Presa (17 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #Tecno-Thriller

BOOK: Presa
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—Ya…

—Y naturalmente estas dudas se nos plantean en el contexto de un accidente de tráfico en el que no intervino ningún otro coche.

Quería decir que el accidente podía ser un intento de suicidio. Eso me parecía poco probable.

—Ignoro si mi esposa consume alguna droga —dije—. Pero desde hace unas semanas me preocupa su comportamiento.

Ricky se acercó y se quedó junto a mí con actitud impaciente. Cubrí el teléfono con la mano.

—Me han llamado por Julia.

Él asintió y echó un vistazo a su reloj. Enarcó las cejas. Me pareció muy extraño que me apremiara mientras hablaba con el hospital sobre mi esposa… y su actitud de superioridad.

El médico siguió divagando durante un rato, e hice lo posible por contestar a sus preguntas, pero el hecho era que no tenía información alguna que pudiera ayudarle.

Dijo que pediría a Julia que me llamara en cuanto la trajeran, y contesté que esperaría la llamada. Cerré el teléfono.

—Está bien, no pasa nada —dijo Ricky—. Perdona que te dé prisas, Jack, pero… en fin, tengo mucho que enseñarte.

—¿Hay un problema de tiempo? —pregunté.

—No lo sé. Es posible.

Me disponía a preguntarle a qué se refería con eso, pero él, caminando rápidamente, me llevaba ya por el pasillo. Abandonamos el módulo residencial a través de otra puerta de cristal y recorrimos otro pasadizo.

Este último, advertí, estaba herméticamente cerrado. Avanzamos por una pasarela de cristal suspendida por encima del suelo. El cristal tenía pequeños orificios y debajo había una serie de conductos de vacío para succión. Empezaba ya a acostumbrarme al continuo siseo de las unidades de tratamiento de aire.

En medio del pasadizo había otro par de puertas de cristal. Tuvimos que cruzarlas uno por uno. Se separaron y volvieron a cerrarse a nuestras espaldas. Seguimos adelante, y de nuevo me asaltó la clara sensación de estar en una cárcel, de traspasar una serie de rejas, de adentrarme cada vez más en algo.

Todo era alta tecnología y brillantes paredes de cristal… y aun así era una cárcel.

Día 6
08.12

Entramos en una amplia sala con el rótulo
MANTENIMIENTO
y debajo
MATERIALMOL/MATERIALFAB/MATERIALALIM
. Las paredes y el techo estaban revestidos del habitual laminado plástico. En el suelo había amontonados grandes contenedores laminados. A la derecha vi una hilera de grandes hervidores de acero inoxidable bajo el nivel del suelo, con muchos tubos y válvulas alrededor elevándose hasta el nivel de la planta superior. Tenía exactamente el mismo aspecto que una microcervecería, y me disponía a preguntar a Ricky qué era aquello cuando dijo:

—¡Así que estáis aquí!

Trabajando en una caja de empalmes debajo de un monitor había otros tres miembros de mi antiguo equipo. Adoptaron una expresión de culpabilidad cuando nos acercamos, como niños sorprendidos con las manos en el tarro de las galletas. Naturalmente Bobby Lembeck era el jefe. A sus treinta y cinco años, Bobby supervisaba más código del que escribía, pero aún era capaz de escribir cuando se lo proponía. Como siempre, llevaba unos vaqueros descoloridos y una camiseta de
Ghost in the Shell
, así como el inevitable walkman prendido de la cintura.

Allí estaba también Mae Chang, hermosa y delicada, casi tan distinta de Rosie Castro como podía serlo una mujer de otra. Mae había trabajado como bióloga de campo en Sichuan, estudiando a los lémures narigudos dorados antes de pasarse a la programación a los veinticinco años. Debido a su etapa dedicada a los estudios de campo, así como a su inclinación natural, era una persona muy silenciosa. Mae hablaba poco, se movía sin hacer ruido y nunca alzaba la voz; pero tampoco perdía jamás en una discusión. Al igual que muchos biólogos de campo, había desarrollado la extraña habilidad de confundirse con el entorno, pasar inadvertida, casi desaparecer.

Y por último Charley Davenport, hosco, desaliñado, y ya con exceso de peso a sus treinta años. Lento y pesado, daba la impresión de haber dormido con la ropa puesta, y en realidad a menudo lo hacía, después de una sesión maratoniana de programación. Charley había trabajado bajo la supervisión de John Holland en Chicago y Doyne Farmer en Los Álamos. Era un experto en algoritmos genéticos, la clase de programas que emulaba la selección natural para afinar las respuestas. Pero tenía una personalidad irritante: tarareaba, resoplaba, hablaba solo, y se tiraba pedos con ruidoso abandono. El grupo lo toleraba únicamente por su extraordinario talento.

—¿Realmente hacen falta tres personas para esto? —preguntó Ricky cuando acabé de estrechar la mano a todos los presentes.

