Raistlin, mago guerrero (18 page)

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Authors: Margaret Weis

Tags: #Fantástico, Juvenil e Infantil

BOOK: Raistlin, mago guerrero
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Raistlin no pudo contenerse más. Empezó a toser. Por fortuna, el espasmo no fue de los malos y pasó enseguida, pero bastó para que el sargento frunciese el ceño.

—¿Qué te pasa, chico? ¿Estás enfermo? No será nada que se pegue, ¿verdad?

—M i dolencia no es contagiosa —manifestó Raistlin con los dientes apretados—. ¿Dónde firmo?

—Con todos los demás. —El hombre señaló el papel, torció la boca en un gesto despectivo. Obviamente no tenía uy buena opinión del nuevo recluta—. Ve junto a los otros.

—Pero he venido a…

—Sé por qué estás aquí. —El sargento ni siquiera se mosto en mirarlo—. Haz lo que se te dice. Notando ardor en las mejillas, Raistlin caminó para ocupar su humillante puesto junto al resto de reclutas, que hora lo observaban atentamente, igual que los que esperaban todavía en la fila. Raistlin hizo caso omiso de las miradas, estoico. Ahora sólo esperaba que Caramon no hiciera o dijera algo que atrajera la atención sobre él. Conociendo a hermano, tal esperanza era, en el mejor de los casos, remota.

—Escribe tu nombre —dijo el sargento, que bostezó—. Si no sabes escribir, haz una «X», y ocupa tu puesto allí, a mi izquierda.

—Desde luego, sargento —contestó alegremente Caramon, que escribió su nombre con rúbrica en el papel. . —Grande como un buey —comentó uno de los veteranos—. Y a buen seguro igual de inteligente. —Me gustan grandullones —dijo su compañero—. Así ran más flechas. Lo pondremos en primera línea. —Muy agradecido, señor —manifestó Caramon, complacido—. ¡Oh, por cierto —añadió modestamente—, no cesito entrenamiento! Puedo saltarme esa parte. (—¡O h, vaya!, así que te la puedes saltar ¿no? Raistlin gimió. «¡Cierra el pico, Caramon! —dijo para sus adentros. ¡Cállate y apártate de ahí!»

Sin embargo, su hermano estaba encantado con ser el centro de atención.

—Sí, sé cuanto hay que saber sobre la lucha. Tanis me enseño.

—Así que Tanis te enseñó, ¿verdad? —dijo el sargento, que se inclinó hacia adelante. Los soldados se habían tapado la boca con la mano, y se mecían sobre los talones, disfrutando de lo lindo—. ¿Y quién es ese tal Tanis?

—Tanis el Semielfo —contestó Caramon. k —Un elfo. Un elfo te enseñó a luchar.

—Bueno, en realidad, mayormente fue mi amigo, Flint. Es un enano.

—Entiendo. —E l sargento se acarició la curtida mejilla—. Un elfo y un enano te enseñaron a combatir.

«¡Cállate, Caramon», instó mentalmente Raistlin, desesperado.

—Y también Tasslehoff Burrfoot —continuó Caramon, sin prestar atención a la orden mental de su gemelo—. Es un kender.

—Un kender. —El sargento puso cara de asombro—. Un elfo, un enano y un kender te enseñaron a luchar. —Se volvió hacia los soldados, que tenían el rostro congestionado por el esfuerzo de contener la risa—. Chicos —dijo solemnemente—, decidle al general que dimita. Aquí tenemos a su sustituto.

Aquello fue demasiado para uno de los hombres, que emitió un ahogado gemido y empezó a patear el suelo con un piten un intento desesperado de reprimir las carcajadas. El otro perdió la compostura y no tuvo más remedio que darse media vuelta. Sus hombros se sacudían, y el hombre tuvo que limpiarse las lágrimas que le corrían por las mejillas.

—¡Oh, eso no será necesario, señor! —se apresuró a asegurarle Caramon—. Todavía no soy tan bueno.

—Vaya, así que el general puede quedarse, ¿no? —preguntó el sargento. Una comisura de sus labios sufrió una especie de tic.

