Premio UPC 1995 - Novela Corta de Ciencia Ficción (24 page)

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Authors: Javier Negrete César Mallorquí

Tags: #Colección NOVA 83

BOOK: Premio UPC 1995 - Novela Corta de Ciencia Ficción
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El semblante de Vega se oscureció.

—No iremos a Alicante —dijo.

—¿Que no vamos a Alicante...? —Manuela, sorprendida, dejó de secarse el cabello—. ¿Por qué...?

Vega se aproximó a ella y con un gesto la invitó a tomar asiento frente a la mesa.

—Perdona —dijo, mientras se acomodaba, a su vez, en una silla—. No te lo había dicho hasta ahora, pero jamás tuve intención de que fuéramos a Levante. Los barcos que ha contratado el Gobierno para transportar refugiados a Francia jamás llegarán a puerto. Alicante es una trampa, no podremos salir de España por allí.

—Entonces, ¿qué haremos...?

Vega abrió el maletín y sacó el sobre con los documentos. Se lo mostró a Manuela.

—Aquí hay salvoconductos de uno y otro bando. Y pasaportes. Para ti, para mí y para Ángel. Gracias a ellos conseguiremos cruzar las líneas y llegar a Portugal. Tengo amigos en la policía de Lisboa, nos dirigiremos allí y después tomaremos un barco para Argentina.

Manuela parpadeó, confusa.

—Pero eso significa atravesar zonas en poder de los fascistas —dijo—. Y con papeles falsos...

—No. Son papeles auténticos. Lo único que se ha cambiado son las fotografías y los nombres. Me han costado una fortuna en el mercado negro...

—Pero es muy peligroso —protestó Manuela—. Si nos detienen, te matarán...

Vega le acarició la mano.

—Todo saldrá bien, Manuela. —Sonrió'—. Además, no tenemos otra alternativa, porque no habrá ningún barco esperándonos en Alicante.

—¿Cómo lo sabes?— Manuela se cruzó de brazos— Note entiendo, Telmo. A veces te oigo hablar y parece... parece como si conocieras lo que va a pasar... ¿Cómo sabes que esos barcos no llegarán a Alicante...?

Vega contempló a su mujer en silencio. Estaba preciosa, allí sentada, bañada por la claridad de la mañana, con el pelo revuelto y el rostro seno. A veces, Vega se preguntaba cómo una mujer tan hermosa, quince años más joven que él, había podido enamorarse de un vulgar policía endurecido y correoso. Sí, aquello era un misterio, pero Vega no le daba muchas vueltas. Lo importante es que Manuela estaba ahí, a su lado.

Y, precisamente por eso, le debía una explicación. Aunque a ella le pudiera parecer una locura, había llegado el momento de desvelar el secreto que Vega había estado ocultando desde hacía tres años.

—Espera un momento —dijo el policía, incorporándose—. Ahora vuelvo.

Vega salió del salón y se dirigió al dormitorio. Volvió apenas un minuto después. Traía un sobre en la mano. Se sentó de nuevo frente a Manuela.

—Lo que voy a contar ahora te resultará increíble —dijo—. Por eso nunca te he hablado de ello, porque yo mismo no puedo encontrarle una explicación racional...

Enmudeció. Le costaba trabajo dar con una forma razonable de enfocar el asunto. Manuela se inclinó hacia él y le cogió de la mano.

—Me estás asustando, Telmo...

—No, tranquila... No hay motivo para asustarse. Al contrario, en cualquier caso se trata de algo bueno... —Respiró hondo. Lo mejor era empezar por el principio—. Verás, hace tiempo, exactamente el 7 de enero de 1936 encontré sobre la mesa de mi despacho de la DGS una carta dirigida a mí. —Mostró el sobre—. Esta carta. La leí y descubrí que contenía una serie de... de predicciones...

—¿Predicciones...?

