—¿Qué me aconseja, Rafael?
El suegro empina el vaso y acaba con el whisky que se había servido. Ahora es él quien resopla.
—Meterse en la vida de los demás es siempre una imprudencia.
—Pero Santiago es su hijo.
—Y vos también sos un poco mi hija.
—Yo lo siento así.
—Ya lo sé. Por eso es más complicado.
Otra vez suena el teléfono, pero el suegro no levanta el tubo.
—No te preocupes. No es Lydia. ¿Te había dicho su nombre? Quien llama siempre a esta hora es un pesado. Un alumno que me hace interminables consultas sobre bibliografía.
Al parecer el alumno es perseverante o terco o ambas cosas, porque el teléfono sigue sonando. Por fin vuelve el silencio.
—Ya que me preguntás, yo sería partidario de que no le escribieras nada sobre el tema. O sea que sigas simulando. Ya sé que eso hace que te sientas mal. Pero tené en cuenta que vos estás libre. Tenés otros motivos de interés y de afecto. El en cambio tiene cuatro paredes y algunos barrotes. Decirle la verdad sería destruirlo. Y yo no querría que mi hijo fuera destruido precisamente ahora, después que ha sobrevivido a tantas calamidades. Algún día, cuando salga (sé que va a salir) podrás decírselo con todas las letras y también enfrentar toda su amargura. Y cuando llegue esa ocasión, te autorizo a que le digas que fui yo quien te aconsejó el silencio. Al principio le dará mucha bronca, estallará como en sus mejores tiempos, llorará tal vez, creerá que el mundo se viene abajo. Pero para entonces ya no estará entre cuatro paredes, ya estará lejos de los barrotes, y también tendrá, como vos ahora, otros motivos de interés y de afecto. Bueno, ésta es mi opinión. Vos me la pediste.
—Sí, yo se la pedí.
—¿Y qué te parece?
Ahora el suegro parecía más ansioso y nervioso que ella. Cuando inclinó nuevamente la botella, advirtió que la mano que sostenía el vaso le temblaba un poco. También Graciela lo notó.
—Tranquilícese —dijo, parodiándolo. El se aflojó entonces y rió, pero sin muchas ganas.
—Tal vez sea lo mejor. O por lo menos lo único sensato.
—Comprendo que ninguna solución es totalmente aceptable. ¿Y sabés por qué no lo es? Porque lo único verdaderamente inaceptable es la situación que vive Santiago.
—Creo que voy a seguir su consejo. Seguiré simulando.
—Además, el futuro puede deparar sorpresas. A todos. Así como hoy no lo necesitás, podés volver a necesitarlo.
—Me cree demasiado inestable, ¿verdad, Rafael?
—No. Creo que todos, los que estamos aquí y los que están en tantas otras partes, vivimos un desajuste. Unos más, otros menos, hacemos el esfuerzo por organizarnos, por empezar de nuevo, por poner un poco de orden en nuestros sentimientos, en nuestras relaciones, en nuestras nostalgias. Pero no bien nos descuidamos, reaparece el caos. Y cada recaída en el caos (perdoná la redundancia) es más caótica.
Graciela cerró los ojos por un rato. El suegro la miró, intrigado. Quizá tuvo miedo de que soltara el llanto. Pero ella volvió a abrirlos y sólo estaban levemente húmedos, o quizá un poco brillantes. Miró atentamente el vaso vacío que tenía aún en su mano y lo estiró hacia don Rafael.
—¿Me da otro traguito?
