Qualinost (11 page)

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Authors: Mark Anthony & Ellen Porath

Tags: #Fantástico

BOOK: Qualinost
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La violencia de la pelea se intensificó en pocos momentos. Porthios luchaba para defenderse, pero Tanis lo hacía impulsado por una rabia ciega. Porthios, mayor y más rápido, eludía las maniobras de Tanis. Pero la sangre humana del semielfo le daba una fuerza de la que carecía el esbelto elfo. En consecuencia, aunque los puñetazos de Porthios habían llovido sobre el semielfo en principio, no pasó mucho tiempo antes de que Tanis advirtiera que las tornas volvían a su favor.

—¡Muchachos! ¡Muchachos! —La nueva voz penetró a través de la bruma de cólera que envolvía el cerebro de Tanis.

El zumbido de los oídos cesó el tiempo suficiente para que advirtiera la presencia de lord Xenoth. El anciano consejero brincaba histérico entre ambos contendientes, y ninguno de los tres reparaba ya en el aguacero que se precipitaba sobre ellos. El tinte de la túnica de Porthios había desaparecido hasta dejar un tono verde amarillento, y la pechera estaba desgarrada desde el escote hasta el abdomen. Un hilillo de sangre escurría de la comisura de sus labios, y la hinchazón le cerraba un ojo. La vestidura de Xenoth estaba embarrada. Tanis miró sus propias ropas; un mocasín también embarrado estaba tirado junto al banco. El tono sepia de sus polainas había desaparecido bajo una capa de barro pringoso. Y el arco —el objeto que había dado pie a toda esta situación— estaba hecho trizas a sus pies. Aunque tenía la camisa salpicada de sangre, no parecía estar herido, salvo algunas magulladuras y pequeños cortes.

Entonces Tanis se quedó sin aliento. En el sendero, partida en pedazos, yacía la talla de Flint.

Mientras el jadeante Xenoth ayudaba a Porthios a entrar en palacio en tanto que chillaba: «¡Esto no quedará así, semielfo!», Tanis cayó de rodillas y recogió con ternura los fragmentos del juguete de madera. Uno de los peces había salido indemne, pero la fina cadena que lo sujetaba al aspa se había roto; la misma aspa había desaparecido. Y la base, la encantadora representación de un rocoso lecho de arroyo, se había partido por la mitad. Recogió todos los fragmentos, ya que encontró el aspa en un charco, a cinco pasos de distancia, y los envolvió en el pico de su camisa.

Tanis alzó la vista. Las puertas se cerraron con un seco golpe tras Xenoth y Porthios, y se encontró solo en el patio. La lluvia seguía cayendo.

El Orador de los Soles avanzaba a largas zancadas por el corredor; los vuelos de su túnica verde ondeaban tras él como una extraña nube tormentosa en la que el repulgo dorado semejaba el destello de un relámpago. Pero era el brillo de sus ojos lo que hacía que los sorprendidos sirvientes y cortesanos se apartaran con premura de su camino mientras recorría el palacio en dirección a los aposentos de la familia. Todos sabían por experiencia que el Orador no se dejaba llevar fácilmente por la ira, pero que, los dioses ampararan a aquellos infortunados que se ponían en su camino cuando por fin se despertaba en él la cólera.

—¡Tanis! —llamó con severidad mientras abría la puerta del dormitorio del semielfo—. ¡Tanthalas!

El cuarto estaba a oscuras, pero una figura, perfilada por la luz rojiza de Lunitari que penetraba por la ventana, se movió en el lecho.

—Tanthalas —repitió Solostaran. La figura se sentó.

—Sí. —La voz semejaba plomo: pesada, inexpresiva, inconmovible.

El Orador se acercó a una lámpara y la encendió. Se volvió hacia la figura sentada en la cama, y se quedó sin aliento.