—Sí. La carta hablaba acerca de ciertos sucesos que debían acontecer durante los siguientes años: el resultado de las elecciones de febrero, el asesinato de Calvo Sotelo, el levantamiento militar de julio, el desarrollo de la guerra, cosas así... Bueno, pensé que se trataba de una broma y, de hecho, estuve a punto de tirar la carta a la basura. —Suspiró—. Pero había algo extraño en aquello, algo que me hizo conservarla. Y así, a medida que pasó el tiempo, descubrí cómo todas y cada una de las predicciones se iban cumpliendo.

Manuela parpadeó.

—¿La carta decía lo que iba a pasar...? —preguntó. —Punto por punto.

—¿Y todas esas predicciones trataban sobre temas políticos...?

—No. Había algo a lo que la carta daba mucha importancia. De hecho, era la auténtica razón por la que se me había enviado... —Vega hizo una pausa—. ¿Te acuerdas del día en que cayó el Cuartel de la Montaña? —Claro...

—Fue el 20 de julio de 1936. Tú estabas muy preocupada por tus padres y querías ir a su casa. ¿Recuerdas lo que sucedió?

—Tú me lo impediste... No fuiste a trabajar y te quedaste todo el día a mí lado. Creo que me enfadé contigo, porque me amenazaste con emplear la fuerza para impedirme salir...

—Eso es. ¿Y te acuerdas de lo que sucedió aquella tarde en la calle Barceló, junto a la casa de tus padres?

Manuela permaneció unos segundos pensativa. Luego, con voz neutra, dijo:

—Hubo un tiroteo... Un muchacho disparó contra un grupo de milicianos y éstos le mataron.

—Exacto. —Vega contuvo el aliento—. En la carta se me advertía de que si ese día visitabas a tus padres, serías alcanzada por una bala y... y morirías.

Manuela contempló a Vega con el rostro inexpresivo. —¿Qué más predice la carta...? ¿Que los barcos no llegarán a Alicante...?

—Así es. Y que los fascistas entrarán en Madrid el 28 de este mes. Y que habrá una gran represión, en la que morirán miles de personas. Y que Hitler invadirá media Europa, provocando así otra guerra mundial. Y que el único lugar seguro para nosotros es Sudamérica.

Manuela suspiró y señaló el sobre que Vega tenía entre las manos.

—¿Me lo dejas ver...? —Vega le entregó la carta. Manuela observó con curiosidad lo que aparecía en el dorso: el nombre de su marido escrito en letras mayúsculas e irregulares, una fecha y los tres sellos de Thule, obliterados con un matasellos de caracteres incomprensibles—. ¿Y estos sellos...? —preguntó, señalando con el dedo.

—Se los mostré a Damián Echevarría, ¿te acuerdas de él? Es aficionado a la filatelia... Me aseguró que eran falsos; dijo que se trataba de sellos de fantasía, sin valor postal...

Manuela asintió. Extrajo las cuartillas dobladas que había en el interior del sobre y las desplegó sobre la mesa. Casi al instante, sus ojos se volvieron hacia Vega llenos de sorpresa.

—¡Pero si es tu letra, Telmo!

—Ya lo sé. Eso es lo que me hizo guardar la carta. Es mi letra, pero te juro que yo no lo he escrito...

Manuela volvió a mirarlas cuartillas. Distinguió en el papel unas manchas rojizas, muy oscuras. Acarició una con la yema del dedo.

—Esto parece...

—Sangre. Sangre seca.

Manuela dirigió una mirada furtiva a su marido y comenzó a leer. Las cuartillas estaban arrugadas y quebradizas. La letra, clara al principio, se iba volviendo cada vez más temblorosa, hasta resultar casi ilegible. Unos minutos más tarde, Manuela levantó la vista del escrito y contempló con fijeza a Vega.

—¿Esto lo recibiste hace tres años...?

—Sí.

Manuela asintió dubitativamente.

—Al final hay una frase que no logro entender. —Indicó con el dedo el lugar—. ¿Qué pone...?

Vega no necesitaba releer aquel texto. Lo conocía de memoria.

—Dice: «No hables con Leonor Hidalgo.»

—¿Quién es Leonor Hidalgo...?

—No lo sé... —Vega inclinó la cabeza—. Pero hoy, en el despacho, he recibido una llamada telefónica suya...

¿Y...?

—Nada. —Suspiró—. Hace tiempo que aprendí a respetar las advertencias de esa carta. Así que no he hablado con Leonor Hidalgo, sea quien sea... —Se encogió de hombros—. Bueno, ya te lo he contado todo. ¿Qué piensas...?

Manuela enarcó las cejas y se mordió el labio inferior. —No lo sé, Telmo... Es todo muy raro...

Vega se levantó de la silla y se aproximó al balcón. Apoyó una mano en la pared.

—Sabía que te parecería una locura. A mí mismo me resulta absurdo. Ésa es mi letra, de modo que soy yo quien debe haber escrito la carta... Pero no lo he hecho, te lo juro, Manuela, no lo he hecho. Y esas predicciones... ¿De dónde han salido? Todas se han ido cumpliendo... ¿Cómo es posible algo así...? —Se apartó del balcón y miró fijamente a su mujer—. No tiene sentido, ya lo sé. Pero si esa carta ha servido para impedir que murieras hace tres años... bueno, me basta con pensar en eso para sentirme infinitamente agradecido a la persona que decidió advertirme de lo que iba a pasar. —Tragó saliva—. Porque si no te tuviera a mi lado creo que no valdría la pena seguir viviendo.

Manuela sonrió con dulzura y corrió a abrazarse a Vega. —Te quiero mucho, mi amor —dijo en voz bajita—. Y te creo. Creo en cualquier cosa que me digas, porque sé que nunca vas a engañarme. Si dices que tú no has escrito esa carta, no lo has hecho. Y punto. Esas predicciones son un regalo que alguien nos ha enviado. Aceptémoslo y no le demos más vueltas...

Manuela se puso de puntillas y besó intensamente a Vega. Los bocinazos de un claxon resonaron en el exterior. Manuela se desprendió suavemente del abrazo de su mando y miró a través de los cristales del balcón. Abajo, en la calle, el inspector Navarro se encontraba de pie, aguardando junto a un Citroën negro.

—Es Ángel —dijo Manuela—. Voy a acabar de arreglarme. ¿Por qué no vas bajando el equipaje?

Vega asintió, siguiendo con la mirada a Manuela mientras salía del salón. Suspiró, aliviado por habérselo contado todo a su mujer, y feliz al comprobar cómo ella había aceptado de buen grado algo muy difícil de creer. Pero Manuela era así, siempre confiada, siempre a su lado.

Guardó la carta y los documentos y fue en busca de las maletas, Bajó al portal cargando con el pesado equipaje.

—Hola, jefe —le saludó Navarro—. Ya tengo la gasolina. Suficiente como para llegar a Lisboa sin tener que repostar.

—Eso está muy bien —dijo Vega—. Pero, ahora, ¿por qué no me echas una mano con esto?

Navarro abrió el maletero del coche y ayudó a Vega a acomodar el equipaje.

—¿Y Manuela? —preguntó.

—Ahora baja —contestó Vega, intentando encajar las maletas en aquel reducido espacio—. Está arreglándose.

Una vez instalados todos los bultos, cerraron el maletero y se apoyaron contra el coche. Vega sacó un Ideales y se disponía a liarlo cuando Navarro le tendió un paquete de Lucky Strike.

—¿Rubio americano...? —Vega frunció el ceño—. ¿De dónde lo has sacado?

—Ay, jefe, tú lo sabes muy bien. No me obligues a confesar públicamente mis pecados...

Vega sonrió y cogió uno de los cigarrillos que le ofrecía Navarro. Encendió un fósforo y, protegiendo la llama con las manos, prendió primero el pitillo de su amigo y luego el suyo. Aspiró una profunda calada. Qué distinto era aquel tabaco de la paja seca que distribuían los encargados del racionamiento...

Fumaron en silencio unos minutos.

—¿Qué camino seguiremos para llegar a Portugal? —preguntó Navarro.