Me siento como estrujado, como perdido. Como jadeante, pero sin jadeo. Como tras una vivencia, miserable y primaria, de la paternidad. Como si me viera desde lejos en un escaparate (ya casi perdí el hábito de decir vidriera) y mi propia imagen fuera la de un maniquí al que, para hacerlo más ridículo, sólo le hubieran dejado puesta una corbata. Afortunadamente, parece que convencí a Graciela, pero yo mismo ¿estoy convencido? La hipocresía es un vicio, pero no estoy tan convencido de que la franqueza sea siempre una virtud. Quiero ser realista, quiero ser amplio, quiero ser flexible, quiero ser contemporáneo. La joda es que además soy padre. O sea que cuando Santiago salga por fin de su prisión (el abogado acaba de enviarme una carta bastante esperanzadora), aquí le espera otra. Ver a Graciela a través de los barrotes de un amor ajeno. Rescatar a Beatriz los fines de semana y llevarla al zoológico y a los parques y alguna vez al cine y preguntarle muy pocas cosas comprometedoras porque cada respuesta, por candorosa que sea, le traerá un desasosiego, le hará hacer un cálculo. Y luego: tratar nuevamente a Rolando ¿como qué?, ¿como el viejo compañero de militancia y hasta de celda o como al hombre que ahora se acuesta con su mujer? ¿Qué pasa señores con mi hijo? Sé lo que posee y hasta lo que le sobra, pero la pregunta de hoy es qué le falta. ¿Cuál ha sido la carencia de esta historia? No me cuesta imaginar los pliegues y repliegues que hacen que la gente lo quiera, pero me declaro tachuela acerca de los despliegues que lo conducen al desamor. ¿Qué carencia ha heredado de mí o de su madre? Tengo que encontrarla. Tengo que encontrar a ese hijo verdadero que acaso todavía no sé quién es. Hoy precisamente desempolvé la carta clandestina, la única que hasta ahora (todavía ignoro cuál fue el insólito canal) pudo enviar con total garantía de que no pasara por la censura carcelaria. Y extrañamente esa carta singular fue para mí y no para Graciela. «Fíjate, Viejo, si estaré seguro de este
correo
que he resuelto decirte las imprudencias que vas a leer. A alguien tengo que hacerle señas desde este páramo y a quién si no a vos. Tengo que hacer señas para no desarmarme, para no reducirme a pedazos. No te aflijas: es una metáfora. Pero de alguna manera traduce una sensación, ¿no? Pongamos las cosas en claro: no tengas miedo de que haya hablado, o delatado a alguien. Eso no. Hay algunas cosas que vos me enseñaste y ésa es una de las que aprendí. Ah, pero tampoco soy un héroe. ¿Te asombrarías si te dijese que aún no sé si callé por convicción o por cálculo? Sí, por cálculo. Siempre observé que mientras lo negás todo, sí te obstinás en decir que no y que no con la cabeza con las manos, con los labios, con los ojos, con la garganta, los tipos igual te dan como en bolsa, claro, pero a veces notás que en el fondo sospechan que les estás diciendo la verdad, o sea que no sabés nada de nada; ah pero en cambio si flaqueás y decís una cosa mínima, una pavada que acaso no les sirva para nada y con la que no jodés a nadie, entonces la actitud cambia, porque a partir de ese momento creen que sabés muchísimo más, y ahí sí que te amasijan, se ensañan con vos. Si negás permanentemente, te van a reventar, es lógico, pero también es posible que a partir de cierto día te dejen tranquilo, porque quizá se convenzan de que, efectivamente, no sabés nada. Pero si decís algo, un dato mínimo, entonces jamás te dejarán tranquilo. A lo mejor te abandonan por un tiempo, pero después vuelven a la carga. Les obsesiona extraerte el resto. De ahí que te repita que no sé si callé por convicción o por cálculo. Tal vez sea por esto último. Pero en el fondo son defensas que uno genera. De todos modos estoy conforme, porque nadie cayó por una flojera mía. Pero no es de esto que quiero hablarte. Vos sabés cuál ha sido siempre la argumentación del abogado: no maté a nadie, ¿estamos? Pues sí maté. Que no te venga el infarto, ¿eh? Esto no lo saben ni el abogado ni mis compañeros ni Graciela ni nadie. Sólo vos lo estás sabiendo ahora, y lo estás sabiendo porque tengo que quitármelo de encima. Ya ves lo que arriesgo poniéndolo aquí en blanco y negro, por máxima que sea la seguridad en el
correo
, y sin embargo lo hago porque ya no puedo llevarlo a solas. Te cuento. Hacía como diez días que yo estaba en el
enterradero
, uno de tantos. Los últimos dos días los había pasado solo, sin salir jamás a la calle, comiendo exclusivamente de latas, leyendo alguna novela policial, escuchando la radio a transistores pero sólo con auricular para no llamar la atención. De día estaban las persianas cerradas. También de noche, claro, pero sin encender ninguna luz. Había que mantener el aspecto de casa deshabitada. La gran ventaja de ese
enterradero
