Reamde (29 page)

Read Reamde Online

Authors: Neal Stephenson

Tags: #Ciencia-Ficción

BOOK: Reamde
6.62Mb size Format: txt, pdf, ePub

El esquema no cobró existencia sin algunas iteraciones, algunos intentos fallidos. Wallace, por ejemplo, y la mano de obra local que Ivanov había convocado en Seattle. El tío de Zula. No merecía la pena pensar en ninguno de ellos ahora.

Así que revisó el esquema evaluando cada parte por turnos.

Ivanov:
Sokolov deseó poder contactar con la Vikipedya y aprender sobre embolias. También sobre ciertos medicamentos que había visto entre los efectos personales de Ivanov, cuyos nombres había memorizado. Sabía que el uso de Internet en China estaba controlado por la OSP, la Oficina de Seguridad Pública, y se preguntó si el mero hecho de acceder a la Vikipedya y no a la Wikipedia causaría que una chincheta roja, o su moderno equivalente digital, apareciera clavada en el mapa del cuartel local de la OSP como forma de decir: «Aquí hay rusos.» ¿Cuántos rusos había en Xiamen legítimamente, es decir, con visados? Probablemente no muchos, así que si la chincheta roja aparecía en una parte inesperada de la ciudad, podría causar problemas. Pavel Pavlovich, uno de sus compañeros de pelotón en Afganistán, recibió metralla de mortero en la frente, le entró en el cerebro y al parecer se recuperó; pero después su personalidad fue distinta: parecía un poco loco, incapaz de controlar ciertos impulsos, y después de un lamentable incidente con una granada, lo enviaron a casa. Sokolov estaba desarrollando la teoría de que Ivanov tenía la tensión alta (una teoría que podría confirmarse fácilmente si pudiera buscar los nombres de esos medicamentos) y que últimamente había empeorado por los problemas en los que se había metido con el
obshchak
. Cuando recibió la llamada telefónica de Csongor, alertándole de la inconsistencia de la historia de Wallace, su presión sanguínea, ya alta, se disparó y (según su teoría) había sufrido una pequeña embolia que lo había dañado del mismo modo que la metralla dañó al pobre Pavel Pavlovich. En el vuelo de Toronto a Seattle, Ivanov había dormido casi todo el rato, y Sokolov, al mirarlo, pensó que parecía hundido, dañado, exhausto. Pero cuando estaba despierto, era un demonio.

Los contactos chinos de Ivanov:
Probablemente ya no eran relevantes, pero se merecían una placa del techo propia porque eran misteriosos. ¿Habían dispuesto simplemente que Ivanov pasara esas dos furgonetas por los controles de seguridad y luego se habían olvidado de él, para dedicarse a otras actividades corruptas? ¿O estaban ahora prestando activamente atención a Ivanov y su equipo,
preocupándose
por Ivanov? Porque si aquellos chinos sin rostro ni nombre estaban preocupados por Ivanov, entonces pronto tendrían mucho de lo que preocuparse; y si se preocupaban lo suficiente, podría haber algún intento de liquidar a Ivanov y todos los que lo acompañaban. Como Sokolov no sabía nada de cómo Ivanov había manejado todo esto, parecía que había poco que pudiera hacer aparte de asegurare de que sus actividades no llamaran la atención el mayor tiempo posible. La propia extrañeza de su misión sería enormemente valiosa en ese aspecto. Hablando de lo cual...

El Troll:
No había nada de lo que preocuparse por él, ya que era casi con toda certeza solo un adolescente solitario que trabajaba desde su cuarto, y por eso su placa del techo era más bien un lugar donde colocar las preguntas y los problemas relacionados con el Troll; por ejemplo, ¿qué demonios podrían hacer cuando lo encontraran? Quizás incluso más preocupante: ¿Qué harían si no podían encontrarlo?

El patrón de Sokolov:
Sokolov trabajaba para una empresa de seguridad con sede en las afueras de San Petersburgo, con discretas sucursales en Toronto, Nueva York, y Londres, que derivaba gran parte de sus ingresos de trabajar para gente como Ivanov. Como en cualquier negocio, la satisfacción del cliente era de importancia absoluta. Normalmente esto significaba hacer lo que te pedía el cliente que te asignaban. Al menos en teoría tendría que haber excepciones en las reglas para los clientes con lesiones cerebrales. Pero, para mantener las cosas simples, los fundadores de la compañía, todos mandos retirados de los Spetsnaz, habían continuado la cadena de mando, cultura, y tradiciones de la unidad militar donde habían construido sus carreras y de la que contrataban a la mayoría de sus empleados. Saltarse al jefe era algo que no estaba bien visto y que podía causarle a Sokolov tristes repercusiones. Podría descubrir a las malas, por ejemplo, que Ivanov no estaba loco sino que cumplía órdenes directas de las alturas. Si era así, la misión (fuera la que demonios fuese) era importante, y joderla solo le causaría más problemas a Sokolov.

