Reamde (107 page)

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Authors: Neal Stephenson

Tags: #Ciencia-Ficción

BOOK: Reamde
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—Los tíos no paran de venir a preguntar si «queremos algo» —hizo el gesto de las comillas en el aire al pronunciar las dos últimas palabras.

Csongor sintió que debía pedir profusamente disculpas en nombre de todos los varones blancos que hubieran vivido jamás, pero no sabía por dónde empezar. Todavía no se había quitado de la cabeza la naturaleza de este lugar y lo que pasaba aquí... sobre todo por las mujeres de mediana edad, que parecían actuar haciendo aproximadamente el papel de chulos, pero que no se le antojaban profesionales. Parecían casi carabinas. Pero singularmente inútiles.

—Lamento que este sea el primer lugar fuera de China que ves —le dijo—. No todo es así. Algún día te llevaré a Budapest y te lo enseñaré. Es muy, muy diferente.

—Primero tenemos que salir de aquí —señaló Yuxia.

—Tengo dinero local —dijo Csongor—. Suficiente para comprar esto —señaló la comida, cuyo aroma, ahora, había hecho que Marlon saliera del baño con una toalla envuelta en la cintura—. Podremos comprar ropa barata y tal vez pagar más de una noche aquí.

—¿No vas a ponerte en contacto con tu madre? —preguntó Yuxia, un poco sorprendida—. ¿No puede enviar ella dinero?

Csongor lo consideró. Cabría pensar que a esas alturas Yuxia, Marlon y él sabrían todo lo que había que saber unos de otros, pero los rigores del viaje habían dejado poco tiempo para dedicarse a conocerse; Yuxia sabía que el padre de Csongor había muerto, pero poco más acerca de su familia.

—Mi madre es una señora muy simpática con la tensión alta que sufre embolias continuamente. Le enviaré una nota diciéndole que estoy fuera del país por asuntos de trabajo, pero no puedo contarle lo que está pasando... sería como arrojarla desde lo alto de un puente. Mi hermano está en Los Ángeles trabajando en su tesis doctoral y hablo con él unas cuatro veces al año.

Yuxia pareció abatida ante la idea de que una familia pudiera ser tan pequeña y tan mal organizada.

—Lo que quiero hacer es investigar —dijo Csongor—. Quiero ver si hay alguna información sobre un terrorista islámico negro que habla inglés y cuyo alias o su nombre real pueda ser Jones.

«Me gustaría que miraras bien la pistola que el señor Jones sujeta contra mi cuello», había dicho Zula en el embarcadero.

—Por lo que sabemos —continuó Csongor—, hay fotos del señor Jones en Internet, y si puedo identificarlo por el nombre, entonces podría considerar acudir a las autoridades y decirles que «tal y cual estuvo en Xiamen hace un par de semanas y tenía un rehén».

—¿Qué autoridades? —preguntó Marlon.

—No tengo ni idea.

—La que se interese —sugirió Marlon.

Se lanzaron a la comida, casi literalmente, y no hablaron mucho durante un rato. Fue la mejor comida que Csongor había tomado en su vida, y se maldijo por no haber traído diez veces esa misma cantidad.

—¿Quieres ponerte en contacto con tu familia, Yuxia? —le preguntó a la muchacha cuando pudo volver a hablar. Esto creó en su rostro un retortijón de dolor que resultó obvio y que dejó a sus dos compañeros algo apurados.

—No pienso en otra cosa —dijo ella al cabo de un rato—, pero quiero esperar hasta que estemos en algún sitio que parezca más seguro.

Csongor entró en el cuarto de baño y encontró las ropas húmedas de Yuxia y Marlon diseminadas por todas partes. Todos habían llevado los mismos atuendos durante dos semanas, y ocasionalmente los habían lavado con agua salada. Abrió la ducha y se metió en ella vestido, usó una pastilla de jabón para llenar de espuma el interior y el exterior del tejido, y luego se desnudó y lo dejó todo en el sueño de la bañera mientras se lavaba, dejando que el agua jabonosa corriera por su cuerpo y cayera hasta la ropa, que pisaba con los pies. Finalmente pasó un minuto enjugándose, y luego apagó la ducha y se empezó a secar. Era un hombre velludo, un anuncio viviente de la industria de las ceras depilatorias, y parecía que su pelaje era capaz de conservar un litro de agua. Escurrió la ropa lo mejor que pudo y la colgó donde encontró un sitio, aunque no creía que fuera a secarse nunca. Pero bajo el lavabo había un secador en una peana, y lo cogió y lo usó para secar la ropa interior y luego los pantalones (que hacía tiempo que había recortado por las rodillas) y después la camisa.

