Premio UPC 1995 - Novela Corta de Ciencia Ficción (13 page)

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Authors: Javier Negrete César Mallorquí

Tags: #Colección NOVA 83

BOOK: Premio UPC 1995 - Novela Corta de Ciencia Ficción
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Pero aquel sello parecía obstinarse en no aparecer. La búsqueda de Mario Yáñez-Borghese,
el Coleccionista
, se reveló tenazmente infructuosa. Los agentes de la Dirección General de Seguridad efectuaron diversas redadas en los escasos círculos derechistas que aún quedaban en la capital. Primero se interrogó a los militantes falangistas, luego a los simpatizantes y, por último, a los meramente sospechosos de haber tratado en algún momento con grupos facciosos.

Pero todo fue inútil. Nadie conocía el paradero de Yáñez-Borghese.

Y así fueron pasando los días; sin que se produjeran nuevos asesinatos, es cierto, pero también sin avanzar un ápice en el curso de la investigación.

Vega, entre tanto, se sumió en algo parecido a una suave depresión. Sabía, estaba convencido, de que algo se le escapaba...

¿Pero que...?

El jueves, 30 de marzo, comenzó a circular un rumor por Madrid: las fuerzas sediciosas cercadas en el sur del país se habían rendido.

La gente se encerró en sus casas, con el oído atento a las emisoras de radio. Pero no hubo confirmación oficial.

Hasta dos días más tarde.

En el día de hoy, cautivo y desarmado el ejército faccioso, han alcanzado las tropas republicanas sus últimos objetivos militares.

La guerra ha terminado.

Madrid, 1 de abril de 1939.

Manuel Azaña, presidente de la República

Aquel lacónico texto, el último parte de la guerra civil, presidió las primeras páginas de todos los periódicos de la ciudad. Las treinta y seis palabras que lo formaban fueron pronunciadas una y otra vez, como si de una oración sagrada se tratara, por todos los locutores de radio, en todas las emisoras de España.

Y todas las gargantas del país, republicanas o
nacionales
, emitieron un idéntico suspiro de alivio. La guerra había terminado.

Por fin.

La gente tomó las calles de la capital desde primeras horas de la mañana, convirtiendo Madrid en una ciudad jubilosa, enronquecida por el ardor de los vítores y el son de las canciones. Las estrofas de
Si me quieres escribir, ya sabes mi paradero
se mezclaban con las letras de
El puente de los Franceses y El Paso del Ebro
, en un pandemónium donde los gritos de «viva la República» competían con la ya extemporánea consigna del «no pasarán".

Se improvisó una tribuna en el Paseo de la Castellana y, uno a uno, los líderes políticos fueron desfilando ante los micrófonos allí instalados. Dolores Ibarruri compuso un canto exaltado al heroísmo de las clases trabajadoras, mientras que Julián Besteiro pedía tranquilidad a las masas, recordando que es mucho más fácil ganar una guerra que construir la paz. Ernest Hemingway saludaba a unos y a otros, mientras que el famoso fotógrafo Robert Capa, la rutilante estrella de la revista
Life
, inmortalizaba con su cámara aquellos momentos históricos.

La ciudad se había convertido en una fiesta, sí, pero a medida que el alcohol fuera acumulándose en los estómagos y nublando las conciencias, la desmedida alegría se iría transformando poco a poco en desorden.

Pero aquello carecía de importancia, pensaba Vega, tumbado sobre su cama. Una ciudad también tiene derecho a sus momentos de locura.

Vega no había ido al trabajo aquella mañana. Tampoco salió a las calles para sumarse a la euforia general. A decir verdad, el policía no experimentaba ni una pizca de entusiasmo; más bien se veía embargado por una suave tristeza, por una indefinida melancolía.

En aquellos momentos, la ausencia de su mujer se hacía más patente. Manuela había muerto al comienzo de la guerra; y ahora, cuando el conflicto llegaba a su término, era como si Manuela muriese otra vez, dejando dentro de él un enorme vacío.

