Reamde (131 page)

Read Reamde Online

Authors: Neal Stephenson

Tags: #Ciencia-Ficción

BOOK: Reamde
10.85Mb size Format: txt, pdf, ePub

—De todas formas, si nos quedamos entre los árboles y avanzamos por el bosque...

—Escucha. Los amigos de esos tipos tienen a Richard. Tienen a Dodge.

—¿Dodge está bien?

—Que yo sepa, sí. Van camino del sur. No tienen moto. Podemos alcanzarlos.

—¿Por qué demonios querríamos alcanzarlos?

—Todo lo que tengo que hacer es mostrarme al tío Richard, hacerle saber que ya no me tienen de rehén, y entonces será libre, podrá correr a la espesura, escapar de esos tipos.

Chet no dijo nada. No porque no estuviera de acuerdo, sino porque tenía problemas para concentrarse.

—Tengo que salvarle la vida —dijo Zula, casi carente de emoción. «Ah, veo que no lo he dejado claro... esta es la situación; tengo que salvarle la vida.»

Eso le proporcionó a Chet algo en lo que concentrarse.

—Bueno, ya que lo pones así, te llevaré al túnel —dijo, y dejó que la moto saliera de la carretera y pasara al sendero de grava.

Cuando llegaron al final, fue consciente, de algún modo, de que estaba sangrando. No podía recordar cómo lo sabía, cómo había sido por primera vez consciente del hecho. Había un tenue recuerdo, como una ensoñación, de que la chica a su espalda —Zula—, se lo había mencionado, y él se echó a reír y aceleró un poco más.

Entonces advirtió que estaba tendido en el suelo mirando el cielo azul.

¿Se habían estrellado?

No. La Harley estaba aparcada a su lado. Zula había extendido una esterilla. Estaba tendido en ella, dormitando. Cubierto por un saco de dormir.

Ella se agachó junto a él y retiró el saco para descubrir su costado derecho. Le faltaba la camisa. La piel desnuda se encogió ante el aire frío. Ella lamentó lo que vio, pero no le sorprendió. Lo había estado mirando mientras él yacía allí.

—¿Cuánto tiempo llevamos aquí parados? —preguntó él.

—No mucho.

Él se sintió demasiado avergonzado para preguntar qué le pasaba. Le pareció que debía de ser obvio.

Ella hizo algo con una venda. Tenía un patético kit de primeros auxilios.

—Déjalo —dijo él—. Es una pérdida de tiempo.

—¿Entonces qué quieres hacer?

—Ponte en camino. Salva a Dodge. Yo te seguiré.

—¿Tú... me seguirás?

—No puedo ir tan rápido como tú. Pero no hay motivos para que me quede aquí tirado. Quiero morir en el paralelo cuarenta y nueve.

Ella estaba en cuclillas, con los brazos cruzados sobre las rodillas. Miró al sur, hacia la luz del sol, hacia la frontera. Entonces dejó caer la cabeza sobre los antebrazos y lloró.

—No importa —dijo él.

—No, sí que importa. Ha muerto gente —alzó la cabeza, se sentó en el suelo, extendió las piernas junto a Chet—. No los maté yo. Pero han muerto por las cosas que hice. ¿Tiene sentido? Peter. Los pilotos. La gente de la caravana. Todos estarían vivos si yo hubiera tomado otra decisión.

—Pero no estás ayudando a los asesinos —dijo Chet. Estar tumbado en el suelo, junto con el estallido de ella, lo había revivido un poco, y le hacía sentirse casi normal.

—Pues claro que no les estoy ayudando.

—Disparaste esa escopeta, ¿verdad? Para avisarme.

—Jahandar, el francotirador, te estaba apuntando. Sí. Te avisé disparando la escopeta.

—Entonces estás luchando contra ellos.

—Pues claro que sí. ¿Pero qué sentido tiene, si solo lleva a que maten a más gente?

