Sin embargo había una explicación muy sencilla para lo que a todos les había parecido un maleficio sobrenatural. En efecto, advertí que como el documento había sido arrollado de modo muy prieto, debido a la humedad el texto se había calcado en el dorso de la columna que lo rodeaba dejando la columna original en blanco. Así, la transferencia de la escritura y su inversión no habían sido intencionadas. Era sólo un accidente. De todos modos, para leerlo bastaba con mirarlo en un espejo, y lo hice sin esperar más. Las letras arameas reaparecieron en su orden natural, tal como las había trazado la mano de un escriba.
¡Ay! ¿Por qué no presté más atención cuando mi padre me enseñaba las antiguas letras? ¿Por qué no procuré ser más sabio, en vez de perder el tiempo en vanas ocupaciones? ¿Por qué se me infligía aquella aflicción? ¡Estar tan cerca del objetivo y no poder alcanzarlo!
Dos horas más tarde, me hallaba aún en el mismo estado de ignorancia que varios meses antes.
«Heme aquí, como un insensato, cuando creí ser prudente. ¿Soy acaso un mar o algún gran pez para que así me hayas encerrado?»
Sólo algunos especialistas podían descifrar la pequeña caligrafía elíptica y prieta de los escribas de Qumrán. Sin la ayuda de mi padre me era imposible traducirla, pues la mitad de las letras habían desaparecido, y la lectura en estas condiciones era un arduo trabajo de interpretación, de adivinación casi. Leí y volví a leer hasta que las letras alucinaron mis ojos y me aturdieron con su danza infernal. Pero no comprendía lo que estaba leyendo. Ya sólo podía contemplar el viejo pergamino desgastado, que tanto había deseado, como un ignorante, un insensato que carece de sabiduría.
«La sabiduría vale más que todos los instrumentos de guerra. Y un solo hombre pecador hace perder grandes bienes.»
No sabía qué hacer. Naturalmente, no se trataba de recurrir a otro sabio. Aunque hubiese conocido a gente capaz de transcribirlo, no estaba ya seguro de nadie. Sin embargo, estaba claro que era necesario ir a Israel, donde se hallaba el tesoro y tal vez mi padre. No quería soltar a Kair, temiendo que avisara a sus cómplices. Pero tampoco él parecía querer partir. Nos ofreció un pacto: puesto que todos buscábamos el significado del pergamino, ¿por qué no nos aliábamos? En efecto, nos convenía no separarnos de Kair.
—Ahora me necesitas; ¿quién podría vigilarle, si no? —me dijo Jane.
—Podré hacerlo solo. Y no creo que escape. Tiene demasiado miedo y no le interesa, porque le busca la policía. Nos necesita para protegerle en las fronteras y ocultarle.
—Pero tú no puedes correr el riesgo de perderlo. Y no podrás estar, al mismo tiempo, con él y buscando a tu padre.
—Me las arreglaré —respondí secamente.
—Muy bien. Si lo tomas así, me veré obligada a emplear otros medios. Si te niegas a llevarme contigo a Israel, lo contaré todo a la revista. Se lo diré todo a mi jefe, Barth Donnars que, sea dicho de paso, busca frenéticamente el manuscrito desaparecido. Créeme, con un buen artículo terminará contigo de un bocado.
—¡No vas a hacerlo! —exclamé pasmado.
—No, no voy a hacerlo. En cambio, sería muy capaz de seguirte a tu pesar. A fin de cuentas, no necesito tu autorización para ir a Israel. Y el manuscrito me pertenece un poco…
Una ayuda contra uno mismo; eso era la mujer. Yo sabía que no debía ceder; prolongando nuestra asociación, corría el riesgo de atarme a ella más aún de lo que ya lo estaba. Pero la vi tan decidida que la dejé actuar.
Así, el curioso equipo se puso en camino hacia Israel, donde se hallaba, lo presentía, la solución de todos los problemas.