Moretones y arañazos surcaban la blanca piel del rostro y los brazos de Tanis. El muchacho cambió de postura, inhaló entrecortadamente y se llevó la mano al costado, pero al instante adoptaba una postura más erguida.

Con el paso de los años, Solostaran había aprendido a contener sus emociones y ocultarlas bajo una máscara de fría indiferencia ante la corte. Aquel entrenamiento lo ayudó ahora para mantener la serenidad mientras observaba a su sobrino adoptivo a quien tanto afecto profesaba, como si verlo con un montón de magulladuras y cortes fuera un acontecimiento diario.

El Orador siguió de pie, y su voz mantuvo un tono frío.

—A fuerza de ser sincero, te diré que Porthios ha rehusado darme una explicación de lo ocurrido. Y, al parecer, ha intimidado, coaccionado o engatusado a todos los que estaban presentes, incluso, para mi sorpresa, a lord Xenoth, para que guarden también silencio. ¿Me contarás tú lo que sucedió hoy en el patio?

El muchacho no salió de su mutismo. Agachó la cabeza y negó en silencio.

—En cierto modo, no me sorprende tu reticencia, Tanthalas —prosiguió la voz del Orador con severidad—. Y no te forzaré, aunque ello estuviera en mi mano, a que hables. Este asunto parece ser algo que habréis de solucionar entre Porthios y tú. Pero, te diré una cosa. —Hizo una pausa—. ¿Me estás escuchando?

El joven asintió con un gesto de la cabeza, pero no alzó la vista. El Orador prosiguió:

—Bien. Entonces, atiéndeme: que no se repita algo semejante. Jamás. No consentiré que mi hijo y mi... sobrino se revuelquen en el barro, comportándose como..., como...

—Como humanos —completó la frase Tanis con voz queda. Las palabras parecieron flotar como sombras en el aire. Solostaran suspiró, buscando otro modo de expresar su idea, pero decidió que la rudeza tendría tal vez mayor efectividad.

—Ya que tú lo dices, sí. Como humanos.

El muchacho aguardó unos segundos y después asintió otra vez en silencio. Solostaran se acercó a él; Tanis tenía algo en las manos. ¿Un pez tallado en madera? Una súbita sospecha surgió en el Orador.

—No me digas que un juguete roto es la causa de todo ese jaleo —dijo.

Al no recibir respuesta del muchacho, Solostaran suspiró y se dispuso a marchar.

—Ordenaré a Miral que traiga algunos ungüentos. Procura dormir. —Su voz se tornó más afable—. ¿Quieres que te mande algo o que venga alguien, Tanthalas?

Cuando se produjo la respuesta, sonó tan apagada que el Orador apenas escuchó las palabras.

—Flint Fireforge.

6

Un nuevo amigo

—Puedes tirar eso junto al horno, muchacho —dijo Flint mientras entraba en su taller.

Con un gruñido de alivio, Tanis soltó el pesado saco que cayó a plomo en el suelo.

—No es preciso que sigas mis instrucciones al pie de la letra, muchacho —rezongó el enano mirando al jadeante semielfo mientras soltaba a su vez el saco que cargaba a la espalda.

—Lo siento —se disculpó Tanis en voz baja, a la vez que se frotaba el dolorido hombro.

Los dos acababan de regresar de una excursión para extraer mineral de una veta, aunque el muchacho todavía no alcanzaba a comprender cómo se había dejado convencer por el enano para que fuera con él. Un par de horas antes, bajo las primeras luces del alba, Flint había encabezado la marcha, hacia el sur de la ciudad, con unos sacos vacíos en la mano. Tras un agradable paseo de un par de kilómetros, el bosque dio paso a un afloramiento rocoso sembrado de piedras cubiertas de óxido que Flint identificó como guijos de hierro. Diez minutos después, Tanis se tambaleaba bajo el peso de la carga que el enano le había aupado sobre los hombros.

—¿No sería más sencillo traer un animal de carga que lo llevara en la grupa? —había preguntado el semielfo con los dientes apretados.

