Los guardias se echaron a reír al oír eso último.
—Claro, el general lo pagará —dijo uno de ellos. Sacó una moneda de su bolsa y la arrojó al suelo—. Ahí tienes, cógelo.
—Eso no cubre los desperfectos ni con mucho. —El posadero vaciló—. Quiero ver al general Ariakas.
—¡Recógelo! —bramó el guardia, ceñudo.
El comerciante tragó saliva y se inclinó para recoger la moneda de acero. El guardia le soltó una patada en el trasero y el hombre dio con los huesos en tierra.
—Coge el dinero y lárgate. El general Ariakas tiene cosas más importantes que hacer que escuchar tus gimoteos sobre unos cuantos muebles rotos.
—Y como vuelvas a protestar, encontraremos otro sitio donde tomarnos unos tragos —añadió otro de los guardias, dando una segunda patada al infeliz.
El posadero se incorporó trabajosamente, cogió la moneda y echó a andar, cojeando, hacia la ciudad.
—Buen día, teniente Lugash —saludó Balif mientras se aproximaba al puesto de guardia—. Me alegra volver a verte.
—Capitán Balif —respondió el teniente, que a renglón seguido miró de hito en hito a Kitiara.
M i amiga y yo tenemos una audiencia con el general Ariakas a primera hora de la tarde, teniente.
—¿Cómo se llama vuestra amiga? —inquirió Lugash.
—Kitiara Uth Matar —respondió Kit—. Y si tienes alguna pregunta, házmela directamente a mí. No necesito que nadie hable en mi lugar.
Lugash gruñó y la miró ponderativamente.
—Uth Matar. Suena a solámnico.
M i padre era un Caballero de Solamnia —dijo Kitiara, alzando la barbilla—, pero no era un necio, si es eso lo que insinúas.
—Lo expulsaron de la caballería —añadió Balif en voz baja—. Por jugador y por trabajar para gente poco recomendable.
—Eso es lo que ella os ha dicho, señor —se mofó Lugash—. La hija de un solámnico. Podría ser una espía.
Balif se interpuso entre el teniente y Kitiara, que ya había desenvainado a medias la recién adquirida espada.
—Tranquilízate, Kit —le aconsejó mientras ponía una mano sobre su brazo para refrenarla—. Éstos son guardias personales de Ariakas, en nada parecidos a esos caguetas que intentaron propasarse ayer contigo. Son veteranos que han demostrado su valía en batalla y se han ganado el respeto del general. También tendrás que hacerlo tú, Kit. —Balif la miró de reojo—. No será fácil.
»Conoces la información que le di al general sobre Qualinesti —dijo, volviéndose hacia el teniente—. Estabas allí cuando le presenté el informe.
—Sí, señor —contestó Lugash, que seguía con la mano puesta en el puño de su espada y no había apartado la vista de Kitiara—. ¿Qué tiene que ver eso?
—Que fue ella quien la consiguió. —Balif señaló con la cabeza a la guerrera—. El general se quedó muy impresionado, y pidió conocerla. Como ya he dicho, teniente, tenemos una audiencia con él. Déjanos pasar, a los dos, o informaré a tu superior.
—Tengo órdenes, capitán. —El teniente no era de los que se achicaban por una amenaza—. Y esas órdenes dicen que hoy no se permitirá cruzar el río a nadie que no pertenezca al ejército. Vos podéis pasar, señor, pero no voy a tener más remedio que retener a vuestra amiga.
—¡Malditos sean tus ojos! —imprecó Balif, frustrado. Pero el teniente se mantuvo en sus trece, impasible. El capitán se volvió hacia Kitiara—. Espérame aquí. Iré a buscar al general.
—Estoy empezando a pensar que no merece la pena —argumentó la guerrera, que asestó a los soldados una mirada feroz.
—Sí que la merece, Kit —repuso quedamente Balif—. Ten paciencia. Sólo ha habido un malentendido. No tardaré.
Cruzó el puente a paso vivo. Los guardias regresaron a sus puestos, ambos sin perder de vista a Kitiara. Procurando aparentar indiferencia, la mujer se acercó con aire despreocupado al borde del puente y desde allí oteó el Templo de Luerkhisis que se alzaba al otro lado del río de lava.
Balif lo había descrito como impresionante, y Kitiara no tuvo más remedio que darle la razón. La ladera de la montaña había sido excavada a semejanza de la cabeza de un colosal dragón. Los ollares eran la entrada al templo. Dos enormes colmillos eran torres de observación, o eso le había dicho Balif. El inmenso salón de audiencias se encontraba en la boca del dragón. Anteriormente, los clérigos oscuros de Takhisis habían residido allí, pero fueron desplazados con la llegada del ejército. El general Ariakas había establecido su residencia dentro del templo y había ordenado habilitar un cuartel para su guardia personal. Los clérigos oscuros continuaron allí, pero tuvieron que conformarse con otros alojamientos menos suntuosos.