Mil recuerdos me asaltaron en el avión, a medida que íbamos acercándonos: Jerusalén en un ocaso de final de estío, bajo la fresca brisa, casi glacial a veces, algunos anocheceres en los que se presiente ya el invierno; la luz dorada que, en aquellos instantes de gracia crepuscular, cubre los muros blancos de la ciudad vieja con un tinte ocre, y baña el monte de los Olivos con una aureola azafranada, que se ignora si procede del sol, de la luna, del firmamento, de las estrellas, de los relámpagos, de las rosas o de los candelabros, o quizá de todo a la vez.
Recordaba uno de los barrios más antiguos, fuera de los muros de la ciudad vieja, Nahalat Shivah, que el mundo contemporáneo intenta anexionarse. En una de sus puertas se halla Kahl Hassidim, una pequeña sinagoga a la que acudía a veces, una de las más viejas de la ciudad. Sus muros estaban cubiertos de placas que conmemoraban vidas que habían vuelto al polvo mucho tiempo atrás.
En las estrechas calles, los peatones andaban por las aceras y saltaban de un lado a otro cada vez que pasaba un coche, o eran los vehículos los que subían a las aceras para evitar atropellarlos. Algunos pasajes eran tan exiguos que sólo se podía andar en fila india.
Me parecía ahora que el nuevo mundo y los tiempos modernos asediaban las viejas arterias. Las murallas de salvación y los porches de loanza, apenas iluminados por la claridad del día, apenas acariciados por el fulgor de la luna, parecían dispuestos a arder.
«Levántate, le dijo a su pueblo, resplandece, pues ha llegado tu luz y la gloria de Dios brilla sobre ti. Pues he aquí que las tinieblas cubren la tierra y una oscura bruma está sobre las naciones, y sobre ti brilla Dios, sobre ti se manifestará su gloria.»
Fue una felicidad inmensa ver de nuevo mi tierra. En el avión, apenas pude contener mi impaciencia, como si algo fabuloso fuera a suceder cuando llegáramos, algo nuevo, un cambio capital. Y, efectivamente, aquello ocurrió. Cuando llegamos a las cercanías del país, contemplé desde muy arriba la larga playa de Tel Aviv, su fértil mar y sus grandes construcciones. Era como un regreso, una
alyah
. Tuve la sensación que tienen los nuevos inmigrantes de recuperar un lugar perdido desde hacía siglos, cuando aquel lejano paraje, nunca visto, nunca conocido, resulta ser su casa. Recuperé una identidad. No era nadie en aquella diáspora donde buscaba desesperadamente otros judíos parecidos a mí. Aquí me reconquistaba, era yo de nuevo. No necesitaba ya combatir para justificar mi existencia. No buscaba ya una comunidad. Aquí estaba el descanso, donde todo manaba de su propia fuente. Durante siglos, conocí la diáspora. Ahora, regresaba. El judío errante dejaba su equipaje.
El aire tibio que nos envolvió deliciosamente cuando bajamos del avión, me caldeó el corazón. En el taxi que nos llevaba a Jerusalén, sentí inmediatamente una paz inmensa. En ninguna parte me había embargado tanto aquel sentimiento de bienestar, de estar allí. Algo extraordinario, una experiencia única, de la que yo formaba parte, estaba desarrollándose; aquí todo tenía otro sentido y no necesitaba luchar por mi vida.
La carretera inició la primera curva: era la señal de que ascendíamos hacia Jerusalén. Aquel camino, que había recorrido mil veces, me produjo sin embargo verdadera impaciencia. No era sólo la de regresar a casa, ni la llamada del país, del descanso y de la restauración tras un largo viaje. A medida que íbamos ascendiendo, advertía que esperaba llegar arriba como se espera un mundo mejor. Tenía ante mí la visión de las primeras murallas, que se hacía cada vez menos difusa, hasta que fueron por completo reales; mientras, mí corazón saltaba de júbilo al oír su llamada y mi alma se elevaba al ritmo de la subida. Sentí que lo Divino acudía a mí; estaba embriagado. Me dije que pronto iba a encontrarle. Y entonces reconocí la sensación que me embargaba: era una impaciencia escatológica. El sentimiento de Dios me llenaba y hacía estremecer mi alma. Me sentía turbado.
Me vino a la memoria un salmo. Decía que si titubeaba, Dios, en su benevolencia, me salvaría para siempre; que si tropezaba, la justicia de Dios me justificaría para siempre; que si se iniciaba la opresión, me salvaría de la fosa; fortalecería mis pasos en el camino. Decía que en la verdad de su justicia, me había juzgado, que por la abundancia de su bondad todas mis iniquidades eran expiadas; por su justicia, me purificaba de la mancilla del hombre y del pecado de los hijos del hombre, para que fuera alabada la justicia de Dios y la majestad del Altísimo.
¡Te doy gracias, oh Adonai!
Pues no me abandonaste
cuando estaba exiliado en un pueblo ajeno,
pues no me juzgaste según mi falta,
y no me abandonaste por las infamias de mi inclinación,
sino que socorriste mi vida preservándola de la fosa.
Pusiste mi alma para el juicio
entre leones destinados a los hijos de la culpa,
leones que quiebran los huesos de los fuertes,
y que beben la sangre de los valerosos.
Y me colocaste en un lugar de exilio entre numerosos pescadores
que extienden una red en la faz de las aguas,
y entre los cazadores enviados contra los hijos de la perversidad.
Y allí, por el juicio, me ayudaste,
y fortaleciste en mi corazón el secreto de verdad;
y aquí vino la alianza hacia quienes la buscan;
y cerraste las fauces de los cachorros de león,
cuyos dientes son como espada
y los colmillos como lanza aguzada,
llenos de veneno de serpientes.
Todos sus designios tendían a despedazar
y estaban al acecho;
pero no abrieron contra mí sus fauces.
Pues tú, oh Dios mío, me habías ocultado
a la mirada de los hijos de hombre
e hiciste venir a mí tu ley
hasta el tiempo en que me fue revelada tu salvación.»
Una intuición divina me exaltó el corazón y el espíritu, y me llevó, a toda costa, hacia la unión con el Creador. Por su Nombre, invoqué el de mi padre, como si estuviera allí, como si estuviera en mí y yo fuera él, como si fuera el propio Dios quien me anunciara que no había muerto, que estaba vivo, que vivía a través de mí y a través de él, y que pronto le recuperaría, y así estaríamos todos unidos. Fue un consuelo. La razón me ordenaba no desfallecer, y me decía, con páginas que conocía muy bien, que lo instantáneo de la intuición sobrenatural era sólo la pereza del pensamiento y el reverso de un racionalismo empantanado en la imaginación. Pero la razón era vana, el hecho inexplicable; me sentía arrebatado.
La ciudad no era gran cosa, y no puedo decir que fuera importante, en el moderno sentido del término. De hecho, no habría debido estar allí en absoluto. Como Ur de Caldea y la antigua Babilonia, habría debido convertirse, hacía ya mucho tiempo, en un montón de piedras, la morada de los bueyes. ¿Por qué cambiaron su nombre? ¿Para no borrarlo? Pero el imperio bajo el que eso ocurrió se había derrumbado también, y entre el polvo y la ceniza de las destrucciones, la Jerusalén reconstruida seguía sobreviviendo. Bajo el peso de los milenios, ni los bizantinos, ni los persas, ni los abasidas, ni los de Bagdad, ni los fatimíes, ni los mamelucos, ni los egipcios, ni los otomanos, ni los ingleses la dominaron por toda la eternidad.