—¿Un animal de carga? —repitió Flint con un resoplido—. ¿Estás mal de la cabeza? ¡Por Reorx! Ningún enano en su sano juicio confiarla a una bestia chiflada el transporte de su mineral.

Tanis comprendió que no tenía sentido discutir con el enano. Flint se había echado a la espalda su saco, que debía contener cinco veces más peso que el de Tanis, como si estuviera lleno de plumas, y había iniciado el camino de vuelta a la ciudad. Tanis le había seguido en medio de tropezones y bamboleos, a la vez que se aconsejaba a si mismo tener más cuidado la próxima vez que el enano le sugiriera ir «a dar un agradable paseíto».

El muchacho había visitado a Flint casi a diario desde que el Orador había enviado al enano un mensaje una tarde a última hora, hacía una semana, en el que le pedía que visitara al semielfo en sus aposentos de palacio. No es que hubieran hablado de cosas muy importantes durante aquella visita, pues la conversación versó acerca del tiempo, de Solace, de la artesanía metalúrgica, de la talla de madera, y cosas por el estilo; pero Tanis, que tenía un aspecto vapuleado, pareció animarse con la entrevista. Desde entonces, de los cortes y las magulladuras del semielfo apenas quedaba huella, mas la herida abierta entre el muchacho y el heredero del Orador tardaría mucho más tiempo en cerrarse.

—¿Cómo vas a transformar estas piedras en hierro? —preguntó ahora Tanis, mientras el enano levantaba la pesada tapa del horno instalado en la trastienda.

—El único modo de aprender es haciéndolo —respondió Flint—. Al menos, eso es lo que mi abuelo, el viejo Reghar Fireforge, solía decir. O es lo que mi madre decía que decía él.

El horno era redondo, y tan alto como el enano; estaba construido con gruesos adobes chamuscados por el fuego. El fondo tenía forma de embudo rematado en un agujero pequeño, debajo del cual se encontraba un crisol del tamaño de un yelmo. Siguiendo las instrucciones de Flint, Tanis llenó a medias el horno con capas de guijos de hierro, trozos de carbón y una especie de greda a la que Flint llamaba piedra caliza. El enano encendió el carbón a través de una puertecilla situada en el fondo del horno; a continuación, colocó de nuevo la tapa con ayuda de Tanis.

—¿Y ahora, qué? —preguntó el muchacho.

—Esperaremos —respondió Flint mientras se limpiaba la suciedad de las manos—. Cuando el carbón arda al rojo vivo, el hierro se fundirá y se separará de la escoria, para ir a parar al crisol. Pero ese proceso tardará casi un día, así que más vale que nos dediquemos a otros menesteres.

El enano enseño a Tanis el aspecto que tendría el metal cuando lo retirara del molde: una masa dura, pesada y negra a la que llamó lingote de hierro.

—¿Y eso es lo que utilizas para hacer espadas y dagas? —inquirió Tanis. Flint estalló en carcajadas.

Te hacen falta unas cuantas lecciones sobre metalurgia, muchacho —comentó entre risas.

—¿A mi? —El chico estaba sorprendido. Había observado al enano mientras trabajaba en la forja, y sabía la fuerza y el tesón que empleaba Flint para lograr dar al metal la forma que deseaba. ¿Cómo iba el a conseguir jamás doblegar algo tan duro como el hierro y obligarlo a hacer su voluntad?

La brillante mirada del enano puso de manifiesto que no admitía discusión; así pues, el semielfo escuchó atento mientras Flint le explicaba que el lingote era demasiado quebradizo para obtener una buena cuchilla, y que debía fundirse de nuevo. El enano le enseñó a Tanis cómo poner el lingote en el crisol e introducirlo entre los carbones de la fragua que estaba junto a un pesado yunque de hierro. Hizo que el muchacho accionara los fuelles hasta que las brasas semejaron joyas licuadas. Mientras el hierro se fundía, expulsó volutas de humo negro. Cuando se enfriara, se habría convertido en hierro forjado o batido, explicó Flint, no tan quebradizo como el lingote.