Kitiara se preguntó qué se sentiría ostentando semejante poder. Se reclinó en el parapeto del puente de piedra y contempló con fijeza el edificio, por encima del crecido río de lava; percibía el calor que irradiaba, un calor que los clérigos oscuros intentaban disipar por todos los medios, pero era imposible refrescar la atmósfera por completo. A decir verdad, Ariakas no quería que se enfriara. El calor prestaría ardor a sus soldados, calentándoles la sangre, y los empujaría a irrumpir en Ansalon anegando el continente como un rojo aluvión de muerte. Un ansia impetuosa hizo que Kitiara apretara los puños.
«Algún día conoceré la respuesta —se juró para sus adentros—. Algún día ese poder inmenso será mío.»
Al caer en la cuenta de que estaba mirando pasmada el templo, como una palurda, Kitiara empezó a entretenerse tirando piedras a la corriente de lava. Aunque el río discurría por debajo del puente a bastante distancia, la mujer estaba empapada de sudor. Sin embargo, Balif tenía razón: uno se acostumbraba al olor.
Balif regresó acompañado por uno de los asistentes de Ariakas.
—El general dice que se deje pasar a la mujer llamada Uth Matar —informó el asistente, un capitán—. Y también quiere saber por qué se lo ha molestado por una nimiedad.
El teniente Lugash empalideció, pero respondió con voz firme:
—Pensé que…
—Ése fue tu primer error —le cortó secamente el capitán—. Uth Matar, te doy la bienvenida en nombre del general Ariakas. Hoy el general no celebra audiencia en el templo. Esta tarde la ha dedicado a la instrucción, y me ha pedido que te escolte a su tienda de mando.
—Gracias, capitán —contestó Kitiara con una sonrisa encantadora. Echó a andar por el puente, acompañada por el asistente y por Balif, y al pasar frente al teniente, memorizó hasta el último rasgo de su fea cara.
Algún día pagaría aquella actitud desdeñosa hacia ella.
Había un millar de soldados formados en el campo de prácticas delante del Templo de Luerkhisis, en cuatro filas de doscientos cincuenta hombres cada una. Estaban en posición de en guardia: el pie izquierdo más adelantado que el derecho, escudo levantado y espada aprestada. El cielo estaba despejado y el sol caía a plomo sobre las tropas. El sudor les corría por debajo de los pesados yelmos de acero y resbalaba por sus rostros. Sus cuerpos, embutidos en armaduras acolchadas de prácticas, estaban empapados.
Frente a la formación había un único oficial que lucía una armadura ornamentada de bronce, un bruñido yelmo del mismo metal y una capa azul sujeta a los hombros mediante grandes broches dorados. Llevaba la prenda echada hacia atrás, de manera que los musculosos brazos quedaban al aire. Era un hombre corpulento, de huesos grandes, membrudo. El cabello negro, húmedo por el sudor, asomaba por debajo del yelmo y caía hasta los hombros. Llevaba una espada a la cadera, envainada.
—Preparados para arremeter —ordenó—. ¡Embestida!
Todos los soldados adelantaron un paso y tiraron una estocada al frente, quedándose inmóviles en esa postura. Un millar de voces repitieron al unísono el corto grito de ataque; sobrevino un incómodo silencio. El oficial estaba ceñudo, con las cejas fruncidas bajo el yelmo de bronce. Los hombres se miraron de reojo entre sí, jadeando bajo el sol abrasador.
El general Ariakas había advertido que varios hombres de la primera fila, ya fuera por nerviosismo o por su ansiedad en complacerlo, habían embestido antes de que diese la orden y la arremetida frontal de sus espadas había llegado demasiado lejos. Se habían adelantado sólo un par de segundos, pero ello demostraba falta de disciplina. Ariakas señaló a uno de los soldados infractores.
—Jefe de compañía Kholos, saca a ese hombre de la fila y haz que lo azoten. Nunca hay que adelantarse a la orden, hay que aguardar a que ésta se dé.
Un humano de piel amarillenta y fauces babeantes que denotaban cierta ascendencia goblin —uno de los cuatro oficiales que se encontraban detrás del regimiento— escoltó al soldado hacia un extremo del campo de entrenamiento. A un gesto suyo, dos sargentos armados con látigos ocuparon posiciones.
—Quítate la armadura —ordenó el jefe de compañía.
El soldado obedeció, despojándose de la armadura de prácticas y del grueso farseto que llevaba debajo.
—En posición de firme.
El soldado, inflexible el gesto, se puso muy derecho. El jefe de compañía asintió y los sargentos alzaron los látigos y, por turno, descargaron tres azotes cada uno en la espalda desnuda del hombre. El soldado trató de no gritar, pero al sexto latigazo, con la sangre resbalando espalda abajo, soltó un alarido estrangulado.
Los sargentos, cumplido su cometido, recogieron los látigos y regresaron a su anterior posición, detrás de la formación. El soldado apretó los dientes para contener el dolor cuando el sudor salado resbaló sobre la carne desollada. Bajo la atenta mirada de Ariakas y moviéndose lo más deprisa posible, volvió a ponerse el farseto, que no tardó en mancharse de sangre, y a continuación la armadura.