—Sí, puede quedarse —concedió Caramon.

Raistlin cerró los ojos, incapaz de seguir mirando la escena.

—Gracias. Apreciamos tu generosidad —contestó el sargento, en apariencia profundamente agradecido—. Y ahora —miró la lista—, Caramon Majere… —Hizo una pausa antes de inquirir—: ¿O he de decir sir Caramon Majere?

—N o, yo no soy el caballero —dijo Caramon, deseoso de que no hubiese ningún malentendido—. Ése es Sturm, otro amigo mío.

—Ya veo. Bien, ocupa tu sitio en la fila con los demás, Majere —ordenó el sargento.

—Pero ya he dicho que no hace falta que perdáis tiempo entrenándome —insistió Caramon.

El sargento se puso de pie, se inclinó sobre la mesa y susurró:

—N o quiero que los otros se sientan mal. Podrían desanimarse y renunciar. Así que, ¿querrás hacerme el favor de seguirme el juego, sir Caramon?

—Claro, no faltaba más —aceptó magnánimamente el mocetón.

—¡Ah, por cierto, Majere! —añadió el sargento cuando Caramon se dirigía ya hacia la fila para reunirse con su vejado gemelo—. Si el jefe instructor, que es maese Quesnelle, comete algún error, no dejes de decírselo. Agradecerá tu ayuda.

—Sí, señor, lo haré —contestó Caramon. Sonriente, se reunió con su hermano—. Caray, ese sargento es un buen tipo.

—Eres el mayor idiota que hay en el mundo —masculló Raistlin entre dientes, furioso.

—¿Eh? ¿Yo? ¿Qué he hecho ahora? —demandó Caramon, estupefacto.

Raistlin se negó a discutir con él. Le dio la espalda para ver a Cambalache acercarse a la mesa. El sargento miró al joven.» —Mira, chico, ¿por qué no vuelves corriendo a casa? Regresa dentro de diez años, cuando seas mayor.

—Ya soy lo bastante mayor —contestó con aire seguro Cambalache—. Además, sargento, me necesitáis.

El sargento se frotó las sienes.

—¡Oh, sí! Claro. Dame una buena razón.

—Os daré varias. Lo mío es el trapicheo, y soy muy bueno. Cualquier cosa que necesitéis, yo puedo conseguirla. Más aún, puedo trepar por cualquier pared y meterme en túneles en los que un ratón rehusaría entrar. Soy ágil y rápido y muy bueno con un cuchillo en la oscuridad. Puedo caminar por un bosque tan en silencio que, en comparación, las orugas hacen temblar el suelo. Puedo colarme por la ventana de un tercer piso y coger el guardapelo de oro del cuello de una dama mientras le robo un beso, y ella ni me verá ni me oirá. Eso es lo que puedo hacer por este ejército, sargento. Y más cosas.

Los veteranos habían dejado de reírse y observaban a Cambalache con interés. También el sargento.

—Y eres capaz de convencer a una mosca de que te dé sus alas porque a ella no le hacen falta. —El sargento observó detenidamente al joven—. Está bien, escribe tu nombre. Si consigues sobrevivir al entrenamiento, podrías serle de utilidad al barón.

Raistlin sintió un golpecito en el hombro y se volvió.

—¿Eres tú el mago? —preguntó innecesariamente el soldado, ya que Raistlin era el único hombre en el patio vestido con ropas de hechicero. Acompáñame.

Raistlin asintió y salió de la fila. Caramon lo siguió de inmediato.

—¿También eres mago tú? —inquirió el soldado, deteniéndose.

—No, soy guerrero. Ese es mi hermano, y donde va él,

voy yo.

—¡Ahora no, Caramon! —espetó Raistlin en voz baja.

—Tengo órdenes de llevar al mago, así que regresa a tu sitio, basca.

—Nosotros no nos separamos nunca. —Caramon tenía fruncido el ceño.

—¡Caramon! —Raistlin se volvió hacia su gemelo—. Ya me has avergonzado de sobra hoy. Haz lo que te dicen. ¡Regresa a la fila!