Sokolov:
Había aceptado este trabajo porque pensaba que sería sencillo y fácil comparado con la vida militar en activo. Hasta hacía poco no se había equivocado. Exactamente por ese motivo se había sentido algo aburrido. Ahora distaba mucho de sentirse aburrido, pero sentía gran parte del mismo estrés que le había hecho retirarse del servicio activo. ¿Era posible encontrar un puesto en la vida con el nivel justo de interés? ¿Era posible ser normal sin ser el títere de alguien?

El pelotón:
Sokolov había trabajado con la mayoría de ellos antes, y ejecutaban sus órdenes de manera profesional y sin hacer preguntas. Aunque a veces circulaban rumores de que las alturas colocaban un espía en las unidades, que les informaba a través de un canal secundario, cosa que podía ser especialmente cierta en situaciones muy extrañas como esta. Los había convocado con muy poco tiempo de antelación y había sido incapaz de proporcionar ninguna explicación de adónde iban y cuál podía ser la misión.

Csongor:
La menor de las preocupaciones de Sokolov. Obviamente el húngaro no quería estar aquí, pero conocía las reglas del juego, llevaba mucho tiempo relacionándose con Ivanov, y sería dócil mientras creyera que podía salir de la situación con vida.

Peter:
Sokolov estaba seguro al cien por cien de que tarde o temprano Peter haría algo estúpido y causaría enormes problemas. Lo haría porque se creía listo y porque solo pensaba en sí mismo. Sería más seguro llevarlo fuera y pegarle un tiro, pero librarse del cadáver sería difícil y el
shock
probablemente perturbaría el equilibrio de Zula.

Zula:
La única persona de aquí con quien Sokolov podría tratar de forma productiva. «Productiva» era la palabra clave en tanto ella parecía alguien que podía hacer algo no completamente predecible y que el propio Sokolov no pudiera hacer.

También era un problema de grandes proporciones en cuanto Ivanov casi con toda seguridad querría liquidarla, y ella era la única persona en esta metedura de pata que no se lo merecía. Hacerle la guerra a sus enemigos había sido la costumbre y la profesión de Sokolov desde hacía mucho tiempo, pero ser caballero con todos los demás era un principio básico para mantenerte íntegro como humano y como hombre. Siempre le había preocupado verse envuelto en una situación como esta. No le había sucedido nunca, hasta ahora.

Se sirvió un café y entró en la sala de reuniones antes de que llegara nadie más. Se pasó un rato mirando por la ventana, apreciando el campo de batalla.

Desde esta posición no parecía demasiado distinto a otros lugares: solo más abarrotado. La humedad y el
smog
hacían que edificios que estaban solo a unas manzanas de distancia estuvieran rodeados de bruma, como pinturas mate en segundo plano de una vieja película soviética, acrecentando la impresión de que todo estaba más lejos de lo que estaba en realidad. Eso hacía difícil calcular hasta dónde se extendía la ciudad. El clima caluroso y húmedo era inconveniente, ya que limitaba las cosas que se podían llevar en la ropa, o de otro modo te veías sospechosamente cargado. Sin embargo, esto no sería ningún problema hasta que se dispusieran a liquidar al Troll, y según lo que Zula, Peter y Csongor habían dicho en el avión, no tendrían esa información hasta al menos dentro de unos cuantos días.

Este edificio estaba situado en la parte que daba al interior de la isla de la avenida de seis carriles que se extendía junto a la costa. Al otro lado de esa avenida había una arcada de terminales de ferris que se extendía durante al menos un kilómetro, frente a un canal de agua tan bullicioso como el que más. Como había estado examinando mapas, sabía que este cuerpo de agua era un estrecho que separaba Xiamen de una isla más pequeña situada a unos mil metros de distancia, pero era imposible no considerarlo un río: un río poderoso como el Volga o el Danubio. Pero los muelles estaban conectados a las terminales por pasarelas móviles, confirmando que el agua era salada y que subía y bajaba las mareas. Surcando el estrecho había un tráfico sorprendentemente denso y variado, desde esquifes a cargueros, pero dominados por dos tipos de navío: gruesos ferris de pasajeros de dos cubiertas, y un tipo de barco que Sokolov no había visto antes pero que evidentemente era el navío de trabajo tradicional de estas aguas: un barco abierto de cubierta plana que se alzaba poco más de un metro sobre la línea del agua, recubierto en ambos costados por neumáticos viejos, de unos diez metros de eslora, con una pequeña cabina, hacia la popa, que protegía el motor, los mandos, y el operario. Había tantos en algunas zonas que era asombroso que pudieran moverse, y cada uno transportaba algo diferente: pasajeros, un bidón de lubricante, un palé de carga envuelta, una nevera repleta de hielo y pescado. Entrecruzándose y serpenteando entre estos barcos más grandes y lentos había lanchas rápidas que llevaban pasajeros con chalecos de color naranja: rápidos taxis acuáticos para los pudientes, supuso. Algunos cruzaban directamente el estrecho hacia la islita, que era empinada y verde y parecía formada principalmente por parques y casitas. Obviamente era más antigua y más acomodada que los barrios que Sokolov podía ver extendiéndose hacia Xiamen en todas las direcciones, difíciles de distinguir a través de la bruma, pero mucho más reciamente construidos.