—Es una pregunta demasiado difícil para mí —dijo él—.Tú haz lo que puedas, bella dama.

Ella trató de resistirse, pero las comisuras de sus labios mostraron una sonrisa.

—Llamas así a todas las mujeres.

—Es verdad.

—Hace tiempo que no oía hablar así.

Chet se encogió tímidamente de hombros.

—Bueno —continuó Zula—, toda esa gente habrá muerto para nada a menos que ayude a Richard a escapar. Entonces podremos ir a pedir ayuda. Pero primero tengo que llegar a la frontera. Y necesito tu ayuda para eso.

—Las Cataratas Americanas —dijo Chet—. Ahí es donde vamos a ir.

—¿Cómo llego... cómo llegamos hasta allí?

Él volvió la cabeza, alzó el brazo bueno y señaló el pico que se alzaba sobre ellos, al sur: una mole de granito, coronada de nieve, rodeada por una rampa de peñascos que habían estado desgajándose y cayendo al valle durante millones de años. El sendero los había llevado hasta las laderas medias del pico, saltando sobre unos pilares de creosota sobre el campo cubierto de rocas, y terminaba en un lugar donde una pared de sólida roca sobresalía del escarpe. El túnel había sido horadado justo allí, apuntando en horizontal a través del corazón de la montaña.

—Usamos los túneles mineros para dejar atrás este monte. Así no tenemos que escalar hasta la cima. Eso nos llevaría días. Me mataría. Demonios, te mataría a ti. No. Usamos los túneles. Eso es lo que descubrió Richard. Es su secreto. Salimos al otro lado. Luego bajamos el río hasta las Cataratas. Latitud cuarenta y nueve norte. Ahí es donde yo me paro y tú sigues.

—Entonces vamos —dijo ella—, si eso es lo que quieres.

—Sí. Es lo que quiero.

El túnel era lo bastante grande para que cupiera un tren de vía estrecha, lo que quería decir que un coche podría haber pasado con espacio de sobra. Para impedir este tipo de conducta, los dueños habían fabricado una enorme reja de acero, atornillada a la roca, que bloqueaba el paso. La barrera estaba situada veinte metros dentro de la entrada del túnel. Esos diez metros eran un tornado de escabrosos grafitis y basura hasta los tobillos de botellas de cerveza, bolsas de patatas, condones anudados, y pilas agotadas. Justo a la entrada había el anillo de una hoguera; Zula, actuando en modo Sherlock Holmes, comprobó que las cenizas estaban todavía calientes. Solo iban un par de horas por detrás de Jones y compañía.

En mitad de la reja había una puerta. Estaba claro que la habían cerrado con cerrojos y había sido destrozada, la habían encadenado y había sido destrozada, la habían soldado y había sido destrozada, tantas veces que la integridad de toda la estructura había quedado amenazada. Ahora estaba levemente entornada. La linterna de Zula, al enfocar a través de la reja, descubrió que las pintadas y basura del otro lado eran solo un poco menos abundantes. Su nariz captó un olor fuerte y familiar: pintura en spray fresca. Al iluminar con la linterna la placa de acero de la puerta vio unos caracteres en árabe. No supo leerlos. Tocó uno de los glifos y la pintura verde fresca le manchó las yemas de los dedos.

—¡Cuidado! —alertó Chet, caminando lentamente tras ella.

—¿Por qué?

—Solían poner trampas bomba.

—¿Quiénes?

—En los viejos tiempos, empezó a haber competencia por el negocio —dijo Chet—. Fue un poco desagradable. Se metió por medio gente loca. Gente dispuesta a matarte. Fue entonces cuando Dodge y yo decidimos dejarlo.

Zula iluminó con el rayo de luz toda la longitud de la puerta, y advirtió, en lo alto, un brillo acerado. Cuerda de piano. La habían atado a la barra vertical que servía como borde de la puerta, y extendido en horizontal sobre la separación entre el marco y la puerta, cruzando la reja hasta la pared del túnel. Entonces desaparecía en un montón de basura que habían apilado en la esquina que formaban la pared y la reja de acero.