Después de que se vistiera, Yuxia y luego Marlon rotaron en el cuarto de baño, para secar sus ropas y ponérselas, y luego salieron a la calle y se dirigieron al NetXCitement!, donde dedicaron un rato a situarse. Los baremos y costumbres aquí eran radicalmente distintos a los que prevalecían en los
wangba
chinos, y Marlon tardó un poco en acostumbrarse. Aquí no había ninguna necesidad de enseñar el carné de identidad, y no había policías de la OSP dando vueltas y echando un ojo. El lugar podía ser grande para los baremos de esta ciudad provinciana, pero era diminuto comparado con un
wangba
chino: no tenía más que veinte terminales, más el espacio de los mostradores donde unos veinte clientes podían conectar sus portátiles personales. Y en vez de estar llenos de adolescentes chinos jugando, estaba lleno de viejos blancos que miraban fotos picantes o, en algunos casos, enviaban e-mails y chateaban.

Tras haber sorteado estos rápidos culturales, Marlon se quedó con el ordenador más caro y más rápido que había, con la excusa de que T’Rain consumía un montón de memoria y energía, así que Csongor alquiló uno más normalito que había cerca.

Hubo un nuevo
shock
cultural cuando Marlon descubrió que T’Rain ni siquiera estaba instalado en este ordenador y que tendría que descargarlo, un procedimiento que en algunos establecimientos habría consumido muchas horas. Aquí tardó veinte minutos. Por el motivo que fuera, NetXCitement! tenía una conexión rapidísima a Internet.

Mientras tanto Csongor había estado pensando en la situación de Yuxia.

—Creo que conozco una manera para poder enviar un mensaje a tu familia sin revelar nuestra situación —dijo.

Había estado curioseando en el ordenador que había alquilado y había descubierto que estaba lleno de spyware, troyanos y virus hasta el punto de ser casi inutilizable. Y por eso empezó a reconstruir la máquina desde cero. Dividió el disco duro en dos particiones, una grande y otra pequeña, y reinstaló su copia pirata existente de Windows, y todo el software pirata, los virus y demás en la partición grande. Luego se puso a descargar Linux en la partición pequeña. Esto implicó realizar un número al parecer interminable de reinicios, durante los cuales tuvo tiempo de sobra para explicarle las cosas a Yuxia.

—Pondremos a funcionar a Tor en esta máquina —dijo—. Todo nuestro tráfico IP será anónimo, siempre que usemos el navegador adecuado... y mientras no le digas a tu famita dónde estamos, nadie podrá rastrearnos usando la IP.

La noticia de que pronto podría contactar con su familia había afectado poderosamente a Yuxia. Csongor se preocupó durante un rato de explicarle por qué el procedimiento tardaba tanto tiempo, por qué tenía que seguir reiniciando el ordenador, por qué insistía en abrir tantos pequeños archivos llenos de críptica jerga en Unix y hacerles pequeñas correcciones, qué significaba configurar e instalar Tor. Cuando por fin tuvo a la máquina en marcha y plenamente segura, con su cortafuegos y su instalación anónima de Linux (una hazaña por la que habría cobrado a un cliente comercial montones de euros), le entregó el ordenador y luego se levantó y se acercó a Marlon, que terminaba las últimas fases de conectar con T’Rain online.

—¿Cómo funciona? —preguntó—. Tu personaje va a ese sitio.

—Ha estado allí todo el tiempo —dijo Marlon—, esperando en su ZH a que yo vuelva a conectar.

—Vale, ¿pero tiene vasallos?

—Unos mil.

—Guau.

—Solo son veinte o treinta jugadores reales —dijo Marlon—, miembros del da O shou. Pero cada uno tiene unos cuantos dibus...

—¿Dibus?

—Personajes. Y tienen dibus de vasallos de bajo nivel que básicamente no son más que robots que van por ahí. Yo soy el SF, el Señor Feudal, de todo esto. Puedo ver todo el oro que hayan escondido, y cogerlo: me pertenece.

—Así que tu dibu puede ir a ese sitio...

—Torgai.