El jefe de compañía asintió de nuevo y el soldado se apresuró a ocupar su lugar en la fila y adoptó la misma postura de sus compañeros, que seguían en la posición de arremetida frontal. La tensión a la que estaban sometidos sus músculos por la postura forzada hacía que los brazos y las piernas le temblaran.
—Preparados para recuperar —ordenó Ariakas—. ¡Retroceso!
Todos los hombres tiraron hacia atrás de su espada como si la sacaran del abdomen de un enemigo invisible, y volvieron a adoptar la posición de en guardia, esperando con tensión la siguiente orden.
—Mejor —manifestó, impávido, Ariakas—. Preparados para arremeter. ¡Embestida! Preparados para recuperar. ¡Retroceso!
La instrucción continuó casi una hora más. Ariakas hizo un alto en otras dos ocasiones para ordenar azotar a soldados. A esos los escogió de las filas posteriores, evidenciando que estaba muy atento a todos y no sólo a los de la primera fila. Al cabo de una hora Ariakas parecía casi satisfecho. Los soldados se movían como un solo hombre, todos los pies colocados correctamente, todos los escudos alzados en la posición adecuada, todas las espadas cernidas exactamente donde debían estar.
—Preparados para arremeter —empezó Ariakas, pero enmudeció y las palabras quedaron suspendidas en el bochornoso aire.
Uno de los soldados no había obedecido la orden. Se adelantó, saliendo de la primera fila de la formación, y tiró su espada al suelo. Se quitó el yelmo de un tirón y también lo tiró frente a él.
—No firmé para aguantar esta mierda —dijo en voz lo bastante alta para que lo oyeran todos—. ¡Me largo!
Ninguno de los soldados pronunció palabra. Tras una rápida ojeada a su compañero, miraron a otro lado, temerosos de ser tomados por cómplices. Los rostros, pétreos, mantuvieron la vista fija al frente.
Ariakas asintió fríamente.
—Primera línea, cuarta compañía —dijo, dirigiéndose a los compañeros del soldado rebelde—. Matad a ese hombre.
El soldado condenado se volvió hacia sus amigos y alzó las manos.
—¡Chicos, soy yo! ¡Oh, vamos!
Los soldados lo miraron impasibles. El hombre se volvió para echar a correr, pero tropezó con su yelmo y cayó al suelo. Sesenta y un soldados se movieron como uno solo. Tres de ellos, los que estaban más cerca del hombre condenado, repitieron lo que habían estado practicando.
Preparados para arremeter. Embestida.
El hombre profirió un agudo chillido cuando tres espadas atravesaron su cuerpo.
Preparados para recuperar. Retroceso.
Los soldados tiraron de sus armas sacándolas del ensangrentado cuerpo y volvieron a la posición de en guardia. Los gritos del hombre cesaron bruscamente.
—Muy bien —dijo lord Ariakas—. Es la primera vez que he visto un comportamiento disciplinado en el regimiento. Jefes de compañía, que vuestros hombres rompan filas. Veinte minutos de descanso. Y aseguraos de que se les da agua.
En ese momento el general Ariakas fue consciente de que tenía audiencia: una joven estaba a un extremo del campo de entrenamiento, observando, puesta en jarras, la cabeza ligeramente ladeada y con una sonrisa ambigua en los labios. Ariakas se despojó del yelmo, se limpió el sudor de la cara, y echó a andar hacia su tienda de mando, un pabellón en el que ondeaba su bandera, un águila negra con las alas extendidas. Los jefes de compañía se movieron presurosos y ordenaron a sus hombres romper filas. Los soldados, sedientos, se dirigieron hacia los abrevaderos de caballos que había en un extremo del campo de entrenamiento. Haciendo cuenco con las manos, se llevaron a la boca el agua caliente y con sabor a azufre, bebiéndola con ansia, tras lo cual se mojaron el cuerpo. Luego se dejaron caer al suelo, exhaustos, y observaron a los sargentos llevarse arrastrando el cadáver hacia otra zona del campamento. Esa noche los perros del campamento comerían bien.
Ya dentro de su tienda de mando, Ariakas se quitó la capa y la tiró en un rincón. Un asistente lo ayudó a despojarse del pesado peto de bronce.
—¡Maldición, qué calor se pasa ahí fuera! —gruñó el general mientras hacía movimientos para aflojar la tensión de los músculos de la espalda.
Un esclavo entró trayendo una calabaza con agua. Ariakas se la bebió y mandó al esclavo que trajera más; se bebió parte de ésa y se echó por la cabeza lo que quedaba. Luego se reclinó en el catre y ordenó al esclavo que le quitara las botas.
Los cuatro jefes de compañía llegaron ante la tienda y llamaron en el poste de la entrada.
—Adelante. —Ariakas continuó tendido en el catre, relajado.
Los oficiales se quitaron los yelmos, saludaron y esperaron en posición de firmes. Estaban tensos, recelosos.
Kholos, jefe de la cuarta compañía, fue quien habló: