Premio UPC 1996 - Novela Corta de Ciencia Ficción (44 page)

BOOK: Premio UPC 1996 - Novela Corta de Ciencia Ficción
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Se acercó lentamente a la gran puerta, que se recogía como una cortina y le invitaba a disfrutar de un ambiente relajado.

El interior del local era un inmenso espacio repleto de columnas hechas de agua que bajaba en una inagotable cascada y que producían un murmullo relajante. En el centro se encontraba una pista de baile dominada por una machacona música escrita especialmente para el Sacratorium. Desde allí no podía oírla, ya que el diseño y la sonorización permitían varios ambientes a la vez: en la pista de baile una música; donde estaba él, una deliciosa melodía para piano.

Un grupo de conocidos bailaba en la pista al son de esa música frenética que personalmente le desagradaba. Más al fondo se encontraba la barra y una zona con cómodos sofás de niebla que invitaban a charlar con los amigos. Nunca había comprendido la utilidad de una barra en un sitio en el que no se podía beber físicamente nada, pero Richard lo atribuía a la costumbre. Estar en un lugar como aquél y consumir (o simular que se consume) era una necesidad psicológicamente arraigada en los usuarios virtuales, sobre todo los más nuevos.

Además, la bebida tenía otra función: era una forma de ostentación similar a tener una gran casa o avanzadísimos vehículos de distinta índole. Esta reflexión dio a Richard una indescriptible sensación de poder y seguridad: él simplemente tenía que construirse lo que quería, pero la gran mayoría pagaba por el trabajo que no era capaz de hacer con sus manos. Y reunir los V-créditos necesarios no era precisamente fácil: su cotización era muy similar al crédito estándar en la vida real, de manera que si querías tener dinero en el mundo virtual debías pagar más en tu cuota mensual de abonado a Intercom.

Richard, en cambio, tenía una envidiable habilidad con la creación de objetos virtuales. De este modo, no pagaba ningún extra en su cuota mensual y, además, podía invitar a sus amigos a copas de precios desorbitados que, aunque no podían consumir, indudablemente mejoraban su posición social en Intercom.

Disimuladamente se apartó a un rincón oscuro y creó el combinado más caro de la carta, volvió a la luz con su copa de granito en la mano y comenzó a buscar a Sara. Cruzó entre varias mesas captando pedazos de animadas conversaciones sobre triviales temas acerca de los V-personajes de moda. Al fin pudo ver el rostro de Sara, sonriendo como siempre. Estaba acompañada de Moriarti y otro hombre de cara bastante siniestra. Se acercó a ellos y les saludó con la mano mientras se acomodaba en el sillón, que envolvió la mitad inferior de su esbelto cuerpo con una suave niebla.

Richard se fijó en el cuerpo de Sara. Así, envuelta por la niebla, sus líneas suavizadas por el vapor translúcido, resultaba todavía más provocativa. La voz de Moriarti le sacó de su hipnótica observación erótica.

—Vaya, parece que nos van bien las cosas. Siempre pides lo más caro.

—A mí me van bien. A ti no sé cómo debe irte —dijo secamente Richard mientras dejaba su copa llena sobre una gran pompa de jabón que realizaba las funciones de mesa. La pompa acogió la copa temblando, pero ninguno de los vasos que había sobre ella cayó al suelo. Simplemente se balancearon suavemente hasta volver a su posición de equilibrio imposible.

—Por favor, no comencéis a discutir —dijo Sara dirigiéndose a Richard con aquella mirada que tanto le gustaba.

Incómodo silencio.

—¿Te acuerdas de Orff, Richard? —preguntó Sara, siempre dispuesta a salvar las situaciones más difíciles.

Claro. ¿Cómo olvidar a un tipo tan peculiar e irritante? Orff era un personaje bastante extraño, un poco enigmático y con bastante mal gusto a la hora de escoger su cuerpo virtual. Era alto y muy delgado, y sus rasgos recordaban a aquellos sombríos asesinos de las novelas de terror: cejas juntas, el ceño siempre fruncido y unos labios finos que daban el toque tétrico a una cabeza un tanto alargada y blanquecina.

—Sí, por supuesto —respondió Richard—, me lo presentaste la semana pasada en una fiesta de... ¿cómo se llama? ¿Diseño virtual?

—V-diseño lo llamamos nosotros —dijo Orff en tono claramente descortés.

«Lo que yo pensaba, gilipollas de la cabeza a los pies», pensó Richard mientras asentía con una falsa sonrisa de aprobación en la cara.

—Le he comentado a Orff lo interesado que estás en esta exposición de V-muebles —dijo nerviosamente Sara mientras miraba alternativamente a Orff y a Richard.

—Sí, es cierto. Me interesan las nuevas tendencias en decoración de interiores, últimamente están apareciendo nuevos genios. Me encantan sobre todo las nuevas combinaciones de materiales y las texturas aleatorias —añadió Richard, muy seguro de sus conocimientos en la materia.

—Bah, las últimas tendencias no hacen más que repetir bucles programados —cortó con desprecio Orff—; bucles infinitos que acaban en no se sabe qué complicado circuito de computación paralela ideal para...

«Gilipollas y encima enteradillo.» Richard comenzó a hartarse de tanta cháchara y prepotente superioridad, de modo que cortó por lo sano el largo monólogo de Orff, sin duda memorizado de alguna publicación especializada.

—Sara, son las nueve menos cuarto, ¿no tendríamos que irnos ya? Hoy no podré estar hasta muy tarde.

—¿Negocios? —dijo Moriarti.

Sara le lanzó una mirada suplicando una tregua y repuso:

—Espera un poco más. Pronto llegará una amiga con la que he quedado. ¡Mira!, ya está aquí.

Todos se giraron hacia la puerta y no tuvieron ninguna dificultad en divisar a la recién llegada. Destacaba a la legua.

—¡Por Dios!, ¿de dónde la has sacado? —dijo Orff despectivamente.

—¿A que parece un pato tonto y mareado? —dijo Sara mientras reía a carcajadas.

Richard miró a sus acompañantes con evidente desprecio. Se fijó en Sara y en su sonrisa, y comprendió cuál era su juego.

—No pienso ir con ella a ninguna parte, me dejará en ridículo. No puedo permitir que mis amistades me vean con eso —dijo Moriarti sin parar de reírse.

—Os estáis pasando —advirtió Richard—. Todos nos hemos puesto mal el traje alguna vez.

La chica estaba ya frente a ellos y se la veía muy inquieta y avergonzada.

Seguramente era una novata, una nueva abonada. Sólo había que mirar cómo andaba.

—Hola, Amanda, qué bien que hayas venido. Mira, te presento a mis amigos: Moriarti, Orff y Richard.

—Hola, encantada de conoceros. Perdonadme pero tengo que ir un momento al servicio —dijo Amanda con la voz más dulce que Richard había escuchado nunca.

La muchacha se fue caminando con un paso ridículo que deformaba sus piernas y desapareció de su vista al cruzar una puerta que daba a lo que la gente llamaba servicio. Estos puntos servían realmente para satisfacer las necesidades propias del análogo real. Simplemente era un punto de desconexión que permitía a los usuarios desaparecer para realizar sus necesidades en casa.

Sara soltó una carcajada.

—¿Habéis visto? Menuda forma de colocarse el traje. Parece un monigote.

—¿Quieres decir que la has invitado sólo para reírte de ella? —preguntó amargamente Richard.

—No. No para reírme yo sola sino para que nos riamos todos. No me negarás que es todo un espectáculo. Me duele todo el cuerpo de tanto reír —respondió Sara mientras se levantaba y se separaba de la niebla que la había rodeado—. Bien, vámonos antes de que vuelva.

Richard puso cara de asombro y señaló hacia el lavabo.

—No pretenderás que la esperemos. ¿Qué quieres, que me vean con... eso? Por favor Richard, no seas idiota —contestó Sara a la insinuación de su acompañante.

—Yo estoy de acuerdo. Por nada del mundo me presentaría a una exposición con algo así —añadió Orff mientras Moriarti asentía con la cabeza y se secaba las lágrimas producidas por la risa incontrolada.

Todos se levantaron menos Richard, que no estaba dispuesto a dejar sola a una pobre novata virtual. La idea no agradó nada a Sara.

—Bien, quédate ahí con ese payaso —dijo volviéndose bruscamente de espaldas y saliendo del local mientras reía estruendosamente las gracias de Orff y Moriarti.

Tan pronto desaparecieron, sus respectivas bebidas fueron engullidas por la pompa de jabón. Ya no tenía sentido que estuvieran allí.

Richard se quedó solo con su copa. No paraba de preguntarse cómo la gente podía ser tan cruel. «Todos nos hemos puesto mal los sensores. No hace más de un mes que Sara se colocó mal una pierna y parecía coja. ¿Cómo pueden ser tan falsos?»

En ese momento Amanda salió del servicio y se dirigió a la barra. El espectáculo era realmente patético. Su traje había girado y las rodillas no se flexionaban en el punto correcto. El resultado eran unas piernas que andaban hacia fuera a la vez que los pies quedaban notablemente torcidos hacia adentro. Desastroso.

Pero aun así podía verse que Amanda había tenido un gusto exquisitamente sencillo tanto a la hora de elegir su cuerpo como la ropa que llevaba puesta. Con un poco de tiempo y práctica solucionaría todos sus problemas. Eso si no se desanimaba y decidía darse de baja después de la «agradable» experiencia que había vivido aquella noche. «Sería una lástima», pensó Richard.

Amanda se acercó a él con su andar grotesco y un combinado barato en la mano. Las miradas indiscretas y las risas de todos los usuarios que había sentados alrededor de la pista de baile acompañaron su corto paseo hasta la mesa. La joven se sentó con precaución en el sillón que había al lado de Richard y la niebla tapó y disimuló aquellas piernas tan desgraciadas.

—¿Se han ido? —dijo Amanda con tono deprimido.

—Sí, parece que Sara ha recibido una llamada en su casa y ha tenido que abandonarnos. Era algo urgente. Moriarti y Orff han decidido acompañarla. Sara me ha dicho que te llamará mañana —mintió Richard mientras observaba los torpes movimientos de Amanda.

Sin duda no llevaba mucho tiempo abonada: todavía no estaba acostumbrada a las exquisiteces del mobiliario y cuando dejó su copa en la mesa lo hizo muy lentamente. Temía que se fuese a caer al suelo, y rodeó el recipiente disimuladamente con sus manos hasta que paró de oscilar.

—Bueno, eso me tranquiliza. Pensaba que se habían ido porque aún no sé colocarme el traje. Debo de parecer una tonta, ¿verdad? —Amanda intentó sonreír, pero por desgracia tampoco se había colocado bien los sensores faciales, lo que dio a su cara una expresión retorcida que destrozaba cualquier intento de belleza.

—¿Cuánto hace que estás abonada? —preguntó Richard.

—Una semana. Me he pasado los primeros días intentando colocarme bien el traje, pero me es imposible. Hoy es la primera vez que he salido de casa. Sólo salir de aquí me da pánico. Todo el mundo se ríe de mi.

—No te preocupes. Saldrás de aquí perfectamente. Yo tardé un mes en colocarme bien los sensores y poder dejar mi casa sin llamar la atención. Pero tú aprenderás ahora mismo.

Richard miró a su alrededor, calculó la distancia hasta las otras mesas y dijo al aire «protección física, cúpula cuatro metros». Al instante se encontraron rodeados por una amplia campana que les aislaba del resto de la sala.

—Ahora no pueden vernos. Hemos desaparecido para el resto de la sala.

—Gracias. Me sentía muy incómoda —respondió Amanda más tranquila.

—Perfecto. Ahora fíjate bien. Llevas el traje muy mal puesto, pero por suerte he creado un método para que te lo puedas poner sin dificultad. Me costó mucho desarrollarlo, pero me fue muy útil. Permíteme. Ponte de pie.

Diciendo esto acercó su mano al cuerpo de Amanda. «¡Traje!» El cuerpo de la joven se volvió negro. «¡Sensores!» Aparecieron líneas de diferentes tonos amarillos que se retorcían de manera extraña. «¡Espejo dos por uno!» Una superficie reflejó el amasijo desordenado de sensores.

—¡Dios mío! Están todos girados —exclamó Amanda.

—Exacto. Ahora te explicaré dónde va cada hilo. Sólo tienes que preocuparte de los más fuertes, los demás no son tan importantes y su efecto es inapreciable. Mira, ¿ves estos dos que recorren las piernas? —Sí.

—Bueno, pues has de colocarlos de forma que cada uno quede recto al lado de las rodillas. Muévelos.

Amanda comenzó a hacer girar los hilos de las piernas. Después le tocó el turno al tronco y la cara, hasta que las líneas amarillas quedaron distribuidas de modo armónico y equilibrado.

—Perfecta. Vamos a desactivar la máscara negra —dijo Richard.

La mujer apareció ante él. Era bonita. Su pelo negro brillante, sus ojos verdes y grandes, limpios, frescos. Sus labios carnosos y muy rojos. Dejó a Richard impresionado. Era una preciosidad. Y con muy buen gusto: vestía un traje metálico y flexible de color azul que resaltaba a la perfección su cuerpo delicado y sus senos discretos. Nada que ver con la exageración exuberante y artificial que elegía la mayoría de las mujeres para sus cuerpos virtuales.

—¿Te gusta mi cuerpo? —dijo Amanda en voz baja.

Richard no contestó. Se limitó a seguir mirándola medio idiotizado mientras ella consultaba un reloj que flotaba sobre labarra asentado en columnas de luz azulada.

—Es muy tarde, tendría que irme a casa. ¿Vendrás mañana? Podemos quedar aquí mismo —dijo Amanda.

—No, aquí no. Ya te llamaré para ir a algún otro sitio —respondió Richard—. Hasta mañana. Yo me quedo un poco más.

No quería perderse el espectáculo de ver caminar a Amanda hasta la salida. Preciosa. Nadie se rió de ella y más de uno la siguió con la mirada. Al llegar a la puerta Amanda se giró y le lanzó un beso mientras desaparecía. Richard se sentía satisfecho de haberla ayudado. Mañana le dejaría un mensaje.

Esperó diez minutos para abandonar el local. Cogió su aeromoto y volvió hacia su casa a toda velocidad. Entró en el comedor y se dirigió a la imagen de Sara que había creado hacía pocas horas. La rozó con un dedo y la fundió.

Subió por las escaleras hasta su habitación y se desconectó del mundo de Intercom. Se durmió con el recuerdo de Amanda.

6

El Guerrero Rojo abrió fuego, destrozando el cuerpo del enemigo y todo aquello que le rodeaba en un radio de tres metros. Bajo sus pies podía intuir cómo el suelo temblaba tras la explosión.

El Guerrero Azul dijo:

—Laura, por favor ¿quieres desconectar a este capullo?, no puedo trabajar a gusto si utiliza armas ilegales. Probarlo así no tiene ningún sentido. ¡Laura! ¡Laura, respóndeme!

Nada llegó a sus oídos, tan sólo la risita contenida del Guerrero Rojo, que le acompañaba en la Misión.

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