—Sí. Donde vives. Donde vive el Troll.

—No tiene que ir allí. Está allí ya. Su ZH está en una cueva allí en medio.

—Vale, así que puede salir de la cueva y echar un vistazo alrededor y ver oro que sería invisible a cualquier otro. Puede coger ese oro y meterlo en su bolsa.

—Tal vez. Si es que puede salir.

Csongor advirtió que Marlon había abierto una ventana en el navegador en vez de conectar directamente a T’Rain. Parecía estar escrutando los chats chinos. Csongor no sabía leer el texto, pero era obvio por los dibujos del chat que trataba sobre T’Rain: era una especie de foro donde los jugadores intercambiaban información y opiniones, y el texto chino estaba lleno aquí y allá de «LOL», «FFS», «w00t» y otras expresiones de mensajes de texto.

—¿Por qué no ibas a poder salir?

—Alguien podría estar esperándome. O todo el lugar haber sido conquistado por un ejército que haya venido a hacerse con el oro. Me eliminarían en cuanto saliera de la cueva.

—¿No puedes esconderte? ¿Con hechizos de invisibilidad o algo?

—Depende de su poder. Si me dejas leer un momento, podré descubrir lo que ha estado sucediendo en torno a este lugar.

Como le había dado largas, Csongor volvió a ver cómo estaba Yuxia, que redactaba un mensaje en una ventana. Estaba ansioso por que terminara para poder hacer un poco de navegación anónima por su cuenta, pero ella se estaba tomando su tiempo. Muy bien. ¿Cómo podría explicarse ante su familia?

—Recuerda —sugirió—, aunque los policías chinos no puedan rastrear tu localización, pueden leer tu e-mail. Así que no digas nada que no quieras que los polis sepan.

—No soy estúpida —dijo Yuxia llanamente.

Doblemente rechazado, Csongor volvió con Marlon, que parecía haber terminado su reconocimiento.

—Tenemos suerte —dijo—. Es un caos total. Nadie tiene la hegemonía. Perfecto para mí.

—Parece peligroso.

—Puedo combatir a bandidos y ladrones —dijo Marlon fríamente—, pero no a un ejército.

Con eso, lanzó la aplicación de T’Rain propiamente dicha y tecleó un nombre de usuario y una contraseña. Una galería de personajes apareció en la pantalla, todos parpadeando y respirando y rascándose. Bajo cada uno de ellos había un texto en forma de pergamino que indicaba, al parecer, su nombre. La mayoría estaban escritos en chino. La mirada de Csongor se dirigió a uno de ellos, que había visto antes, en la nota original de rescate. Era un troll. Su nombre, claramente escrito en caracteres latinos, era REAMDE.

Marlon hizo doble clic en Reamde. La imagen creció hasta llenar la pantalla, adquiriendo resolución y tridimensionalidad mientras los demás se difuminaban y aplanaban, Reamde se dio media vuelta, dándoles la espalda. Ahora miraban por encima del hombro del troll. Había estado durmiendo en una cueva y ahora acababa de levantarse y contemplaba sus inmediaciones. En una rápida serie de movimientos programados, Reamde se puso ropas, armadura, armas y botas y se echó una mochila al hombro. Entonces, respondiendo a las órdenes de los dedos de Marlon, echó a correr, dirigiéndose hacia la salida de la cueva: un cielo nocturno estrellado asomaba a través de una burda abertura. Unos instantes más tarde Reamde salió al mundo de T’Rain.

DÍA 18

—Bingo —dijo Corvallis—. Ha entrado en el sistema. Acaba de salir de su cueva. Parece que va a estar activo durante un rato.

Eran las 8.23 de la mañana. Richard esperaba al lado de su Land Cruiser junto a la pista del diminuto aeropuerto de Elphinstone, viendo un Cessna subir al cielo y virar hacia el sur. Acababa de meter en él a John y Jake y le había dado un par de viejos billetes de cien a su piloto.

Veinticuatro horas antes, John, Richard y Jake habían aterrizado aquí. Un solo día de estar allí sentados había sido suficiente, de modo que John se ofreció voluntario para alquilar un coche y llevar a Jake al otro lado de la frontera y pasar un rato con su familia en Idaho. Richard, esperando que no pareciera que estaba empujando a sus hermanos a salir por la puerta, llamó a un piloto que conocía y lo hizo posible en treinta minutos. El rugido del despegue del Cessna había ahogado el sonido del teléfono sonando, pero Richard lo sintió vibrar contra su culo y lo sacó segundos antes de que saltara el buzón de voz.