—Primero hacia el sur, hasta Ciudad Real —contestó Vega—. Luego nos dirigiremos al oeste. Cruzaremos las líneas por Extremadura y seguiremos hasta Badajoz. Entraremos en Portugal por Elvas y luego, todo recto hasta Lisboa.

—¿Crees que lo conseguiremos?

Una pausa.

—Sí.

Navarro suspiró.

—Y luego, a cruzar el océano... ¿Qué haremos en Argentina?

—No tengo ni la menor idea. Pero te aseguro que, cuando acabe la guerra y entren los franquistas, Buenos Aires va a ser una ciudad mucho más acogedora que Madrid. —Sonrió—. No te preocupes. Todo saldrá bien.

De nuevo se produjo un silencio. Apuraron sus cigarrillos y tiraron las colillas al suelo. Unos segundos después, Manuela apareció en el portal. Estaba muy guapa con aquel traje de pana y el cabello recién lavado ondeando al sol. Sonrió y corrió hacía ello. Navarro se aproximó a Vega y murmuró:

—Tienes mucha suerte, cabrón...

—¿Por qué?

—Porque Manuela es una mujer maravillosa y está enamorada de ti como una colegiala. Yo a eso lo llamo tener suerte, jefe.

Vega asintió, satisfecho.

—Sí, soy un hombre afortunado —dijo. Luego añadió—: Por cierto, Ángel, ¿cuándo demonios vas a dejar de llamarme «jefe»...?

El inspector Uribe no pudo volver a la Dirección General de Seguridad hasta bien entrada la tarde. Carecía de colaboradores y se veía, por tanto, obligado a ocuparse personalmente de todos los detalles de la investigación, lo que le llevaba mucho tiempo. A veces, le tentaba la idea de abandonarlo todo, sentarse en un sillón y esperar tranquilamente el final de la guerra; pero aquel asunto del asesino de filatélicos le intrigaba y, en cualquier caso, era una forma como otra cualquiera de pasar el tiempo.

Sin embargo, el caso del Coleccionista parecía obstinarse en no progresar. Cinco asesinatos y ni una sola pista. Cinco cadáveres y ningún motivo aparente. Una locura.

Uribe permaneció más de una hora en el despacho, ocupado en ordenar sus papeles. Era un hombre meticuloso y estaba convencido de que una investigación criminal sólo podía llegar a buen fin si se realizaba con orden y planificación.

A las siete en punto concluyó su tarea y despejó el tablero del escritorio, guardando cada objeto en su lugar adecuado. Cogió el abrigo del perchero y se lo puso. Entonces sonó el teléfono.

Uribe descolgó el auricular.

—¿Si?—

—Tengo una llamada para usted, inspector —dijo Luisa, la operadora, al otro lado de la línea.

—¿Quién es?

—Una tal Leonor Hidalgo.

Uribe frunció el ceño. ¿Leonor Hidalgo...? No la conocía. Y tampoco tenía ganas de quedarse más tiempo en el despacho. Consultó el reloj: ya era muy tarde.

—¿Ha dicho qué quiere? —preguntó, vagamente malhumorado.

—Dice que tiene información sobre el asesinato de un tal Andrade...

Uribe enarcó las cejas. Eso cambiaba las cosas. Volvió a sentarse frente al escritorio y dijo:

—De acuerdo, Luisa, pásame esa llamada.

Y las piezas del juego comenzaron a desplegarse otra vez sobre el tablero.

LUX AETERNA

por Javier Negrete

El poderoso Pantócrata Radniakós estaba aburrido. Ampliar la inmensa burbuja de su universo privado carecía ya de aliciente, y también le hastiaba experimentar en él con alteraciones de las leyes fundamentales. Había dado colores a la nada; había hecho malabarismos con orbes gigantescos; había creado dominios de tiempo premioso, de tiempo acelerado, de tiempo fluctuante; había apretado el nudo de la fuerza gravitatoria y aflojado el de la fuerza magnética; había creado seres y antiseres para hacerlos chocar en dantescos fuegos de artificio con los que, en fin, dar a sus súbditos muestras visibles de su poder.

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