La eternidad, es decir Jerusalén. Es decir las escaleras de piedra que giran en torno a la ciudad como la desposada en torno al esposo, siete veces, las siete puertas de la ciudad, como las siete velas del candelabro, y como los siete días de la semana y el séptimo delante del primero, el muro de dorados fulgores, de cabezas ensombreradas, de las plegarias y los votos susurrados, y por encima del muro la colina del Templo, donde el primer padre desafió al Eterno, que maldijo las moradas de los hombres vomitados por la tierra. Es decir las escarpadas laderas de las colinas, más allá de la puerta de las cosas inmundas, en donde la ciudad del rey conquistador, acurrucada junto a la ladera del valle del Kidron, bebía en la fuente única de lo inagotable sin agua y, por encima, el monte de los arbolitos, tierra milenaria de las almas excelsas, y al fondo del valle, la tumba del hijo rebelde y la pirámide del profeta encolerizado, los pilares para los cielos, los bajorrelieves esculpidos para la tierra. Es decir la tumba del rey guerrero, transformada en mezquita de abovedados techos a la luz vacilante de las velas, y la sala adyacente, la estancia de los pergaminos profanados, autos de fe humanos, páginas quemadas, palabras escarnecidas. Es decir el camino doloroso, la sangrienta marcha de los oprimidos, mano de hierro y cruz mesiánica, y las estaciones de sufrimiento, y la consumación del calvario, posteridad de los hombres, abandono celeste. Es decir la mezquita de Omar sostenida por las columnas de las que colgará la balanza para pesar cada alma en el juicio final. Es decir las cifras romanas y las misteriosas inscripciones en los muros, en el suelo y en el subsuelo trepanado, las onduladas cornisas de las casas, las blancas moradas, la piedra nueva, y la llamada del monte sagrado, hacia Ezra y Nehemías de nuevo en casa después del exilio, de los guetos de Sanz, Mattersdof, Ger o Bez, de los mellahs y las casbahs, y que supieron, a su regreso, descifrar la ciudad y leer en los muros insondables, mancillados por el polvo y llenos de hediondas moscas: ésta es mi tierra; y nunca la olvidaré.
Cuando sale el sol sobre las colinas de Judea, la ciudad vieja queda en la sombra. Pero a través del valle del Kidron, al este, hay un monte que captura siempre los menores rayos. El cementerio judío más antiguo del mundo está en sus laderas y, a sus pies, los olivos y los cipreses dan testimonio de ese lugar, llamado antaño Getsemaní, prueba evidente de las cosas pasadas hace mucho tiempo, de las cosas ocultas desde la fundación del mundo: aquí, en su loco deseo de preservar el pasado, el hombre fue capaz de repudiar los simulacros. Es fácil, cuando palidece la luz en la colina, conjurar la mala fortuna de la desilusión y el desencanto. Es el lugar que gustó a Jesús, donde buscó la paz, donde oró en soledad. Allí encontró abrigo para pasar la noche. Allí también, dicen, fue traicionado.
Más lejos, al otro lado de las colinas, obligan al desierto a retirarse. Más abajo, tras las almenas, se levanta la ciudad, que soporta su antigüedad con una desconcertante despreocupación. En su centro, el muro. En su seno, el centro invisible, el Templo dos veces destruido, el santo de los santos, en el corazón de los antiguos palacios de oro y de cedro, la casa donde Dios podría siempre albergarse. Nadie tenía derecho a entrar allí, salvo el sumo sacerdote, el día de Kippur. Se cuenta que el día en que el Templo fue saqueado, un general romano entró precipitadamente allí para saber por fin, para ver aquel lugar que los judíos reservaban a Dios. Quería averiguar el secreto. Pero cuando levantó la cortina del lugar sagrado, no encontró nada. Allí —en el centro de todos los centros, el lugar por excelencia, el ardiente corazón de Jerusalén, el abrasado corazón del Templo—, allí había sencillamente un lugar vacío, un vacío de lugar. «Vanidad de vanidades, todo es vanidad.»