. Esta era un poco más discursiva, ya que literalmente tuvo toda la noche por delante. Cuando terminó, la guardó bajo el colchón. Su cuerpo no mostraba ningún interés en irse a dormir. Intentó cansarse haciendo todos los ejercicios que se le ocurrieron y que no hicieran mucho ruido: flexiones, tensiones, sentadillas, y un batiburrillo de movimientos de yoga medio recordados. Pero esto tan solo aumentó su nivel de energía y empeoró las cosas.

Por lo tanto, estaba completamente despierta a las cuatro de la mañana, cuando el edificio fue lentamente invadido por el rumor de un motor que se acercaba. No era un zumbido firme, como el de un avión en el cielo, sino una secuencia irregular de acelerones y frenadas. Un rato después, el sonido se hizo tan alto que despertó a Ershut. A través de las grietas en torno a la madera que habían clavado en su ventana, Zula pudo ver que los iluminaban los faros de un vehículo que traqueteaba y chirriaba mientras se acercaba a ellos. Ershut aporreó la puerta (al parecer cerrada) de la habitación que compartían Mahir y Sharif. Luego Zula oyó el sonido de pies corriendo, de los cargadores encajados en sus armas, de los cerrojos al descorrerse.

Entonces un claxon sonó ante el edificio. Una puerta del vehículo se abrió. Los hombres empezaron a gritar en árabe, pero el sonido de sus voces quedó enterrado bajo una explosión de disparos. El agudo ruido quedó filtrado por las paredes, pero la vibración se filtró, haciéndole cosquillas en la nariz. Cayó al suelo con la idea de arrastrarse debajo de la cama, pero entonces recuperó el sentido y comprendió que esto no le serviría de nada. Pero entonces oyó a los hombres de fuera riendo como bobos y exclamando
«¡Alá akbar!»
.

No era un tiroteo. Disparaban como celebración. Los yihadistas se habían procurado un vehículo; y como lo habían traído al campamento, debía de ser capaz de sacarlos de aquí.

Zula se preguntó si los yihadistas estaban simplemente locos, disparando al aire como forma de expresar su alegría cuando estaban tras las líneas enemigas. ¿O es que sabían algo sobre este lugar que ella ignoraba? ¿Podrían estar realmente tan aislados que ningún oído humano sería capaz de escuchar los estampidos de las armas automáticas en medio de la noche?

Lo descubriría muy pronto. Cuando llegara la policía y pusiera este lugar patas arriba (cosa que asumía que tenía que suceder tarde o temprano), encontrarían su carta. Esto mejoró enormemente su estado de ánimo ya que llevaba un par de días preocupada por el calvario que debía de estar sufriendo su familia. Continuarían en este estado de insoportable sin saber hasta que la nieve se derritiera y el avión quedara al descubierto. Alguien lo advertiría. Tal vez dentro de un mes o tal vez dentro de un año. Pero la carta acabaría por ser descubierta y su familia podría leerla y comprender lo que había sucedido y llorarla adecuadamente y, esperaba, sentirse orgullosa de ella.

La dejaron salir de la habitación, al parecer esperando que le alegrara servirles el desayuno. Ella fingió que así era. Pero hasta que todos terminaron y ella terminó de limpiar y el cielo se volvió lo bastante brillante no pudo ver el vehículo que Jones y Abdul-Wahaab habían robado.

De los ejes hacia arriba, era simplemente una camioneta, aunque de las más grandes y pesadas: de esas que, en sus visitas a casa, veía conducir por el campo, cargando sacos de cemento y tirando de tráileres. De los ejes para abajo, sin embargo, no se parecía a nada que Zula hubiera visto jamás. Las ruedas habían sido eliminadas y sustituidas con artilugios que parecían orugas de tanque. En cada esquina del vehículo, donde sus ojos esperaban encontrar una rueda redonda, la sorprendía el imposible espectáculo de un gran objeto triangular, formado por un sistema de brillantes palancas amarillas y ruedas rodeadas por una oruga hecha de negras placas de goma unidas por una cinta sin fin de un palmo y medio de ancho. Corría por el suelo durante unos metros bajo cada eje y luego daba la vuelta y rodeaba el entramado amarillo que lo sostenía todo, y que, percibió, estaba atornillado al eje de la camioneta usando el mismo estilo de tuercas que se utilizarían para montar una rueda convencional. Parecía que estas cosas eran un sustituto directo de los neumáticos convencionales, hechos para extender el peso del vehículo por una zona de contacto mucho más grande, ideal para un entorno cubierto de nieve durante seis meses al año, y de barro otros dos. Y de hecho, a medida que el día aclaraba, vio que los retrovisores y el cuerpo superior de la camioneta estaban salpicados de barro seco. En el valle podía haber nieve, pero habían robado este camión de un sitio donde la primavera estaba ya bien avanzada.

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