era que tenía salidas a dos calles distintas, y eso, en medio de todo, me otorgaba cierta seguridad, porque la segunda salida estaba muy disimulada, al final de un corredor al que daban varios apartamentos. La mayoría eran bulincitos, así que el movimiento era escaso y eso también ayudaba. Yo sí que dormía con un ojo abierto, y una noche ciertos roces leves y pasos casi imperceptibles hicieron que abriera el ojo número dos. Me pareció que provenían del jardincito del frente. Miré por entre las persianas y vi una sombra que apenas se balanceaba, pero no alcancé a distinguir si era la sombra de un tipo o la de un pinito medio enano que había en el segundo cantero. Me quedé inmóvil, pero de pronto tuve la intuición de que alguien se movía en el interior de la casa. Pensándolo ahora, creo que ellos estaban tan seguros de que allí no había nadie que descuidaron un poco sus normas de seguridad. Además, tengo la impresión de que eran pocos, sólo tres o cuatro, y que se habían acercado a la casa no porque supieran nada en concreto sino porque a esa altura sospechaban de todo. Y entonces me iluminó una linterna y pasó un minuto que para mí fue una eternidad y una voz dijo muy bajo: Santiago, ¿qué hacés vos aquí? Al principio pensé en algún compañero, pero no podía ser porque ellos me llamaban de otro modo, pero luego él apartó un poco la linterna que me encandilaba y pude ver, primero el uniforme, luego el arma que empuñaba, por último el rostro. ¿Sabés quién era? Agarrate, Viejo. Era Emilio. Sí, el mismito que vos pensás, el hijo de tía Ana, tu sobrino. No sabés el desfile de imágenes que pasan por la cabeza de uno en un momento así. Yo tenía poco margen para tomar decisiones; más bien era él quien podía dominar la situación, ya que yo no estaba en condiciones de alcanzar mi arma. En el jardincito había pasos, ruiditos. El volvió a hablar: Santiago, rendite, es lo mejor, no sabía que anduvieras en esto pero rendite. Y miraba el arma, no la suya sino la mía, la que yo no podía alcanzar. Yo tampoco sabía que anduvieras en esto, Emilio. Ambos hablábamos en susurros. Tantos años sin vernos, murmuró. Mal momento para encontrarnos, ¿eh?, susurré. Y de pronto tomé una decisión instantánea. Puse mis dos puños juntos y me arrimé a él, como para que me esposara las muñecas. Está bien, me rindo. Y él se confió. No se hubiera confiado en ningún otro. Dejó que me acercara y hasta me parece que bajó un poco el arma. No sé ahora qué movimientos vertiginosos hice, pero lo cierto es que tres segundos más tarde esas dos manos mías que iban a ser esposadas le estaban apretando el cuello y lo siguieron apretando hasta que quedó inmóvil. No sé cómo pudo ocurrir todo tan silenciosamente. Las sombras seguían moviéndose en el jardincito pero tampoco hablaban, y era comprensible, no podían revelar así nomás su presencia. Yo estaba descalzo pero vestido, siempre dormía vestido. Caminé todo lo rápido que pude hacia la segunda salida, recogiendo de paso unas alpargatas que estaban sobre una silla. Llegué a la puerta de la otra calle, la que daba al corredor de los bulincitos. Ahí no había persianas ni mirilla, o sea que simplemente había que arriesgarse, y me arriesgué. Salí y no había nadie. Eran las tres de la madrugada. Avancé diez metros, sin correr, y de pronto lo vi y no podía creerlo: un ómnibus avanzaba lentamente, con sólo dos pasajeros, uno de esos viejos autobuses de Cutcsa con plataforma abierta. Trepé de un salto. Media hora después bajé en la Plaza Independencia. Nunca los diarios mencionaron esa minioperación frustrada, ni el nombre de Emilio apareció como una de las nobles víctimas de la subversión asesina. Sólo el aviso mortuorio. Y hasta estábamos nosotros (vos, yo, Graciela, etc.) entre los deudos que participaban con profundo dolor el fallecimiento. Quizá vos hayas estado en el velorio. Yo no, claro, aunque en algún momento tuve la tentación. Pero a esa altura ya estaba muy quemado. Un año después, cuando nos agarraron en la redada de Villa Muñoz, me sometieron a cientos de interrogatorios, me deshicieron bastante, pero jamás me preguntaron sobre eso. ¿Por qué no dieron cuenta del hecho? Nunca lo sabré. La verdad es que nadie en la familia sabía que Emilio era cana. Pero si su profesión era tan misteriosa, ¿por qué llevaba uniforme? Te preguntarás por qué te ensarto todo esto. Te lo cuento porque nunca me he librado de esa acción, que para mí fue obligada. ¿Prejuicio pequeño-burgués? Tal vez. Es mi única muerte, qué ironía. Estuve en más de un enfrentamiento y en varias ocasiones estuvieron a punto de limpiarme, y yo también estuve a punto de liquidar a alguno, pero parece que mi puntería deja un poco que desear. No tengo ninguna otra muerte en mi haber (¿o será en mi debe?). ¿Cuál es el problema? Que el primo no se me borra. Ni se me borran mis manos crispadas apretándole el cuello. Sueño con él dos o tres veces al mes, pero nunca en el acto de matarlo. No son pesadillas. Sueño con un pasado lejanísimo, cuando ambos éramos niños (me llevaba un año, ¿no?) y jugábamos al fútbol en el campito que quedaba atrás de la iglesia, o cuando en los meses de vacaciones íbamos al Prado en horas de la siesta, mientras ustedes los adultos