Cuando terminó de advertir todo eso, Chet la había alcanzado y seguía el cable con sus propios ojos mientras se apoyaba contra la reja, respirando de manera entrecortada y borboteante.

—Joder —dijo—. No esperaba encontrarlo de verdad.

—¿Crees que hay algo oculto en ese montón de basura?

—Debe de haberlo.

En un bolsillo de su mono de cuero Chet llevaba una Leatherman que incluía tenazas y un cortador de alambre. Después de insistirle a Zula para que saliera y se colocara de espaldas a la montaña, extendió la mano, cortó el cable, y abrió la reja. Ella pudo oír los enormes goznes chirriando.

—Todo despejado —anunció Chet, tras contar hasta diez—. Pero antes de que pasemos, voy a descansar aquí un poco mientras tú me traes algo de la moto.

Ese algo resultó ser un enorme cerrojo de cable. Zula lo trajo y ayudó a Chet a colocarlo a través de los barrotes de la reja y la puerta, cerrándolo tras ellos.

Después de eso, avanzaron con extrema cautela, cosa que no fue difícil de todas formas ya que Chet no podía moverse muy rápido. Cuando dejaron atrás los restos de basura que cubrían el suelo cerca de la reja, ya no hubo muchos lugares donde esconder trampas bomba. Y si la primera era un indicativo, Jones las habría marcado todas con advertencias pintadas con spray para que el grupo siguiente (presumiblemente Ershut, Jahandar, y todos los demás considerados dignos) no se dejaran engañar. Así que Zula estuvo alerta al fuerte olor de la pintura, y sus ojos atentos al color verde fluorescente que Jones había estado empleando.

Unos minutos después llegaron a un lugar donde el túnel terminaba en un muro de roca perforado por un agujero que apenas era lo bastante grande para que Chet caminara erguido.

—Esto era una galería —explicó—, un túnel en horizontal, lo bastante llano para poder emplear vagonetas. Directo del yacimiento al corazón de la montaña. Solo esta parte se amplió para el ferrocarril. Pero ahora vamos a entrar en la galería propiamente dicha.

Había otro montón de basura y otra puerta de acero que impedía la entrada a la galería y que habían abierto a la fuerza y dejado entornada. Habría sido un lugar natural para poner otra trampa. Pero Zula no vio ni olió pintura en spray, y la minuciosa inspección que Chet hizo de la basura y la puerta no reveló nada sospechoso. Entraron en el espacio mucho más confinado de la galería y descubrieron que, como siempre, los grafiteros y los jóvenes de marcha habían estado aquí primero.

—El tercero a la derecha —entonó Chet, y entonces tosió y expectoró algo oscuro que escupió contra la pared. El esfuerzo físico de toser lo dejó mareado, y se apoyó contra la piedra unos instantes, pero luego avanzó a trompicones, insistiendo en abrir el camino.

Zula quiso preguntar, «¿Tercero a la derecha qué?», pero pensó que lo vería pronto y no quería que Chet hiciera el esfuerzo de hablar. Captó una pista cuando pasaron ante un agujero en la pared, y ella apuntó con la linterna para ver otra galería que conducía a lo que supuso sería el yacimiento. Habían entrado claramente en un tipo de roca que era diferente a la que habían visto en la superficie: más oscura pero marcada con vetas de color y rociada de chispeantes protuberancias cristalinas, sobre todo en aquellos lugares donde el agua manaba por las grietas y corría por el surco tallado en el suelo de la galería. Solo unos momentos después pasaron ante otro indicativo similar, y quizás unos veinte metros más adelante, tras pasar momentáneamente ante otro tipo de roca, volvieron a entrar en el yacimiento y llegaron a la galería número tres. Zula podría haberlo deducido solo por el olfato, ya que el olor de la pintura se había vuelto de nuevo fuerte. Esta vez habían garabateado varias líneas de texto en la pared junto al pasadizo lateral.