—¿Sabemos dónde está? —preguntó.

—Seguimos trabajando en ello, pero creemos que en Filipinas.

—Eso tendría sentido —musitó Richard—. La mierda alcanza el ventilador en China, sale del país, permanece oculto durante un tiempo, finalmente asoma la cabeza cuando necesita pasta.

El Cessna era solo una mota que zumbaba suavemente en un amanecer nublado y rosa. Richard se sentó en el ajado asiento del Land Cruiser.

—Mierda —dijo, mirando al teléfono y la palanca de cambios—. No puedo conducir y hablar a la vez.

—Probablemente será lo mejor —respondió Corvallis—, en esas sinuosas carreteras de montaña.

—Sigue la pista de lo que está haciendo, ¿quieres? No hagas nada que pueda asustarlo.

—Ni siquiera lo tengo localizado —dijo C-plus—. Solo lo tengo en una serie de preguntas en una base de datos.

—¿Qué está haciendo?

—Principalmente, está buscando a sus amigos. Está reuniendo un grupo.

—Para poder ir a recoger el oro —dijo Richard—. Estaré en el Schloss dentro de media hora. Llámame si lo consigue.

Colgó, se metió el teléfono en el bolsillo de la chaqueta, luego abrió la puerta y tiró el café tibio y guardó la taza de viaje. Había algo de basura en el salpicadero; la barrió para arrojarla al suelo, donde iba a acabar de todas formas. Entonces salió del aparcamiento y empezó a acelerar en dirección al Schloss.

Csongor, que no jugaba a T’Rain, se sorprendió al ver el poco espacio de pantalla que se dedicaba a ver el mundo del juego. Por lo poco que pudo ver, era un sitio bastante bonito, con masas de tierra enormemente detalladas y muy realistas, nubes dispersas en el cielo iluminadas por una luna llena, y árboles cuyas ramas y hojas se sacudían de manera convincente bajo el viento. Un murciélago revoloteaba ante la entrada de la caverna, y los grillos, o algo por el estilo, canturreaban entre la maleza. Pero tenía que percibir todas estas cosas a través de una especie de portilla rectangular, no mucho más grande que su mano, en mitad de una pantalla que por lo demás estaba llena de ventanas: una mostraba una imagen de cuerpo entero de Reamde, con un puñado de estadísticas con diversos chismes pintorescos en continua fluctuación. Mapas a gran escala y a pequeña escala mostraban dónde estaba en el mundo. Una especie de radar con indicativos de diversos colores se movía al unísono. Tres diferentes ventanas de chat donde las conversaciones, el 75 por ciento en chino y el 25 por ciento en inglés, corrían hacia arriba a trompicones, como vapor que surgiera de ollas hirvientes. Cuadrículas que aparentemente describían el inventario de armas, pociones y truquitos mágicos que Reamde llevaba encima. Una especie de lista, larga y fina, que corría por todo el monitor a la izquierda, cada entrada consistente en una imagen diminuta de un personaje de T’Rain; el nombre del personaje, a veces en chino y a veces en caracteres en inglés; y varios campos de datos que, supuso Csongor, indicaban si la persona estaba conectada, dónde se encontraba, y qué estaba haciendo. Tal vez había tres docenas de entradas en la lista, y todas menos tres estaban en gris. Mientras Csongor observaba todo esto, Marlon movió el cursor a lo alto de la lista y cliqueó un rótulo que hizo que la columna se reestructurara: los pocos que aparecían en colores quedaron arriba. Picó en uno de ellos y empezó a teclear en una ventana emergente que apareció de pronto junto al icono del personaje. El proceso de teclear en chino era completamente misterioso para Csongor; mientras los dedos de Marlon saltaban por todo el teclado, una ventanita apareció en la pantalla, indicando que un programa intentaba averiguar qué intentaba decir Marlon y sugerir posibles formas de completarlo. La enorme cantidad y variedad de datos lanzados contra la cara de Marlon por, supuso Csongor, al menos mil discretos widgets de usuarios en esta enorme pantalla era abrumadora para su cansado cerebro. Pero Marlon parecía haber ahorrado energías durante el viaje por mar y por fin tenía una oportunidad de hacer lo que mejor hacía.

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