No fue hasta última hora de la tarde cuando Vega decidió acudir a la Dirección General de Seguridad. Encontró sus dependencias prácticamente vacías, ya que la mayor parte de los agentes se encontraban fuera, o bien intentando mantener el orden, o bien sumándose con alegría a la confusión reinante.

Vega se dirigía a su despacho, caminando despacio por aquellos pasillos, usualmente llenos de agitación, y ahora casi despoblados, cuando el eco de una risa llamó su atención. El sonido provenía de una de las salas de trabajo. Vega entró en ella. Había cinco mesas desocupadas, pero en el sexto escritorio descubrió la presencia de Ángel Navarro.

—¡Hola, jefe! —exclamó el inspector—. ¿Vienes a celebrarlo...? Vamos, echa un trago a la salud de la República...

Navarro, visiblemente borracho, le tendió la casi vacía botella de coñac Giménez que tenía en la mano.

—Gracias, Ángel —dijo Vega, con una sonrisa—. Pero no.

—Te has vuelto un aburrido, jefe —repuso Navarro, la voz turbia por el alcohol—. Antes bebías y te divertías... Ahora pareces un santo...

Vega se medio sentó sobre una de las mesas.

—Antes bebía —dijo—, pero no me divertía. Y si yo parezco un santo, tú pareces alguien al que le van a meter un puro en cuanto le vean borracho en el trabajo...

—No estoy borracho, sino contento... Patrióticamente contento. Y, además, ¿quién coño me va a ver? Se han ido todos a celebrar la victoria... ¿Es que tú no te alegras, jefe...? Hemos ganado la guerra.

—Hace meses que la guerra estaba ganada... —murmuró Vega.

Navarro vació de un trago la botella y la dejó a un lado. Cogió una lupa que había sobre la mesa y contempló con ella las uñas de su mano izquierda.

—Puede que estuviera ganada, jefe. Pero todavía me acuerdo de cuando los fascistas nos pegaban tiros desde la Ciudad Universitaria... Tan cerca de nosotros como los dedos de mi mano...

Pero Vega no escuchó las palabras de Navarro. Súbitamente alerta, contemplaba fijamente la lupa que sostenía su subalterno. Porque, de pronto, la pieza que faltaba en el rompecabezas, aquello que intentaba recordar desde hacía tantos días, estaba allí, frente a sus ojos...

Una lente de aumento.

—¿Para qué puede querer un niño una lupa? —preguntó, lentamente, Vega.

—¿Una lupa...? —Navarro parpadeó—. Para concentrar los rayos del sol y quemar hormigas... Es lo que yo hacía de pequeño...

—No, no es eso... —murmuró Vega, pensativo—. Mientras interrogaba a Isabel Bardasano, entró su hijo preguntando por una lupa. ¿Para qué necesita una lupa el nieto de un filatélico...?

Una pausa.

—¿Para mirar sellos...? —sugirió, desconcertado, Navarro.

—Exacto —dijo Vega, incorporándose—. Para mirar sellos.

Y, sin decir una palabra más, el policía salió a la carrera del despacho.

El niño contempló a Vega con aprensión.

—Te llamas Carlos, ¿verdad? —dijo el comisario. El niño asintió—. ¿Te ha dicho tu madre quién soy yo?

—Un policía —respondió Carlitos, tras unos segundos de vacilación—. Pero no he hecho nada malo...

—Ya lo sé. Lo único que quiero es hacerte unas preguntas... —Vega, dándose cuenta de que el niño estaba cada vez más asustado, sonrió—. Mira, vamos a hacer un trato: yo te dejo ver mi arma de reglamento y tú, a cambio, me enseñas algo tuyo. ¿De acuerdo?

—¿Tiene... tiene una pistola...?

