Reamde (17 page)

Read Reamde Online

Authors: Neal Stephenson

Tags: #Ciencia-Ficción

BOOK: Reamde
8.42Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Y qué hacemos ahora? —preguntó Zula.

—Salir del Limbo.

Fue fácil: había media docena de formas de devolver a un personaje a la vida, cada una con sus pros y sus contras.

—Busquemos una intersección menos obvia. Vayamos allí y preparémonos para abrirnos paso.

—Podríamos reclutar una partida más grande...

—¿A las tres de la madrugada? No hay tiempo —dijo Wallace—. ¿Estás segura de que no puedes reclutar a... un personaje más omnisciente?

—¿Quieres decir despertar a mi tío? —respondió Zula—. ¿Estás seguro de querer implicarlo en esto?

Así que salieron del Limbo y volvieron a intentarlo, teleportándose a otra intersección mucho menos conveniente a una hora a caballo del lugar que intentaban alcanzar. Aquí los emboscaron inmediatamente, y casi vencieron a los ladrones, pero por mala suerte acabaron de nuevo en el Limbo y tuvieron que intentarlo por tercera vez. Pero primero Wallace compró más piezas de oro y las empleó para comprar, a precio desorbitado, algunos hechizos y pociones que los mantendrían vivos un poco más de tiempo. Volvieron a teleportarse y se abrieron paso a través de la emboscada y se retiraron a terreno elevado a un par de cientos de metros de distancia... donde fueron atacados por otro grupo de ladrones antes de poder recuperarse de las heridas sufridas en la primera emboscada. Combatieron con todas sus fuerzas pero volvieron a acabar en el Limbo una vez más.

Sin embargo, justo antes de que el personaje de Zula pereciera, vio algo un poco extraño: algunos de sus atacantes caían con lanzas y flechas en la espalda. Habían sido atacados a su vez por un grupo hostil que había corrido a la escena de la lucha pero había llegado demasiado tarde.

—Volvamos allí —sugirió—. Creo que tenemos ayuda.

—Los he visto. Es solo otro grupo de ladrones —dijo Wallace.

—¿Y qué? Que se maten unos a otros.

Así que intentaron hacer lo mismo, solo que esa vez ni siquiera lograron pasar del primer grupo de ladrones. Una vez más, sin embargo, sus emboscadores fueron emboscados.

Otra búsqueda para comprar poción condujo a un intento en el mismo lugar. Esta vez (dado que sabían algo del número y las tácticas de los emboscados) eliminaron rápidamente al primer grupo, y luego se retiraron a un lugar donde pudieran tener unos pocos minutos de respiro antes de que los atacara el segundo grupo. Y esta vez, porque sabía lo que tenía que esperar, Zula pudo ver claramente a dos grupos distintos que convergían hacia ellos: los bandidos, y los que luchaban contra los bandidos. Y su teoría sobre el segundo grupo se confirmó cuando concentraron todo su fuego en los bandidos y dejaron en paz a los personajes de Zula y Wallace. Uno de ellos incluso lanzó un hechizo sanador sobre el personaje de Zula cuando su salud empezó a menguar.

Pero entonces se retiraron a los bosques sin más explicaciones, sin ningún intento de entablar comunicación.

—Ya comprendo —dijo Wallace por fin—. Trabajan para el Troll.

—Interesante —comentó Zula.

—Su trabajo es ayudar a llegar a los que traen el rescate.

—Bueno, aprovechémoslo —dijo Zula, haciendo montar a su personaje.

Y con eso dieron comienzo a lo que esperaban que fuera una hora de cabalgada.

En la práctica, invirtieron casi cinco horas de juego intenso y difícil. Las montañas Torgai (que apenas dos semanas antes eran el territorio más desolado de todo T’Rain) estaban esa noche repletas de bandas de personajes del Bien y del Mal, lumínicos y terrosos. Cada porción de tierra despejada estaba cubierta de esqueletos de personajes muertos e infestada de ladrones que libraban agónicas batallas contra coaliciones formadas a toda prisa de gente que traía rescates. Zula y Wallace se unieron a uno de esos grupos que llevaba un total de ocho mil piezas de oro. Quedó reducido a la cuarta parte por sucesivas emboscadas y luego se unieron a otra coalición de diez miembros, que más tarde se dividió porque, como descubrieron demasiado tarde, iban a lugares diferentes: al parecer, archivos REAMDE distintos especificaban coordenadas distintas. Todo se libró contra viento y marea y requirió múltiples misiones de exploración, fintas, y ataques en falso.