—Sí, el Rooto —contestó Bobby—, hacen falta tres personas porque es complicado.

—¿Por qué? Y no me llames el Rooto.

—Obedezco, señor Root.

—Basta con que sigas…

—Bien —lo interrumpió Bobby—, después del episodio de esta mañana he empezado a examinar los sensores, y me parece que están mal calibrados. Pero como nadie puede salir a verificarlo, la cuestión es si tenemos una lectura incorrecta, si los sensores son defectuosos, o si la señal de salida en el equipo interior se ajusta a la escala prevista. Mae conoce estos sensores; los utilizó en China. Yo ahora estoy revisando el código. Y Charley está aquí porque no quiere irse y dejarnos en paz.

—Tengo cosas mejores que hacer —replicó Charley—. Pero yo escribí los algoritmos que controlan los sensores, y es necesario optimizar el código cuando ellos terminen. Simplemente espero a que acaben de tontear. Entonces optimizaré. —Lanzó una elocuente mirada a Bobby—. Ninguno de estos es capaz de optimizar una mierda.

—Bobby sí es capaz —terció Mae.

—Ya, si le dejas seis meses, quizá.

—Niños, niños —intervino Ricky—, no alborotéis delante de nuestro invitado.

Sonreí apáticamente. En realidad, no había atendido a la conversación. Solo los observaba. Aquellos eran tres de mis mejores programadores, y en la época en que trabajaban para mí eran personas seguras de sí mismas hasta la arrogancia. Ahora, en cambio, me asombraba su nerviosismo. Estaban todos crispados, inquietos, dispuestos a discutir por cualquier cosa. Y parándome a pensar, caí en la cuenta de que también Rosie y David tenían los nervios a flor de piel.

Charley empezó a tararear de aquel modo tan irritante suyo.

—Por Dios —saltó Bobby Lembeck—, ¿no podéis decirle que se calle?

Charley continuó tarareando.

—Charley…

Charley exhaló un largo y teatral suspiro y dejó de tararear.

—Gracias —dijo Bobby.

Charley alzó la vista al techo.

—Muy bien —dijo Ricky—. Daos prisa con esto y volved a vuestros puestos de trabajo.

—De acuerdo.

—Quiero a todo el mundo en su sitio cuanto antes.

—De acuerdo —contestó Bobby.

—Hablo en serio. A vuestros puestos.

—Bueno, Ricky, bueno. Pero ¿por qué no paras de hablar y nos dejas trabajar?

Dejando allí al grupo, Ricky me llevó a una pequeña habitación al otro extremo de la sala.

—Ricky, estos chicos no se comportan como cuando trabajaban para mí.

—Sí, lo sé. En estos momentos todos estamos un poco tensos.

—Y eso ¿por qué?

—Por lo que está pasando aquí.

—¿Y qué pasa aquí?

Se detuvo ante un reducido cubículo al otro lado de la habitación.

—Julia no podía contártelo porque era información confidencial.

Introdujo una tarjeta en una ranura de la puerta.

—¿Confidencial? —repetí—. ¿La formación de imágenes médicas es confidencial?

Se oyó el chasquido del pestillo, y entramos. La puerta volvió a cerrarse. Vi una mesa, dos sillas, un monitor y un teclado. Ricky se sentó y comenzó a teclear de inmediato.

—El proyecto de formación de imágenes médicas surgió solo de pasada —explicó—. Era una aplicación comercial menor de la tecnología que estábamos desarrollando.

—Ya. ¿Y qué tecnología es esa?

—Militar.

—¿Xymos trabaja en el área militar?

—Sí, bajo contrato. —Guardó silencio por un instante—. Hace dos años el Departamento de Defensa, a partir de su experiencia en Bosnia, descubrió el enorme valor de las aeronaves robotizadas capaces de sobrevolar el campo de batalla y transmitir imágenes en tiempo real. El Pentágono comprendió que esas cámaras voladoras tendrían usos cada vez más complejos en futuras guerras. Podía utilizárselas para localizar tropas enemigas, incluso si estaban ocultas en la selva o en edificios, para controlar misiles guiados por láser o para identificar la ubicación de tropas aliadas, y así sucesivamente. Los comandantes en el terreno podían solicitar las imágenes que desearan, y en el espectro que desearan: visibles, infrarrojos, ultravioleta, lo que fuera. La formación de imágenes en tiempo real iba a convertirse en un poderoso instrumento en la guerra del futuro.

—De acuerdo…

—Pero obviamente —continuó Ricky—, esas cámaras robotizadas eran vulnerables. Podía abatírselas como a palomas. El Pentágono quería una cámara que no pudiera derribarse. Pensaban en algo muy pequeño, quizá del tamaño de una libélula, un blanco demasiado pequeño para alcanzarlo. Pero había problemas con el suministro de energía, las diminutas superficies de control y la resolución debido al uso de lentes tan pequeñas. Necesitaban una lente mayor.