El semblante del guerrero enrojeció y después se puso pálido.

—Claro, Raist—farfulló—. Si es eso lo que quieres…

—Eso es lo que quiero.

Caramon, dolido, volvió a la fila y ocupó su sitio junto a Cambalache.

Raistlin siguió al soldado a través de las puertas y entró en el castillo del barón.

12

El soldado condujo a Raistlin al patio interior, donde reinaba un gran ajetreo. Había grupos de soldados que reían y charlaban o estaban en cuclillas jugando a las tabas —que consistía en lanzar esos huesos de cordero al aire y cogerlos del modo establecido— o a otro juego, en el que tiraban monedas contra el muro.

Había mozos que entraban y salían de los establos llevando caballos y perros por todas partes. Un sirviente tenía agarrado por la oreja a un kender que no dejaba de chillar y lo arrastraba hacia las puertas. Algunos soldados lanzaron ojeadas curiosas o lo miraron descaradamente cuando Raistlin pasó ante ellos. Los comentarios groseros acompañaron al mago a lo largo del recorrido.

—¿Dónde vamos, señor? —preguntó Raistlin.

—A los barracones —contestó su guía, mientras señalaba una hilera de edificios de piedra bajos, jalonados de ventanas.

El soldado entró por la puerta principal de los barracones y condujo a Raistlin por un frío y oscuro pasillo al que daban los cuartos donde se alojaban las tropas. A Raistlin le impresionó el orden y la limpieza del edificio. El suelo de piedra aún estaba húmedo tras haber sido fregado esa mañana, se había echado paja limpia en los suelos de los dormitorios, los petates de dormir estaban recogidos y colocados ordenadamente. Todos los objetos personales de cada hombre estaban envueltos en el petate.

El pasillo desembocaba en una escalera de caracol que descendía, y el soldado bajó los peldaños de piedra, seguido de Raistlin. Al final de la escalera había una puerta; el soldado se paró ante ella y llamó con fuerza en la hoja. Al otro lado se oyó el estrépito de cristal al romperse.

—¡Grandísimo hijo de perra! —chilló una voz irritada—. ¡Has hecho que tire mi poción! En nombre del Abismo, ¿qué quieres?

El soldado esbozó una mueca y guiñó el ojo a Raistlin.

—Tengo un nuevo mago, señor. Dijisteis que lo trajera aquí.

—¿Quién demonios podía imaginar que ibas a ser tan condenadamente rápido?

—Si queréis me lo llevo, señor —dijo el soldado, que habló en tono respetuoso.

—Sí, hazlo. No, un momento. Que limpie él este desbarajuste, ya que ha ocurrido por culpa suya.

Se oyó el sonido de pisadas, seguido del chasquido de un cerrojo, y la puerta se abrió.

—Te presento al maestro Horkin —dijo el soldado.

Tratándose de un mago guerrero, Raistlin había esperado encontrar a un hombre alto, poderoso, inteligente; un hombre que inspirara temor reverencial o, al menos, respeto. El padre de Lemuel había sido mago guerrero. Lemuel se lo había descrito a menudo, y Raistlin había descubierto su retrato en la Torre de la Alta Hechicería: un hombre de gran estatura, cabello negro con mechones blancos, nariz aguileña, ojos de halcón y las manos de huesos delicados y dedos largos, propias de un artista. Ese era su ideal del aspecto que debía tener un mago guerrero.

Al ver al individuo plantado en el umbral, mirándolo furibundo, el ideal de Raistlin estalló en mil pedazos que se llevó el viento de la desilusión.

Era muy bajo —a Raistlin le llegaba al hombro—, pero lo que le faltaba de estatura lo compensaba en circunferencia. Aunque relativamente joven —debía de estar rondando los cincuenta—, no tenía un solo pelo, pero no sólo en la cabeza, sino tampoco cejas ni pestañas. Su cuello era grueso, sus hombros, anchos, y unas manos que parecían jamones; no era de extrañar que hubiese dejado caer la delicada botella de la poción. Su semblante estaba congestionado, colérico, y sus iracundos ojos tenían un color azul que resaltaba más con el enrojecimiento de la cara.