—Pero si es demasiado maleable, es imposible que se obtenga de él una buena espada —objetó Tanis.

Flint asintió con un cabeceo. Con un par de pesadas tenazas, calentó un trozo de hierro forjado en las brasas hasta que se puso al rojo vivo. Luego lo colocó sobre el yunque y lo roció con un polvillo negro que parecía polvo de carbón, salvo que era más brillante. Flint lo llamó «Aliento de Reorx».

Verás, hace mucho tiempo —dijo el enano—, un malvado thane ordenó a su herrero que forjara una espada de hierro que jamás perdiera el filo. Si el herrero fracasaba, le darían muerte. Parecía que era una tarea imposible, pero el herrero era un elegido de Reorx, y el dios sopló sobre la espada forjada por él, lo que la hizo tan dura y fuerte que su filo perduraría brillante y aguzado.

Con el martillo, Flint dobló el brillante trozo metálico sobre sí mismo, y después lo aplanó de nuevo. Lo metió en las brasas por segunda vez, lo roció con el polvo negro, y lo alisó más a fuerza de golpes. Repitió la operación varias veces.

—Lo que ahora tenemos —continuó Flint con actitud satisfecha, alzando el ardiente pedazo de metal con las tenazas— es una pieza metálica que se endurecerá lo bastante para ser dura sin llegar a ser tan quebradiza que se rompa con facilidad. Esto, Tanis, es acero.

Tanis contempló el reluciente metal bajo otro punto de vista. El oro era hermoso, y a los elfos les encantaba la plata, pero en estos tiempos turbulentos el acero era la sustancia más preciosa de Krynn.

—¿Qué vas hacer ahora con ello? —se interesó el muchacho.

Yo no voy a hacer nada con ello —replicó Flint—. Lo harás tú.

—¡Yo no sé cómo se forja el acero!

Tampoco yo lo sabía hasta que lo intenté —rezongó el enano a la vez que ponía un martillo en las manos de Tanis con gesto brusco.

Evidentemente, no había modo de escapar de esto. Tanis suspiró. En primer lugar, tuvo que decidir qué iba a hacer, pero esta parte no resultó difícil. Durante mucho tiempo, había deseado poseer un cuchillo de caza como el que tenía Porthios.

Guiándole las manos, el enano le mostró cómo calentar el acero, cómo sostenerlo sobre el yunque con las tenazas, y cómo golpearlo con el martillo de manera que ninguno de los ardientes fragmentos que saltaban le diera en las manos.

—No es sólo cuestión de que lo golpees —dijo Flint—. Es tu voluntad tanto como tu brazo la que moldea el acero. Imagina cómo quieres que sea. Enfoca una imagen clara y nítida. Entonces golpea el acero y a ver qué pasa.

Tanis siguió sus instrucciones mientras pensaba lo fácil que resultaba aprender con Flint o con Miral; todo lo contrario que con Tyresian. El cuchillo empezó a tomar forma.

El muchacho sintió un calor que le subía por el brazo y le llegaba al pecho.
«Sólo es el calor de la forja»,
se dijo, mas, de un modo u otro, supo que no era ésa la explicación, y pensó que ahora comprendía, aunque sólo fuera un poco, lo que Flint sentía cuando estaba allí, frente al yunque, descubriendo la hoja de una espada en la masa informe de metal y sacándola a la luz a fuerza de fuego y martillo, con el corazón y la mente.

—Ahora enfríalo mientras todavía está al rojo vivo —instruyó Flint. Tanis sumergió la fina y puntiaguda lámina de acero en el barril de agua que había junto al yunque. Brotó el vapor en medio de siseos, teñido de rojo con el reflejo de la forja—. Eso endurece más aún el metal —explicó Flint.

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