Asentí con la cabeza.

—Así que concebisteis un enjambre de nanocomponentes.

—Así es. —Ricky señaló el monitor, donde un grupo de puntos negros giraba y daba vueltas en el aire como aves—. Una nube de componentes permitiría tener una cámara con la lente tan grande como fuera necesario. Y sería imposible abatirla porque una bala simplemente traspasaría la nube. Además, podría dispersarse, tal como se dispersa una bandada de pájaros por efecto de un disparo. Entonces la cámara sería invisible hasta volver a reagruparse. Por tanto parecía la solución ideal. El Pentágono nos concedió tres años de financiación con fondos de la DARPA, Agencia de Proyectos Avanzados de Investigación para la Defensa.

—¿Y?

—Empezamos a crear la cámara. De inmediato, claro está, se puso de manifiesto que teníamos un problema con la inteligencia distribuida.

Estaba familiarizado con el problema. Las nanopartículas de la nube debían dotarse de una inteligencia rudimentaria, de modo que pudieran interactuar entre sí para constituir una bandada que girara en el aire. Una actividad tan coordinada podría parecer muy inteligente, pero se producía incluso cuando los individuos que componían la bandada eran más bien estúpidos. Al fin y al cabo, eran capaces de hacerlo las aves y los peces, que no eran precisamente las criaturas más inteligentes del planeta.

La mayoría de la gente que observa una bandada de aves o un banco de peces da por supuesto que hay un guía, y que los otros animales lo siguen. Eso se debe a que los seres humanos, como casi todos los mamíferos sociales, tienen jefes de grupo.

Sin embargo las aves y los peces no tienen guías. Sus grupos no se organizan de ese modo. El minucioso estudio del comportamiento de bandadas —videoanálisis fotograma a fotograma— demuestra que de hecho no hay guía. Las aves y los peces responden a unos cuantos estímulos sencillos transmitidos entre los individuos, y el resultado es el comportamiento coordinado. Pero nadie lo controla, nadie lo dirige. Nadie lo guía.

Tampoco hay aves individuales genéticamente programadas para el comportamiento en bandada. La formación de bandadas no es un elemento integrado. No existe nada en el cerebro del ave que diga: «Cuando ocurra tal o cual cosa, empieza a agruparte». Al contrario, las bandadas surgen simplemente dentro del grupo como resultado de normas mucho más sencillas a bajo nivel. Normas como «permanece cerca de las aves más próximas, pero no choques con ellas». A partir de estas normas todo el grupo alcanza una coordinación fluida en bandada.

Dado que el agrupamiento en bandadas surge de normas a bajo nivel, se llama «comportamiento emergente». Técnicamente, se define mediante este término la conducta que tiene lugar en un grupo pero no está programada en ningún miembro del grupo. El comportamiento emergente puede producirse en cualquier población, incluida una población informática. O una población robotizada. O un nanoenjambre.

—¿El problema residía en el comportamiento emergente del enjambre?

—Exacto.

—¿Era imprevisible?

—Por decirlo suavemente.

En décadas recientes, la idea de comportamiento grupal emergente había provocado una pequeña revolución en la ciencia informática. Para los programadores, eso implicaba que podían establecerse normas de comportamiento para agentes individuales pero no para los agentes que actuaban de manera conjunta.

Los agentes individuales —ya fueran módulos de programación, procesadores o, como en este caso, auténticos microrrobots— podían programarse para cooperar bajo ciertas circunstancias, y para competir en otras. Era posible asignarles objetivos. Era posible indicarles que persiguieran sus objetivos con resuelta intensidad o que estuvieran disponibles para ayudar a otros agentes. Pero el resultado de estas interacciones no podía programarse; simplemente surgía, a menudo con consecuencias sorprendentes.

En cierto modo esto resultaba apasionante. Por primera vez, un programa producía resultados que el programador no podía predecir en absoluto. Estos programas se comportaban más como organismos vivos que como autómatas artificiales. Este hecho entusiasmaba a los programadores, pero también causaba frustración.

Porque el comportamiento emergente era errático. A veces agentes en competencia luchaban hasta quedar paralizados, y el programa no conseguía nada. A veces los agentes se influían tanto mutuamente que perdían de vista su objetivo y hacían cualquier otra cosa. En ese sentido, el programa era muy infantil: imprevisible y fácil de distraerse. Como dijo un programador: «Intentar programar inteligencia distribuida es como decir a un niño de cinco años que vaya a su habitación y se cambie de ropa. Puede que lo haga, pero es igualmente probable que haga otra cosa y no vuelva».

Como estos programas tenían un comportamiento propio de la vida real, los programadores empezaron a extraer analogías respecto al comportamiento de organismos vivos en el mundo real. De hecho empezaron a tomar como modelo el comportamiento de organismos reales como un modo de obtener cierto control respecto al resultado de los programas.

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