Vega asintió y sacó de la funda su automática Astra de nueve milímetros. Tras quitarle el cargador y comprobar que no había ninguna bala en la recámara, se la entregó a Carlitos. Éste la cogió asombrado y comenzó a examinarla con los ojos muy abiertos.

Se encontraban en el dormitorio del niño. Vega había llegado a casa de Isabel Bardasano justo cuando el sol comenzaba a ocultarse tras los tejados. La mujer se sorprendió mucho al ver al policía a aquellas horas tan tardías, pero mayor fue su sorpresa cuando supo que no era con ella con quien deseaba hablar, sino con su hijo. Isabel se empeñó en saber la razón de aquello, pero Vega no quiso decírselo, insistiendo por su parte en charlar con el niño en privado.

—Pesa mucho —dijo Carlitos, dándole vueltas al arma en sus manos—. ¿Ha... ha matado usted a alguien...? —Vega asintió. El muchacho abrió desmesuradamente los ojos—.¿Con esta pistola...?

Vega asintió de nuevo. El niño contempló el arma con reverencia y se la entregó al policía. Éste montó el cargador y guardó la pistola en su funda.

—Bueno, Carlos —dijo Vega—. Yo he cumplido con mi parte del trato; te he mostrado mi arma. Ahora te toca a ti; ¿qué me puedes enseñar...?

El niño se encogió de hombros.

—No tengo nada interesante...

—¿Cómo qué no? Creo que coleccionas sellos, ¿no...? —Carlitos movió afirmativamente la cabeza—. Ves, eso es interesante. Enséñame tu colección, ¿de acuerdo...?

El niño vaciló unos instantes. Luego se levantó, fue hacia un armario y sacó de su interior un álbum de tapas verdes, entregándoselo acto seguido al policía.

Vega contuvo la respiración y comenzó a pasar las páginas. Ante sus ojos desfilaron decenas de pequeñas imágenes impresas.

Sellos de la República con los rostros de Zorrilla, Blasco Ibáñez, Concepción Arenal, Castelar, Salmerón o Pablo Iglesias. Sellos de la Monarquía, con la efigie de Alfonso XIII, o conmemorativos de la Exposición de Barcelona de 1929. Y sellos de Chile, de Argentina, de Colombia, de Italia, de Noruega...

El policía pasó la penúltima hoja del álbum.

Y allí estaba el sello perdido.

Vega notó cómo se le aceleraba el corazón. Tragó saliva y señaló el sello azul de Thule.

—¿Dónde lo conseguiste...? —El niño, de nuevo asustado, permaneció en silencio. Vega insistió—: Este sello era de tu abuelo, ¿verdad...?

¡Él me lo dio exclamó Carlitos, muy agitado.

Vega suspiró.

—No, no te lo dio —dijo con suavidad—. De ser así, se habría acordado. Tú se lo cogiste sin que él lo supiese, ¿no es cierto...?

—¡Mentira! —El niño estaba al borde del llanto—. ¡Él me lo dio, él me lo dio...!

Vega se inclinó hacia delante y sonrió con algo de tristeza.

—Escucha, Carlos, ya eres un hombre. Y éste es un asunto muy serio. Te juro que no te va a pasar nada, pero tienes que decirme la verdad...

El niño desvió la mirada. Las lágrimas comenzaron a desprenderse de sus ojos. Inclinó la cabeza con profundo abatimiento.

—El abuelo tema tres sellos iguales... —dijo débilmente, sin dejar de llorar—. Y decía que no valían nada... Pero eran bonitos...

—Y los cogiste...

—Sólo uno... Y había tres... —Carlitos levantó el rostro anegado de lágrimas—. No se lo diga a mi madre, señor... Por favor, no se lo diga...

Vega permaneció más de un minuto en silencio, contemplando abstraído el sello. Finalmente, cogió su cartera y sacó un billete de cincuenta pesetas. Luego extrajo el sello de Thule de su protección de celofán y lo sujetó entre el índice y el pulgar.