Zula no era jugadora. Evitaba a la gente que lo fuera (otro motivo por el que le había gustado Peter). Había aceptado el trabajo en la Corporación 9592 no por ningún deseo de trabajar en esa industria sino por la conexión familiar y la casualidad de saber hacer lo que Plutón quería. El personaje que había creado en el mundo de T’Rain fue su primera exposición personal a ese mundo, y le había costado acostumbrarse. Había aprendido a comprender y apreciar las cualidades adictivas del juego sin volverse una adicta ella misma. Dedicar tanto tiempo (seis horas y contando) a una sesión de juego era una conducta nueva para ella. Solo lo hacía por poder librarse, junto con Peter, de esta extraña situación en la que se habían metido. Había dado por hecho que tardarían quince minutos y que luego se iría a casa y nunca volvería a ver a Peter, nunca volvería a ver a Wallace.

Ahora había luz en la calle. Llevaba veinticuatro horas despierta. Había algo profundamente equivocado en la situación, y lo único que le impedía salir corriendo por la puerta del edificio y llamar al primer coche que viera y pedirle que telefoneara al 911 era la cualidad adictiva del juego mismo, su propia incapacidad de librarse de la narrativa falsa en la que Wallace y ella se habían visto inmersos. Siempre había despreciado a la gente que jugaba de manera compulsiva a esos juegos cuando tendrían que haber estado estudiando o haciendo deporte. Ahora ella estaba jugando cuando tendría que estar llamando a la policía. Y sin embargo nada de eso se le pasó por la cabeza hasta que el teléfono de Wallace empezó a emitir el sonido de alarma de un claxon, y alzó la cabeza y advirtió que era de día, que su vejiga estaba a punto de reventar, y que Peter estaba dormido en el sofá.

No era la primera vez que el teléfono de Wallace sonaba. Lo tenía programado para que emitiera tonos de llamada distintos para personas distintas. Hasta entonces sus llamadas habían sido todas trinos electrónicos genéricos que había silenciado e ignorado. Pero esto era el sonido de los puestos de combate de un portaaviones. Wallace lo cogió y respondió:

—Sí.

No «¿Sí?», con la inflexión que significaba «¿Con quién hablo?», sino «Sí», con el tono que significaba: «Me preguntaba cuándo ibas a llamar.»

El sonido del claxon había despertado a Peter, quien se sentó en el sofá y se desazonó al ver que lo de la noche pasada no había sido solo un mal sueño.

Zula se levantó y de dirigió al cuarto de baño a orinar. Se debatió entre mirarse al espejo o cerrar los ojos para no verse. Oyó a Peter maldecir a cuenta de algo. Decidió no mirarse en el espejo. Todas sus cosas estaban en la mochila de todas formas.

Salió del cuarto de baño y se encontró a Wallace sentado rígido en su silla, pálido, escuchando sin más, casi como si le hubieran metido el teléfono por el culo. Peter aporreaba furiosamente su portátil. El juego de T’Rain había desaparecido de la pantalla del ordenador que Wallace estaba usando y también de la de Zula. En su lugar había un mensaje que les anunciaba que habían perdido la conexión a Internet.

Olió a humo de cigarrillo.

No había nadie fumando.

—Tigmaster se ha caído también —dijo Peter—, y todas las otras redes wi-fi que puedo alcanzar desde aquí están protegidas con contraseña.

—¿Quién está fumando? —preguntó ella.

—Sí, señor —dijo por fin Wallace al teléfono—. Lo estoy haciendo ahora. Lo estoy haciendo ahora. No. No, señor. Solo nosotros tres.