Empero, no fue su extraño aspecto lo que hizo que Raistlin se pusiera tenso ni que sus labios se atirantaran en una mueca. El mago —y llamarlo con ese término era hacerle un cumplido que seguramente no merecía— vestía una túnica marrón. Marrón, el color que era la marca de aquellos que no se habían sometido nunca a la Prueba en la Torre de la Alta Hechicería; la marca de un mago que no poseía habilidad suficiente para superarla o que carecía de ambición para intentarlo, o que, quizá, le asustaba hacerlo. Fuera cual fuese la razón, lo cierto es que ese hombre no se había comprometido con la magia, no se había entregado a ella. Raistlin no podía sentir respeto por semejante hombre.

En consecuencia, se llevó una sorpresa y se sintió picado en su amor propio cuando vio su desprecio reflejado en el gesto del otro. El mago de túnica marrón estaba observándolo de un modo nada amistoso.

—¡Oh, por amor de Luni, me han enviado a un condenado mago de la Torre! —gruñó Horkin.

Para gran mortificación de Raistlin, en ese momento lo asaltó un acceso de tos. Por fortuna, remitió enseguida, pero este contratiempo no contribuyó precisamente a impresionar a Horkin.

—Y encima, enfermo —añadió con desprecio—. ¿Para qué demonios sirves, Túnica Roja?

Raistlin abrió la boca, dispuesto a enumerar sus habilidades con orgullo.

—Apuesto a que sabes lanzar un conjuro de sueño —se adelantó Horkin, contestando a su propia pregunta—. De mucho nos serviría eso. Regalar una agradable siestecita al enemigo en el campo de batalla, para que así se despierte descansado y despejado, listo para rajarnos en canal. ¿Y tú qué haces ahí plantado como un pasmarote? —increpó al soldado—. Imagino que tendrás trabajo que hacer.

—Sí, maestro Horkin, señor. —El soldado saludó, giró sobre sus talones y se marchó.

Horkin agarró a Raistlin del brazo y lo metió en el laboratorio con un tirón que a poco no dio con sus huesos en tierra, y cerró tras él de un portazo. Raistlin miró en derredor con mal disimulado desprecio y vio cumplidos sus peores temores. El supuesto laboratorio era una oscura habitación subterránea de piedra. Unos cuantos libros de hechizos muy manoseados se alineaban tristemente en un estante. En la pared colgaban varias armas: cachiporras, mazas, una espada deteriorada y otros artilugios de aspecto siniestro que Raistlin no identificó. Un armario destartalado y lleno de manchas contenía frascos llenos con distintas especias y hierbas.

Horkin soltó al joven mago y lo miró de arriba abajo, como sopesándolo, del mismo modo que habría hecho con una res descuartizada y expuesta en el mostrador de un carnicero. Obviamente no sacó muy buena impresión de lo que vio.

Raistlin se puso tenso bajo el insultante escrutinio.

Horkin se puso las carnosas manos en la cintura, más o menos. Su cuerpo tenía forma de cuña, con los hombros y el tórax conformando la parte más ancha.

—Me llamo Horkin,
maestro
Horkin para ti, Túnica Roja.

—Mi nombre es… —empezó Raistlin, envarado, pero Horkin lo hizo callar alzando una mano.

—N o me interesa tu nombre, Túnica Roja. No quiero saberlo. Si sobrevives a las tres o cuatro primeras batallas, entonces, tal vez, te lo pregunte, pero no antes. Solía aprenderme los nombres, pero era una maldita pérdida de tiempo. No bien acababa de conocer a un pipiólo, estaba listo y tieso en mis brazos. Ahora ya no me molesto. Sería llenarme la cabeza con información inútil. —Sus azules ojos se apartaron de Raistlin—. Vaya, qué bonito es ese condenado bastón —dijo, contemplando el cayado con mucho más interés y respeto que al joven mago. Alargó los gruesos dedos hacia el bastón.

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