—Se me ocurre una cosa —dijo, pensativo—. Te doy diez duros por este sello. Y todo quedará como un secreto entre nosotros. ¿Qué te parece?

Los ojos del niño se iluminaron.

Eran casi las diez de la noche, pero la gente continuaba celebrando la victoria por las calles. Parecía como si el millón largo de habitantes que aún quedaba en Madrid hubiera decidido no descansar ni dormir durante aquella larga, histórica e intensa jornada.

Vega observó al bullicioso grupo de hombres y mujeres que se encontraban cantando frente al Palacio Real. Luego volvió los ojos hacia el sello que sostenía entre sus dedos. Realmente, estaba impreso de una forma muy curiosa; si se miraba fijamente durante un rato, la imagen del anciano alado parecía cobrar relieve.

Mobile quod movetur.

Thule.

¿Qué tenía de especial aquel sello? Tan sólo era un trozo de papel, impreso y engomado, nada más. Un sello falso, sin valor alguno.

Entonces, ¿por qué había causado tantas muertes?

¿Cuál era su secreto...?

Vega llevaba casi tres cuartos de hora sentado en aquel banco de la Plaza de Oriente, intentando decidir qué iba a hacer. Oh, por supuesto, su obligación era llevar el sello a la Dirección General de Seguridad. Se trataba de una prueba importante.

Pero Vega quería saber, necesitaba conocer la verdad de aquel enigma.

El policía se incorporó y aspiró profundamente el fresco aire de la noche. Guardó el sello en su cartera.

Luego, con paso decidido, se encaminó hacia el lujoso palacete de la calle Serrano.

Pese a ser casi medianoche, el mayordomo no demostró la menor extrañeza ante la visita del policía. Sin alterar la expresión de su rostro, le condujo al salón. "Avisaré a la señora», fueron sus únicas palabras antes de abandonar la estancia.

Vega, demasiado nervioso para sentarse, se acercó a la librería. Los anaqueles estaban ocupados por numerosos volúmenes encuadernados en piel. Sin duda, se trataba de libros destinados más a la decoración que a la lectura. Sin embargo, en un rincón había unos cuantos ejemplares en rústica que, por su desgastado aspecto, parecían haber sido repetidamente leídos. Vega ojeó los títulos:
The Time Machine
, de H. G. Wells;
Tourmalin's Time Cheques
, de F. Anstey;
The Clockwork Man
, de E. V. Odie;
ABC of Relativity
, de Bertrand Kussell... Todos aquellos libros estaban escritos en inglés, un idioma que Vega no dominaba, así que se apartó de la librería y caminó hacia la chimenea, donde unos troncos ardían lentamente. Contempló el marco de plata con la foto de Mario Yáñez-Borghese. Nadie hubiese sospechado que aquel sonriente y despreocupado jugador de tenis pudiera ser un asesino.

Vega frunció el ceño. Había algo peculiar en aquel retrato: si Leonor Hidalgo había roto con su mando, como ella afirmaba, ¿qué hacía esa foto ahí? Quizá la mujer mentía una vez más y su presunto divorcio fuera una farsa. O, quizá...

Quizás había puesto la fotografía allí, bien visible, precisamente para que el policía pudiera verla...

—Un hombre muy guapo, ¿verdad, comisario...?

Vega se dio la vuelta y contempló a Leonor Hidalgo. Estaba apoyada en el quicio de la puerta, con una sonrisa irónica bailando en sus labios.

—No soy buen juez de la belleza masculina —contestó Vega, apartándose de la chimenea.

La mujer rió alegremente.

—Ésa es la respuesta típica de un hombre. Cualquier mujer puede apreciar el atractivo de otra mujer. Pero los hombres se niegan a reconocer la belleza masculina, como si hacerlo supusiera poner en entredicho su propia virilidad... Una actitud muy infantil, ¿no cree...?

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