Se había puesto en pie y avanzaba hacia Peter y Zula. Se acercó mucho, como si no pudiera verlos y estuviera a punto de atravesarlos. Entonces se detuvo torpemente. Se apartó el teléfono de la cabeza lo suficiente para que ellos pudieran oír gritos saliendo del auricular. Luego se lo llevó de nuevo a la oreja.

—Lo estoy haciendo ahora. Le pongo en manos libres, señor.

Pulsó una tecla del teléfono y se lo puso en la mano extendida

—¡Buenos días! —dijo una voz—. Ivanov al habla.

Se encontraba en algún lugar ruidoso: tras su voz se oía un chirrido. El tono cambió. Llamaba desde un avión. Un jet.

—¡Ah, ahora los veo!

—¿Nos... ve, señor? —preguntó Wallace.

—Su edificio. El edificio de Peter. Por la ventana. Como con Google Maps.

Silencio.

—¡Estoy volando sobre ustedes! —gritó Ivanov, divertido más que molesto por su lentitud.

Un avión sobrevoló el edificio. Los aviones volaban bajo sobre el edificio continuamente. Estaban en la ruta de aterrizaje de Boeing Field.

—Pronto estaré allí para discutir el problema —continuó Ivanov—. Hasta entonces, permanezcan en línea. No corten. Tengo asociados en la calle alrededor de donde están.

Ivanov dijo esto como si los asociados estuvieran allí como un favor, para ponerse a su servicio. Peter se acercó a una ventana, se asomó, se concentró en algo, y el espanto se le dibujó en el rostro.

Mientras, otra voz le habló en ruso a Ivanov. Alguien en el avión.

—¡Mierda! —silabeó Wallace, y apartó la cabeza como si el teléfono le estuviera quemando los ojos con un soplete.

—¿Qué? —preguntó Zula.

—Tengo una corrección —dijo Ivanov—. Los asociados están dentro del edificio. No solo en las calles adyacentes. Son trabajadores muy esforzados... emprendedores. La señal wi-fi está cortada. El teléfono está cortado. Conserven la calma. Estamos aterrizando. Estaré allí en unos minutos.

—¿Quién coño es este tipo al teléfono? —gritó Peter por fin.

—El señor Ivanov y, si no me equivoco, el señor Sokolov —dijo Wallace.

—¡Sí, Sokolov está conmigo! —dijo Ivanov—. Tiene buen oído.

—¿Sobrevolando el edificio... desde dónde? —preguntó Peter.

—Toronto —dijo Wallace.

—¿Cómo...? ¿Qué...?

—Supongo que mientras jugábamos a T’Rain, el señor Ivanov fletó un chárter de Toronto a Boeing Field —dijo Wallace.

Peter se asomó a la ventana y vio aterrizar un jet privado. ¿De Ivanov?

—¿Google Maps? ¿Conoce mi nombre?

—¡Sí, Peter! —dijo Ivanov por el manos libres.

—Puede que recuerdes —intervino Wallace—, que cuando llegué, lo primero que hice fue enviar un e-mail usando el punto de acceso de Tigmaster.

—¡Me mentiste, Wallace! —dijo Ivanov.

—Le mentí al señor Ivanov —confirmó Wallace—. Le dije que me había retrasado en la zona sur-central de Columbia Británica por problemas con el coche y que le enviaría por e-mail el archivo con los números de las tarjetas de crédito dentro de unas cuantas horas.

—¡Csongor fue demasiado listo para ti! —dijo Ivanov.

—¿Qué coño es CHONGOR? —preguntó Peter.

—Quién. No qué. Un hacker que se encarga de nuestros asuntos. El e-mail que le envié al señor Ivanov pasó a través de los servidores de Csongor. Y se dio cuenta de que la IP no correspondía a Columbia Británica.

—Csongor rastreó el mensaje desde este edificio buscando la dirección IP —dijo Peter con voz apagada.

Ruidos de golpes en el teléfono.

—Estamos en el coche —dijo Ivanov, como si eso fuera un consuelo para ellos.

—¿Cómo pueden estar ya en el puñetero coche? —preguntó Peter.