Todo lo cual era inusitado y pintoresco pero probablemente no tenía ninguna relación directa con la misión. Sokolov dedicó su atención al cordón de edificios como este que se alzaban en el lado interior de la gran avenida. Había unos cuantos rascacielos modernos de cristales azules, y algunas obras donde se estaban levantando otros nuevos. Pero al menos la mitad de la fachada estaba ocupada por edificios de una cosecha más antigua, con logotipos de hoteles y cadenas de restaurantes occidentales. Directamente bajo ellos había un edificio de una docena de plantas con un enorme cartel de KFC en lo alto. La entrada estaba repleta de taxis, lo que hizo pensar a Sokolov que debía de tratarse de un hotel, probablemente no para los occidentales sino para los viajantes chinos. Daba a un cruce. En el centro había una glorieta con semáforos, pero aparte de esto, era solo una hectárea de acera que (como resultaba obvio desde el punto de vista de Sokolov) había sido levantada una y otra vez para instalar cables y volver a ser pavimentada. Mostraba un firme fluir de taxis, autobuses, ciclomotores, el ocasional Lexus o Mercedes. Al otro lado del cruce había un edificio en curva con un cartel panorámico, pintorescas fotos de modelos y botellas de licor, oficinas que asomaban a la calle, su naturaleza imposible de adivinar ya que no tenían nada escrito en inglés en sus carteles. Los arquitectos de estos edificios habían dedicado una enorme cantidad de atención a los mástiles de las antenas de los tejados, que eran mucho más grandes y gruesas y anchas de lo que realmente era necesario por puros motivos de ingeniería. Debían de haberse formado en la Unión Soviética y empapado en la mentalidad estatalita de mediados del siglo XX de que un edificio sin un radiotransmisor era como un acorazado sin cañones. Ahora era ya una tecnología y un motivo largamente olvidados pero conservados en la arquitectura igual que las agujas de las iglesias. Lo que realmente importaba para la misión en curso no eran los transmisores de radio. Era aquella estrambótica red de tajos en la acerca que cubrían las calles de abajo, donde habían trazado Internet.

Siguió viendo canchas de baloncesto y advirtió que, desde donde estaba, podía ver cuatro, todas nuevas y bien cuidadas.

En zonas despejadas aquí y allí vio a gente ejecutando movimientos lentos y formales, y entonces recordó que a los chinos les gustaba hacer ejercicios de calistenia.

No muy lejos, una amplia calle se apartaba de la costa durante al menos dos kilómetros. Estaba flanqueada por escaparates de caro aspecto oriental. Se extendía por un terreno liso como una tabla, pero a su derecha, a un kilómetro aproximadamente, bloques de piedra gris se alzaban del suelo, albergando copetes y bosquecillos de oscura vegetación verde. Restos de antiguas fortificaciones, empinadas y cubiertas de hiedra, estaban injertadas en la roca, y de ellos crecían nuevos edificios.

Estas partes de la ciudad (las terminales de los ferris, los rascacielos y futuros rascacielos, los edificios altos de otra generación, las canchas de baloncesto, la calle comercial, los macizos de piedra) eran los detalles especiales. En total, sumaban tal vez un veinticinco por ciento del área de la ciudad. El resto era todo igual: una confusa extensión de edificios apretujados, de cuatro o cinco pisos de altura, a menudo con tejados azules (¿por qué azules?) construidos en un laberinto de calles tan estrechas que, en general, no podía ver la acera, pero tuvo que dar por hecho, por la pauta de grietas entre los edificios, que las calles debían existir. En los raros lugares donde esas calles se alineaban con su línea de visión, permitiéndole ver hasta el fondo, parecían estar pavimentadas no con asfalto sino con seres humanos en movimiento, y vehículos atrapados en el mar de gente.

Estaba seguro de que el Troll vivía en un barrio muy parecido a estos. Tenía que saber cómo era para moverse y luchar en un lugar así. Su pensamiento inicial fue: «Más parecido a Grozny que a Jalalabad», pero tendría que hacerlo mucho mejor que eso. Ni siquiera sabía, por ejemplo, si Xiamen tenía algún tipo de sistema de transporte subterráneo que pudiera aprovechar.

Un leve zumbido le alertó de que se acercaba equipaje con ruedas. Se volvió para ver a Ivanov acercándose desde el vestíbulo del ascensor, tirando de una maleta negra con ruedecillas. Uno de los miembros del escuadrón se levantó de un salto y se ofreció a ayudarlo, pero Ivanov lo apartó con un gesto y se encaminó directamente hacia la sala de reuniones. Sokolov le abrió la puerta. Ivanov entró sin detenerse, alzó la maleta, y la dejó caer sobre la mesa.

Other books

A Life Earthbound by Katie Jennings
The Hanged Man’s Song by John Sandford
Wild About You by Sparks, Kerrelyn
Tiger's Claw: A Novel by Dale Brown
The End of Never by Tammy Turner