sucumbían a la modorra y nosotros nos sentíamos particularmente libres y nos tendíamos sobre el césped o el colchón de hojas y divagábamos y divagábamos y hacíamos proyectos en el que siempre íbamos a estar juntos y a viajar pero en barco porque los aviones nos daban miedo y además, así decía Emilio, en la cubierta del barco podremos jugar al rango y a la payana y en cambio en los aviones eso está prohibido por las azafatas, y seguíamos divagando y él iba a ser ingeniero, porque me gusta la regla de tres compuesta decía, y yo iba a ser músico porque me gustaba tocar La Cumparsita soplando en una hojilla de fumar a través de un peine, y también hablábamos de ustedes los viejos y él dictaminaba, no nos comprenden pero nos quieren, y teníamos fijada la frontera de los catorce años para escaparnos definitivamente de su casa y de mi casa e iniciar así el tomo de aventuras que tantas veces habíamos construido oralmente. Es con ese Emilio que sueño y por eso no son pesadillas. La pesadilla viene cuando me despierto y entonces veo mis manos apretándole el cogote que no era suave y finito como cuando teníamos ocho nueve diez sino corto y rechoncho o acaso me pareció así debido al cuello del uniforme. En varias ocasiones, aquí en el Penal o antes en el cuartel, salió su nombre a luz, y nadie sabe que era mi primo, y todos coinciden en que era un verdugo, uno de los durísimos, un canalla que disfrutaba metiéndole al preso la picana en el culo o en los huevos, y algunos conocen que murió hace un tiempo pero ignoran en qué circunstancias y yo no aclaro nada cuando alguien comenta ojalá no haya sido de muerte natural, ojalá le hayan machacado el cerebro a ese hijo de puta, sádico de mierda y otros calificativos igualmente elogiosos. De modo que no es exactamente un sentido de culpa esto que a veces me desasosiega, sino pensar que esa madrugada de alguna manera acogoté mi infancia. Y tal vez acordarme de la mirada de confianza que él tenía cuando yo puse los puños juntos como para que me esposara las muñecas. Y tal vez pensar hoy que entonces habló susurrando por alguna razón. Quizá porque creyó que yo no estaba solo en la casa y no las tenía todas consigo aunque era consciente de que mi arma no estaba a mi alcance. O quizá para que los demás no me mataran de puro nerviosismo o de pura crueldad, porque después de todo yo era el primo Santiago y era mejor conseguir que me sometiera vivo y no llevarme cadáver y que algún día la familia se enterara de semejante desaguisado. O quizá porque a él también se le vino de repente todo el pasado en común con nuestras divagaciones sobre el césped y el colchón de hojas, y eso lo desconcertó y lo dejó inerme. O quizá porque no le asaltaron tan rápidamente como a mí las profundas diferencias ideológicas que ahora nos enfrentaban en una guerra sin cuartel y sin primos. Pero yo nunca había matado a nadie, Viejo, y creo que éste mi único fogueo me ha marcado para siempre. A lo mejor eso quiere decir que soy un flojo, aunque haya sido muy fuerte en otras cosas. Y te digo más: creo que no me sentiría así si lo hubiera matado a tiros en un enfrentamiento. Me siento así porque lo maté de ese otro modo, cómo te diré, innoble, un poco ruin tal vez, y usando y abusando de su estupor, que era (si quiero ser sincero, no puedo evitar pensar así) un estupor afectivo. Y aunque ahora sé que se había convertido en un tipo siniestro, en alguien sanguinario y sin escrúpulos, y todos dicen y yo también me digo que bien muerto está, lo cierto es que cuando le apreté el cuello con mis manos crispadas, yo ignoraba eso y lo maté sencillamente para sobrevivir, a él que había divagado conmigo sobre un colchón de hojas y había hecho conmigo proyectos comunes de escapadas de su casa y mi casa y de viajes en barco para jugar a la payana y al rango. Son, cómo te diré, dos valores distintos, dos identidades distintas, dos Emilios yuxtapuestos. Viejo, ¿me entendés? A Graciela no se lo cuento ni se lo contaré porque no lo comprendería, porque ella tiende siempre a simplificar las cosas. Me diría hiciste bien, un verdugo menos. O me diría: cómo pudiste hacerle eso a tu primo. Y no es ni una cosa ni la otra. Es más complicado, Viejo, más complicado. Ahora una cosa. Tené en cuenta que esta carta es una oportunidad única (algún día espero poder contarte cómo pudo darse este increíble azar) que seguramente no se repetirá nunca más. Es imposible que me contestes por esa vía o por otra que sea tan digna de confianza. Sin embargo tenés que contestarme. ¿Verdad que sí, Viejo, verdad que me vas a contestar? Tendrás que hacerlo por la vía normal, la que pasa indefectiblemente por la censura carcelaria. Tendremos que limitarnos a sólo dos respuestas posibles, aunque bien sabemos cuántos matices puede haber entre una y otra. Tomá nota, entonces. Si te hacés cargo de la situación; no digo si aprobás o justificás, pero si por lo menos la comprendés, arreglate para que, dos líneas antes del saludo final, figure la palabra