—Así son las cosas cuando viajas en un jet privado.

—¿No tienen que pasar por aduana?

—Lo habrán hecho en Toronto.

Peter decidió algo, cruzó el
loft
, e hizo a un lado una sábana tendida para revelar una caja fuerte para armas contra la pared. Empezó a teclear un número.

—Oh, mierda —dijo Zula.

Wallace pulsó la tecla de silencio del móvil.

—¿Qué está haciendo Peter?

—Sacando su nuevo juguete.

—¿Su tabla de snowboard?

—Su rifle de asalto.

—¡He perdido la conexión con Wallace! —dijo Ivanov—. ¿Wallace? ¡WALLACE!

—¿Peter? ¡PETER! —gritó Wallace.

—¿Quién está ahí? —quiso saber Ivanov—. Oigo una voz femenina diciendo mierda. —Y se puso a hablar en ruso.

Peter había abierto la caja fuerte y descubrió el rifle de asalto en cuestión: su única pertenencia en cuya compra había invertido más tiempo que con la tabla de snowboard. Tenía todo tipo de virguerías que podía comprar el dinero: mirilla láser, bípode plegable, y otras cosas cuyo nombre Zula desconocía.

—Peter —dijo Wallace—. El arma. En otras circunstancias, tal vez. ¿Con esos tipos de la calle? Podrías tener una oportunidad. Son tipos locales. No son nadie. Pero —agitó el teléfono—. Ha traído a Sokolov consigo.

Como si eso fuera totalmente concluyente.

—¿Quién coño es Sokolov? —quiso saber Peter.

—Una mala persona con quien meterse en un tiroteo. Cierra la caja fuerte. Tómatelo con calma.

Peter vaciló. En el manos libres, Ivanov había empezado a gritar en ruso.

—Estoy muerto —dijo Wallace—. Soy hombre muerto, Peter. Zula y tú tal vez podáis sobrevivir a esto. Si cierras esa caja fuerte.

Parecía como si Peter no pudiera moverse.

Zula se acercó a él. Su intención, al hacerlo, era cerrar la caja fuerte antes de que sucediera ninguna locura. Pero cuando llegó allí, se encontró echando un buen vistazo al rifle de asalto.

Sabía utilizarlo mucho mejor que Peter.

En el manos libres, el tal Sokolov empezó a hablar en ruso. En contraste con Ivanov, tenía toda la gama emocional de un controlador del tráfico aéreo.

—¿Zula? —preguntó Wallace en voz baja.

Abajo, en el aparcamiento, la voz de Sokolov sonaba en el teléfono de alguien. Empezaron a sonar pasos por las escaleras.

—Cargadores —dijo Peter—. No tengo cargadores. Solo cartuchos sueltos. ¿Recuerdas?

«Peter, esa no es un arma de defensa doméstica —le había dicho cuando él se autorregaló el rifle por Navidad—. Si le disparas a un ladrón con eso, matará a una persona al azar a un kilómetro de distancia.»

—Muy bien, pues —dijo Zula, y cerró la puerta de golpe.

Se volvieron a ver a un hombretón con la cabeza calva como una patata que llegaba a lo alto de las escaleras. Giró la cabeza para hacer recuento de la gente que había en la habitación: Peter y Zula, luego Wallace. Entonces giró la cabeza hacia Peter y Zula y captó el detalle de la caja fuerte para armas. La expresión de su rostro podría haber sido cómica en cualquier otra circunstancia. Zula mostró las palmas de las manos y, un momento después, lo mismo hizo Peter. Se apartaron de la caja fuerte. El hombretón se acercó, comprobó la puerta y verificó que estaba cerrada. Murmuró algo y lo oyeron hacer eco, un instante después, en el manos libres de Wallace.

Other books

The Powder Puff Puzzle by Blanche Sims, Blanche Sims
Jeremy (Broken Angel #4) by L. G. Castillo
Tattoos and Transformations by Melody Snow Monroe
Once a Duchess by Elizabeth Boyce
Saturday's Child by Clare Revell
Blood Royal by Vanora Bennett
La granja de cuerpos by Patricia Cornwell