Se detuvieron para que Chet pudiera recuperar fuerzas. Había estado consumiendo agua a un ritmo alarmante y seguía quejándose de que tenía sed.

—Sigue por la galería, no sé, unos treinta metros, y encontrarás un pozo en el suelo. Debería haber una escala de acero. Era un montacargas, pero ahora está estropeado. Baja por la escala hasta el fondo. Son unos cincuenta peldaños. Eso te llevará a una galería que conduce a otra intersección como esta.

—¿Eso significa que no vas a venir conmigo?

—Es una forma de hablar —dijo él, después de una pausa para considerarlo—. Solo hago acopio de fuerzas para esa maldita escala.

Era más o menos como Chet había dicho. La cámara al fondo de esa galería contenía una máquina sorprendentemente grande que debían de haber traído en piezas para montarla aquí dentro. Su rasgo más destacado era una gigantesca rueda mohosa con cables que corrían sobre su borde y descendían al agujero de abajo. Obviamente no se había movido desde hacía una eternidad y Zula, si hubiera sido una espeleóloga aficionada, se habría rendido y habría dado la vuelta en este punto. Pero Chet insistió, y lo confirmaron más grafitis fosforescentes, en que había un camino hacia abajo. Lo siguió a la parte trasera de la máquina. Empezó a comprender que el pozo que había bajo ellos era circular en transversal, pero que el círculo había sido parcelado en unos cuantos pasadizos cuadrados o rectangulares. El más grande de ellos estaba en el centro y lo ocupaba la rueda gigante, pero los más pequeños parecían reservados para otros propósitos como cableado, ventilación, equipo rodante para transportar el mineral, y la escala que podía utilizarse cuando no funcionaba nada más. Chet le echó un buen vistazo a la escala, inspeccionando en busca de trampas explosivas. Entonces se soltó el cinturón, lo amarró a la correa de su linterna, y volvió a ponérselo de modo que la luz colgara delante de su entrepierna y el rayo apuntara hacia abajo. Empezó a descender por la escala con tanta velocidad que Zula temió que estuviera cayendo, en vez de bajando. Tuvo la impresión de que él solo quería acabar de una vez. Tal vez esperaba encontrar una trampa bomba en el fondo y quería dispararla mucho antes de que ella llegara. Eso no le dio muchos incentivos para moverse con rapidez. Agarrando la linterna con una mano para que apuntara hacia abajo, empezó a bajar por la escala, y rápidamente se encontró en un entorno que habría sido violentamente claustrofóbico si pudiera sentir ese tipo de cosas. El espacio en el pozo era al parecer preciso y los ingenieros no quisieron sacrificar más que lo absolutamente necesario para su propósito. La mochila seguía atascándose contra la pared, o se enganchaba, obligándola a contener una pequeña oleada de pánico cada vez.

—Creo que hay otra trampa bomba —dijo, al pasar junto a una anotación de pintura verde fresca.

—Yo también la he visto —anunció Chet—. Espera un segundo.

Ella se detuvo y se obligó a mirar hacia abajo. Chet colgaba de un peldaño cerca del fondo y abría su Leatherman. Oyó un nítido chasquido cuando cortó la cuerda de piano, y luego varios segundos de silencio absoluto mientras ambos esperaban la detonación.

—Creo que no hay problema —anunció él.

No se habían molestado en ocultar esta: era una placa curva rectangular, colocada en el suelo en la base de la escalerilla y sujeta con trabillas de plástico.

—Claymore —anunció Chet—. Apuntando hacia arriba. Habría eliminado a todo el que estuviera en la escalera.

Other books

When Elves Attack by Tim Dorsey
Not Your Sidekick by C.B. Lee
Everlasting by L.K. Kuhl
Sudden Devotion by Nicole Morgan
Waylaid by Ed Lin
Kit And Kisses by Smith, Karen Rose